5
Elizabeth se enfada
Las quejas eran tan graves, que los jueces y el jurado precisaron de largo rato para discutirlas. Mientras, el resto de los niños hicieron otro tanto por su cuenta. Muy pocos defendieron a Robert, debido a su escasa simpatía. Pero, por otro lado, la mayoría consideraba que Elizabeth no debía perder los estribos.
—Y, después de todo —susurró uno de los niños—, Elizabeth fue la más traviesa del colegio en el curso pasado, ¿recordáis?
—Sí. Solíamos llamarla la «Valiente Salvaje» —dijo otro—. Sin embargo, luego se portó muy bien.
—Y me consta su decidido propósito de ser buena alumna este curso —añadió Harry—. Se lo he oído decir montones de veces. Perdió los estribos conmigo el año pasado, pero después se disculpó y se portó muy bien.
Mientras los demás charlaban, Elizabeth y Robert permanecían sentados, erguidos, odiándose, ansiando oír que el otro era el que debía recibir el castigo.
Los jueces de la Junta parecían estar de acuerdo en cuanto a la dificultad del caso. Algunos creían cierto que Robert era un abusón. Pero, por otra parte, Peter no se había quejado. Luego, quizás, este convencimiento carecía de bases firmes. Los monitores eran nobles y justos y nunca juzgarían a nadie a menos que tuvieran una prueba real y clara de su mal comportamiento.
En cuanto a Elizabeth, el jurado sabía lo desobediente que había sido durante el pasado curso y también lo maravillosamente que se había comportado hasta el punto de conquistar a todos y pasar una nueva página de su vida escolar. Eso les afianzaba en la creencia de que Elizabeth no se había peleado con Robert por nada. Resultaba dificilísimo tomar partido. Decididamente, preferían no castigar a Elizabeth por si luego resultaba ser cierto que Robert era un abusón.
Al fin, William golpeó la mesa con su mano en demanda de silencio.
Todos se pusieron en pie, ansiosos de conocer su decisión. Elizabeth seguía rabiosamente colorada y Robert pálido y frío.
—Reconocemos que es muy difícil hallar una solución justa —dijo William—. Es evidente que Elizabeth atacó a Robert, pero no está claro que Robert no asustara a Peter. Con todo, debemos aceptar la palabra de éste. Pero conocemos lo suficiente a Elizabeth para no dudar de su honestidad. Así resulta evidente que ella consideró que Robert cometía algún desafuero con un niño de menor edad.
Siguió una pausa. Todos los niños guardaron profunda atención. William, tras pensar un momento, continuó:
—Bien. Pudo equivocarse. Sin embargo, realmente creyó que Robert se portaba mal. Así que perdió el control de sí misma y se abalanzó sobre él con ánimo de detenerle. Aquí es donde falló. El acaloramiento hace que uno vea las cosas de modo distinto a como son —miró a Elizabeth—. Cuando veas algo que desapruebes, debes contenerte, a fin de juzgar adecuadamente, sin exagerar los motivos. Hace un momento hablaste como si odiases a Robert y eso te hace tanto daño a ti como a él.
—¡Le odio! —estalló enojadísima.
—Lamento tu actitud, Elizabeth. Bien, hemos decidido que, sin pruebas más concluyentes respecto a que Robert sea un abusón, no podemos imponerle un castigo. También estamos seguros de que realmente creías que realizaba algo incalificable y, por ello, tampoco te castigaremos a ti. No obstante, debes excusarte ante Robert por tu comportamiento inadecuado.
Todo el pensionado consideró buena la decisión. Nadie deseaba que se castigara severamente a Elizabeth, pues apreciaban a la ardiente chiquilla. Consideraban que debió de equivocarse respecto a Robert y por ello era justo que se excusase, poniendo así punto final a tan engorroso asunto.
Elizabeth, sombría, guardó un obstinado silencio. En cambio, Robert no disimuló su complacencia. ¡Aquello sí que era fantástico! William y Rita se hablaron en susurros y luego dijeron unas palabras más referentes al asunto.
