9

La escasa luz y el cielo cubierto de nubes oscuras que cubría Pamplona, que se había ganado el ser rebautizada por sus pobladores como Mordor, fueron sustituidos en Baztán por otro cielo más claro y difuminado, por una suerte de neblina brillante que hería los ojos al mirar al cielo y embellecía el paisaje con una extraña luz que, sin embargo, no permitía avistar a lo lejos. La comisaría de Elizondo se veía inusitadamente tranquila en comparación con el día anterior, y cuando bajó del coche observó que el silencio se había extendido como una manta sobre el valle permitiendo, desde aquel punto alto, escuchar el rumor del río en Txokoto, que apenas llegaba a ver desde allí, escondido tras las piedras centenarias de las casas de Elizondo. Volvió la mirada hacia el interior del despacho: media docena de fotos de la cuna, del oso, del cadáver asomando desde el interior de la mochila en la que Valentín Esparza se lo llevaba y del ataúd vacío del que había robado el cuerpo de su hija, y el informe del forense abierto sobre su mesa. San Martín confirmaba la asfixia como causa de la muerte de la niña. La forma y medidas de la nariz del oso encajaban perfectamente con la marca de presión que la pequeña tenía en la frente, y las fibras blancas halladas en la comisura de sus labios pertenecían al muñeco. Los rastros de saliva que aparecían en el rostro del bebé y en el pelo del muñeco correspondían a la propia niña y a Valentín Esparza, y el penetrante y nauseabundo olor que despedía el muñeco se originaban en el tercer rastro, del que todavía no se había establecido el origen.

—No es definitivo —explicó Montes—. El padre siempre puede decir que besó al bebé cuando se despidió de ella al dejarla en casa de la suegra.

—Cuando San Martín me confirmó que había saliva, pregunté a la abuela si había bañado a la niña, y me contestó que sí; lo hizo antes de acostarla. De haber tenido algún rastro de saliva de sus padres, el baño la habría borrado —explicó Amaia.

—Un abogado diría que en algún momento besó al muñeco con el que fue asfixiada, y que la saliva llegó a la piel de la niña por transferencia —dijo Iriarte.

Zabalza alzó una ceja extrañado.

—¿Qué? No es tan extraño —se justificó Iriarte buscando apoyo en Amaia—. Cuando eran más pequeños, mis hijos me obligaban a besar a todos sus muñecos.

—Esta niña tenía cuatro meses, no creo que le pidiera a su padre que besara al osito, y Esparza no encaja con la clase de tipo que hace esas cosas. La abuela declaró que rara vez subía a la planta superior, que aquel día se quedó en la cocina tomando una cerveza y que fue su hija la que la acompañó arriba a instalar al bebé —dijo Amaia tomando una de las fotos en la mano para verla con más cuidado.

—Yo tengo algo —dijo Zabalza—. He trabajado con las imágenes grabadas en las celdas; por más que aumentaba el sonido resultaba inaudible, pero como se veía bastante bien se me ocurrió que quizá alguien pudiese leerle los labios y se las mandé a un amigo que trabaja en la ONCE. No tiene ninguna duda, lo que dijo Esparza es: «La entregué a Inguma, como tantos otros sacrificios». He buscado Inguma en el sistema, no aparece nadie con ese nombre o ese alias.

—¿Inguma?, ¿está seguro? —preguntó Amaia, sorprendida.

—Dice que sí, que no hay duda, «Inguma».

—Es curioso, la bisabuela de la niña me contó que Inguma es un demonio de la noche, una criatura que se cuela en las habitaciones de los durmientes, se sienta sobre su pecho y los asfixia robándoles el aliento —dijo dirigiéndose sobre todo a Etxaide—. Afirmó también que él había matado a la niña.

