7
Kathleen en apuros
Elizabeth gozaba mucho con los deportes que se practicaban en invierno en el colegio.
—Creo que me gusta más el lacrosse que el hockey —dijo a Joan—. La persecución resulta muy divertida.
—Si sigues jugando tan bien, estarás en el equipo el próximo partido —aseguró Joan—. Oí cómo Eileen lo decía.
—¿De veras? —preguntó gozosa Elizabeth—. ¡Oh, qué maravilla! Nadie de nuestra clase ha participado en ningún partido escolar hasta el momento. ¡Si yo lo consiguiera!
Alguien más de la clase era bueno también en lacrosse. Y ese alguien era Robert. Antes nunca había jugado, pero era muy ágil.
El lacrosse se juega con una pelota de goma dura, que es lanzada de la red de un jugador a otro, recogida y mandada a la red de gol. La tarea del bando contrario estriba en devolver la pelota u obligar al enemigo a pasarla, con la intención de que falle y lograr así hacerse con ella.
En cuanto Robert advirtió que Elizabeth mejoraba su juego hasta el punto de asegurarse un puesto en el equipo, decidió ser mejor que ella y reemplazarla.
Sabía que sólo sería elegido uno de la clase, puesto que faltaba un jugador para completar el equipo. ¡Vaya triunfo se apuntaría si conseguía jugar mejor que Elizabeth! Así nació un nuevo acicate para él. Practicaría la recogida de pelota. Eso sí, lo haría de modo que Elizabeth no adivinara su propósito de superarla, para evitar a su vez que se esforzase en mejorar.
Mientras, la vida escolar discurría más o menos como de costumbre. Elizabeth comenzó a trabajar intensamente con John en el jardín. Cortaron todas las flores de verano y las amontonaron en pilas en el lugar dedicado a quemadero. Cavaron los parterres, sudaron y se cansaron mucho, y se sintieron muy felices.
Hicieron planes para la próxima primavera y John reconoció que los de Elizabeth eran mejores que los suyos.
—No hay mucha diferencia —dijo John, considerando cuidadosamente los dos proyectos—, pero me gustan una o dos de tus ideas, Elizabeth. Por ejemplo, la idea de plantar azafrán en la hierba.
—Tu idea de un rosal trepador junto a aquel feo cobertizo es admirable —alabó Elizabeth—. De veras, John, resultará precioso.
—No sé si la Junta nos concederá un extra esta semana para los bulbos del azafrán —se lamentó John—. Necesitamos quinientos para hacer un plantel. ¿Lo solicitamos?
—Bueno, pero será mejor que lo pidas tú. Ya sabes lo que sucedió en la pasada reunión, John. Fue horrible para mí.
—No, no lo fue, Elizabeth —dijo John, inclinándose sobre su pala y mirando a Elizabeth por encima del foso que cavaba—. Considero que la Junta fue imparcial. No seas tonta. Siempre eres sensata, pero a veces pareces idiota.
—No te ayudaré en el jardín si me llamas idiota —amenazó.
—De acuerdo —concedió John—. Ya lo hará Jenny, que sabe bastante de jardinería.
Elizabeth no se alejó furiosa como deseaba en su fuero interno. Cogió su pala con tantas energías que la tierra volaba. No iba a consentir, en absoluto, que Jennifer ocupara su lugar.
John empezó a reír a carcajadas.
—¡Elizabeth! Como sigas así, llegarás a Australia. Te agradeceré que no me entierres.
Elizabeth alzó la cabeza y se rió.
—Así está mejor —dijo John—. Se te pondrá la cara como la de Kathleen Peters si no tienes cuidado.
—¡Espero que no! Ésa es otra persona que me disgusta, John. Es muy peleona y cree que siempre estamos diciendo o pensando cosas desagradables de ella.
—Bueno, no empecemos a convertirla en nuestra enemiga —aconsejó John, continuando su tarea—. Los amigos son mejores que los enemigos. Así que procura ganarte amigos.
—Nadie podría transformar a Kathleen en su amiga. Eso es imposible, John. No pertenece a tu grupo y por eso ignoras lo pesada que es.
En verdad que Kathleen era una pesada. Siempre gruñía y se gastaba los dos chelines semanales en dulces, que nunca compartía con los demás.
—No es de extrañar que tenga granos —decía Belinda—. Come dulces a todas horas y su madre se los manda a montones. Pero nunca nos lo dice, para evitar que se los pidamos. ¡Que se los coma! ¡No quiero sus dulces!
Kathleen no sólo era pesada con sus compañeros, sino que también les acusaba de levantarle falsos testimonios. Incluso tenía problemas con los profesores. Si alguien la sorprendía en falta, quería tener razón.
Mademoiselle no era tan paciente como los demás. Cuando Kathleen se atrevía a negar que le hubiera puesto deberes para el día siguiente, la temperamental francesa se acaloraba.
—¿Otra vez, Kathleen? —gritaba, agitando las manos hacia el techo—. ¿Te crees que soy un ganso, un cuclillo o un jumento? ¿Vas a decirme que no sé dictar los deberes? ¿Consideras acaso que no estoy preparada para enseñarte francés?
Semejantes escenas resultaban muy cómicas y la clase gozaba de lo lindo. Cuando Mademoiselle se enojaba, era divertidísimo.
