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Casi sintió piedad y algo cercano al compañerismo hacia Valentín Esparza cuando entró en la habitación que la abuela había preparado para la niña. La sensación de déjà vu se acrecentó animada por la profusión de lazos, puntillas y encajes de color rosa que atestaban la habitación. La amatxi se había decantado aquí por una colección de ninfas y hadas en lugar de los imposibles corderitos rosas que había elegido su suegra para Ibai, pero por lo demás el cuarto podría haber sido decorado por la misma mujer. Había al menos media docena de fotografías enmarcadas; en todas aparecía el bebé en brazos de la madre, la abuela y otra mujer más mayor, probablemente una anciana tía, pero no había rastro de Valentín Esparza en ninguna de ellas.

La planta superior estaba muy caldeada, habrían subido la calefacción para mantener caliente a la niña. Desde la planta baja donde se ubicaba la cocina y llegaban amortiguadas las voces de amigas y vecinas que se habían trasladado hasta la casa para acompañar a las mujeres, hacía un rato que habían dejado de oírse llantos. Aun así, cerró la puerta que daba a la escalera. Observó durante un par de minutos a Montes y a Etxaide procesando la habitación mientras maldecía el teléfono móvil, que no había dejado de vibrar en su bolsillo desde que había salido de comisaría. En los últimos minutos la entrada de mensajes que indicaban llamadas perdidas se había multiplicado. Comprobó la cobertura; en el interior del caserío, como ya esperaba, ésta había disminuido considerablemente debido a los gruesos muros. Bajó la escalera, pasó silenciosa ante la cocina, reconociendo aquel murmullo ominoso que caracterizaba las conversaciones de velatorio, y, aliviada, salió a la calle. La lluvia había cesado un momento arrastrada por el viento que barría el cielo y desplazaba a gran velocidad la compacta masa nubosa, pero sin conseguir abrir claros, lo que reafirmaba la certeza de que volvería a llover en cuanto amainase el viento. Se alejó unos metros de la casa y revisó el registro del teléfono. Una llamada del doctor San Martín, una del teniente Padua de la Guardia Civil, una de James y seis de Ros. Llamó primero a James, que acogió con disgusto la noticia de que no iría comer.

—Pero, Amaia, hoy es tu día libre…

—Te prometo que iré en cuanto pueda, y te compensaré.

Él no pareció muy convencido.

—… Tenemos una reserva para cenar esta noche…

—Llegaré de sobra, como mucho me llevará una hora.

Padua contestó inmediatamente.

—Inspectora, ¿cómo está?

—Buenas tardes, bien. He visto sus llamadas y… —Su voz apenas pudo contener la ansiedad.

—No hay novedades, inspectora, la he llamado porque esta mañana he hablado con la comandancia de Marina de San Sebastián y con la de La Rochelle en Francia. Todas las patrulleras del Cantábrico han recibido el aviso y conocen la alerta.

Amaia suspiró y Padua debió de oírla al otro lado del teléfono.

—Inspectora, los guardacostas opinan, y yo también, que un mes es tiempo suficiente para que el cuerpo hubiese aparecido en algún punto de la costa. Las corrientes podrían llevarlo por toda la cornisa cantábrica, aunque es más probable que las ascendentes lo empujasen hacia Francia. Pero en el caso del río hay otras opciones, que enganchado a un objeto permanezca anclado en el fondo o que con el impulso de las lluvias torrenciales la corriente lo arrastrase varias millas mar adentro y lo haya depositado en una de las profundas simas tan comunes en el golfo de Vizcaya. En muchos casos los cuerpos no se recuperan nunca y, dado el tiempo transcurrido desde la desaparición de su madre, debemos empezar a barajar esta posibilidad. Un mes es mucho tiempo.

—Gracias, teniente —respondió intentando disimular su decepción—. Si hay alguna novedad…

—La avisaré, puede estar tranquila.

