Capítulo VI
SONRÍA AL PAJARITO
CONDUCTO DE LANZAMIENTNO E37, CIUDAD REFUGIO, LOS ELEMENTOS DEL SUBSUELO
El TRÍO de extraños aliados avanzó con la lanzadera de los goblins hacia el conducto E37. Holly no estaba demasiado contenta, que digamos. En primer lugar, le habían ordenado trabajar con el enemigo público número uno, Artemis Fowl, y en segundo lugar, estaba segura de que, para que no se descuajaringase, los goblins habían pegado las piezas de aquella lanzadera a base de saliva y rezos a los dioses.
Holly se colgó una anilla de comunicación en la oreja puntiaguda.
—¿Hola Potrillo? ¿Estás ahí?
—Aquí estoy, capitana.
—Recuérdame otra vez por qué estoy pilotando esta vieja cafetera, anda.
Los pilotos de Reconocimiento de la PES se referían a las lanzaderas sospechosas con el nombre de cafeteras por su alarmante tendencia a echar humo por todas partes cuando remontaban las paredes del conducto.
—La razón por la que estás pilotando esa vieja cafetera, capitana, es porque los goblins construyeron esa lanzadera dentro del hangar, y las tres rampas de acceso originales fueron retiradas hace años. Tardaríamos días en llevar ahí dentro otra nave, así que me temo que no nos queda otro remedio que conformarnos con el barco pirata de los goblins.
Holly se ajustó el cinturón en el asiento del copiloto. Las palancas de propulsión parecieron saltarle a las manos, prácticamente. Durante una fracción de segundo, el buen humor propio de la capitana Canija regresó a su semblante. Era una piloto de primera, la número uno de su clase en la Academia. En su examen final, la comandante de vuelo Vinyáya había escrito: «La cadete Canija sería capaz de pilotar un tanque lanzadera por entre los huecos de los dientes». Era un cumplido con segundas: en su primera prueba con un tanque lanzadera, Holly había perdido el control y había aterrizado la nave, a punto de estrellarse, a dos metros de la nariz de Vinyáya.
Y así, durante cinco segundos, Holly se sintió feliz. Luego recordó quiénes eran sus pasajeros.
—Me pregunto si sabrías decirme —dijo Artemis al tiempo que se acomodaba en el asiento del copiloto— a cuánta distancia queda la terminal rusa de Murmansk.
—Los civiles tienen que sentarse detrás de la raya amarilla —gruñó Holly, haciendo caso omiso de la pregunta. Artemis insistió.
—Esto es importante para mí. Estoy tratando de planear un rescate.
Holly esbozó una sonrisa tensa.
—Todo esto es tan irónico que podría escribir un poema. El secuestrador pidiendo ayuda con un secuestro.
Artemis se frotó las sienes.
—Holly, soy un criminal. Es lo que mejor sé hacer. Cuando te secuestré, solo estaba pensando en el rescate. Se supone que no ibas a correr peligro en ningún momento.
—Ah, ¿de veras? —exclamó Holly—. Aparte de biobombas y troles…
—Es cierto —admitió Artemis—. A veces los planes no pasan fácilmente del papel a la vida real. —Hizo una pausa para limpiarse una suciedad inexistente de sus uñas impecables—. He madurado, capitana. Es mi padre. Necesito toda la información que pueda obtener antes de enfrentarme a la mafiya.
Holly se ablandó un poco. No era fácil crecer sin un padre. Ella lo sabía; su propio padre había muerto cuando apenas tenía sesenta años. Ahora ya hacía más de veinte años de aquello.
—Está bien, Fangosillo, escúchame, porque solo lo voy a decir una vez. —Artemis se incorporó en el asiento. Mayordomo se agachó al entrar en la cabina. Era capaz de oler una historia de batallitas—. En los últimos dos siglos, con los avances en la tecnología humana, la PES se ha visto obligada a cerrar más de sesenta terminales. Nos fuimos del norte de Rusia en los sesenta. La totalidad de la península de Kola es un desastre nuclear. Las Criaturas no toleran las radiaciones, nunca desarrollamos ningún tipo de inmunidad. Aunque la verdad, no había mucho que cerrar, solo una terminal grado tres y un par de proyectores de simulación. A las Criaturas no les gusta demasiado el Ártico, hace un poco de frío. Todos se alegraron de poder marcharse, así que, respondiendo a tu pregunta, hay una terminal abandonada, sin demasiadas o ninguna instalación en la superficie, y situada a unos veinte clícs al norte de Murmansk…
La voz de Potrillo irrumpió a través del intercomunicador e interrumpió lo que se estaba acercando peligrosamente a una conversación de civiles.
