20
Ibai se despertaba muy temprano, a veces antes de que las primeras luces del alba hicieran su aparición. Luego, hacia las nueve y media o las diez de la mañana, solía dormirse hasta el mediodía, pero en esas primeras horas estaba sonriente y parlanchín y balbuceaba interminables peroratas. Amaia lo tomó en brazos, cerró a su espalda la puerta del dormitorio para permitir que James durmiera un poco más y dedicó las siguientes dos horas a pasear con él por toda la casa mostrándole cada objeto amado, mirando a través de las ventanas el agua del río Baztán, que pasaba frente a la casa manso y mate, con aquella luz helada del amanecer. Canturreaba para él canciones que iba inventándose sobre la marcha y que hablaban de lo hermoso que era y de cuánto le quería. Él lo miraba todo con ojos muy abiertos y le regalaba sonrisas inmensas que combinaba con una suerte de besos consistentes en aplicar su boca abierta y jugosa sobre las mejillas de ella, que sonreía dichosa devolviéndole cientos de besos que depositaba sobre su cabecita rubia mientras aspiraba su dulce olor a galletas y mantequilla.
La noche no había sido tan grata. El evidente disgusto de James y la tía por su encuentro con Flora se había prolongado durante toda la cena, en la que sólo Ros, que no había estado presente, intentó infructuosamente animar la conversación. Ya cuando iban a acostarse, y a pesar de que les había explicado que su discusión con Flora no tenía nada que ver con el funeral de Rosario, James le advirtió:
—Justo antes de que nos interrumpieras, Flora acababa de confirmarnos que el funeral por Rosario será pasado mañana en la parroquia de Santiago. Me da igual por qué has discutido con tu hermana, no quiero saberlo, pero espero que recuerdes lo que te pedí y que me acompañes a la iglesia.
Se preparó un café con leche con una sola mano, renunciando a soltar a Ibai ni un instante mientras pensaba en James y en cómo la conocía. Daba igual cuántos juramentos consiguiese arrancarle, él sabía que era tenaz, que nunca había abandonado una batalla. Entendía los argumentos de su marido para pedirle que fingiera, aunque fuera durante el rato del funeral, que aceptase que Rosario estaba muerta. Pero, por otra parte, le resultaba intolerable que él, que la amaba, fuese capaz de pedirle que sometiera su propia naturaleza.
Le vio entrar en la cocina con su espléndida sonrisa, un pantalón de pijama y una camiseta de los Broncos de Denver que se ceñía a su torso, marcándole la musculatura y haciéndole recordar por qué lo adoraba.
—Me has robado la bata —susurró mientras la besaba y acariciaba la cabecita de Ibai.
—Te la devuelvo ahora mismo, ya se me ha hecho bastante tarde —dijo pasándole al niño y quitándose ante él la gruesa bata en la que iba envuelta y bajo la que no llevaba nada más que la ropa interior.
—¡La padre que te marió! —exclamó él, arrancando las carcajadas de ella con el recuerdo de la vieja broma de cómo cuando llegó a España y aprendió, como todos los extranjeros, a decir palabrotas, había creado su propio repertorio de tacos absurdos que no comprendía y que, sin embargo, le parecían la parte más atractiva del idioma.
Oyó a la tía, que se dirigía a las escaleras justo cuando ella cerraba la puerta de la habitación. Se metió en la ducha y esperó bajo el chorro de agua caliente hasta oír a James entrar en el baño mientras se arrancaba la ropa. Sonrió, porque estaba bien que algunas cosas fueran tan predecibles, tan maravillosamente predecibles.
Jonan la esperaba en su despacho. Supo, en cuanto entró, que tenía noticias nuevas. Sonreía como un crío e, incapaz de contener su excitación, permanecía de pie haciendo oscilar su peso de una pierna a otra mientras golpeaba rítmicamente con dos dedos la superficie de una carpeta de cartón.
