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Kathleen confiesa

Todos se hallaban muy desilusionados con la suspensión del partido, especialmente los jugadores. La lluvia no amainó durante toda la tarde. El señor Johns y la señorita Ranger organizaron varios juegos en el gimnasio y los visitantes lo pasaron muy bien.

Joan lo sentía por Elizabeth. Pasó el brazo por el de su amiga.

—Elizabeth, no te preocupes. Hay otro partido el próximo sábado. Quizá puedas jugar entonces.

—Quizá —dijo Elizabeth—. Oh, qué mala suerte que haya llovido hoy. Me había preparado a fondo en la recogida de pelota y el tiro a gol.

—Robert se habrá alegrado de que lloviera con tal de que no jugases.

—No sé, Joan. Acudió a presenciar el partido y, cuando nos retiramos del campo, vino a decirme que era mala suerte y que lo sentía. Me sorprendió. Y no sé el porqué, pero me sentí avergonzada.

—Espera que te haga unas preguntas más y ya no te sentirás avergonzada.

A Kathleen le faltó valor para idear otras venganzas. Un inocente había sido públicamente castigado por sus malas artes y empezaba a despreciarse a sí misma. Odiaba a Jenny y a Elizabeth, pero ahora era un sentimiento triste, no un sentimiento vivo y furioso.

«Soy terrible —pensó Kathleen desesperada—. Soy delgada y pálida, soy aburrida y torpe, y ahora soy mezquina, tramposa y cobarde. Eso es lo malo de hacer cosas horribles. Una se siente a la altura de sus propias acciones».

Pobre Kathleen. Al principio ella había creído divertidas e ingeniosas las desagradables jugarretas para poner en apuros a Elizabeth y Jenny. Pero una vez averiguado que las mezquindades transforman a la persona que las ejecuta, se sentía infeliz.

«Causa mucho más daño el propio desprecio que el ajeno —pensó Kathleen—. De uno mismo nunca se puede huir. Me gustaría ser feliz y sincera como Nora y John».

Kathleen, realmente infeliz, se mostraba tan triste que las niñas sentían lástima de ella.

—¿No te encuentras bien? —preguntó Elizabeth.

—Estoy perfectamente —respondió ella con la cabeza gacha como un perrillo temeroso.

—¿Qué te pasa, Kathleen? Sonríe un poco —gritó Belinda—. ¿Has recibido malas noticias de tu casa?

—No, lo que ocurre es que no tengo ganas de sonreír, eso es todo. Dejadme sola.

Su trabajo empeoró tanto, que la señorita Ranger empezó a preocuparse. ¿Qué le podía suceder a la niña? Parecía trastornada por algo. Entonces habló a solas con ella.

—Kathleen, querida. ¿Te ocurre algo? Tu trabajo deja mucho que desear esta semana y das la impresión de sentirte desdichada. ¿Quieres contarme qué te sucede? Podría ayudarte.

Kathleen sintió lágrimas en sus ojos al percibir ternura en la voz de la profesora.

—Nadie puede ayudarme. Todo me ha ido mal y nada ni nadie puede arreglarlo.

—Querida, hay muy pocas cosas que no puedan enderezarse. Vamos, Kathleen, cuéntamelo.

Kathleen sacudió la cabeza obstinadamente y la señorita Ranger renunció. No le gustaba aquella niña, pero no podía evitar sentir lástima por ella.

Kathleen decidió algo muy tonto: huir, irse a casa. Antes contaría a Elizabeth y a Jenny lo que había hecho. Se lo confesaría a ellas dos para que Robert quedase libre de culpa. Por lo menos podía hacer eso. Así no se despreciaría tanto a sí misma.

«Aunque sea tremendamente difícil —pensó la pobre—. Me mirarán de un modo horrible, me insultarán y todo el colegio sabrá lo desagradable que he sido. Pero ya no estaré aquí y no me importará».

Después del té, Kathleen se acercó a Jenny.

—Quiero hablar contigo y con Elizabeth a solas. ¿Dónde está Elizabeth?

—En el gimnasio —contestó Jenny sorprendida—. Iremos juntas a buscarla. ¿Qué quieres, Kathleen?

—Lo diré cuando estemos las tres reunidas. En una de las salas de música estaremos solas.

Jenny y Kathleen buscaron a Elizabeth, que las acompañó, pese a divertirse mucho con Belinda y Richard.

Kathleen cerró la puerta. Luego habló.

—Tengo algo que deciros. Soy muy desgraciada y ya no puedo soportarlo más, así que me voy a casa. Pero antes quiero explicaros el porqué. No culpéis a Robert por aquellas trasladas. Yo soy la culpable.

Elizabeth y Jenny miraron pasmadas a Kathleen sin dar crédito a sus oídos.

—Sabía que me miraríais así —exclamó Kathleen, mientras las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas—. Lo merezco. Pero antes de irme, quiero deciros algo más. Las dos sois bonitas, alegres y listas. Todos os quieren. Yo soy delgada, pálida y aburrida, y no puedo evitarlo. Nunca sabréis cómo me gustaría ser como vosotras. Os envidio y no puedo evitar que me seáis antipáticas. Fuiste muy poco amable, Jenny, cuando imitaste a Mademoiselle como si discutiéramos, pero…

—Lo siento —se excusó Jenny—. Ignoraba que estuvieses en la habitación. Comprendo que quisieras hacerme pagar aquello, Kathleen. Pero no debiste poner en aprietos a Elizabeth.

