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Alboroto en la clase
La primera lección de la mañana fue la de aritmética. La señorita Ranger explicó un nuevo sistema de suma y todos escuchaban atentos.
—Ahora sacad las libretas. Haremos unas sumas —ordenó la señorita Ranger escribiendo en el encerado—. Seguro que a todos os saldrán bien, pero si alguno no me ha comprendido, que lo diga. Que me pregunten antes de empezar a sumar.
Elizabeth abrió su pupitre en busca de su libreta. No la vio donde por lo general la colocaba. Buscó detenidamente. ¡Qué extraño! La libreta no estaba allí. ¿Dónde podía hallarse?
—Elizabeth, ¿cuánto rato necesitas para sacar la cabeza del escritorio? —preguntó la señorita Ranger.
—No encuentro mi libreta.
—La tenías ayer —le recordó la señorita Ranger—. ¿La sacaste de la clase?
—No, señorita Ranger. No tenía deberes. Sencillamente la guardé cuando terminé mis ejercicios. Pero no está aquí.
—Coge papel cuadriculado del estante —ordenó la profesora—. No podemos aguardar hasta que encuentres la libreta.
Elizabeth cogió el papel, agradecida de no verse en un aprieto.
Kathleen se preguntó qué haría Elizabeth cuando no hallara las otras libretas. También aguardaba el momento en que la señorita Ranger abriera su pupitre y aparecieran los ratones.
Pero la señorita Ranger no tuvo que abrirlo durante la lección de aritmética. Así que los ratoncitos se quedaron muy tranquilos. Acurrucados en un rincón, se habían dormido.
La lección siguiente fue la de francés y, a continuación, la de geografía. La señorita Ranger quiso dibujar un mapa y las niñas sacaron sus libretas. Elizabeth no halló la suya.
—¿También has perdido la libreta de geografía? —preguntó impaciente la señorita Ranger.
—Señorita Ranger, no lo entiendo, pero ha desaparecido —explicó Elizabeth, alzando la cabeza por encima de la tapa del pupitre.
—Eres muy descuidada —reconvino la profesora—. No estoy nada contenta hoy, Elizabeth. Revisaré yo misma tu escritorio. No comprendo cómo puedes perder las dos libretas y, menos aún, como dices, si no las has sacado del aula.
La meticulosa búsqueda de la señorita Ranger no dio mejores resultados. Robert se regocijó de ver a Elizabeth en apuros. Kathleen gozaba tanto de su éxito, que ni siquiera se atrevió a mirar a Elizabeth ni a Jenny para evitar que descubrieran en ella algún destello maligno.
—Te daré papel de mapa. Sujeta luego con un alfiler el dibujo a tu libreta, cuando la encuentres —resolvió la profesora.
Entonces alzó la tapa de su escritorio y despertó a los dos ratoncitos.
Los pequeños roedores salieron a toda velocidad del pupitre, saltando sobre gomas, libros y reglas. La señorita Ranger los miró sorprendida y furiosa.
Estaba a punto de cerrar el escritorio y dejar a los ratoncillos allí, cuando ambos saltaron al suelo. Todas las niñas miraron atónitas.
La profesora con el rostro muy severo, miró a la asustada Jenny.
—Jenny, tú eres la única en el colegio que tiene ratones blancos. ¿Te parece gracioso poner a los pobrecitos dentro de un escritorio, faltos de aire, sólo para gastarme una broma de mal gusto?
Jenny se quedó paralizada al principio. Realmente se hallaba demasiado sorprendida para hablar. ¿Eran sus ratones? ¿Cómo pudieron salir de su sitio y llegar al escritorio?
—Señorita Ranger, yo no los puse ahí —explicó al fin—. Por favor, créame. No haría tal cosa con los ratoncitos. Además, fue usted tan buena conmigo el otro día cuando entré en la clase con uno, que nunca se me ocurriría gastarle una broma así.
Los ratoncitos corrían por el aula. Jenny los contemplaba temerosa de que escaparan por debajo de la puerta. En tal caso había el peligro de que se los comiera el gato de la escuela.
—Será mejor que intentes recuperarlos —aconsejó la señorita Ranger—. No podemos detener la clase por cosas así. No comprendo cómo entraron en mi pupitre si no los colocaste tú. Tendré que pensar en ello. Estoy muy disgustada.
Jenny abandonó su asiento para recoger los ratones. Pero no fue tan fácil como supuso. Las asustadas criaturas corrían de uno a otro lado del aula, ocultándose debajo de los escritorios. Algunas niñas fingieron asustarse y chillaron cada vez que uno se acercaba a sus pies. Elizabeth y Belinda intentaron ayudarla. Pero los ratones eran demasiado menudos y escapaban.