—De acuerdo, capitana. Pista despejada hasta el túnel. Todavía quedan unas cuantas señales del último estallido, de modo que rapidito.
Holly activó el micrófono que llevaba en la boca.
—Recibido, Potrillo. Ten los trajes antirradiación preparados para cuando vuelva. Andamos un poco justos de tiempo.
Potrillo se echo a reír.
—Ten cuidado con los propulsores, Holly. Técnicamente, esta es la primera vez que Artemis viaja por los conductos de lanzamiento, teniendo en cuenta que en el camino hasta aquí abajo él y Mayordomo estaban bajo el influjo del encanta. No queremos que se lleven un susto, ¿no?
Holly empujó la palanca de propulsión con un poquito más de fuerza de la necesaria.
—No —respondió con un aullido—. No queremos que se lleven un susto.
Artemis decidió abrocharse el cinturón de seguridad. Una buena idea, como comprobaría más tarde.
La capitana Canija hizo avanzar la lanzadera improvisada por los raíles magnéticos de aproximación. Las aletas empezaron a temblar e hicieron que unas oleadas gemelas de chispazos se derramaran por las ventanillas. Holly ajustó los giroscopios externos porque, de lo contrario, habría un par de Fangosos vomitando por toda la cabina.
Holly dejó los dedos suspendidos encima de los botones del turbo.
—Vale. Vamos a ver lo que sabe hacer este trasto.
—No intentes batir ningún récord, Holly —le aconsejó Potrillo por los altavoces—. Ésa nave no ha sido construida para ir a grandes velocidades. He visto enanos más aerodinámicos.
Holly lanzó un gruñido. A fin de cuentas, ¿qué gracia tenía volar despacio? Ninguna en absoluto. Y si además resultaba que de paso aterrorizabas a un par de Fangosos… bueno, eran gajes del oficio.
El túnel de servicio se abrió ante el conducto de lanzamiento principal. Artemis dio un grito ahogado. Era un espectáculo digno de admiración: se podía tirar el Everest por aquel conducto inmenso y ni siquiera rozaría los costados. Un brillo de color rojo intenso palpitaba en el corazón de la Tierra como las llamas del infierno, y los crujidos constantes de la roca al contraerse zarandeaban el casco como si fueran golpes físicos.
Holly encendió los cuatro motores de vuelo y dejó caer la nave en el abismo. Sus preocupaciones se evaporaron con los torbellinos de niebla que rodeaban la cabina. Aquello era cosa de auténticos pilotos: cuanto más abajo llegases sin salir del descenso en picado, más duro eras. Ni siquiera la incendiaria desaparición del Agente de Recuperación Canicas Bo impidió que los pilotos de la PES siguieran practicando el descenso en picado al corazón de la Tierra. Holly ostentaba el record del momento. Quinientos metros desde el núcleo terrestre antes de desplegar los alerones. Aquello le había costado dos semanas de suspensión, además de una multa tremenda.
Pero no ese día. No habría récords con una cafetera. Mientras la fuerza de gravedad le tensaba la carne de las mejillas, Holly tiró de las palancas hacia atrás, apartando el morro de la posición vertical. Sintió no poca satisfacción al oír suspirar de alivio a los dos humanos.
—Está bien, Potrillo, estamos subiendo. ¿Cuál es la situación en la superficie?
Oyó al centauro aporreando un teclado.
—Lo siento, Holly, no logro obtener información de ninguno de nuestros equipos en la superficie. Hay demasiada radiación desde el último estallido. Ahora tendrás que apañártelas tú solita.
Holly observó a los dos humanos que la acompañaban en la cabina.
Yo solita, pensó. Ojalá.
PARÍS, FRANCIA
Bien, pues si Artemis no era el humano que estaba ayudando a Cudgeon en su intento de armar a los B’wa Kell, ¿quién era? ¿Algún tirano o dictador? ¿Acaso un general insatisfecho con acceso a un suministro ilimitado de pilas? Bueno, pues no. No exactamente.
Luc Carrère era el responsable de la venta de pilas a los B’wa Kell. Aunque no es que fuese algo que se supiese con solo mirarlo. De hecho, ni siquiera él mismo lo sabía. Luc era un detective privado francés de medio pelo, famoso por su ineptitud. En los círculos de los sabuesos, se decía de él que era incapaz de encontrar una pelota de golf en un barril de mozzarella.
Cudgeon decidió utilizar a Luc por tres razones: en primer lugar, los archivos de Potrillo mostraban que tenía cierta reputación como trapichero. A pesar de su incompetencia como investigador, Luc tenía un don especial para hacerse con cualquier cosa que quisiese comprar el cliente. En segundo lugar, el tipo era avaricioso y nunca había sido capaz de resistirse a los alicientes del dinero fácil. Y en tercer lugar, Luc era idiota, y como saben todos los seres mágicos, las mentes débiles son más fáciles de encantar.
