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Elizabeth otra vez en apuros
El curso seguía felizmente. Robert ya no discutía con Elizabeth, ni Kathleen con todos sus compañeros.
Elizabeth trabajaba bien, dispuesta a ser la primera de la clase. Robert a veces era segundo y otras veces tercero, y ello complacía sobremanera a la señorita Ranger. Kathleen también trabajaba mucho mejor y había dejado de discutir tontamente.
Mademoiselle no le ocultaba su satisfacción.
—La niña de esta clase que ha mejorado más es Kathleen —anunció un día—. Y yo la tenía por una estúpida. ¡Cómo la reñía! Ahora sus trabajos en francés son adorables y aprende bien la pronunciación. No es como Robert, que nunca, nunca, lo hará bien.
Robert sonrió y Kathleen se sonrojó de placer. Nunca había sido alabada públicamente en clase y resultaba muy agradable. Empezaba a preguntarse si era tan estúpida como ella misma se consideraba.
«Mi memoria parece mejor —pensó—. Y ahora me gusta trabajar. Quizá nunca más sea la última de la clase. ¡Qué maravilloso! ¿No le gustaría a mamá que yo destacase en algo?»
Trabajó mucho en la clase de Mademoiselle, demostrando así el gran cambio operado en ella. Desde que la profesora de francés la riñera, siempre demostró su contrariedad y procuró vengarse no estudiando el idioma. Sin embargo, todo había cambiado. La niña se sentía más saludable, practicaba la equitación con sus compañeros e incluso se ofreció para ayudar a John, Elizabeth y Peter en el jardín.
—¡Caramba! —exclamó John—. Eres la última persona que yo hubiese imaginado ayudándonos. ¿Sabes algo de jardinería?
—Bueno, no mucho —respondió Kathleen.
Tres semanas atrás hubiera alardeado insincera de que la jardinería no tenía secretos para ella.
—¡Oh, John! —insistió—. Me gustaría ayudar. ¿No hay nada que yo pueda hacer?
—Traslada aquellos rastrojos con el carretón al montón de desperdicios. Luego ayuda con la pala a Peter.
El pequeño se había aficionado a la jardinería y John no le ocultaba su satisfacción. Peter le contó que Robert le llevaba de paseo a caballo y John quiso saber cosas de caballos.
—Un día de estos intentaré montar —dijo—. Nunca me ha interesado mucho desde que estoy en Whyteleafe. Me interesé por la jardinería y no he pensado en nada más. Quizá lo haga mañana.
Peter habló con Robert y convinieron una salida con Elizabeth, Kathleen y John.
Cuando galoparon por las colinas al pálido sol de invierno, John se entusiasmó.
—Volveré —afirmó John cuando saltó de su silla—. Ha sido fantástico. Kathleen, vaya mejillas más coloradas que se te han puesto. Estabas siempre tan pálida. Ayúdame en el jardín este fin de semana.
—Lo haré con mucho gusto —prometió ella muy entusiasmada.
Empezaba a comprender qué grato era tener amigos y ser amiga. Aquél que ayuda es recíprocamente ayudado y así empieza la amistad. Sin duda, lo mejor del mundo es tener buenos amigos.
«Rita y William no me engañaron —pensó Kathleen—. Envidié a Jenny por sus muchos amigos y llegué a creerme desgraciada porque no me sucedían cosas agradables. Sin embargo, ahora que intento ser simpática, también me suceden cosas agradables. Somos nosotros mismos quienes nos hacemos felices o desgraciados. Antes refunfuñaba por todo y estaba convencida de que sería desgraciada de por vida. Pero cambié de conducta y todo es diferente ahora. ¡Lástima que otros no sepan lo fácil que es sentirse feliz!»
El señor Lewis estaba complacidísimo con Elizabeth. Richard y ella tocaban nuevos dúos. Al muchacho le gustaba tocar con aquella niña de dedos ágiles. Ella le miraba como si fuese algo fantástico.
—¿Volveremos a interpretar nuestros dúos ante el colegio? —preguntó Elizabeth—. Lo deseo mucho, señor Lewis. ¿Somos lo bastante buenos?
—Por supuesto que sí —confirmó el profesor—. Richard toca el violín muy bien. ¿Has oído la pieza que solicitó, Elizabeth?
—No, pero me gustaría. Por favor, tócala para mí, Richard.
Richard fue a por su violín y el soñador muchacho tocó una pieza maravillosa a su maestro y a Elizabeth. Ambos escucharon hechizados.
—Oh, es maravilloso —suspiró Elizabeth—. Me gustaría hacerlo como tú. ¿Me enseñará a tocar el violín, señor Lewis?
—Mi querida niña, tienes los días demasiado llenos —rió el profesor de música—. De momento practica el piano.
—Pero Richard toca el piano y el violín.
—Richard se ha entregado a la música y para él no existen diversiones de otra naturaleza. Nadie ha conseguido hacerle tirar de una mala hierba en el jardín, montar a caballo o poseer un inofensivo ratón blanco. Sólo piensa en la música.
