18

Todo mejora

Elizabeth se levantó temprano y se encaminó a los establos. Robert estaba allí ensillando los caballos. Silbaba suavemente. Era feliz. Cuidaba de algo que adoraba, cuidaba de los caballos y conseguía de ellos el afecto que él a su vez les dispensaba.

—Es una sensación muy agradable —dijo a Elizabeth—. Nunca la había sentido antes, puesto que nunca tuve una mascota. La verdad es que nunca me gustaron mucho los animales, excepto los caballos. William y Rita tuvieron una idea excelente. Resulta extraño que, en vez de ser castigado por abusón, me dieran un trato maravilloso. Sólo así han evitado que siguiera siendo avasallador con los demás.

—Uno no puede ser horrible con nadie cuando se siente feliz —dijo Elizabeth—. Yo no puedo. Entonces sólo quiero ser afectuosa y generosa. ¿En marcha? Oh, Robert, ¿no resulta raro que seamos tan amigos después de haber sido tan extremadamente enemigos?

Robert se rió mientras saltaba al lomo de Bess. La yegua relinchó y movió la cabeza. Le gustaba notar a Robert sobre ella. Los dos niños trotaron por el sendero de hierba y luego galoparon hacia las colinas. Elizabeth hacía años que sabía montar. Robert también y la pareja disfrutó de su galope.

Se gritaban uno al otro mientras cabalgaban. Entonces Elizabeth tuvo una idea.

—Oye —chilló—, ¿por qué no te llevas alguna vez a Kathleen Peters a montar contigo? Quizás así consiga mejillas sonrosadas.

—¿Kathleen? No puedo sufrirla —respondió Robert—. Es terrible. Seguro que nunca serás amiga suya.

—Lo soy —gritó Elizabeth—. No me gusta más que me gustabas tú, pero me he equivocado tanto con la gente, que tal vez pudiera estar equivocada con ella. De todos modos, pienso darle una oportunidad. ¿Querrás ayudarme?

—Conforme, no monta mal. Pero ven tú también. No sé si podría montar a solas con ella. Me aburriría. Eso no sucede contigo. Uno no se aburre a tu lado. O eres muy simpática, o todo lo contrario. ¡Antipatiquísima!

—No me lo recuerdes, yo también estoy girando página nueva. Quiero ser simpática siempre. En cierto modo, cuando regresé a Whyteleafe, me había hecho el firme propósito de esforzarme en ser simpática siempre. Y, ciertamente, lo que he conseguido ha sido un lío. Nunca llegaré a monitora.

—A mí me gustaría —confesó Robert—. Debe de ser muy agradable que confíen en uno y sentarse a la mesa de la Junta. Pero no es probable que lo alcancemos ninguno de los dos. Yo tuve un mal comienzo de curso y tú fuiste la más traviesa el curso pasado. Debiste de ser mala de verdad.

Robert y Elizabeth eran felices cuando entraron a desayunar aquella mañana. Sus mejillas estaban rojas debido al frío y al viento y sus ojos resplandecían. Elizabeth sonrió a Kathleen, sentada en su lugar de costumbre con aspecto más dichoso, pero bastante nerviosa.

—Hola, Kathleen —dijo Elizabeth—. Hola a todos. Caramba, qué apetito traigo. Sería capaz de comerme veinte salchichas y doce huevos.

—¿Has montado? —preguntó Kathleen, acercando la bandeja de tostadas a Elizabeth—. ¡Qué colorada estás! El viento le hace parecer un piel roja.

Elizabeth sonrió.

—Fue muy divertido. Podrías madrugar y venir tú también.

—Sí, claro —invitó Robert—. Tú montas muy bien, Kathleen. ¿Por qué no vienes con Elizabeth y conmigo alguna vez?

Kathleen se sonrojó de placer. Todos advirtieron enseguida su hoyuelo.

—Me entusiasmaría —dijo—. Muchísimas gracias. Bess me gusta mucho.

—¿De veras? —preguntó Robert, sorprendido—. ¡Qué extraño! A mí también. Es muy cariñosa. Ayer cojeaba y estuve muy preocupado.

Contó a Kathleen la historia de Bess y Capitán. Ella escuchó con atención. Ciertamente sabía mucho de caballos, pero no alardeó, sino que escuchó humildemente, contenta de que alguien le hablara de modo afectuoso y amistoso. Evitó que la boca se le torciera hacia abajo, se mostró agradable y se rió de los chistes de Robert.

Había temido la hora del desayuno. Elizabeth, Jenny, Joan y Nora sabían sus míseros y desdichados secretos. Pero no resultó difícil. Kathleen se sintió plena de generosidad hacia las cuatro niñas. Eso la hizo humilde y feliz en vez de avergonzada. El desayuno resultó muy agradable. La mayoría se sorprendió al ver a Elizabeth y Robert tan amigos.

—Eres una chica rara, Elizabeth —dijo Kenneth—. Un día te creas enemigos y el otro amigos.

—El curso pasado Elizabeth fue mi enemiga más declarada —contó Harry entre risas—. Le prendí un letrero en la espalda que decía: «Soy la, valiente salvaje. ¡Ladro! ¡Muerdo! ¡Cuidado!» Vaya furia que eras, Elizabeth.

