17

El invierno regresó con fuerza tras el respiro de las últimas horas. Mientras caminaba por las calles desiertas de Elizondo, el viento helado proveniente del norte le hizo lamentar no haber cogido sus guantes y su bufanda; se levantó el cuello del abrigo y, cerrándolo en torno a su garganta con las manos, apuró el paso hasta llegar a la casa de Elena Ochoa. Llamó a la puerta y esperó temblando, sacudida por los envites cada vez más fuertes del aire. El novio de la chica abrió, pero no la invitó a pasar.

—Está agotada —explicó—. Se ha tomado una pastilla y ha comenzado a adormilarse.

—Lo comprendo —justificó Amaia—. Es un golpe muy duro…

Él le tendió un sobre blanco y alargado. Amaia observó que no había sido abierto y que en el frontal figuraba su nombre. Lo tomó y lo guardó en el bolsillo de su abrigo observando el alivio del chico al verlo desaparecer.

—Os mantendré informados.

—Si es lo obvio, ahórreselo, ya ha sufrido bastante.

Caminó hacia la curva del río atraída por las luces anaranjadas de la plaza que en medio de la noche gélida aportaban una sensación de falso calor; luego rebasó la fuente de las lamias, que sólo volvía a serlo bajo la lluvia, y se detuvo en la esquina del ayuntamiento para tocar brevemente la superficie suave de la botil harri con una mano mientras con la otra aprisionaba el sobre que viajaba en su bolsillo y del que se desprendía una desagradable tibieza, como si el papel contuviese las últimas trazas de vida de su autora.

El viento barría la superficie de la plaza haciendo imposible pensar siquiera en detenerse allí. Caminó por Jaime Urrutia parándose bajo cada punto de luz mientras tomaba conciencia de pronto de que estaba buscando un lugar para leer aquella carta, de que no quería leerla en casa y de que no podía esperar. Rebasó el puente, donde el fragor del viento competía con el ruido de la presa, y al llegar frente al Trinquete giró a la derecha para ir al único lugar donde en aquel momento podría estar sola. Palpó en su bolsillo la suavidad del cordel de nailon con el que su padre había sujetado aquella llave tantos años atrás y la deslizó en la cerradura del almacén. La llave se trabó a medio camino. Volvió a probar, aunque era evidente que la cerradura había sido sustituida. A la vez sorprendida y satisfecha por la iniciativa de Ros, guardó la llave inservible y acarició de nuevo el sobre, que como un ser vivo parecía clamar en su bolsillo. Acelerando el paso y luchando contra el viento, casi corrió hasta la casa de la tía, pero no entró. En lugar de ello, se dirigió a su coche, se sentó en el interior y encendió la luz.

Lo saben, le dije que se enterarían. Siempre tengo cuidado, aunque ya se lo dije: nadie puede protegerte de ellos, de algún modo me lo han hecho llegar, y ahora lo tengo dentro, siento que ha comenzado a morderme las entrañas. Tonta de mí, creí que era un ardor de estómago, pero pasan las horas y sé lo que está ocurriendo, me está devorando, va a matarme, va a acabar conmigo, así que ya no tiene sentido ocultarlo más.

La casa es un viejo caserío destartalado, las paredes de color galleta y el tejado oscuro. Hace muchos años que no voy por allí, pero siempre tenían los portillos entrecerrados. Está en la carretera de Orabidea, en medio de la única pradera plana que debe de haber en toda la región, no hay árboles, nada crece a su alrededor, resulta invisible desde arriba, la reconocerá porque surge de pronto ante los ojos cuando se tuerce el camino.

Es una casa negra, no me refiero al color de sus paredes, sino a lo que hay en su interior. Sé que es inútil pedirle que no vaya, que no la busque, porque si es usted quien dice ser, si sobrevivió al destino que ellos le tenían preparado, dará igual que usted no los busque, ellos la encontrarán.

Que Dios la ayude.

Elena Ochoa.

El sonido estrepitoso e incongruente del teléfono móvil en aquel pequeño espacio cerrado la sobresaltó, provocando que la carta de Elena Ochoa cayese de entre sus manos y fuera a parar a los pedales del coche. Alterada y confusa, respondió a la llamada mientras se inclinaba hacia adelante para intentar recuperar el pliego de papel.

La voz del inspector Iriarte delataba el cansancio de las horas sumadas en una jornada que había comenzado muy temprano. Amaia consultó la hora en su reloj, más de las once, mientras admitía mentalmente que se había olvidado de Iriarte por completo.

—Acabamos de terminar con la autopsia de Elena Ochoa… Le doy mi palabra, inspectora, de que es lo más impresionante que he visto en mi vida. —Hizo una pausa en la que Amaia le oyó coger aire profundamente y soltarlo muy despacio—. San Martín ha decretado suicidio por ingestión de objetos cortantes, y, créame, si para mí ha sido turbador, para él ha tenido que ser muy confuso, pero ¿qué otra cosa iba a poner?… —argumentó soltando una risita nerviosa.

La amenaza de una horrible migraña le golpeó la cabeza con dos fuertes latidos. Sintió frío y de alguna forma supo que sus sensaciones estaban directamente conectadas con el contenido de aquella carta y con los silencios comprendidos entre los titubeos del inspector Iriarte.