El hecho de que hubiese localizado a Carrère en la base datos de Potrillo ya era motivo suficiente para hacer sonreír a Cudgeon. Por supuesto, Brezo habría preferido no contar con ningún eslabón humano en la cadena, pero una cadena formada únicamente por eslabones de goblins es una cadena estúpida.
Establecer contacto con un Fangoso no era algo que Cudgeon se tomara a la ligera. Por loco que estuviese, Brezo era muy consciente de lo que podía suceder si la existencia de un nuevo mercado bajo la superficie llegaba a oídos de los humanos: acudirían en tropel al centro de la Tierra como un ejército de hormigas rojas caníbales. Cudgeon no estaba preparado para conocer a los humanos personalmente. Todavía no. No hasta que tuviese el poder de la PES para respaldarle.
Así pues, Cudgeon envió a Luc Carrère un paquete través del correo prioritario, correo goblin protegido con escudo…
Luc Carrère había entrado en su oficina una tarde de julio y se había encontrado un pequeño paquete encima del escritorio. El paquete no era más que una entrega de UPS. O algo que se parecía muchísimo a una entrega de UPS.
Luc cortó la cinta aislante. En el interior de la caja, protegido por un nido de billetes de cien euros, había una especie de aparatito plano, como un lector de CD portátil, pero hecho de un extraño metal negro que parecía absorber la luz. Luc habría llamado a la recepción y habría dado instrucciones a su secretaria para que no le pasase ninguna llamada. De haber tenido una recepción, claro está. De haber tenido una secretaria. En su lugar, el detective empezó a meterse el dinero en el interior de la camisa manchada de grasa como si los billetes fuesen a desaparecer en cualquier momento.
De repente, el aparato se abrió por sorpresa como una almeja y dejó al descubierto una micropantalla y unos altavoces. Un rostro envuelto en sombras apareció en el monitor. A pesar de que Luc no veía más que un par de ojos de color rojo, aquello bastó para que un escalofrío le recorriese la espalda.
Sin embargo, fue muy curioso, porque cuando el rostro empezó a hablar, toda la inquietud de Luc desapareció como si fuese una serpiente que acabase de mudar de piel. ¿Por qué se había asustado tanto? Era obvio que aquella persona era amiga. Qué voz tan maravillosa…, como un coro de ángeles cantando a cappella…
—¿Luc Carrère?
Luc estuvo a punto de echarse a llorar de emoción. Poesía.
—Oui. Soy yo.
—Bon soir. ¿Ves el dinero, Luc? Es todo tuyo. —Cien kilómetros bajo tierra, Cudgeon casi esbozó una sonrisa. Aquello iba a ser más fácil de lo que esperaba. Le preocupaba que la gota de energía que le quedaba en el cerebro no bastase para hechizar al humano, pero aquel Fangoso en particular parecía tener la fuerza de voluntad de un cerdo hambriento frente un comedero repleto de nabos.
Luc cogió dos fajos de billetes con las manos.
—Éste dinero… ¿es mío? ¿Qué tengo que hacer?
—Nada. El dinero es tuyo. Haz lo que quieras.
Luc sabía que no existía el dinero gratis, pero esa voz… Ésa voz era la verdad hablando a través de un microaltavoz.
—Pero hay más, mucho más…
Luc dejó de hacer lo que estaba haciendo, que era besar un billete de cien euros.
—¿Cuánto más?
Los ojos brillaron con un rojo aún más intenso.
—Todo cuanto tú quieras, Luc. Pero para conseguirlo, necesito que me hagas un favor.
Luc estaba completamente embrujado.
—Claro, claro. ¿Qué clase de favor?
La voz que brotaba del altavoz sonó más clara que el agua.
—Es muy sencillo, ni siquiera es ilegal. Necesito pilas, Luc. Miles de pilas, tal vez millones. ¿Crees que podrías conseguírmelas?
Luc lo pensó aproximadamente dos segundos. Los billetes le hacían cosquillas en la barbilla. El caso es que tenía un contacto en el río que enviaba de forma regular barcos cargados de hardware a Oriente Próximo, incluyendo pilas. Luc tenía la seguridad de que podría desviar el rumbo de alguno de aquellos barcos.
—Pilas. Oui, certainment, claro que puedo.