Colgó y sepultó el teléfono en el fondo de su bolsillo mientras asimilaba lo que Padua le había dicho. Un mes es mucho tiempo en el mar, un mes es mucho tiempo para un cuerpo. Creía que el mar siempre devolvía a sus muertos, ¿o no?

Mientras escuchaba a Padua, sus pasos erráticos la habían llevado a rodear la casa huyendo del incómodo crujido de la grava de la entrada bajo sus pies. Había seguido el reguero que el agua había marcado en el suelo al caer desde el tejado y al llegar a la esquina trasera se detuvo en el lugar que coincidía con la entrega de los dos aleros. Percibió un movimiento a su espalda y reconoció de inmediato a la anciana señora que aparecía en las fotos de la habitación sosteniendo a la niña. Detenida junto a un árbol en el campo trasero de la casa, parecía hablar con alguien; mientras golpeaba suavemente la corteza del árbol, repetía una y otra vez palabras que le llegaron confusas, y que parecía dirigir a un oyente que Amaia no alcanzaba a ver. La observó durante unos segundos hasta que la mujer se percató de su presencia y se dirigió hacia ella.

—En otros tiempos la habríamos enterrado ahí —dijo.

Amaia asintió bajando la mirada hasta la tierra compacta en la que era evidente el dibujo que el agua había trazado al caer desde el alero. No pudo decir nada mientras a su mente acudían las imágenes de su propio cementerio familiar, los restos de una manta de cuna asomando entre la tierra oscura.

—Lo encuentro más piadoso que dejarla sola en un cementerio o incinerarla, como quiere mi nieta… No todo lo moderno es mejor. Antes, a las mujeres nadie nos decía cómo teníamos que hacer las cosas, algunas las haríamos mal, pero otras, yo creo que las hacíamos mejor. —La mujer hablaba en castellano, pero, por el modo en que marcaba las erres, supuso que habitualmente lo hacía en euskera. Una anciana etxeko andrea de Baztán, una de esas mujeres incombustibles que habían visto un siglo entero y aún tenían fuerzas cada mañana para peinarse con un moño, hacer la comida y dar de comer a los animales. Aún eran visibles los restos polvorientos del mijo que había portado, a la antigua usanza, en su delantal negro—. Hay que hacer lo que hay que hacer.

La mujer se le acercó caminando torpemente con sus botas de goma verdes, pero Amaia contuvo el impulso de ayudarla, sabiendo que le molestaría. Esperó inmóvil y, cuando la mujer la alcanzó, le tendió la mano.

—¿Con quién hablaba? —dijo haciendo un gesto hacia el campo abierto.

—Con las abejas.

Amaia compuso un gesto de extrañeza.

Erliak, erliak

Gaur il da etxeko nausiya

Erliak, erliak,

Eta bear da elizan argia[1]

Recordaba habérselo oído mencionar a su tía.

En Baztán, cuando alguien moría, la señora de la casa iba al campo hasta el lugar donde tenían las colmenas, y mediante esta fórmula mágica les comunicaba a las abejas la pérdida y la necesidad de que hicieran más cera para los cirios que debían alumbrar al difunto durante el velatorio y el funeral. Se decía que la producción de cera llegaba a multiplicarse por tres.

Le conmovió su gesto, casi le pareció oír las palabras de Engrasi: «Regresamos a las viejas fórmulas cuando todas las demás fallan».

—Lamento su pérdida —le dijo.

La mujer ignoró la mano y la abrazó con sorprendente fuerza. Cuando la soltó, desvió la mirada hacia el suelo para evitar que Amaia pudiera ver sus lágrimas, que secó con el borde del delantal en el que había llevado el pienso para las gallinas. El gesto de valor, de valentía, unido al abrazo conmovió a Amaia despertándole una vez más el orgullo antiguo que sentía hacia aquellas mujeres.

—No fue él —dijo de pronto.

Amaia permaneció en silencio. Sabía reconocer perfectamente el momento en que alguien iba a hacer una confidencia.