—Vaya, es una de las criaturas más antiguas y oscuras de la mitología tradicional, un genio maléfico que aparece de noche en las casas cuando sus moradores se hallan dormidos, estrangula sus cuellos dificultándoles la respiración y causándoles una increíble angustia; se le considera causante de horribles pesadillas, ahogos nocturnos y lo que ahora se conoce como apnea del sueño, un período en el que el durmiente deja de respirar sin causa aparente y vuelve a hacerlo en algunos casos a los pocos segundos, y en otros se prolonga hasta causarles la muerte. Se suele dar entre fumadores y personas muy corpulentas. Una curiosidad es que se solía contar que era muy peligroso dormir con las ventanas abiertas porque entonces Inguma podía entrar con toda facilidad; precisamente, estas personas con problemas respiratorios cerraban puertas y ventanas para impedir su entrada, tapando hasta las pequeñas rendijas, pues se decía que podía colarse por el más mínimo resquicio; por supuesto, se le consideraba causante de la muerte súbita de los lactantes mientras dormían. Se solía recitar una fórmula mágica antes de dormir para protegerse de este demonio, decía algo así como: «Inguma, no te temo»; empezar así era muy importante, como con las brujas, estableciendo de antemano que aunque se creía en ellas no se les tenía miedo. Y continuaba:

Inguma, no te temo.

A Dios, a madre María tomó por protectores.

En el cielo estrellas, en la tierra hierbas,

en la costa arenas, hasta haberlas contado todas, no te me presentes.

»Es una preciosa fórmula de sometimiento, en la que se obliga al demonio a realizar un ritual que le llevará una eternidad cumplir, muy parecida a la de la eguzkilore para las brujas, que deben contar todos sus pinchos antes de poder entrar en la casa, de modo que amanece antes de que puedan cumplirlo y deben correr a esconderse. Me llama la atención porque este demonio es uno de los espíritus de la noche menos estudiados y que aparece con exactas características en otras culturas.

—Me gustaría ver cómo le explica al juez que un demonio mató a su hija —dijo Montes.

—No admite haberla matado, pero tampoco lo niega, más bien puntualiza que la entregó —explicó Iriarte.

—«Como tantos otros sacrificios» —añadió Zabalza—. ¿Qué insinúa con eso, que quizá ya lo había hecho antes?

—Bueno, en este momento lo tiene difícil para cargarle su crimen a un demonio; esta mañana me he dado una vuelta por su domicilio y he tenido la suerte de encontrarme con una vecina que había estado mirando la tele hasta tarde y «casualmente» se asomó a la ventana cuando oyó el coche de la pareja que llegaba de la cena aquella noche. Y volvió a oírlo veinte minutos después, cosa que le llamó la atención. Me explicó que pensó que la niña podía estar malita, y estuvo atenta hasta oír el coche de nuevo veinticinco minutos más tarde. Miró por la mirilla de su puerta, «no con la intención de espiar», sólo para saber si la niña estaba bien, y vio que el marido regresaba solo.

Iriarte se encogió de hombros.

—Pues ya lo tenemos.

Amaia estuvo de acuerdo.

—Todo apunta a que lo hizo solo, pero hay tres cosas que no están claras, el nauseabundo rastro oloroso del osito, la obsesión con que el cuerpo no se incinere y el «como tantos otros sacrificios». Por cierto —dijo mostrándoles la foto que había sostenido en la mano—, ¿hay algo dentro del ataúd o es un efecto de la imagen?

—Sí —explicó Iriarte—. Con el revuelo inicial no nos dimos cuenta, pero el encargado de la funeraria nos advirtió. Parece que Esparza colocó en el interior del ataúd tres paquetes de azúcar que cubrió con una toalla blanca, a simple vista parece el fondo acolchado del cajón. Lo haría con intención de que nadie notase la diferencia de peso al levantar la caja.

—Está bien —dijo Amaia dejando la foto junto a las otras—. Continuaremos atentos por si el análisis del tercer rastro abre una nueva línea; quizá recogió a alguien por el camino. Buen trabajo —añadió, dando por terminada la reunión. Jonan se rezagó un poco.

—¿Va todo bien, jefa?

Le miró intentando aparentar una calma que no tenía. ¿A quién pretendía mentir? Jonan la conocía casi tan bien como ella misma, pero de igual modo sabía que no siempre se puede contar todo. Le lanzó un señuelo cargado de sinceridad para evitar el tema que no quería tocar.