Y para colmo y desesperación de Jenny, se fugaron por debajo de la puerta al pasillo exterior. La niña abrió la puerta y no los vio. Habían desaparecido. La pequeña corrió por el pasillo mirando a todas partes, pero los ratones no aparecían.
Jenny quería mucho a sus ratoncitos. Las lágrimas anegaron sus ojos. Trató inútilmente de contenerse para no regresar a la clase llorando. Apoyada contra la pared, intentó dominarse. Había sido objeto de una broma infame. Alguien quería ponerla en apuros. Y lo que era peor, por su culpa había perdido a sus dos ratoncitos.
¡Era horrible, horrible, horrible!
Unos pasos resonaron en el corredor. Era Rita, la niña juez. Ésta se sorprendió al ver a Jenny allí, de pie y llorando.
—¿Qué ocurre? ¿Te han sacado de clase?
—No, se trata de mis ratoncitos blancos. Se han ido y temo que el gato se los coma.
Contó lo sucedido a Rita, cuyo rostro mostró severa gravedad.
—No me gusta la idea de que alguien quisiera ponerte en apuro semejante. ¿Estás segura, completamente segura, que esta broma no ha sido cosa tuya?
—¿Cómo iba a tratarlos así?
—Bien, hablaremos de este asunto en la próxima Junta —decidió Rita—. Procuraremos saber la verdad. Ahora regresa a tu clase, Jenny. Anímate, quizá los ratones aparezcan.
Jenny obedeció. La señorita Ranger vio sus ojos enrojecidos y no le dijo nada más. Sonó el timbre que señalaba el final de la clase. Todos guardaron sus libros. Era la hora del recreo.
Robert chocó con Elizabeth cuando salieron del aula y ella le miró enojada.
—¿Cuántas libretas más vas a perder? —preguntó él.
Ella no respondió y salió con Joan. Una idea acababa de fijarse en su mente. ¿Acaso Robert era capaz de cogerle las libretas? Realmente era extraordinario que la libreta de aritmética y la de geografía hubieran desaparecido. Se fue hasta Jenny y la condujo hasta un rincón.
—Sospecho que Robert puede tener algo que ver con la pérdida de mis libretas y lo de tus ratones. Sé que le gustaría ponerme en ridículo.
—Pero no hay razón para que haga otro tanto conmigo —respondió Jenny.
—Tal vez pensó que, si sólo me hacía tretas a mí, adivinaría enseguida que era él. Pero si también se las hacía a cualquier otra, podría desorientarnos por completo. ¿Comprendes?
—¡Oh! Sería odioso y cruel si llevara hasta ese punto sus mezquinas venganzas. Me gustaría saber quién fue. Es terrible que sucedan estas cosas.
Y en verdad que resultó horrible cuando llegó la hora de la lección de historia. Elizabeth tuvo que confesar que también había desaparecido su libreta.
—Elizabeth, esto colma la medida —se quejó la señorita Ranger—. Bien que pierdas una libreta, pero no tres. Seguro que las sacaste de la clase y te las has olvidado en alguna parte. Búscalas bien y, si no las encuentras, cómprate otras nuevas.
«¡Oh! —pensó Elizabeth—. Valen tres peniques cada una. Son nueve peniques de mis preciosos dos chelines. ¡Qué fastidio! Si Robert ha ocultado mis libretas, le arrancaré todos los pelos de la cabeza».
Eso le dijo a Joan.
—No harás nada parecido. Informarás a la Junta y deja que la escuela juzgue. Para eso están las reuniones, para que todos ayudemos a desenredar las dificultades. Es mucho mejor así, que el jurado y los jueces decidan por nosotros. Para algo les hemos elegido como los más sabios entre nosotros. No te tomes la justicia por tu cuenta. Elizabeth. Eres en exceso impaciente y podrías hacer alguna tontería.
—Te agradecería que no siguieras hablándome en ese tono —dijo Elizabeth, apartando su brazo del de Joan—. Deberías apoyarme.
—Te apoyo, sólo que tienes que saber entenderme —contestó Joan con un suspiro—. ¡Valiente amiga sería si te dijera: «Ve a Robert y tírale del pelo», antes de comprobar si efectivamente es él quien hace esas cosas terribles!
—Me basta con ver lo complacido que se muestra cuando me encuentro apurada, para intuir que es el causante de todo —gritó Elizabeth—. ¡Oh, si pudiera encontrarle asustando a alguien otra vez! ¡Cómo disfrutaría al informar de él ante la Junta!
Elizabeth no tuvo que aguardar mucho. Sorprendió a Robert al día siguiente.