—Yo conseguiré que piense en algo más —prometió ella—. Ven a jugar conmigo al lacrosse mañana, Richard. Así sabrás lo maravilloso que resulta saberse bueno en un partido de competición.
Richard no aceptó. A veces practicaba algún deporte, pero cualquier niño de párvulos lo habría hecho igual o mejor que él.
—Richard será famoso como músico y compositor —decía Elizabeth a Joan y Jenny—. Entonces me sentiré orgullosa de haber tocado en su compañía.
También se celebraba una función de teatro escolar, pero la obra había de ser escrita por el curso de Elizabeth. Jenny y Kathleen, aceptada su valía, fueron las encargadas de escribir la trama.
«Me emociona ver a Jenny y a Kathleen unidas en un mismo esfuerzo, como lo estuvimos Robert y yo —pensó Elizabeth—. No sé por qué discutimos a veces. Nunca más lo haré».
Pero su propósito se malogró al siguiente día. ¡Se peleó con John!
Habían hecho un enorme montón de desperdicios y John decidió prenderle fuego en cuanto dispusiera de un par de horas libres. Elizabeth se dirigió al jardín y no halló a su amigo y compañero.
«¡Qué fastidio! —pensó—. Con lo que he esperado el momento de ver arder el montón. Si John no viene dentro de poco, lo encenderé yo misma. No creo que se enfade».
Ella sabía muy bien que John se enfadaría. Le confiaba muchos trabajos, pero nunca le había confiado uno de tanto riesgo.
La niña encendió una cerilla y la acercó a un papel colocado en el centro del montón. En segundos, todo ardió con furia. ¡Qué llamaradas! El humo azul se alzó sobre el cobertizo cercano.
Elizabeth danzaba feliz. ¡Vaya espectáculo! Qué tonto era John al retrasarse. De repente, las llamas fueron empujadas por el viento hacia el cobertizo.
«¡Cielos! Espero que no se incendie —se dijo alarmada—. ¡Oh, pobre de mí! Me temo que va a suceder.»
—¡John! ¡John! ¡Deprisa! ¿Dónde estás?
John se acercaba por el sendero en aquel momento. Vio las llamas en el fondo del jardín y se apresuró. Al contemplar las rojas lenguas que lamían el cobertizo de madera, se asustó.
—¡Elizabeth! ¡Trae la manguera! —gritó.
Juntos la desenrollaron y la ajustaron al grifo del jardín. John abrió el paso del agua, que salió de la manguera enfocada hacia el fuego. En pocos minutos el fuego quedó reducido a denso humo. John apartó la manguera y cerró la espita.
—¿Por qué demonios has encendido el fuego? —la gritó enojado—. ¡Qué idiota eres! ¿Ignoras acaso que soy yo quien manda en el jardín? Hubieras podido incendiar el cobertizo.
—¡No me hables así! —exclamó enojada Elizabeth—. Dijiste que lo prenderías. Hubiese sucedido todo exactamente igual.
—Yo no soy tan tonto como para encenderlo cuando el viento sopla hacia el cobertizo. Tengo algo de sentido común. No pensaba prenderlo hoy. Has estropeado un fuego magnífico que nos hubiera proporcionado una estampa de gran belleza. ¡Eres un estorbo en el jardín!
—¡Oh! —exclamó Elizabeth con lágrimas en los ojos—. ¡Eres odioso! ¡Me dices eso después de lo mucho que he trabajado para embellecer el jardín y la ayuda que te he prestado!
—¡No hiciste nada por mí! —replicó John—. En todo caso, lo hiciste porque te gusta el jardín y por el colegio. ¡Vete, Elizabeth! No tengo ganas de hablar contigo. —Bien, nunca más vendré a ayudarte. Se alejó encolerizada.
Media hora más tarde, una voz secreta se alzó en su mente. «Prometiste no discutir ni enfadarte y acabas de hacerlo. John se enojó con muchísima razón. Has estado a punto de incendiar el cobertizo con todas las preciosas herramientas. Y has estropeado un bonito fuego». Lo mismo le sucedía a John.
«Elizabeth no lo hizo ex profeso. Fue tonta, pero no mala. Se halla tan afectada como tú mismo. Y sabes muy bien cuánto necesitas de su ayuda en el jardín. Supón que no viene más. Eso no sería nada agradable. Iré a su encuentro». Ella tomó la misma decisión. «Iré al encuentro de John».
Y se encontraron al girar un recodo del jardín. Avergonzados, se tendieron las manos.
—Lamento haber sido grosero contigo —dijo John.
—Y yo siento haberlo sido también. Precisamente me había propuesto no discutir con nadie.
—Lo harás a menudo, Elizabeth —afirmó John con una sonrisa—. Pero no importa si el rencor desaparece tan deprisa. Ven a cavar un poco. Ambos lo necesitamos.
Se fueron juntos, convertidos en los mejores amigos del mundo. Hacía falta algo más que una discusión para que una amistad verdadera se rompiera.