—Mi hermana Flora está en Elizondo y se empeña en organizar un funeral para nuestra madre; la sola idea me saca de quicio, y para colmo el resto de mi familia parece estar de acuerdo, incluido James. Por más que he tratado de explicarles por qué creo que sigue viva, no he podido convencerles y sólo he conseguido que me reprochen no dejarles cerrar este episodio de sus vidas.

—Si le sirve de algo, yo tampoco creo que cayese al río.

Ella le miró y suspiró.

—Claro que me sirve, Jonan, me sirve de mucho… Eres un buen policía, confío en tu instinto, y supone para mí un enorme apoyo saber que estás de acuerdo conmigo en contra de tantas opiniones.

Jonan asintió lentamente, aunque sin convencimiento, mientras rodeaba la mesa para agrupar todas las fotos.

—Jefa, ¿quiere que la acompañe?

—Me voy a casa, Jonan —respondió ella.

Él sonrió antes de salir del despacho dejando en ella la familiar sensación de no haber conseguido engañar a alguien que la conocía demasiado bien.

Bajó con el coche hacia Txokoto, pasó junto a Juanitaenea y vio los palés de material de obra agrupados frente a la puerta de la casa, aunque no se observaba ni rastro de actividad. Al pasar por el barrio pensó en la posibilidad de parar en el obrador, pero lo descartó; tenía demasiadas cosas en la cabeza y no le apetecía una conversación con Ros para volver sobre el tema del funeral. En lugar de eso, atravesó el puente de Giltxaurdi y condujo hasta el antiguo mercado, donde aparcó. Desanduvo el camino deteniéndose indecisa ante las puertas que daban a la fachada y que le parecieron todas iguales. Al fin se decidió por una y sonrió aliviada cuando Elena Ochoa abrió la puerta.

—¿Podemos hablar? —preguntó a la mujer.

Como respuesta, ella la tomó del brazo y tiró de ella con fuerza hacia el interior de la casa, después se asomó y miró a ambos lados de la calle. Como en la ocasión anterior, la condujo hasta la cocina y sin mediar palabra comenzó a preparar un par de tazas de café, que dispuso sobre una bandeja de plástico cubierta con papel de cocina a modo de mantel. Amaia agradeció el silencio. Cada minuto invertido en preparar el café con su repetitivo ritual los dedicó a ordenar los impulsos, pues apenas podía llamarlos pensamientos o ideas, que la habían llevado hasta allí. Resonaban en su cabeza como el eco de un golpe, y las imágenes que se repetían cadenciosas se mezclaban con otras guardadas en su memoria. Había ido a por respuestas, pero no estaba segura de tener las preguntas. «Tendrás todas las respuestas si sabes formular todas las preguntas», podía oír la voz de tía Engrasi, pero ella sólo tenía un pequeño ataúd blanco vacío en el que alguien había sustituido un cuerpo por unos paquetes de azúcar, y una palabra, «sacrificio»; y ambas cosas mezcladas constituían una ominosa combinación.

Observó que la mujer hacía esfuerzos por dominar el temblor de sus manos mientras servía el azúcar en la taza. Comenzó a remover el brebaje, pero el tintineo de la cuchara contra la porcelana pareció exasperarla sobremanera; se detuvo de pronto y arrojó la cuchara sobre la bandeja.

—Perdóneme, estoy muy nerviosa. Dígame qué quiere y terminemos de una vez.

La cortesía de Baztán. Aquella mujer no quería hablar con ella, no la quería en su casa, respiraría aliviada cuando la viese salir por la puerta, pero era sagrado ofrecerle un café o algo para comer, y lo haría. Era una de aquellas mujeres que hacían lo que hay que hacer. Avalada por este convencimiento, tomó en sus manos el café que no llegaría a probar y habló.

—En mi anterior visita le pregunté si creía que el grupo había llegado a realizar un sacrificio humano…

La mujer comenzó a temblar visiblemente.

—Por favor… Tiene que irse, no puedo decirle nada.