—También saldé una cuenta —explicó Kathleen—. No me gusto a mí misma más que os gusto a vosotras. Sé que soy detestable y por eso me voy a casa. Mi madre me quiere, aun cuando no sea tan linda y simpática como otras niñas. Ella lo comprenderá y me perdonará por huir.

Tras un breve silencio, durante el que Elizabeth y Jenny no supieron qué decir, impresionadas por la confesión de Kathleen, Elizabeth se sintió incómoda por haber culpado a Robert.

—Kathleen, sólo se me ocurre que se requiere un gran valor para confesarse culpable —animó Jenny—. Eso hace que aumente mi aprecio hacia ti. Sin embargo, no te oculto cuán despreciable y mezquina me pareces. ¿No te sucede lo mismo a ti, Elizabeth?

—Por supuesto. Oh, Kathleen, por tu culpa Robert se ha visto en apuros y ahora yo tendré que arreglar eso. Ojalá nunca hubieses venido a Whyteleafe.

—Pienso lo mismo —dijo Kathleen en un susurro—. Pero no seguiré mucho más tiempo aquí.

Abrió la puerta y corrió por el pasillo con el rostro inundado de lágrimas. El resultado de su confesión había sido mucho peor de lo esperado. Arreglaría sus cosas y luego se marcharía.

Elizabeth y Jenny se disponían a hablar de Kathleen cuando Joan entró.

—Hola —exclamó sorprendida—. ¿Qué hacéis aquí con esa cara tan fiera? ¿Qué ha sucedido?

Elizabeth lo relató.

—¿No te parece que es mezquina, engañosa y despreciable? —gritó—. Nunca imaginé a nadie tan horrible.

Joan se quedó pensativa. Recordó lo infeliz y solitaria que ella se había sentido en el curso anterior, cuando todo le iba mal. Comprendió a Kathleen y lo desgraciada que sería para desear marcharse.

—No penséis en lo despreciable que es Kathleen, sino en cómo debe de sentirse al saberse delgada, celosa y aburrida y, lo que es peor, avergonzada. Elizabeth, recuerdo cómo te ayudaron en el curso pasado. Yo también lo hice. Ahora quiero ayudar a Kathleen. No ha sido mezquina conmigo y, por tanto, no me siento enojada como vosotras. Sencillamente, lo siento.

Salió corriendo de la sala. Jenny miró a Elizabeth y comprendieron que Joan tenía razón. Habían pensado en ellas mismas y no en una pobre niña que necesitaba ayuda y consuelo.

—Será mejor que la sigamos —propuso Jenny.

—Espera a que Joan haya tenido tiempo de decirle algo. Es muy buena en estas cuestiones. A veces la considero ideal para monitora.

—Nosotras no lo somos —reconoció Jenny—. No imagino cómo se puede remediar esta situación. Realmente no lo sé.

Mientras Joan corría escaleras arriba hacia el dormitorio, Kathleen se ponía el sombrero y el abrigo, después de haber guardado sus cosas en una pequeña maleta, Joan se acercó a ella.

—Kathleen, me he enterado de todo. Fuiste muy valerosa al confesarlo. Cuando Elizabeth y Jenny tengan tiempo de pensarlo, te perdonarán y serán tus amigas. Son buenas y generosas, sólo necesitan un poco de tiempo.

—No puedo quedarme en Whyteleafe —dijo Kathleen, poniéndose el pañuelo en el cuello—. Lo de menos es que tenga enemigos. Es peor que todo el mundo me considere detestable. Mira tu pelo, brillante, bonito; el mío parece cola de rata. Mira tus ojos brillantes y mejillas sonrosadas, y luego mírame a mí. Soy una Cenicienta.

—¿Has olvidado cómo Cenicienta se transformó en una noche? —preguntó Joan cogiendo a Kathleen de la mano—. Sentada en las cenizas y sollozando, quizá fuera tan delgada y desgraciada como tú. Pero su transformación no se debió a unos lindos vestidos y a la carroza. ¿No se debería a que sonrió y se mostró feliz y a que se cepilló el pelo hasta hacerlo resplandecer? Qué niña más tonta eres, Kathleen. ¿No sabes que tu aspecto es dulce cuando sonríes?

—No lo sé —confesó Kathleen.

—Pues así es —afirmó Joan—. Tus ojos se iluminan entonces y tu boca se curva hacia arriba y aparece un hoyuelo en tu mejilla izquierda. Si sonrieras más, no serías fea. Nadie es feo cuando sonríe. ¿No te has fijado, Kathleen?

—Quizá tengas razón —admitió Kathleen, recordando qué dulce estaba siempre su madre cuando sonreía feliz—. Pero yo nunca tengo ganas de sonreír.

Se oyeron pasos en el corredor. Elizabeth y Jenny entraron en la habitación y se acercaron a Kathleen.

—No fuimos muy simpáticas contigo hace un rato —se disculpó Jenny—. Lo sentimos. No huyas, Kathleen. Te perdonamos y olvidaremos lo que nos hiciste.

—Robert debe ser rehabilitado —contestó la niña—. Y eso significa aclaraciones ante la Junta escolar. Lo siento, no soy lo bastante valiente para soportarlo.

Las niñas se miraron. Sí, naturalmente, el asunto tenía que tratarse allí.

—¡Me voy! —exclamó Kathleen—. Soy muy cobarde, lo sé. No puedo evitarlo. ¿Dónde está mi bolsa de mano? Adiós. No penséis demasiado mal de mí, por favor.