—Buenos días, Jonan, ¿tienes algo?
—Buenos días, jefa, no sé si es más interesante lo que tengo o lo que no tengo.
Ella se sentó y él abrió la carpeta para colocar ante ella algunos documentos.
—Es el certificado de nacimiento de Ainara Martínez Bayón, oficialmente nacida en Elizondo el 12 de marzo de 1979… Digo oficialmente porque parece que fue un parto en casa; entre comillas aparece el nombre del caserío, Argi Beltz, y la población, Orabidea. Está firmada por el doctor Hidalgo. Y ahora está lo que no tengo, que es el certificado de defunción, y no lo tengo porque probablemente no existe, y es aquí donde puede que hayan metido la pata. Si se les hubiera ocurrido decir que viajaron a la India, quizá no tendríamos mucho que hacer, pero en Inglaterra hace treinta años ya empezaron a informatizar los archivos. No consta en ningún hospital el fallecimiento de Ainara, y en ese año, concretamente, el de ninguna niña española. Está el otro aspecto, si hubiera sufrido un ictus, como ellos dicen, le habrían realizado una autopsia, de la que tampoco hay ni rastro. Pero es que además, según mi contacto allí, si una súbdita española fallece en un país extranjero, la embajada recibe comunicación inmediata, y aunque los familiares no hubiesen contado con medios económicos, se habrían hecho cargo de la repatriación del cadáver, y en caso de decidir que fuera enterrada allí, también lo habrían sabido. Por otra parte, entonces no se les hacía pasaporte a los niños; para sacar a un menor del país, se añadía al pasaporte del padre o de la madre un permiso sellado por el gobernador civil y el libro de familia que acreditase que el niño era su hijo. En este momento estoy tratando de comprobarlo con la oficina de pasaportes, y puede llevarnos tiempo porque hace treinta años todavía no estaban informatizados, aunque lo que sí he hecho ha sido ir al registro civil y comprobar con la partida de nacimiento el asentamiento en el libro de familia, y allí tampoco figura la defunción de la niña.
—¿Cuándo crees que lo tendremos?
—No lo sé, jefa, puede ser hoy o dentro de una semana, pero he dado mi teléfono a la persona que lo lleva y me ha prometido que me llamará cuando tenga algo.
Ella lo pensó durante unos segundos, después suspiró ruidosamente y, poniéndose en pie, cogió del perchero su plumífero.
—Bueno, si tienen tu teléfono pueden localizarte en cualquier sitio. Acompáñanos, Iriarte y yo vamos a visitar a la mujer de Esparza.
Al pasar frente al despacho donde trabajaban Montes y Zabalza, se asomó a la puerta.
—Buenos días, ¿tienen algo de lo que les pedí ayer?
—Buenos días, jefa —saludó Montes—, pues sí, Zabalza ha establecido que hay relación profesional entre las familias de Arraioz y Lekaroz y los abogados Lejarreta y Andía, por otra parte nada raro, ya que ambos se dedican a los negocios y operan en el extranjero. Respecto a la posible relación con el doctor Berasategui, no tenemos nada y dudo que vayamos a conseguirlo, ya sabe que esas relaciones son confidenciales; es más probable que obtenga algo usted si va a hablar con su amigo el cura.
—Quizá lo haga —contestó ella—, pero no hoy.
Aparcaron sobre la crujiente grava de la entrada del caserío, la misma que aquella fatídica noche había delatado la presencia de Esparza en la finca.
Inés Ballarena les esperaba con la puerta de la casa abierta; se había puesto un gorro de lana y un grueso abrigo para combatir el frío, y aunque no sonrió, no podía, les saludó amablemente invitándoles a entrar. Amaia dejó que Iriarte y Etxaide siguieran a la mujer y se disculpó antes de volver hasta la esquina de la casa, donde al pasar había visto a la anciana amatxi. La saludó mientras se acercaba a ella y vio que la mujer sonreía con una mirada inteligente y cargada de intención.
