18
Comenzó a buscar la casa antes del amanecer. Había desayunado un café, que se bebió de pie, apoyada contra la mesa de la cocina, y sin quitar los ojos de la ventana, donde el cielo oscuro de Baztán aún no daba señales de un nuevo día.
Condujo por la carretera desde Elizondo hacia Oronoz-Mugaire y tomó el desvío a Orabidea, uno de los lugares menos transitados del valle, en el que el tiempo parecía haberse detenido manteniendo intactos campos, caseríos y todo el encanto y la potencia natural de un paraje tan hermoso como feroz. Los caseríos distaban varios kilómetros unos de otros y a algunos todavía no había llegado la electricidad. Durante la primavera pasada, James la había convencido para visitar Infernuko Errota (el Molino del Infierno), uno de los lugares más mágicos y especiales de Baztán. A unos quince kilómetros por aquella carretera se llegaba hasta Etxebertzeko Borda, y desde allí partía el camino, que sólo podía hacerse a pie o montado sobre los lomos de un burro, como probablemente lo habrían hecho muchas veces los que se aventuraban en plena noche a llegar al molino que daba nombre al lugar, oculto entre la espesura. El Molino del Infierno, edificado en la época carlista, fue vital para la supervivencia de los soldados que se echaron al monte durante las guerras. Construido sobre tres troncos que cruzaban el río y con paredes de madera, en los tiempos de racionamiento, las gentes de Baztán llegaban hasta allí durante la noche con sus burros cargados de grano para molerlo clandestinamente y obtener la harina con la que alimentar a sus familias. La belleza bucólica del camino debía de ser pura incertidumbre y peligro al anochecer, cuando caminar en la oscura noche de Baztán guiando a un animal por aquellos senderos estrechos y resbaladizos debido a la humedad del río y llegar hasta el molino resultaría un auténtico descenso a los infiernos. Seguramente por esto se había ganado el nombre de Molino del Infierno. En Baztán siempre se ha encontrado la manera de hacer lo que hay que hacer.
Fuera de aquella ruta sólo conocía el campo de tiro y sus alrededores en Bagordi. Apagó el navegador del coche, que, inservible en aquel paraje, calculaba y recalculaba la posición tras perder cada pocos segundos la señal del satélite. Condujo por la pendiente ascendente deteniéndose a ratos para consultar el mapa abierto sobre el asiento del copiloto, en el que se veían señalados los principales caminos, pero que no era de gran ayuda en cuanto a las numerosas bordas que aparecían y que no constaban en los registros de construcciones oficiales. Las escuetas indicaciones que le había proporcionado Elena eran tan vagas que ni siquiera le daban una pista de si la casa podía encontrarse en una zona ascendente o descendente; sólo el detalle de la inmensa pradera plana que rodeaba la finca parecía distintivo; aun así, no descartó ni los caseríos en los que era evidente que el terreno no era plano, penetrando con su coche hasta donde la carretera se tornaba pista, ni las pequeñas bordas, construidas originalmente para caballos u ovejas, que en los últimos años habían sido restauradas como casas habitables. Saludó con la mano a algunos caseros que le salían al encuentro, fingiéndose perdida del camino principal o despistada y soportando las miradas cargadas de burla de los hombres y los ladridos roncos de los perros pastores que, enfebrecidos, perseguían las ruedas del coche.
Hacia las diez de la mañana detuvo el vehículo para estirar las piernas, marcar sobre el mapa nuevas cruces sobre los lugares que ya había visitado y descartado, y para tomar un poco de café, que había tenido la precaución de llevar en un viejo termo que recordaba haber visto en casa de Engrasi desde que era pequeña y cuya tapa hacía las veces de taza. La sostuvo entre las manos bebiendo pequeños sorbos y admirando el paisaje apoyada en el maletero del coche. La bebida dulce y caliente le arrancó un escalofrío que le trajo intacto el recuerdo del sueño de aquella noche. ¿Terror nocturno o una señal inequívoca de alarma que no debía ser despreciada? ¿Qué habría dicho sobre esto el agente Dupree? ¿Información que el cerebro procesaba de otro modo y nos llegaba a través de los sueños, o una pesadilla, reminiscencia del terror auténtico que vivió en su infancia? Sacó de su bolsillo el teléfono, sabiendo que no iba a llamarle, pues con Dupree las llamadas tenían que esperar a que se pusiese el sol; aun así, miró la pantalla y volvió a guardarlo al comprobar que no había cobertura y darse cuenta de que no había recibido ni una sola llamada durante toda la mañana.
—La naturaleza nos protege —susurró, mirando alrededor y apreciando la belleza de las altas copas de los árboles que formaban a ambos lados del camino una barrera natural y umbría en la que, a pesar de que aún faltaban días para que entrase la primavera, apenas llegaba a penetrar la luz. Amaia tomó conciencia de la poderosa energía del bosque atravesado por la carretera, que, lejos de partirlo en dos, actuaba como un certero canal linfático por donde la potencia del monte fluía como en un río invisible.