Y así siguió todo durante varios meses. Luc Carrère utilizó a su contacto para hacerse con el máximo número de pilas posible. Era un trato cómodo: Luc dejaba las pilas en montones en su apartamento y a la mañana siguiente desaparecían; en su lugar había un pilar de billetes de banco nuevecitos. Por supuesto, los euros eran falsos, producto de una vieja impresora Koboi, pero Luc no sabía distinguir la diferencia. Nadie que no fuese del Tesoro sabría distinguirla.
A veces, la voz de la pantalla hacía una petición especial, como los trajes antiincendio, por ejemplo, pero Luc era ahora todo un profesional y no había nada que no pudiese conseguir con solo hacer una llamada de teléfono. En seis meses, Luc Carrère pasó de vivir en un estudio de una sola habitación a un lujosísimo loft en pleno Saint-Germain, de modo que el servicio de Sûreté y la Interpol estaban abriendo expedientes por separado contra él. Sin embargo, eso Luc no lo sabía; lo único que sabía era que, por primera vez en su vida corrupta, estaba sacando verdadero provecho de sus chanchullos.
Una mañana encontró otro paquete encima de su nuevo escritorio de mármol. Ésta vez era más grande, abultaba mucho más, pero Luc no estaba preocupado: seguramente era más dinero.
Luc abrió la parte superior y vio una caja de aluminio y un segundo comunicador. Los ojos le estaban esperando.
—Bonjour, Luc. Ça va?
—Bien —respondió Luc, bajo el influjo del encanta desde la primera sílaba.
—Hoy tengo una misión especial para ti. Si lo haces bien, no tendrás que preocuparte por el dinero nunca más. Tu herramienta está en la caja.
—¿Qué es? —preguntó el detective con nerviosismo. El instrumento parecía un arma y, a pesar de que Luc se hallaba bajo los efectos del encanta, Cudgeon no poseía magia suficiente para alterar por completo la naturaleza del parisino: puede que el detective fuese artero y malicioso, pero no era ningún asesino.
—Es una cámara especial, Luc, eso es todo. Si aprietas esa cosa que parece un gatillo, el aparato saca una foto —le explicó Cudgeon.
—Ah —repuso Luc Carrère con aire bobalicón.
—Unos amigos míos van ir a visitarte y quiero que les saques una foto. Solo es una pequeña broma que nos gastamos entre nosotros.
—¿Y cómo reconoceré a tus amigos? —preguntó Luc—. Viene a verme mucha gente.
—Te preguntarán por las pilas. Si te preguntan por las pilas, entonces les sacas una foto.
—Vale, estupendo. —Y era estupendo, porque la voz nunca le haría hacer nada malo. La voz era su amiga.
CONDUCTO DE LANZAMIENTO E37
Holly hizo avanzar la cafetera por la última sección del conducto. Un sensor de proximidad que había en el morro de la lanzadera activó las luces de aterrizaje.
—Hum —murmuró Holly.
Artemis entrecerró los ojos para mirar por el parabrisas de cuarzo.
—¿Algún problema?
—No. Es solo que esas luces no deberían funcionar: no ha habido ninguna fuente de energía en esta terminal desde el siglo pasado.
—Nuestros amigos los goblins, supongo.
Holly frunció el ceño.
—Lo dudo. Hace falta media docena de goblins para encender una lámpara sencilla. Para poner en funcionamiento una terminal de aterrizaje de lanzaderas se necesitan auténticos conocimientos. Conocimientos propios de un elfo.
—La cosa se pone interesante… —dijo Artemis. Si hubiese llevado barba, se la habría acariciado—. Esto huele a traidor. Bueno, ¿y quién tendría acceso a toda esta tecnología y un motivo para venderla?
Holly dirigió el cono de la lanzadera hacia los nódulos de aterrizaje.
—Pronto lo averiguaremos. Tú dame al traficante humano, y yo, con mi encanta, lo haré hablar hasta que se quede afónico.
La lanzadera atracó emitiendo un silbido neumático, mientras el aro de goma de la plataforma se cerraba herméticamente alrededor del casco externo de la nave.
Mayordomo ya se había levantado de su asiento antes de que se apagasen las luces del cinturón de seguridad, listo para entrar en acción.
—Una cosa más: no matéis a nadie —les advirtió Holly—. No es así como le gusta trabajar a la PES. Además, los Fangosos muertos no confiesan quiénes son sus socios.
La capitana iluminó un esquema en la pantalla mural, un mapa que describía la parte vieja de París.
—Muy bien —dijo, señalando un puente que cruzaba el Sena—. Estamos aquí, debajo de este puente, a sesenta metros de Notre Dame. La catedral, no el equipo de fútbol. La terminal está camuflada como soporte del puente. Quedaos en la puerta hasta que os dé luz verde. Tenemos que ir con mucho cuidado; lo último que necesitamos es que algún parisino os vea salir de una pared de ladrillo.