—Veo que viene a por más, así que quizá ha comenzado a entender las cosas, ha empezado a pensar que puede que esta vieja tenga razón.
—Siempre he creído que usted tenía razón —aseveró Amaia.
—Entonces deje de buscar asesinos de carne y hueso.
—¿Quiere que busque a Inguma?
—No hace falta que lo busque, él la encontrará, quizá ya la ha encontrado…
La aparición de Rosario sobre su cama y el recuerdo de su boca acercándose le provocó un escalofrío.
—¿Quién es usted? —preguntó sonriendo.
—Sólo una vieja que no sabe nada.
La joven madre ofrecía una imagen sorprendente. Vestía de negro de la cabeza a los pies y sostenía entre las manos un pañuelo de papel que destacaba en su regazo como una flor muerta y arrugada. Con los ojos enrojecidos, la apariencia lavada del rostro pálido y sin maquillaje permitía ver las pequeñas petequias rojas y las venitas reventadas en los esfuerzos del llanto. El dolor parecía haber entrado en una fase lenta, de voces contenidas y movimientos etéreos en los que la mujer parecía flotar.
—Le agradecemos muchísimo la amabilidad que tiene al recibirnos hoy. Sabemos que esta tarde se celebrará el funeral por su hija —dijo Iriarte.
Si la joven le oyó, no dio señal alguna de ello. Continuó con la mirada perdida en un punto del espacio en su desolador gesto de dolor silencioso.
—Sonia, hija —llamó suavemente Inés Ballarena.
La joven levantó la mirada.
Amaia se había sentado frente a ella.
—Hay cosas que necesito saber para entender lo que ha pasado, y sólo tú puedes ayudarme, porque eres la persona que mejor conoce a Valentín. —Ella asintió—. Valentín parece un hombre bastante preocupado por el dinero y por la apariencia. Vuestra casa es preciosa, aunque bastante por encima de vuestras posibilidades económicas. Tu madre nos ha contado que os ayuda a pagarla, pero a pesar de esta circunstancia él parecía tener planes de seguir gastando dinero. En el registro hemos encontrado varios catálogos de coches de alta gama y en el concesionario nos han confirmado que Valentín pensaba cambiar de vehículo próximamente.
—Él siempre ha sido muy ambicioso, siempre quiere más, nunca está contento; en alguna ocasión he llegado a discutir con mi madre y con mi amatxi por esto.
—Hace un año —intervino Inés— trató de convencernos de que hipotecásemos el caserío para prestarle dinero para una nueva casa. Por supuesto me negué. No me parece mal que uno intente mejorar en la vida, pero Valentín estaba dispuesto a hacerlo a cualquier precio; eso no es bueno, y así se lo dije.
Amaia volvió a dirigirse a la joven.
—Quiero que pienses bien esto antes de contestar. ¿Has notado cambios en el comportamiento de Valentín en los últimos tiempos?
—Muchísimos, pero nada malo, de hecho hasta la ama y la amatxi lo veían con buenos ojos. Fue a partir del momento en que quedé embarazada. Ha sido una gestación de riesgo, amenaza de aborto, reposo absoluto… Y la verdad es que durante todo ese tiempo tuvo una paciencia que no me esperaba de él. Comenzó a leer sobre el embarazo, se interesaba por todo lo tradicional, por todo lo que tenía que ver con Baztán y nuestros orígenes, hablaba de la importancia que tenía tomar conciencia del poder de esta tierra, se obsesionó un poco con que sólo tomásemos productos ecológicos y del valle, y hasta me propuso un parto natural en casa. A mí me daba mucho miedo, no quería pasar dolor, pero insistió… En una ocasión hasta trajo a casa a una partera de la zona.
Amaia dio un respingo.
—¿Recuerda cómo se llamaba esa mujer?
—Josefina, Rufina o algo así.