—Elena, tiene que ayudarme. Mi madre está libre por ahí; tengo que encontrar esa casa, sé que allí obtendría respuestas.

—No puedo decírselo, me matarían.

—¿Quiénes?

Ella negó apretando los labios.

—Le daré protección —dijo Amaia dirigiendo una disimulada mirada a la virgencilla ante la que ardía una velita; a su lado, un par de estampas de Cristo y un manoseado rosario envolvía con sus cuentas la base de la vela.

—Usted no puede protegerme de eso.

—¿Cree que hubo un sacrificio?

Elena se puso en pie, arrojó el café al fregadero y se dedicó a lavar la taza dando la espalda a Amaia.

—No, no lo creo. La prueba es que usted está aquí y entonces la única mujer embarazada del grupo era Rosario. He dado las gracias mil veces porque no hicieran nada, quizá era sólo palabrería para impresionarnos, quizá sólo querían someternos con el miedo o parecer más peligrosos o poderosos…

Amaia miró a su alrededor en aquella casa llena de objetos protectores; una pobre mujer teorizaba, esperanzada de que las cosas fueran como ella deseaba, aunque la desesperación en sus gestos dejaba traslucir que en el fondo no creía lo que decía.

—Elena, míreme —ordenó.

La mujer cerró el grifo, dejó la esponja y se volvió para mirarla.

—Nací junto a otra niña, una hermana gemela que murió oficialmente de muerte de cuna.

La mujer levantó las manos enrojecidas por el frío del agua y se las llevó al rostro crispado, que quedó arrasado por el llanto y el miedo mientras preguntaba:

—¿Dónde está enterrada? ¿Dónde está enterrada?

Amaia negó con la cabeza viendo cómo la mujer se crispaba a medida que le explicaba:

—No lo sabemos, localicé la tumba, pero el ataúd estaba vacío.

Un horrible gemido surgió de las entrañas de aquella pequeña mujer, que se abalanzó sobre Amaia; ésta, sorprendida, se puso en pie.

—¡Váyase de mi casa! ¡Váyase de mi casa y no vuelva nunca! —gritó empujándola hacia el pasillo—. ¡Fuera! ¡Váyase!

—¿Qué obtenían con el sacrificio? ¿Qué hacían con los cuerpos? —preguntó mientras la mujer le cerraba el paso para obligarla a avanzar.

Amaia abrió la puerta y se volvió para rogarle.

—Sólo dígame dónde está la casa.

La puerta se cerró ante ella, aunque desde el interior le siguieron llegando amortiguados los sollozos de la mujer.

Casi instintivamente sacó su teléfono del bolsillo y marcó el número del agente Dupree. Caminó hacia su coche sosteniendo el aparato pegado a su oreja con fuerza, en un intento de captar la mínima señal de actividad al otro lado de la línea. Iba a desistir cuando un crujido delató la presencia de Dupree. Sabía que era él, el viejo y querido amigo que tan importante había llegado a ser en su vida, pese a la distancia, pero lo que oyó a través del teléfono erizó todos los pelos en su nuca y le hizo jadear de puro miedo. Un rumor de cánticos fúnebres y repetitivos se oía de fondo; el eco que producían las voces indicaba un lugar enorme en el que alcanzaban una sonoridad propia de una catedral. Había algo oscuro y tétrico en el modo en que recitaban una y otra vez tres palabras desprovistas de tono y que hablaban de amenaza y muerte. Sin embargo, fue el claro y angustioso grito de una criatura moribunda lo que le provocó absoluto pavor. La agonía de aquel ser se prolongó durante varios segundos en los que su voz lastimera se fue perdiendo, supuso que porque Dupree se alejaba de él.

Cuando por fin habló, la voz del hombre delataba tanta angustia como la que ella misma sentía.

—No vuelva a llamarme, no vuelva a llamarme, yo lo haré. —La conexión quedó interrumpida y Amaia se sintió tan pequeña y tan lejos de él que hubiera querido gritar.