—Pero, Mademoiselle —respondió Kathleen—. Usted dijo que…
—¡Ah! ¿Así que dije algo? —gritó la señorita—. ¿De veras te parece que dije algo así? ¡Vaya, Kathleen, qué amable eres! Quizá si te esfuerzas un poquito más, recuerdes que te puse deberes.
—Pero es que usted no me los puso —insistió Kathleen.
Belinda le aconsejó por lo bajo:
—Cállate, Kathleen. Sí te los puso, pero no escribiste lo que tenías que hacer.
—¡Belinda! No es necesario que intervengas —le gritó Mademoiselle—. ¡Dichosa clase! Mi cabello se volverá blanco como la nieve.
La profesora tenía el cabello tan negro como el ala de un cuervo, y sus alumnos estaban seguros de que nada en el mundo los volvería blancos. Todos miraban alternativamente a la señorita y a Kathleen, preguntándose qué sucedería. Y sucedió que Kathleen fue expulsada de clase a fin de que hiciese los deberes del día en otro lugar.
«Esa niña me volverá loca —pensó la profesora—. Con sus granos, su pelo grasiento y su rostro pálido. ¡Siempre tiene que protestar!»
Las otras profesoras no eran tan impacientes. La señorita Ranger estaba verdaderamente preocupada por Kathleen, que mostraba siempre un aspecto desgraciado.
Pero, naturalmente, no era de extrañar, pues discutía o peleaba a todas horas.
Jennifer Harris gozó muchísimo de la escena con Mademoiselle. Contemplaba todos los gestos de la señorita, escuchaba cuidadosamente las subidas y bajadas de su excitada voz, y luego practicaba a solas la escena. Empezaba por imitar a Kathleen, para finalmente transformarse en la impaciente Mademoiselle. Y en verdad que lograba imitaciones perfectas.
Jenny ansiaba hacer una demostración ante sus compañeras para hacerlas reír. Una tarde, cuando la mayoría de su grupo se hallaba en la sala de juegos, escuchando el tocadiscos, leyendo libros o escribiendo cartas, empezó a imitar a la señorita.
Todos alzaron la vista interesados. Belinda apagó el tocadiscos. Kathleen se hallaba ausente, lo que permitió a Jenny imitarla también.
La inteligente chiquilla consiguió que toda la sala se desternillase de risa. Agitaba sus manos como Mademoiselle y, cuando pronunció «soy un ganso, un cuclillo o un jumento» exactamente como lo dijera la profesora de francés, los niños estallaron en grandes carcajadas.
Jenny imitó maravillosamente la quejumbrosa voz de Kathleen, pero se excedió al decir cosas que la señorita no había pronunciado.
—«Oh, Kathleen, no me gusta tu pelo grasiento, no me gustan tus granos, no me gustan tus modales» —gritó Jenny con el acento extranjero de Mademoiselle.
De repente Elizabeth observó que Kathleen estaba en la sala. Nadie la había visto entrar. ¿Cuánto rato llevaba allí? Elizabeth quiso advertir a Jenny, pero ésta no le hizo caso, pues se divertía muchísimo. Todos permanecieron pendientes de ella y admirados.
—Jenny, cállate —murmuró Elizabeth—. Kathleen ha entrado.
Jenny cesó en su imitación enseguida. Todos los niños miraron alrededor y se sintieron incómodos al ver a Kathleen. Belinda puso de nuevo en marcha el tocadiscos. Alguien empezó a silbar una tonadilla. Todos rehuyeron mirar a Kathleen.
Elizabeth se sentó en un rincón, deseando que Jenny no hubiera dicho cosas desagradables al imitar a Mademoiselle. Kathleen podía imaginarse que la señorita había pronunciado aquello después de ser expulsada a hacer los deberes. Miró de reojo a Kathleen.
Dio la sensación de que la niña iba a parar el tocadiscos y decir algo, pero debió de pensárselo y optó por sentarse en una silla. Entonces cogió un papel blanco y chupó el extremo de su estilográfica. Su pálido rostro aparecía más blanco que de costumbre y sus ojos empequeñecidos y enojados.
«Me parece que no perdonará fácilmente a Jenny —pensó Elizabeth—. Debimos frenarla, pues se excedió. Pero era tan graciosa. ¿Se quejará Kathleen ante la próxima Junta? No me sorprendería».
Kathleen no comentó el asunto con nadie. No habló de ello en toda la tarde. Su lecho estaba junto al de Elizabeth. No contestó cuando todas le dieron las buenas noches. Elizabeth asomó su cabeza entre las blancas cortinas para decirle que sentía lo ocurrido.
Kathleen no la vio. Estaba sentada sobre su mesa, mirándose fijamente el rostro en un espejo de mano. Realmente su aspecto era triste. Elizabeth sabía el motivo. ¡Pobre Kathleen! Sin duda pensaba en su propia fealdad. Siempre lo había sabido, pero era terrible que todos lo supieran también y se mofaran de ella.
Elizabeth prefirió no decir nada. ¿Se atrevería Kathleen a repetir ante la Junta cuanto Jenny había dicho de ella? No, no lo haría.
Kathleen decidió fraguar su propia venganza. Jenny pagaría muy caro su atrevimiento.