—¿Fina?
—Sí, eso es, Fina Hidalgo. Era una mujer mayor aunque muy guapa todavía. Me dijo que había asistido miles de partos, me explicó cómo era el procedimiento del alumbramiento en casa y me dio mucha seguridad. Pero bueno, ya lo sabe, me puse de parto en el séptimo mes, mi pequeña nació prematura y por supuesto en el hospital.
—Sabemos que discutieron en el tanatorio. Él nos dijo que fue porque prefería un entierro tradicional y usted insistía en la incineración.
Ella negó.
—Ésa no fue la causa. Es cierto que al principio yo prefería la incineración, y fíjese que finalmente la enterraremos, mi amatxi me lo ha pedido, y es verdad que la discusión en el tanatorio comenzó por eso; de hecho, insistió tanto, parecía ser tan importante para él, que estuve a punto de ceder, pero entonces me dijo algo…, algo horrible, algo que no podré perdonarle nunca, porque sólo podía provenir de alguien que no hubiese amado a su criatura, un ser repugnante y sin corazón capaz de sustituir a las personas como si fuesen objetos…
Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro como si alguien hubiera abierto una compuerta allá, en el lugar oscuro y húmedo de donde brotan el llanto y la desesperación.
Inés la abrazó y la joven ocultó el rostro en el cuello de la madre. Esperaron en silencio algo más de un minuto, hasta que la chica se separó y les miró. El rostro aparecía empapado y la palidez inicial se había tornado un mar de pequeñas rojeces que cubrían su cara.
—Me dijo que no me preocupase, que iba a dejarme embarazada enseguida y que en nueve meses tendría otro hijo para ocupar el lugar de mi bebé. Entonces yo grité desesperada que no quería otro niño, que ningún hijo iba a poder sustituir a mi niña, que cómo se le ocurría pensar aquella monstruosidad. Que lo último en lo que podía pensar en aquel instante era en tener otro hijo, y menos en tenerlo para llenar el vacío que dejaba mi pequeña. —Miró a Amaia a los ojos—. Usted tiene un hijo, ya sabe a qué me refiero. Quizá algún día vuelva a ser madre, pero me pareció tan monstruoso lo que él proponía, el modo en que cosificaba a nuestra hija, que la sola idea me asqueó. Y mientras lo decía estaba segura de que si se me hubiese ocurrido tener otro hijo para sustituir a la que he perdido, ahora mismo sé que no podría amarlo, no podría amarlo igual, puede que hasta lo odiase.
—Sólo una pregunta más. ¿Tienen usted o Valentín alguna relación con un psiquiatra de la clínica universitaria llamado Berasategui o con los abogados de Pamplona Lejarreta y Andía?
—Es la primera vez que oigo esos nombres.
Se despidieron de las mujeres y caminaron hacia la salida. Inés Ballarena les acompañó hasta el coche y, mientras se alejaban por el camino, Amaia pudo verla por el espejo retrovisor detenida en el mismo sitio.
Jonan parecía extrañado.
—Hacía mucho tiempo que no veía a nadie tan joven de luto, quiero decir completamente vestido de negro.
—Pues debería salir los sábados por la noche —apuntó Iriarte.
—No me refiero a vestir de negro. Creo que hay una gran diferencia, puede que sea algo que está en mi cabeza, o algo muy sutil como para que cualquiera pueda diferenciarlo, pero puedo distinguir perfectamente cuándo alguien viste de negro o va de luto —explicó Etxaide.
—Ha sufrido mucho —dijo Amaia—, y creo que aún le queda mucho por sufrir. Es bestial lo que le dijo el marido. Jonan, por favor, cuando lleguemos, llama a la cárcel e intenta conseguirme una cita para ver a Esparza lo antes posible. Quiero volver a hablar con él.
—El caso está cerrado, ya sabemos que él mató a su hija —dijo Iriarte.
