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Amaia aparcó junto a la fuente de las lamias y, cubriéndose la cabeza con la capucha del abrigo, traspasó el pequeño arco que separaba la plaza de la calle Pedro Axular. Los gritos podían oírse con claridad a pesar del estrépito de la lluvia. El rostro del inspector Iriarte reflejaba toda la angustia y urgencia que delataban sus insistentes llamadas. La saludó con un gesto desde lejos sin dejar de prestar atención al grupo que intentaba contener para evitar que se acercase al coche patrulla, en cuyo interior un individuo de aspecto cansado reposaba su cabeza contra el cristal perlado de lluvia. Dos agentes intentaban sin gran éxito establecer un cordón policial alrededor de una mochila que aparecía en el suelo en medio de un charco. Aceleró el paso para ayudarles mientras sacaba su teléfono y pedía refuerzos. En el mismo instante, dos coches más con las sirenas puestas, cruzaron el puente de Giltxaurdi consiguiendo por un momento reclamar toda la atención del excitado gentío, que enmudeció superado por el aullido de las sirenas.
Iriarte estaba calado hasta los huesos; el agua le resbalaba por el rostro y, mientras hablaba con Amaia, se pasó repetidamente las manos por la cara intentando reconducir los regueros de lluvia que le anegaban los ojos. El subinspector Etxaide apareció milagrosamente de algún lugar con un enorme paraguas que les tendió antes de unirse a los policías que intentaban contener al grupo.
—¿Inspector?
—El sospechoso que está dentro del coche es Valentín Esparza. Su hija de cuatro meses falleció anoche mientras dormía en casa de su abuela, la madre de la madre. El médico certificó síndrome de muerte súbita del lactante, hasta ahí una desgracia. El caso es que la abuela, Inés Ballarena, se presentó ayer en comisaría. Era la primera vez que la niña se quedaba en su casa porque era el aniversario de la pareja y salían a cenar. La mujer estaba muy ilusionada, hasta le había preparado una habitación. Le dio el biberón, la acostó y se quedó dormida en el sofá del cuarto contiguo viendo la tele, aunque jura que tenía los interfonos de escucha conectados. Un ruido la despertó, se asomó a la habitación del bebé y desde la puerta pudo ver que dormía; entonces oyó un crujido fuera de la casa, en el empedrado, como el que hacen los neumáticos al maniobrar sobre la gravilla, y al asomarse a la ventana vio alejarse un coche, no se fijó en la matrícula, pero pensó al momento que era el de su yerno, un coche grande y gris —dijo Iriarte haciendo un gesto vago—. Entonces miró la hora. Dice que eran las cuatro y que pensó que al volver de fiesta quizá se habían acercado hasta la casa para ver si había luces encendidas. El domicilio de la pareja cae de camino y no sería extraño. No le dio importancia. Volvió al sofá y pasó allí el resto de la noche. Cuando despertó se extrañó de que la niña no reclamase su alimento, y cuando fue a verla la encontró muerta. La mujer está muy afectada, no puede con la culpabilidad, pero al establecer el médico la hora de la muerte entre las cuatro y las cinco de la madrugada, recordó que a esa hora algo la había despertado, cuando oyó el coche en la entrada, y antes que eso asegura que hubo un ruido en el interior de la casa, probablemente el que la despertó. Preguntó a la hija, pero ésta le dijo que habían llegado a casa sobre la una y media y, como hacía tiempo que no bebía alcohol, el vino y una copa habían sido suficientes para aturdirla. Pero cuando preguntó al yerno, él reaccionó mal, se puso nervioso y no quiso contestar, hasta se enfadó y dijo que sería una parejita que buscaría un sitio tranquilo; por lo visto ya había pasado otras veces. Pero la mujer recordó otra cosa, los perros no habían ladrado. Tiene dos fuera de la casa y asegura que cuando llega un extraño ladran como locos.
—¿Qué hizo usted? —preguntó Amaia dirigiendo la mirada hacia el grupo que, acobardado por la presencia policial y la lluvia que en ese momento caía más intensamente, se había replegado hasta la puerta del tanatorio rodeando a una mujer que a su vez abrazaba a otra que gritaba histérica palabras incomprensibles ahogadas por el llanto.
—La que grita es la madre; la que la abraza, la abuela —explicó siguiendo la mirada de Amaia—; bueno, la mujer estaba muy alterada y afectada, no dejó de llorar ni un momento mientras me lo contaba. Pensé que lo más probable es que sólo buscase una explicación para algo que resulta difícil de asumir. Era la primera vez que la dejaban al cuidado del bebé, la primera nieta en la familia, estaba destrozada…
—¿Pero?
—Pero, aun así, llamé al pediatra. Muerte súbita del lactante, sin duda. La niña nació prematura, tenía los pulmones inmaduros y pasó dos de sus cuatro meses en el hospital. Aunque ya había recibido el alta, esta misma semana el pediatra la había visto en consulta porque tenía un resfriado, nada de importancia, mocos, pero en un bebé tan pequeño, bajo de peso al nacer, el médico no tenía dudas acerca de la causa de la muerte. Hace una hora la abuela se presentó de nuevo en comisaría, decidí acompañarla porque insistía en que la niña tenía una marca en la frente, un circulito como un botón, y que, cuando lo había comentado a su yerno, éste había atajado el tema ordenando cerrar el ataúd. Justo cuando entrábamos en la funeraria nos cruzamos con él, que salía. Llevaba esa mochila y al verle me pareció raro el modo en que la sostenía. —Iriarte recogió los brazos sobre su pecho imitando el gesto y acercándose al bulto mojado que la bolsa formaba en el suelo—. Vaya, no como se lleva una mochila. Al verme se puso pálido y echó a correr. Le alcancé junto a su coche y entonces empezó a gritar que le dejásemos en paz, que tenía que acabar con aquello.