Aún sostenía el teléfono cuando éste volvió a sonar. Leyó la pantalla con una mezcla de esperanza y pánico. Distinguió los números de identificación de las oficinas del FBI y la cálida voz del agente Johnson, que la saludó desde Virginia. Las convocatorias para los cursos de intercambio en Quantico acababan de publicarse, y desde el área de estudio de la conducta criminal esperaban poder contar con ella. En aquel mismo instante harían la solicitud a su comisaría. Hasta aquí una conversación formal como las que en anteriores ocasiones siempre había mantenido con funcionarios administrativos; el hecho de que la llamada se produjese apenas dos minutos después de hablar con Dupree no le pasaba inadvertido, pero fue lo que el agente Johnson dijo inmediatamente después lo que le confirmó que sus llamadas estaban siendo escuchadas.

—Inspectora, ¿ha tenido algún tipo de contacto con el agente especial Dupree?

Amaia se mordió el labio inferior conteniendo su respuesta mientras repasaba la conversación mantenida apenas un mes atrás con el agente Johnson y en la que él le había advertido de que para cualquier aspecto relativo a Dupree evitase la línea oficial y le llamase a un número particular que él le facilitó. Pensó en que cuando conseguía hablar con Dupree, su voz le llegaba lejana y plagada de ecos; las llamadas se cortaban e incluso había llegado a desaparecer de la pantalla la información de su origen, como si nunca se hubiesen producido. Y a eso había que añadir el aviso recibido desde la oficina central del FBI, cuando Jonan las rastreó y localizó su origen en Baton Rouge, Luisiana. Además, Johnson planteaba la pregunta como si no recordase que en esa conversación ella le había dicho que Dupree siempre contestaba a sus llamadas. De cualquier modo, si se habían puesto en contacto con ella en ese momento era porque sabían que acababa de hablar con él, y comunicarle su aceptación en los cursos no era más que una mera excusa.

—No demasiado a menudo, pero de vez en cuando le llamo para saludarle, como a usted —dijo sin darle importancia.

—¿Le ha hablado el agente Dupree del caso en el que trabaja?

Las preguntas parecían sacadas de un cuestionario de asuntos internos.

—No, ni siquiera sabía que estuviese con un nuevo caso.

—Si el agente Dupree se pone de nuevo en contacto con usted, ¿querrá comunicárnoslo?

—Me está preocupando, agente Johnson, ¿ocurre algo?

—Nada grave, en los últimos días nos ha costado un poco dar con el agente Dupree. Es una cuestión rutinaria, seguramente se han complicado un poco las cosas y por seguridad ha preferido no contactar, pero no tiene que preocuparse, inspectora. Eso sí, le agradeceremos que si Dupree la llama nos lo comunique de inmediato.

—Así lo haré, agente Johnson.

—Muchas gracias, inspectora, esperamos verla pronto por aquí.

Colgó el aparato y esperó diez minutos más, inmóvil dentro del coche, a que el teléfono volviese a sonar. Cuando lo hizo, vio en su pantalla el número que tenía identificado como particular de Johnson.

—¿A qué ha venido todo eso?

—Ya le dije que Dupree tiene su propio modo de hacer las cosas. Hace tiempo que no informa, esto no es raro, usted lo sabe; cuando se trabaja como infiltrado, encontrar el momento oportuno para ponerse en contacto puede ser complicado, pero el tiempo transcurrido unido a la actitud un tanto irreverente del agente Dupree les hace sospechar de la seguridad de su identidad.

—¿Creen que puede haber sido descubierto?

—Ésa es la versión oficial, pero sospechan que ha sido captado.

—¿Y usted qué opina? —dijo tanteando el terreno en el que se movían mientras se preguntaba hasta qué punto podía fiarse de Johnson, cómo podía estar segura de que la segunda llamada no estaba siendo grabada igual que la primera.

—Creo que Dupree sabe lo que hace.

—Yo también lo creo —afirmó ella con toda la fuerza de la que fue capaz, aunque en su cabeza volvían a resonar los fabulosos gritos que había escuchado cuando Dupree descolgó el teléfono.