—¿Es que no vienes con nosotros? —le preguntó Artemis.
—Órdenes —contestó Holly, con el ceño fruncido—. Podría tratarse de una trampa. ¿Quién sabe qué clase de hardware apunta a la puerta de la terminal? Por suerte para vosotros, no sois imprescindibles. Un par de turistas irlandeses de vacaciones…, no tendréis problemas para pasar desapercibidos.
—Qué suerte la nuestra… ¿Qué pistas tenemos?
Holly introdujo un disquete en la consola.
—Potrillo sometió al prisionero goblin a su Retimagen. Al parecer, ha visto a este humano. —La capitana hizo aparecer una foto en la pantalla—. Potrillo obtuvo una coincidencia con sus archivos de la Interpol. Se trata de Luc Carrère, un antiguo abogado inhabilitado; hace trabajillos como detective privado. —A continuación, imprimió una tarjeta—. Aquí está su dirección. Se acaba de mudar a un apartamento nuevo y de alto standing. Puede que no sea nada, pero al menos tenemos algo por donde empezar. Necesito que lo inmovilicéis y que le enseñéis esto. —Holly les dio lo que parecía un cronómetro de submarinista.
—¿Qué es eso? —preguntó el sirviente.
—Solo un intercomunicador de pantalla. Se lo ponéis a Carrère delante de la cara y yo le podré arrancar la verdad mediante un encanta desde aquí mismo. También contiene uno de los inventos de Potrillo: un escudo personal. El Segurescudo. Os gustará saber que se trata de un prototipo, de modo que tendréis el honor de ser los primeros en probarlo. Al tocar la pantalla, el micro-reactor genera una esfera de dos metros de diámetro de luz trifásica. No funciona para los sólidos, pero va de perlas para los láseres y los choques.
—Hum —murmuró Mayordomo en tono vacilante—. En la superficie no solemos disparar demasiado con láseres.
—Eh, pues no lo uses. A mí me da lo mismo, ¿sabes?
Mayordomo examinó el minúsculo instrumento.
—¿Un radio de un metro? ¿Y qué pasa con los trozos del cuerpo que sobresalen, los que no quedan protegidos?
Holly le dio unos golpecitos al sirviente en el estómago y soltó en tono desenfadado:
—Mi consejo, grandullón, es que te hagas un ovillo.
—Trataré de recordarlo —repuso Mayordomo, al tiempo que se ceñía el cinturón que le rodeaba la barriga—. Vosotros dos, tratad de no mataros mientras yo estoy fuera.
Artemis estaba perplejo, cosa que no ocurría con demasiada frecuencia.
—¿Mientras tú estás fuera, dices? No esperarás que me quede aquí dentro…
Mayordomo se dio unos toquecitos en la frente.
—No te preocupes, lo verás todo a través de la iriscam.
Artemis empezó a echar chispas por un momento, hasta que volvió a acomodarse en el asiento del copiloto.
—Ya lo sé. Solo conseguiría retrasarte y eso, a su vez, no haría más que retrasar la búsqueda de mi padre.
—Aunque, claro, si insistes…
—No. No es momento de chiquilladas.
Mayordomo esbozó una leve sonrisa. Las chiquilladas eran algo de lo que no se podía acusar al joven amo Artemis.
—¿Cuánto tiempo tengo?
Holly se encogió de hombros.
—El que haga falta. Evidentemente, cuanto antes, mejor para todos. —Lanzó una mirada a Artemis—. Sobre todo para su padre.
Pese a todo, Mayordomo se sentía bien. Era la vida en su expresión más básica: la caza. No era exactamente la Edad de Piedra, no con un arma semiautomática bajo el brazo, pero el principio era el mismo: la supervivencia del más fuerte, y a Mayordomo no le cabía ni la más mínima duda de que él era el más fuerte.
Siguió las instrucciones de Holly hasta una escalera de servicio y trepó por ella rápidamente hasta la salida que había encima. Esperó junto a la puerta metálica hasta que la bombilla de arriba pasó del rojo al verde y la entrada camuflada se deslizó sin hacer ruido hacia un lado. El guardaespaldas salió con mucho sigilo; aunque era probable que el puente estuviese desierto, no podría poner la excusa de ser un vagabundo sin techo, vestido como iba con un elegante traje de diseño de color oscuro.
