19
Una semana pacífica
Eileen estaba en el gimnasio y, en aquel momento, la chica hacía una serie de ejercicios, pero se detuvo cuando vio a Elizabeth.
—¿Qué quieres, Elizabeth? —preguntó.
—Eileen, ¿podría Robert jugar en mi lugar el próximo partido? Verás, he descubierto que es inocente de todo cuanto se le acusó en la Junta y opino que sería justo se le diera la oportunidad de jugar en esta ocasión.
—Veré qué puede hacerse —dijo, y escribió algo en su libreta—. Desde luego, sería justo. Lamento que no puedas jugar, pero has hecho lo correcto.
Elizabeth no encontró a Robert para decírselo y, antes de conseguir verle, Eileen cambió el primer anuncio por otro.
«Robert Jones jugará el partido contra el colegio Uphill el sábado».
Robert lo vio al ir a comer. Miró atónito. Elizabeth había dicho que jugaba ella. Se quedó ante el tablero de anuncios con el ceño fruncido. Kenneth se le acercó.
—Hola, ¿has leído el aviso? No entiendo por qué lo han cambiado. Elizabeth jugaba el partido cuando lo leí antes del desayuno.
—Sí, eso es lo que yo creí —dijo Robert, aturdido—. ¿Por qué lo habrán cambiado? Bueno, resulta maravilloso para mí. Estaba muy desilusionado.
—Apuesto a que Elizabeth estará desilusionada también —dijo Kenneth.
Se fueron a comer. Robert no quiso decir nada a Elizabeth delante de los demás, y ella tampoco habló del anuncio.
Fue Nora quien se lo comentó a Robert.
—¿Sabes que juegas el partido?
—Sí, pero ¿por qué? ¿Qué hizo cambiar de opinión a Eileen?
—Elizabeth le pidió el cambio. Pensó que eso era lo justo. Yo estuve de acuerdo con ella.
Robert se sonrojó.
—Es muy amable por su parte, pero no puedo permitir que lo haga. Sé cuánto ansía jugar.
Fue al encuentro de Elizabeth, que plantaba bulbos en el jardín con John.
—Hola, Elizabeth —gritó Robert—. Eres una gran deportista y prefiero que juegues tú el sábado, si no te importa.
—No jugaré. Lo he decidido. Así compensaré el error que cometí. Me avergonzaría de mí misma si no lo hiciera.
—Pero a mí no me importa que no intentes compensar tu error.
—A mí, sí. Me tendré en mejor opinión. De veras.
—Gracias, Elizabeth. Me gustaría que vieras el partido.
—Espero que marques muchos goles. —Elizabeth siguió plantando.
El trabajo era duro y había mucho que cultivar.
—Hay tanto que hacer y tan poco tiempo para hacerlo —suspiró Elizabeth—. Me gustaría cabalgar más a menudo y me gustaría cultivar durante todo el día… y recibir más lecciones de música… y pasar más tiempo con los conejos… y jugar partidos. Pero también me gustaría ser como tú, John, que sólo tienes afición por una cosa, en vez de veinte.
—Yo diría que te diviertes mucho más que yo —afirmó gravemente John—. El señor Johns opina que yo debería aficionarme a algo más, aparte de la jardinería. De lo contrario, cree que llegará a aburrirme.
—Tú no te aburrirás nunca. Me gusta oírte hablar de jardinería.
—Contigo es distinto. Tú entiendes de eso. Pero ¿y de lo demás? ¿Se te ocurre alguna otra cosa que yo pueda hacer, Elizabeth?
—¿Y la equitación, no te gusta? Nunca te veo montar a caballo. Pide a Robert que te deje a Capitán alguna vez.
Y llegó el viernes. La reunión escolar debía celebrarse aquella tarde. Los niños entraron como de costumbre, no tan graves como la última vez, pues no esperaban asuntos serios. Pero las asambleas intrascendentes también eran motivo de gozo. Les gustaba regirse por ellos mismos, aprobar sus propias leyes y cuidar de que se cumplieran.
Kenneth entregó una libra esterlina que le había mandado uno de sus tíos y Peter contribuyó con cinco chelines. Luego se repartió el dinero semanal.