—¿Acabar… con su vida?
—A eso creí que se refería, pensé que quizá en la bolsa llevaba un arma…
El inspector se acuclilló junto a la bolsa y, renunciando al cobijo que le había prestado, colocó el paraguas en el suelo a modo de pantalla. Abrió la cremallera de la mochila y aflojó el ceñidor de plástico que ajustaba el cordel. La suave pelusilla, oscura y escasa, dejaba visible las fontanelas todavía abiertas en la cabecita de la niña; la piel pálida del rostro no dejaba lugar a dudas, pero los labios ligeramente entreabiertos aún conservaban el color creando una falsa apariencia de vida que atrapó sus miradas durante unos segundos eternos, hasta que el doctor San Martín, inclinándose a su lado, rompió el hechizo. Iriarte resumió para el doctor lo que ya le había contado a Amaia, mientras San Martín sacaba de su envoltorio aséptico un bastoncillo de algodón y procedía a retirar el maquillaje graso que alguien había aplicado con muy poca maña sobre el puente de la nariz del bebé.
—Es tan pequeña —dijo el doctor con tristeza. Iriarte y Amaia le miraron sorprendidos. El doctor se dio cuenta y disimuló su abatimiento concentrándose en el trabajo—. Un intento muy chapucero de ocultar una marca de presión, probablemente ejercida contra la piel en el momento en que dejó de respirar y que ahora que las livideces se han asentado resulta perfectamente visible a simple vista. Ayúdenme —pidió San Martín.
—¿Qué va a hacer?
—Tengo que verla entera —respondió con gesto de obviedad.
—Le ruego que no lo haga, ese grupo de ahí es la familia —dijo Iriarte haciendo un gesto hacia la funeraria—, también la madre y la abuela de la niña, y apenas hemos podido contenerlos. Si ven el cadáver del bebé tirado en el suelo pueden volverse locos.
Amaia miró a San Martín y asintió.
—El inspector tiene razón.
—Entonces, hasta que no la tenga en la mesa no podré decirles si existen otras señales que indiquen maltrato. Sean minuciosos procesando el escenario; en una ocasión tuve un caso similar y resultó ser la marca que el botón de la funda de la almohada había dejado en la mejilla del bebé, aunque sí puedo darles un dato que les servirá de ayuda en su búsqueda. —Revolvió en el fondo de su maletín Gladstone y extrajo un pequeño aparato digital que mostró con orgullo—. Es un calibre digital —explicó mientras separaba las uñas metálicas ajustándolas al diámetro de la marca circular en la frente de la niña—. Aquí lo tienen —dijo mostrando la pantalla—, 13,85 milímetros, ése es el diámetro que deben buscar.
Se incorporaron para dejar que los técnicos introdujeran la mochila en una bolsa portacadáveres, y cuando Amaia se dio la vuelta vio que unos pasos más atrás el juez Markina, a quien habría informado San Martín, les había estado observando en silencio. Bajo el paraguas negro y con la escasa luz que se colaba entre las densas nubes, el rostro del juez se veía sombrío, pero aun así pudo percibir el brillo en sus ojos y la intensidad de su mirada cuando la saludó, un gesto que apenas duró un instante pero que fue suficiente para obligarla a volverse nerviosa buscando en los ojos de Iriarte y San Martín la señal inequívoca de que ellos también lo habían notado. San Martín daba órdenes a sus técnicos mientras resumía los datos al secretario judicial apostado a su lado e Iriarte observaba con atención el rumor creciente que pareció recorrer al grupo de familiares, tornándose un segundo después en airados gritos que pedían respuestas mezclados con los redoblados alaridos de dolor de la madre.
—Hay que llevarse a este tipo de aquí ahora mismo —dijo Iriarte haciendo un gesto a uno de los policías.
—Trasládenlo a Pamplona directamente —ordenó Markina.
—En cuanto sea posible, señoría, pediré un furgón a Pamplona y esta tarde lo tendrá allí, pero de momento lo llevaremos a la comisaría. Nos vemos allí. —Iriarte se despidió de Amaia.
Ella asintió, saludó con un breve gesto a Markina al pasar por su lado y se dirigió al coche.
—Inspectora… ¿Puede esperar un minuto?
Ella se detuvo y se volvió hacia él, pero fue el juez el que avanzó hasta cubrirla con su paraguas.
—¿Por qué no me ha llamado? —No era un reproche, ni siquiera era del todo una pregunta, su tono tenía la seducción de una invitación y la frescura del juego.
El abrigo gris oscuro sobre un traje del mismo tono, la camisa blanca impecable y una corbata oscura, poco habitual en él, le daban un aspecto serio y elegante que se encargaba de mitigar el flequillo que le caía de lado sobre la frente y la barba de dos días que llevaba con estudiado descuido. Bajo el diámetro del paraguas, su ámbito de influencia parecía multiplicarse, y el caro perfume que emanaba desde la tibieza de su piel y el brillo casi febril de sus ojos la atraparon en una de aquellas sonrisas suyas.
Jonan Etxaide se situó a su lado.
—Jefa, los coches van llenos. ¿Me sube a comisaría?
—Claro, Jonan —respondió azorada—. Señoría, si nos disculpa. —Se despidió y echó a andar junto al subinspector Etxaide hacia el coche. Ella no lo hizo, pero Etxaide se volvió una vez a mirar, y Markina, que seguía parado en el mismo lugar, le respondió con un saludo.