—Bien, ésta es nuestra decisión. Elizabeth, tú te excusarás, y tú, Robert, aceptarás su excusa. Procura que no haya ningún otro cargo en tu contra, Robert. Te advierto que, en el caso contrario, serías castigado con todo rigor.
William se refirió a otras cosas y la asamblea se disolvió, pues se hacía tarde. Los niños fueron despedidos y salieron en fila del gimnasio con aspecto solemne. Mal genio y avasallamiento. Ésos eran cargos no frecuentes en sus asambleas.
Robert salió con las manos en los bolsillos. Se sentía importante y complacido. Había ganado aquella batalla. Elizabeth tendría que disculparse. ¡Se lo merecía!
Pero Elizabeth se había hecho el firme propósito de no darle ese gusto. Joan observaba abatida el rostro enojado de su amiga cuando penetraron en la sala.
—Elizabeth. Ahí está Robert. Decídete y excúsate ahora. Así acabará de una vez este asunto.
—¡Pero si no lo siento! —gritó Elizabeth, echando atrás sus oscuros rizos—. Me complace haber atizado a Robert. ¿Cómo puedo decir que lo siento si no es verdad?
—Bueno, pero debes excusarte —insistió Joan—. Se trata sólo de buenos modales. Ve y di: «Me excuso, Robert». No necesitas añadir más.
—¡Pues no lo haré! —gritó Elizabeth—. Los jueces y el jurado se equivocaron esta vez. Nadie conseguirá que me excuse.
—No importa cómo te sientas, tendrías que ser leal a William y Rita —argumentó Joan preocupada—. No es lo que tú sientas lo que importa; es lo que todos los demás creen que es lo correcto. Eres una contra todos.
—Es posible, pero da la casualidad de que soy la única que tiene razón —afirmó Elizabeth con voz temblorosa—. Sé que Robert es un abusón.
—Haz lo que han ordenado los jueces. Luego ya intentaremos sorprender a Robert en sus detestables artimañas —suplicó Joan—. Hazlo para complacerme. Me sentiré desgraciada si no lo haces, y todo el colegio se formará un concepto equivocado de ti si temes excusarte.
—¡No tengo miedo! —A Elizabeth le llamearon de furor los ojos.
Joan sonrió mientras se alejaba de su amiga.
—¡Tienes miedo! ¡Tienes miedo de herir tu tonto orgullo!
Elizabeth se dirigió directa a Robert.
—Me excuso —dijo.
Robert hizo una cortés inclinación.
—Acepto tu excusa.
Elizabeth se retiró. Joan corrió hasta ella.
—¡Déjame sola! —gritó.
Se encaminó hacia la sala de prácticas de música y se sentó ante el piano. Tocó una pieza que sabía, muy sonora y furiosa. El señor Lewis, el profesor de música, se asomó sorprendido.
—¡Cielos! Nunca había oído esta pieza tan sonora y enfurecida. Levántate y tocaré algo realmente feroz, algo con un trueno o dos.
Elizabeth obedeció. El señor Lewis la reemplazó en el asiento e interpretó una tormentosa pieza, que evocaba el viento y el mar, nubes galopantes y árboles rugientes. Al fin, la tormenta amainó. La lluvia cayó suavemente. El viento cesó, el sol resplandeció y la música se tornó suave y mansa.
Y mientras escuchaba, Elizabeth se sintió aliviada. Adoraba la música. El señor Lewis la miró y observó su aspecto pacífico en vez de preocupado. Poco después sonaba el timbre que anunciaba la hora de acostarse.
—Ya lo ves —dijo el señor Lewis, cerrando el piano—. Después de la tormenta, la calma. Ahora acuéstate, duerme bien y no te preocupes demasiado por nada.
—Gracias, señor Lewis. Me siento mejor. Estaba muy enfurecida, pero ahora me siento más feliz. Buenas noches.