John Terry pidió el importe de los nuevos bulbos y se lo dieron. También pidió dinero para una azada de jardín, algo más pequeña que la que tenían.
—Peter quiere ayudar y la que tenemos es demasiado grande para él —dijo—. Siempre hemos carecido de una adecuada para los más jovencitos.
Richard pidió dinero para un disco sobre un tema de violín. Quería tocar esa misma pieza. El señor Lewis le había dicho que así escucharía cómo lo interpretaba un gran maestro y que eso le ayudaría mucho. William concedió la ayuda.
En realidad, Richard era motivo de orgullo para todo el colegio, pues tocaba muy bien el piano y el violín.
—¿Quejas o reclamaciones? —preguntó William.
Leonard se puso en pie.
—Es una queja algo tonta —explicó—. Fred ronca de noche… y yo debo madrugar para ordeñar las vacas. Si me paso parte de la noche sin dormir debido a los ronquidos. Luego estoy de mal humor. Hemos hablado de eso, pero le resulta imposible evitarlo. ¿Qué podemos hacer?
Fred se puso en pie.
—Es que sufro un fuerte resfriado. Cuando me haya curado del todo, esas molestias desaparecerán. En todo caso, dormiré en la enfermería hasta que la matrona diga que ya no ronco.
—Podría ser una solución aceptable —concedió William, sonriente—. Es la queja más curiosa que jamás hayamos oído. Sin embargo, Leonard debe dormir si queremos tomar la leche en nuestro desayuno.
Todos se rieron. William golpeó enérgicamente con su martillo.
—Bien —continuó—. Elizabeth tiene alguna cosa que decir.
La niña obedeció sonrojadísima. Había pensado mucho lo que diría y lo dijo sin tartamudear ni detenerse.
—La semana pasada acusé a Robert de gastarnos bromas pesadas a Jenny y a mí. Todos me creísteis y Robert fue privado de jugar el partido. Bien, pues me equivoqué. No fue Robert. Fue otra persona.
—¿Quién? Dilo ahora mismo —gritaron docenas de voces indignadas.
William golpeó la mesa y todos se callaron.
—Un momento, Elizabeth. Contestaré yo. Este jurado ha decidido no daros de momento el nombre de quién gastó las bromas. Sabéis que ciertos asuntos, a veces, es mejor no sacarlos a la luz. Sin duda, aceptaréis satisfechos que así sea, en bien del prestigio del colegio.
—Naturalmente —gritaron de nuevo.
Kathleen, sentada entre los de su curso, temblándole las rodillas, no podría evitar que todo el colegio supiese algún día su horrible culpa. Miró al suelo y deseó que se abriese un agujero de modo que pudiese desaparecer en él. Jenny y Joan, sentadas a su lado, la miraron consoladoras.
Elizabeth seguía en pie. Aún no había terminado de hablar. Aguardó en silencio y luego continuó:
—No tengo mucho más que decir, excepto que siento muchísimo lo que dije y que, en el futuro, tendré cuidado antes de acusar a nadie. Robert ha sido muy comprensivo.
Se sentó. William estaba a punto de golpear con el mazo para anunciar que la asamblea había terminado cuando Robert se alzó. Su aspecto era alegre y brillante, un chico diferente al de la última Junta.
—¿Puedo decir algo, William? —solicitó—. Elizabeth renunció a jugar el partido del sábado para compensarme de cuanto había dicho de mí. Lo considero un gran acto de honradez y quiero que todo el colegio lo sepa.
—¡Bien por Elizabeth! —gritó alguien.
Se dio por finalizada la asamblea y los niños se dedicaron a sus aficiones favoritas durante la media hora que quedaba hasta la cena.
Joan se sentó a escribir a su madre. Jenny puso el tocadiscos y bailó sola para divertir a los otros. Elizabeth se fue a practicar a una de las salas de música. Robert comenzó la lectura de un libro de caballos. Kathleen cogió su costura. Se había gastado todo el dinero en dos cajas de pañuelos para bordar. Una sería para Jenny y la otra para Elizabeth. Rita le había dicho que un mal acto podía compensarse haciendo algo agradable. Ella lo haría.
«Aprendes muchas cosas en Whyteleafe», pensó la niña.