Mayordomo sintió la caricia de la brisa en la bóveda afeitada de su cabeza. El aire de la mañana le sentó bien, después de permanecer tantas horas bajo el suelo. Se imaginaba perfectamente cómo debían de sentirse los Seres Mágicos, expulsados de su entorno natural por los humanos. Por lo que Mayordomo había visto, si algún día las Criaturas decidían reclamar lo que era suyo, la batalla no duraría demasiado, pero por suerte para el género humano, los Seres Mágicos eran un pueblo amante de la paz y no estaban preparados para ir a la guerra por las propiedades inmobiliarias.
No había moros en la costa. Mayordomo avanzó con naturalidad por la ribera del río y se dirigió hacia el oeste en dirección al barrio de Saint-Germain.
Un barco se deslizó por el agua a su derecha, transportando a bordo a un centenar de turistas. Automáticamente, Mayordomo se tapó la cara con una manaza gigantesca, solo por si acaso algunos de los turistas estaban apuntando con la cámara en su dirección.
El guardaespaldas salvó una serie de escalones de piedra que conducían a la carretera, arriba. Tras él, la aguja puntiaguda de Notre Dame se remontaba en el aire y, a su izquierda, el famoso perfil de la torre Eiffel agujereaba las nubes. Mayordomo echó a andar con aire decidido por la calle principal, saludando con una inclinación de cabeza a varias damas francesas que se paraban para mirarle. Conocía aquella parte de París, pues había pasado allí un mes recuperándose de una misión especialmente peligrosa para el servicio secreto francés.
Mayordomo recorrió la rue Jacob. Pese a aquella temprana hora, los coches y las camionetas abarrotaban la estrecha calle. Los conductores apoyaban el peso de su cuerpo en los cláxones y se colgaban de las ventanillas, con sus temperamentos galos al rojo vivo. Los ciclomotores esquivaban los parachoques y varias chicas guapas paseaban por las aceras. Mayordomo sonrió. París. Ya no se acordaba.
El apartamento de Carrère estaba en la rue Bonaparte, frente a la iglesia. El alquiler de los pisos en Saint-Germain costaba más dinero al mes que lo que la mayoría de los parisinos ganaban en un año. Mayordomo pidió un café y un croissant en la cafetería Bonaparte y se sentó en una mesa de la terraza. Según sus cálculos, aquella mesa le ofrecería una vista perfecta del balcón de monsieur Carrère.
Mayordomo no tuvo que esperar demasiado. En menos de una hora, el fornido parisino apareció en el balcón y se apoyó en la elaborada barandilla durante unos minutos. Muy amablemente, tuvo la delicadeza de exhibirse de frente y también de perfil.
La voz de Holly retumbó en el oído de Mayordomo.
—Ése es nuestro hombre. ¿Está solo?
—No lo sé —murmuró el guardaespaldas, hablándose a la mano. El micrófono de color carne que llevaba adherido al cuello captaría las vibraciones de sus cuerdas vocales y se las traduciría a la capitana.
—Espera un segundo.
Mayordomo oyó aporrear un teclado y, de repente, la iriscam que llevaba en el ojo empezó a emitir chispas. La visión de un ojo pasó a un espectro completamente distinto.
—Sensibilidad térmica —le informó Holly—. El calor está representado con el rojo, y el frío, con el azul. No es un sistema demasiado potente, pero la lente debería poder penetrar un muro externo.
Mayordomo recorrió el apartamento con su nueva mirada. Había tres objetos rojos en la habitación: uno era el corazón de Carrère, que palpitaba de color carmesí en el centro de su cuerpo rosado. El segundo parecía una tetera o posiblemente una cafetera, y el tercero era un televisor.
—Muy bien. Todo está despejado. Voy a entrar.
—Afirmativo. Ten cuidado. Todo esto está resultando demasiado fácil.
—De acuerdo.
Mayordomo cruzó la calle adoquinada en dirección al edificio de cuatro plantas. El inmueble contaba con un sistema de seguridad mediante interfono, pero la estructura del edificio era del siglo XIX, y un hombro sólido arrimado en el punto adecuado hizo saltar el pestillo de su lugar.
—Ya estoy dentro.
Se oía ruido en las escaleras, arriba. Alguien estaba bajando. Mayordomo no estaba demasiado preocupado, pero de todos modos se metió la mano dentro de la chaqueta, cerrando los dedos en torno a la empuñadura del arma, por si acaso. Había pocas probabilidades de que fuese a necesitarla; hasta los gallitos más duros intentaban rehuirlo cuando se cruzaban con él. Tenía algo que ver con esa mirada de hombre cruel y desalmado. Aunque el hecho de que midiese dos metros tampoco era un detalle despreciable.
Un grupo de adolescentes asomó por el rellano.
—Excusez-moi—se disculpó Mayordomo, al tiempo que se apartaba caballerosamente a un lado.