—Creo que en este caso hay bastante más que los hechos evidentes.
—Ya tenemos al culpable, no es nuestro trabajo entender por qué lo hizo…
—No por qué, sino para qué, inspector. Esparza nos dijo que la entregó, que entregó la vida de su hija… Quiero saber para qué, con qué fin.
Iriarte asintió sin convencimiento mientras salía con el coche a la carretera general.
—¿A comisaría entonces?
—Aún no, espero que lleven una buena cámara en el móvil, vamos a hacer fotos a Irurita —respondió ella.
La casa de piedra de Fina Hidalgo se veía soberbia con su balcón corrido y el mirador acristalado, su invernadero victoriano y el camino de lajas que iba hasta la imponente reja pintada de negro y acogedoramente abierta, no tanto para facilitar el paso a los visitantes como para permitir a los paseantes admirar con envidia la belleza del jardín. Amaia accionó el timbre de la entrada y esperó, observando divertida el aprecio con que sus compañeros observaban el peculiar vergel.
La enfermera Fina Hidalgo salió del invernadero, donde la había recibido en su anterior visita. Vestía unos ajustados pantalones vaqueros y una camisa suelta de la misma tela, y se había recogido el pelo hacia atrás con una diadema; en las manos llevaba guantes de jardinero y en una de ellas, una pequeña cizalla. Su gesto se endureció al verles.
—¿Quién les ha dado permiso para entrar en mi propiedad?
—Policía Foral —dijo Amaia mostrándole la placa, aunque sabía de sobra que la había reconocido nada más verla—. La reja estaba abierta y hemos llamado al timbre.
—¿Qué quieren? —preguntó deteniéndose a cierta distancia.
—Hablar con usted, queremos hacerle unas cuantas preguntas.
—Pueden preguntar cuanto deseen —contestó desafiante.
—Investigamos el fallecimiento de una niña en el valle hace unos treinta años. Nos consta que usted y su hermano atendieron el parto, pues el certificado de nacimiento está firmado por él, y nos haría un favor si pudiera comprobar si por casualidad también firmó el acta de defunción.
—Bueno, eso no es lo que se dice una pregunta, es más bien una petición. ¿Se les ofrece algo más?
—Sí, de hecho quería preguntarle sobre su relación con Valentín Esparza… Es más, tengo una lista de familias que perdieron a sus bebés al poco de nacer, y quiero saber si usted fue la matrona que asistió a esas familias tras los partos —dijo Amaia retrocediendo hacia la verja de la entrada y provocando, tal y como había planeado, que la mujer la siguiera.
—Pues para el certificado necesitará una orden judicial —dijo envalentonada Fina siguiéndola por el camino hasta la entrada— y para el resto de preguntas que tenga, llame a mis abogados. No pienso hablar con usted.
Amaia había llegado hasta la acera de la calle.
—Sus abogados…, déjeme que adivine, Lejarreta y Andía, ¿verdad?
La mujer sonrió mostrando sus encías y dio un paso más.
—Sí, y le aseguro que cuando le pongan las manos encima se le van a quitar las ganas de ser tan graciosilla.
—Ahora —dijo Amaia a Etxaide e Iriarte, que dispararon varias fotos a la mujer.
Ella comenzó a gritar.
—No pueden hacerme fotos, están en mi propiedad.
—Ya no. —Sonrió Amaia señalando los pies de la mujer, que habían rebasado el patio y estaban sobre la acera.
—Maldita hija de puta, las vas a pagar, las vas a pagar todas —chilló retrocediendo hacia la casa.
Amaia sonrió.
—Sólo una pregunta más, ¿este coche es suyo? —dijo señalando un vehículo aparcado en la acera, justo frente a la casa—. Etxaide, por favor, haz unas cuantas fotos, está en la vía pública.
Los chillidos de la mujer quedaron interrumpidos por el estruendo del portazo con el que cerró desde dentro.