—Explíquemelo, inspector —rogó con firmeza.

—Bueno, ya vio la cantidad de cáscaras de nuez que había en el vómito; en el estómago quedaban algunas, pero los intestinos estaban llenos…

—Comprendo.

—No, inspectora, no me ha comprendido, estaban literalmente embutidos de cáscaras de nuez, como si para meterlas allí hubieran usado una máquina de hacer chorizos. Repletos hasta reventarse en algunas zonas, el entramado hecho trizas, parecía rellenado a la fuerza, había partes en las que el tejido de la tripa no había resistido, perforándose por completo, clavándose en la pared intestinal, llegando incluso a los órganos que lo rodeaban.

Amaia sintió cómo la migraña atenazaba su cabeza ya, como un casco de acero que alguien estuviera remachando a martillazos desde el exterior.

Iriarte tomó aire antes de continuar.

—Siete metros de intestino delgado y un metro y medio más de intestino grueso llenos hasta reventar de cáscaras de nuez hasta tal punto que habían doblado su tamaño. Al doctor le ha extrañado que la pared intestinal haya resistido sin rasgarse totalmente. Nunca en mi vida he visto nada igual, ¿y sabe qué es lo más curioso? Ni un trozo de fruto, no hay nueces, sólo cáscaras.

—¿Qué ha dicho San Martín? ¿Hay algún modo de que se las hubieran podido implantar o embutir?

Iriarte resopló.

—No estando viva. La sensibilidad del intestino es muy alta, el dolor la habría enloquecido, seguramente la habría matado. Tengo algunas fotos. San Martín se ha quedado preparando el informe de la autopsia, supongo que lo tendrá a primera hora. Y ahora me voy a casa, aunque no creo que pueda dormir —añadió.

Amaia estaba segura de que, como Iriarte, ella tampoco conseguiría dormir; tomó un par de calmantes y se acostó junto a James e Ibai, dejando que la cadenciosa respiración de su familia le aportase la paz que tanto necesitaba. Dejó pasar las horas con la atención repartida entre un libro en el que fue incapaz de concentrarse y el hueco oscuro de la ventana, cuyos portillos seguían abiertos para poder vislumbrar, desde su posición en la cama, las primeras luces del alba.

No supo que por fin le había entrado el sueño, aunque fue consciente de haber estado durmiendo cuando ella llegó. No la oyó entrar, no escuchó sus pasos ni su respiración. La olió; el olor de su piel, de su pelo, de su aliento estaban grabados en su memoria a cincel. Un olor que constituía una alarma, el rastro de su enemiga, de su asesina. Sintió la desesperación del miedo mientras maldecía su torpeza por haberse distraído, por haber dejado que se acercara tanto, porque si podía olerla era que estaba demasiado cerca. Una niña muy pequeña rezaba al dios de las víctimas clamando piedad y alternando su ruego con la orden que jamás debía ser contravenida y que gritaba en su cerebro, no abras los ojos, no abras los ojos, no abras los ojos, no abras los ojos, no abras los ojos. Gritó, y su grito no fue de terror sino de rabia, y no procedía de la niña sino de la mujer, no puedes hacerme daño, ya no puedes hacerme daño. Y entonces abrió los ojos. Rosario estaba allí, inclinada sobre su cama y a escasos centímetros de su cara; la proximidad desenfocaba su rostro; sus ojos, su nariz y su boca llenaban su espacio de visión. El frío que traía prendido en la ropa erizó la piel de Amaia, mientras el rictus sonriente de su boca se alargó hasta ser como un corte en el rostro; los ojos ávidos la escrutaban divertidos ante su horror. Intentó gritar, pero de su garganta ahora no brotó más que el aire caliente que empujaba desde los pulmones con todas sus fuerzas pero que nacía huero en su boca. Intentó moverse y comprobó aterrorizada que era imposible, sus miembros parecían pesar toneladas y permanecían inmóviles, sepultados por su propio peso en el mullido colchón. La sonrisa de Rosario se agrandó, a la vez que se endurecía mientras se inclinaba un poco más, hasta que las puntas de sus cabellos rozaron el rostro de Amaia. Cerró los ojos y gritó todo lo que pudo. Esta vez, el aire volvió a salir impelido con fuerza y, aunque no se tradujo en el grito que ella lanzaba desde el inframundo, la mujer que dormía sobre la cama llegó a susurrar una palabra: «no». Fue suficiente para despertarla.

Completamente cubierta de sudor, se sentó en la cama apartando a manotazos el pañuelo que cubría la tulipa de la lámpara para tamizar su luz. Un rápido vistazo alrededor para comprobar que James e Ibai dormían y uno más hacia lo alto del armario, donde como cada noche descansaba su pistola. No había nadie en la habitación, lo había sabido en el mismo segundo en que despertaba, pero las sensaciones vividas durante el sueño seguían presentes, el corazón desbocado, los miembros anquilosados, la musculatura dolorida por la pugna mantenida por liberarse. Y su olor. Esperó un par de minutos mientras su respiración se regularizaba y salió de la cama a trompicones. Recuperó su pistola, cogió ropa limpia y se dirigió a la ducha para quitarse de la piel la odiosa impresión de ese olor.