Las chicas empezaron a soltar risitas nerviosas. Los chicos lo miraron fijamente. Uno de ellos, una especie de jugador de rugby cejijunto, pensó incluso en hacer algún comentario pero entonces Mayordomo le guiñó un ojo. Fue un guiño peculiar, algo alegre y aterrador a la vez. No hubo ningún comentario.
Mayordomo subió al cuarto piso sin incidentes. El apartamento de Carrère estaba en la parte del tejado a dos aguas. Dos paredes de ventanas. Muy caro.
El guardaespaldas estaba sopesando sus opciones de irrumpir en el piso cuando advirtió que la puerta estaba abierta. Por regla general, las puertas abiertas solían querer decir una de dos: que no quedaba nadie con vida para cerrarla, o que lo estaban esperando. Ninguna de estas dos opciones le gustaba ni un pelo.
Mayordomo entró con cuidado. Las paredes del piso estaban tapadas por cajas abiertas; unos paquetes de pilas y trajes antiincendios asomaban por el embalaje de porexpán. El suelo estaba plagado de gruesos fajos de dinero.
—¿Eres amigo? —Era Carrère. Estaba arrellanado en una butaca gigantesca, sosteniendo en el regazo una especie de arma.
Mayordomo se aproximó muy despacio. Una regla de combate importante es que debe tomarse en serio a cualquier oponente.
—Tranquilo.
El parisino levantó el arma. La empuñadura estaba hecha para unos dedos más pequeños, para un niño o un duende.
—Te he preguntado si eres amigo.
Mayordomo empuñó su propia pistola.
—No hace falta que dispares.
—Quieto —le ordenó Carrère—. No voy a dispararte, solo voy a sacarte una foto tal vez. La voz me lo ha dicho.
La voz de Holly resonó en el auricular de Mayordomo.
—Acércate. Necesito verle los ojos.
Mayordomo enfundó el arma y dio un paso hacia delante.
—Nadie tiene por qué resultar herido.
—Voy a aumentar la imagen —dijo Holly—. Puede que esto te escueza un poco.
La diminuta cámara que llevaba en el ojo emitió un zumbido, y de repente, la capacidad de visión de Mayordomo se multiplicó por cuatro, cosa que habría estado bien si el aumento no hubiese ido acompañado de una aguda descarga de dolor. Mayordomo parpadeó para eliminar un reguero de lágrimas que le caían del ojo.
Abajo, en la lanzadera goblin, Holly examinó las pupilas de Luc.
—Lo han encantado —dictaminó—. Varias veces. De hecho, se ve que el iris se ha vuelto irregular. Si sometes demasiadas veces a un encanta a un humano, este se puede quedar ciego.
Artemis estudió la imagen.
—¿No es peligroso volver a encantarlo de nuevo?
Holly se encogió de hombros.
—No importa. Ya está bajo encantamiento. Éste individuo en particular solo está siguiendo órdenes. Su cerebro no tiene ni idea de lo que está haciendo.
Artemis agarró el micrófono.
—¡Mayordomo! ¡Sal de ahí! ¡Ahora mismo!
En el apartamento, Mayordomo se mantuvo firme. Cualquier movimiento repentino podría ser el último.
—Mayordomo —dijo Holly—. Escúchame atentamente: el arma que te está apuntando es un disparador de grueso calibre y baja frecuencia, lo llamamos Rebotador. Fue diseñado para las refriegas en los túneles. Si aprieta ese gatillo, un láser de arco ancho va a rebotar en las paredes hasta que le dé a algo.
—Ya entiendo —murmuró Mayordomo.
—¿Qué has dicho? —preguntó Carrère.
—Nada. Es solo que no me gusta que me saquen fotos.
Una chispa de la personalidad avariciosa de Luc afloró a la superficie.
—Me gusta ese reloj que llevas en la muñeca. Parece caro ¿Es un Rolex?
—No creo que lo quieras —respondió Mayordomo, completamente reacio a separarse de la pantalla-intercomunicador—. Es muy barato. Un trozo de chatarra.
—Dame el reloj.
Mayordomo retiró la correa del instrumento que iba sujeto a su muñeca.
—Si te doy este reloj, tal vez puedas hablarme de todas estas pilas.
—¡Eres tú! Di «patata» —exclamó Carrère al tiempo que empujaba con el rechoncho pulgar el diminuto gatillo y apretaba con todas sus fuerzas.
Para Mayordomo, el tiempo pareció detenerse de repente. Era casi como si estuviese en el interior de su parada de tiempo personal. Su cerebro de soldado asimiló todos los hechos y analizó sus opciones. El dedo de Carrère estaba demasiado hundido en el gatillo; al cabo de un momento, un láser de grueso calibre saldría disparado en su dirección y seguiría rebotando por la habitación hasta que ambos estuviesen muertos. Su arma no tenía ninguna utilidad en aquella situación. Lo único que le quedaba era el Segurescudo, pero una esfera de dos metros no iba a ser suficiente, no para dos humanos de aquel tamaño.
