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Elizabeth se crea un enemigo

Dos niños nuevos se encargaron de alterar la tranquilidad del colegio. Robert, tan pronto se hubo familiarizado con las costumbres de Whyteleafe, puso de manifiesto su carácter antipático y arrogante. A él se unió Kathleen Peters, tan irascible que resultaba dificilísimo simpatizar con ella.

En cambio, Jennifer Harris resultó ser divertidísima. Dueña de una mímica fantástica, sabía imitar a la perfección a los profesores, especialmente a Mademoiselle, que agitaba los brazos y subía y bajaba su voz mientras hablaba. Jennifer, al parodiarla, hacía desternillar de risa a sus condiscípulos.

—Jenny es simpática —observó Elizabeth—, pero no puedo soportar a Robert o Kathleen. ¿Sabes, Joan? Creo que Robert es cruel.

—¿Por qué dices eso? ¿Acaso ha sido desagradable contigo?

—No, conmigo no. Sin embargo, ayer oí chillar a Janet y, al mirarla, advertí que lloraba mientras huía de él. Cuando le pregunté por lo sucedido, no quiso decírmelo. Sospecho que Robert debió de pellizcarla o algo parecido.

—No me sorprendería —dijo Joan.

Belinda Green se acercó a ellas y comentó:

—Robert persigue a los pequeños y los pellizca sin piedad.

—¡Qué odioso! —exclamó Elizabeth—. Como yo le sorprenda, informaré de él en la primera Junta.

—Antes asegúrate bien —aconsejó Belinda—. Robert puede acusarte de explicar cuentos y nunca más serías escuchada.

Robert apareció en aquel momento y las tres niñas se callaron.

Al pasar junto a Elizabeth, la empujó contra la pared.

—¡Oh, no te había visto! —se excusó con una sonrisita y siguió su camino.

Elizabeth enrojeció de furor. Joan impidió que le persiguiera.

—Lo hizo sólo para provocarte. No consientas que se salga con la suya.

—¡No puedo evitarlo! —gritó Elizabeth, furiosa—. ¡Bruto! ¡Antipático!

Sonó el timbre que señalaba la hora de entrar en el aula y no hubo tiempo para nada más. Robert asistía a la misma clase que Elizabeth. La niña le miró desafiadora al sentarse y, desde aquel instante, fueron enemigos.

Robert se equivocó en casi todas sus sumas y Elizabeth sonrió complacida.

—¡Te lo mereces! —murmuró.

Pero la señorita oyó su comentario.

—¿Es causa de regocijo que alguien haga mal su trabajo? —preguntó en tono glacial.

Esto proporcionó el desquite a Robert. Desde entonces cada uno se complacía cuando el otro fallaba. No obstante, las sonrisas de Elizabeth fueron más frecuentes, pues ella resolvía sin dificultades sus problemas. Era más inteligente que Robert.

Cuando practicaban algún deporte, procuraban hallarse en bandos opuestos para derrotarse. El chico nunca desaprovechaba la ocasión de propinarle un raquetazo o un golpe con el palo de hockey. Elizabeth no era vengativa y, no obstante, descubrió que se hallaba a la expectativa de cualquier oportunidad de devolver duplicados los golpes a su rival.

El señor Warlow, maestro de juegos, en cuanto se percató de lo que ocurría, les llamó.

—Practicáis un deporte y no una lucha en un campo de batalla —reconvino gravemente—. Olvidaos de vuestras diferencias en los partidos de lacrosse y hockey, por favor, y jugad noblemente.

Elizabeth, avergonzada, procuró rectificar. No así Robert, que incluso se volvió más contumaz, si bien cuidaba de no ser visto.

—Eres una insensata al enfrentarte a Robert —dijo Nora—. Es mucho más fuerte que tú. Apártate de su camino. Un día perderás los estribos y te verás en un serio apuro. Y eso es lo que él espera.

Elizabeth no escuchó el consejo.

—¡No temo a Robert!

—No se trata de eso. Robert pretende enojarte, pero si tú te desentiendes y no le devuelves las ofensas, pronto se cansará.

—¡Es un odioso abusón!

—Procura no lanzar semejante acusación sin pruebas irrefutables. Pero si un día llegas a tenerlas, hazlo ante la Junta. Es allí, y sólo allí, donde debes acusarle. Lo sabes muy bien.

Elizabeth frunció el ceño, empecinada. Nora asistía a otra clase e ignoraba lo odioso que era Robert.

Al día siguiente, después del té, Elizabeth se dirigía a jugar con los conejos y oyó que alguien gritaba suplicante:

—¡Por favor, no me impulses tan fuerte! ¡Por favor, no!