—Nadie me hace caso porque soy una vieja, pero yo sé quién mató a nuestra niña, y no fue ese lerdo de su padre. Ése no está interesado más que en los coches, las motos y en aparentar; le gusta el dinero más que a un cerdo las manzanas. He conocido a muchos como él, alguno de ésos hasta me pretendió cuando yo era joven, venían con las motos y los coches a buscarme, pero a mí esas cosas no me confundían, yo busqué un hombre de verdad…

La anciana comenzaba a divagar. Amaia la recondujo de nuevo.

—¿Usted sabe quién lo hizo?

—Sí, ya se lo he dicho a ésas —dijo haciendo un gesto vago hacia la casa—; pero como soy una vieja nadie me hace caso.

—Yo sí. Dígame quién lo hizo.

—Fue Inguma, Inguma lo hizo —afirmó, y para constatarlo lo rubricó con un golpe de cabeza.

—¿Quién es Inguma?

La anciana la miró y en su gesto pudo ver la lástima que le provocaba.

—¡Pobre niña! Inguma es el demonio que se bebe el aliento de los niños mientras duermen. Inguma entró por las rendijas, se sentó sobre el pecho de la niña y se bebió su alma.

Amaia abrió la boca, desconcertada, y volvió a cerrarla sin saber qué decir.

—También crees que son cuentos de vieja —la acusó la anciana.

—No…

—En la historia de Baztán está escrito que en una ocasión Inguma se despertó y se llevó a cientos de niños. Los médicos decían que era la tosferina, pero era Inguma, que venía a robarles el aliento mientras dormían.

Inés Ballarena surgió por el costado de la casa.

Ama, pero ¿qué haces aquí? Ya te he dicho que les había dado de comer yo a la mañana. —Tomó a la anciana por el brazo y se dirigió a Amaia—: Perdone a mi madre, está muy mayor y debido a lo que ha ocurrido está también muy afectada.

—Claro… —susurró Amaia mientras, aliviada, respondía a la llamada que entraba en su teléfono, alejándose unos pasos para hablar—. Doctor San Martín, ¿han terminado ya? —preguntó consultando la hora en su reloj.

—No, de hecho acabamos de empezar —carraspeó—. Un colega me ayuda en esta ocasión —dijo tratando de enmascarar su sensibilidad hacia aquel tema—, pero he creído conveniente llamarla a la vista de los hallazgos. Todo apunta a que la niña fue sofocada mientras dormía colocando sobre su rostro un objeto blando como una almohada o un cojín, usted pudo ver la marca que aparece sobre el puente de la nariz. Tenga en cuenta las medidas para buscar el objeto con el que se hizo, pero le adelanto que en los pliegues de los labios hemos hallado unas suaves fibras blancas que aún estamos procesando pero que le darán una pista del color. Tenemos además varios rastros de saliva por todo el rostro, la mayoría de la propia niña, pero puedo adelantarle que hay al menos una muestra diferente, puede que no sea nada, quizá uno de los familiares besó a la niña y dejó el rastro…

—¿Cuándo podrá decirme algo más?

—En unas horas.

Corrió tras las mujeres, que ya alcanzaban la puerta principal.

—Inés, ¿bañó a la niña aquella noche antes de acostarla?

—Sí, el baño por la noche la relajaba muchísimo —contestó apenada.

—Gracias —respondió corriendo escaleras arriba—. Buscad algo suave y blanco —dijo mientras irrumpía en la habitación, al tiempo que Montes alzaba el brazo para mostrarle el contenido de una bolsa de pruebas.

—Blanco polar —contestó el inspector sonriendo y señalándole el osito aprisionado en el interior de la bolsa.

—¿Cómo lo habéis…?

—Nos llamó la atención lo mal que olía —explicó Jonan—. Luego vimos el pelo apelmazado…

—¿Huele mal? —se extrañó Amaia, un muñeco sucio no encajaba en aquella habitación en la que hasta el último detalle había sido cuidado con mimo.

—Oler mal es poco, apesta —corroboró Montes.