Y así, en la fracción de segundo que le quedaba, Mayordomo formuló una nueva estrategia: si la esfera podía detener ondas de choque que viniesen en su dirección, tal vez también podría impedir que saliesen del disparador. Mayordomo tocó la pantalla del Segurescudo y lanzó el aparato hacia donde estaba Carrère.
En el nanosegundo exacto antes de que fuese demasiado tarde, se desplegó un escudo esférico que envolvió el haz en expansión procedente del disparador de Carrère: 360 grados de protección. Era un espectáculo digno de ver: fuegos artificiales en el interior de una burbuja. El escudo permaneció suspendido en el aire mientras unos rayos de luz rebotaban contra los planos curvos de la esfera.
Carrère estaba hipnotizado por la imagen, y Mayordomo aprovechó su distracción para desarmarlo.
—Poned los motores en marcha —masculló el guardaespaldas en el micro del cuello—. Los de Sûreté habrán acordonado toda esta zona en cuestión de minutos. El Segurescudo de Potrillo no ha conseguido sofocar el ruido.
—Recibido. ¿Qué me dices de monsieur Carrère?
Mayordomo dejó al perplejo parisino tendido sobre la moqueta.
—Luc y yo vamos a tener una pequeña charla.
Por primera vez, Carrère pareció ser consciente de lo que ocurría a su alrededor.
—¿Quién es usted? —farfulló—. ¿Qué pasa aquí?
Mayordomo rasgó la camisa del hombre de un tirón y puso la palma de la mano plana sobre el pecho del detective. Había llegado el momento de emplear un pequeño truco que había aprendido de madame Ko, su sensei japonesa.
—No se preocupe, monsieur Carrère. Soy médico. Ha habido un accidente, pero usted está bien.
—¿Un accidente? No recuerdo ningún accidente.
—Trauma. Es muy normal. Solo voy a comprobar sus constantes vitales. —Mayordomo colocó el pulgar en el cuello Luc para localizar la arteria—. Voy a hacerle unas preguntas para ver si ha sufrido una conmoción cerebral.
Luc no discutió con él. Aunque, bien mirado, ¿quién iba a ponerse a discutir con un eurasiático de dos metros y con los músculos de una estatua de Miguel Ángel?
—¿Se llama usted Luc Carrère?
—Sí.
Mayordomo le tomó el pulso, tomando como primera referencia los latidos del corazón y, como segunda, la arteria carótida. Regular, a pesar del accidente.
—¿Es usted un sabueso?
—Prefiero referirme a mi trabajo como «detective privado».
No hubo incremento en el número de pulsaciones. El hombre estaba diciendo la verdad.
—¿Le ha vendido alguna vez pilas a un misterioso comprador?
—No, nunca —protestó Luc—. ¿Qué clase de médico es usted?
El pulso del hombre se disparó inmediatamente. Estaba mintiendo.
—Conteste a las preguntas, monsieur Carrère —le ordenó Mayordomo con voz férrea—. Solo una más. ¿Alguna vez ha tenido tratos con los goblins?
Una sensación de alivio invadió a Luc. La policía no hacía preguntas sobre duendecillos.
—¿Qué le pasa? ¿Está loco? ¿Goblins? No sé de qué me está hablando.
Mayordomo cerró los ojos, concentrándose en las palpitaciones que percibía entre el dedo pulgar y la palma de la mano. El pulso de Luc se había normalizado. Estaba diciendo la verdad. Nunca había tenido ningún trato directo con los goblins. Evidentemente, los B’wa Kell no eran tan tontos.
Mayordomo se levantó y se guardó el Rebotador en el bolsillo. Oyó el sonido de las sirenas abajo en la calle.
—Eh, doctor —lo llamó Luc—. No puede dejarme así, aquí.
Mayordomo le lanzó una mirada fría.
—Le llevaría conmigo, pero la policía querrá saber por qué tiene el piso lleno de lo que sospecho son billetes falsos.
Luc no pudo hacer otra cosa que contemplar con la boca abierta cómo aquella figura gigantesca desaparecía por el pasillo. Sabía que debía echar a correr, pero Luc Carrère no había corrido más de cincuenta metros seguidos desde sus clases de gimnasia a principios de los setenta y, de todos modos, las piernas se le habían vuelto de gelatina de repente. La idea de pasar una larga temporadita en la cárcel puede hacer que le pase eso a cualquiera.