—Lo era, pero ahora me parece un chiste divertido. Veamos el tablero de anuncios, Harry: han puesto un nuevo aviso.

El nuevo aviso resultó muy excitante.

«Elizabeth Allen ha sido seleccionada para el partido contra el colegio Uphill», leyeron.

Elizabeth lo leyó con las mejillas prendidas de fuego.

—¡Vaya! —gritó—. ¿De veras he sido seleccionada? La última vez fue Robert el seleccionado y yo quería ocupar su puesto. Ahora me han escogido a mí. Estoy contentísima.

—Sí, y se trata de un partido fuera de casa —declaró Harry—. Tendrás distracción extra al ir en autocar al colegio Uphill. ¡Qué suerte la tuya!

—Oh, es maravilloso —gritó ella.

Corrió a dar la nueva a Joan y Jenny. Kathleen estaba con ellas y las cuatro discutieron durante unos instantes sobre el partido.

—Si pudiéramos contemplar cómo marcas un gol —dijo Joan pasando un brazo por el de su amiga—. Espero que no llueva esta vez.

—¡Oh, no puede ocurrir tal desgracia! —gritó Elizabeth—, Joan, Kathleen, practicad conmigo la recogida de la pelota antes de la comida.

Kathleen se alegró. Pocos niños le pedían algo. Era realmente agradable ser necesaria.

—Ciertamente posees una sonrisa encantadora —dijo Joan, mirándola—. Vamos, que ya suena el timbre. Deprisa. Esta mañana llegué medio segundo tarde y la señorita Ranger casi enloquece de furor.

Kathleen canturreó una tonadilla mientras corría en busca de sus libros. Qué buenas eran todas las niñas. Y qué fácil sonreír cuando se es feliz. Kathleen había sonreído una o dos veces ante el espejo aquella mañana y, ciertamente, vio sorprendida el cambio de su pálido rostro.

Entonces se dijo suavemente:

«Nada más de dulces. Nada más de golosinas. Basta de tonterías. Sonríe y sé agradable, ¡caramba!»

Y el rostro del espejo le devolvió una sonrisa de satisfacción. ¿Quién se hubiera imaginado una sonrisa capaz de hacer tanto en una persona?

Cuando aquella mañana se acabaron las clases, Elizabeth se fue con Kathleen y Joan en busca de los palos de lacrosse para practicar el disparo a gol. Encontraron a Robert en el pasillo.

—Caracoles, vaya huracanes —gritó el muchacho—. ¿Por qué tanta prisa?

—Vamos a que Elizabeth practique la recogida de pelotas —habló Joan—. ¿No sabes que ha sido elegida para jugar el partido contra el colegio Uphill el sábado?

—No, no lo sabía —el rostro del muchacho se mostró sombrío un momento, amargamente desilusionado.

Había esperado un cambio, pues al fin y al cabo le seleccionaron antes y Elizabeth había tomado su lugar. Cierto que el partido no se celebró a causa de la lluvia, pero esta vez la seleccionaban a ella.

—Bueno, no quiero ser mezquino —pensó—. «Tendré oportunidad de jugar otros partidos, supongo, eso espero».

Gritó a Elizabeth:

—¡Bien por ti, Elizabeth! Ojalá consigas marcar un gol.

Robert se fue. Elizabeth se volvió a Joan.

—Es simpático, ¿no te parece?

—¿Le viste la cara al oír que habías sido seleccionada tú?

—No.

—Se mostró muy decepcionado. Eso es todo —Joan cogió su palo de lacrosse—. Él confiaba en que esta vez tendría su oportunidad, puesto que le castigaron en la Junta.

—¡Oh! —exclamó Elizabeth.

Ella cogió también su raqueta y las tres niñas salieron al campo de juego. Kathleen metió un gol.

Elizabeth no disfrutó mucho. Pensaba en Robert. Le había eliminado el sábado anterior, si bien tampoco lo jugó ella debido a la lluvia. Elizabeth alcanzó la pelota y la lanzó a Joan.

«Pero yo hubiera jugado de no ser por la lluvia y, con la del próximo sábado, serían dos veces. En cambio, Robert, ninguna vez, aunque le hubiesen seleccionado la semana pasada. Empiezo a sentirme incómoda. Preguntaré a Nora qué piensa ella».

Después de comer, se reunió con Nora. Los monitores estaban siempre dispuestos a escuchar los problemas de cualquiera y los niños acudían a ellos confiados.

—Nora, ¿considerarías justo que Robert jugase el partido del próximo sábado en mi lugar? —preguntó Elizabeth—. La otra vez le prohibieron jugar por mi culpa. Bueno, sé que está decepcionado. ¿Y si le pido a Eileen que le deje jugar en mi lugar?

—Sí, Elizabeth. Me parece justo. Eso dice mucho en tu favor. Celebro tu decisión. —Iré a decírselo a Eileen.

Elizabeth salió corriendo antes de cambiar de idea. Resultaba muy decepcionante para ella, pero sería una agradable sorpresa para Robert.