Elizabeth se encaminó hacia los columpios y vio a un niño de unos nueve años empujado por Robert. Ciertamente subía demasiado alto.

—¡Que me mareo! —gritó el pequeño Peter—. ¡Que me mareo! ¡Me voy a caer! ¡Déjame bajar, Robert, déjame bajar, por favor! ¡No me empujes más!

Robert parecía no oír los acongojados lamentos del niño. Sus delgados labios estaban apretados y en sus ojos había destellos malignos.

La furia cegó a la niña.

—¡Para! —chilló—. ¡No hagas eso! Asustas a Peter.

—Cuidate de tus cosas —respondió Robert—. Me pidió que le empujase y eso hago. Vete, fisgona. Siempre metes las narices donde no te llaman.

—¡Salvaje! —gritó ella.

Intentó parar el columpio cuando bajaba, pero Robert fue más veloz y, de un empujón, la hizo rodar hasta un arbusto. Luego impulsó el columpio incluso más fuerte.

—¡Pediré ayuda! —gritó Elizabeth.

—¡Chivata! ¡Chivata! —canturreó Robert.

Fuera de sí misma se precipitó sobre maligno chiquillo, le agarró del pelo y tiró tan fuerte que le arrancó un mechón. Luego le dio un bofetón y un golpe en el estómago que hizo que se doblara entre gemidos de dolor.

Paró el columpio y ayudó al tembloroso Peter a bajarse.

—Ve al lavabo si te sientes mal. Y nunca más pidas a Robert que te columpie.

Peter se alejó tambaleándose con la cara pálida.

La niña se enfrentó de nuevo a Robert, pero aparecieron tres o cuatro chiquillos y ninguno de los dos contendientes quiso reanudar la lucha.

—Informaré de ti en la próxima Junta —gritó Elizabeth, aún poseída por una gran furia—. ¡Serás castigado, niño cruel y antipático!

Robert, en cuanto vio alejarse a su enemiga, observó a los recién llegados.

—¡Qué mal genio tiene esa chica! —se quejó—. Me ha arrancado un puñado de pelos.

Mostró algunos de sus oscuros cabellos. Los chicos miraron sorprendidos.

—Sin duda le hiciste algo tremendo —comentó Kenneth.

—Sólo columpiaba a otro chico. De repente, vino Elizabeth y se puso a fastidiarme. ¡Daría cualquier cosa para que me dejase tranquilo! No me extraña que durante el curso pasado la considerasen la niña más desobediente.

—Una vez le pegamos un letrero que decía: «Valiente Salvaje» —comentó uno de ellos y todos rieron al recordar el enojo de Elizabeth—. ¿La has maltratado, Robert? Si lo hiciste, eres un ser despreciable. Ya sé lo impertinentes que llegan a ser las niñas, pero un chico no debe pegarlas.

—No la toqué —se defendió Robert, aunque estaba seguro de que lo hubiera hecho si no hubieran aparecido los otros chicos—. Ya os lo dije, vino a fastidiarme y, sin más, la muy boba se abalanzó sobre mí.

Elizabeth se apresuró a contar a Joan lo sucedido. Ésta la escuchó muy atenta con el rostro grave.

—Robert es un pertinaz abusón —afirmó Joan—. Debemos ponerle remedio. Sin embargo, considero un error por tu parte esa falta de control sobre tus nervios. Tienes un genio demasiado vivo.

—Cualquiera los hubiera perdido al ver cómo Robert enviaba al pobrecillo Peter hasta lo más alto del columpio. Cuando se bajó tenía la cara verde.

—¿Y si la Junta no da crédito a tus acusaciones si informas sobre Robert? —preguntó Joan dubitativa—. En tu caso, yo hablaría antes con Nora.

—¡No haré semejante cosa! —gritó Elizabeth—. Yo soy el mejor juez para este caso. Vi lo sucedido, ¿no es así? Pues bien, mañana informaré de Robert a la Junta y veremos qué dice el jurado. Recibirá un buen vapuleo. ¡Se lo merece!

Durante el resto de la jornada mantuvo su mal humor y, al día siguiente, apenas logró moderar su impaciencia a la espera de acusar a Robert. Estaba segura de que el chico aprendería qué les sucede a los avasalladores de sus propios compañeros.

Robert no demostró estar preocupado, ni temor a ser acusado. Le hizo muecas siempre que se cruzaron, enfureciéndola hasta lo indecible.

—Te llevarás un buen susto esta tarde ante la Junta —le amenazó.

No obstante, ella también se vería sorprendida.