No necesitaba hablar con Dupree para saber lo que diría, para saber que cuando una alarma se dispara no debe hacérsele oídos sordos. Era policía, una investigadora entrenada, y en los últimos tiempos había aprendido que el contraste entre lo racional y lo irracional, la metodología policial y las viejas tradiciones, el análisis minucioso y lo puramente intuitivo formaban parte del mismo mundo, y que una interacción entre ambos posicionamientos frente a la realidad podía ser muy fructífera para el investigador. Le daba igual que su hermana organizase una docena de funerales por el alma inmortal de Rosario; era cierto que no podía asegurarlo, pero presentía que el alma de su madre seguía morando en su cuerpo, que la amenaza que había pendido sobre su cabeza desde la infancia continuaba intacta y era real, como las palabras que Berasategui le había adjudicado. Lo sentía en las tripas, en la piel, en el corazón y en un cerebro que mientras dormía le mandaba aquellos terroríficos mensajes. Recordó cómo la sensación del sueño se había prolongado varios minutos, y que cuando despertó aún sentía el dolor en sus miembros, la tensión por haber estado inmovilizada y el rastro de Rosario pegado a la piel, un olor que sólo había podido arrancar tras frotarse vigorosamente con gel de ducha y agua caliente. Sorbió otro trago de café, que al evocar ese olor le produjo una arcada. Asqueada, arrojó el resto del contenido de la taza a unos matorrales mientras recordaba las palabras de Sarasola y se preguntaba si las pesadillas podían matar, si la fuerza de la que están dotados los monstruos que las pueblan podría traspasar la frágil barrera entre los dos mundos y dar caza por fin a sus presas. ¿Qué habría pasado si no llega a despertarse? Lo que llegaba a experimentar en sus pesadillas era tan vívido que parecía real; al igual que los hmong de los que hablaba Sarasola, ella era consciente de haberse dormido, del momento en que su madre llegaba, abría los ojos y podía verla, olerla, y esta vez incluso había sentido el cosquilleo de las puntas del cabello cuando se inclinó sobre su rostro. ¿Cuánto más podría percibir? ¿Lo habría notado si ella hubiera llegado a tocarla? ¿Notaría los labios secos y la lengua húmeda y ávida de su sangre lamiendo su rostro? ¿Podría percibir la fuerza de su boca cuando la aplicase sobre sus labios para robarle el aliento? ¿Podía esa pesadilla beberse su aliento hasta matarla, igual que el legendario Inguma?
Por el rabillo del ojo percibió un leve movimiento a su izquierda, entre la densa vegetación del bosque. Oteó las copas quietas en la altura y descartó que hubiese sido el viento, pero aunque observó la espesura con atención no logró ver nada bajo el umbrío dosel que formaban los árboles. Abrió el maletero del coche para guardar el termo de Engrasi y entonces lo vio de nuevo. Lo que fuese tenía la envergadura suficiente como para agitar las ramas a la altura de un hombre. Cerró el portón del coche y avanzó un par de pasos hacia la linde del bosque. Se detuvo al percibir la forma alargada y oscura que se ocultaba tras el grueso tronco de un haya y que había provocado el suave estremecimiento de las hojas raquíticas que brotaban de los pequeños ejemplares de haya que habían arraigado a los pies de los árboles gigantescos y que estaban, por esta razón, condenados a morir.
Se mantuvo quieta donde estaba, percibiendo el temblor que comenzaba en sus piernas y se extendía por todo el cuerpo. Inconscientemente, verificó la presencia de su pistola en la cintura mientras se recordaba a sí misma que no debía sacarla. El observador se mantenía oculto tras el tronco del árbol. Con el fin de alentarlo a salir, retrocedió un paso y bajó la cabeza dirigiendo su mirada al suelo.
El efecto fue inmediato, los ojos de su observador se posaron sobre ella, pero no lo hicieron como mariposas blancas o ligeros pájaros que liban de las flores. La mirada cruel, feroz y desalmada se clavó en su alma como si acabase de ser asaeteada, y la alarma que la hostilidad latente provocó en ella la desconcertó, haciéndola retroceder un paso más, lo que casi la llevó a perder el equilibrio. Perturbada por sus emociones intentó, sin embargo, sobreponerse mientras escrutaba de nuevo la espesura detectando el rápido movimiento con el que su observador se ocultaba de nuevo. Introdujo su mano bajo el plumífero y con la yema de los dedos llegó a rozar la culata de la Glock, pero casi al instante se reconvino por su gesto, que aun así logró tranquilizarla. Aspiró profundamente recordando que debía mantener la calma. Necesitaba volver a verlo, había añorado tanto su presencia que casi le dolió en el pecho, y la posibilidad de tenerle tan cerca y, a la vez, la certeza de que estaba tan lejos le produjo una intensa frustración por no poder transmitirle cuánto le necesitaba, ni conseguir de nuevo aquella sensación de protección que tanto ansiaba. Avanzó un paso más; si extendía las manos podía tocar los árboles que lindaban con la carretera. Percibió entonces el silencio en el que se había sumido el bosque. Los trinos y aleteos y hasta el rumor callado que siempre podía oírse entre los árboles habían cesado, como si la naturaleza entera contuviese el aliento, esperando. Dio un paso más y notó que la sombra comenzaba lentamente a salir de su escondite. El inexplicable terror que la embargaba se acrecentó cuando de pronto, a su espalda y procedente del otro lado de la carretera, sonó el intenso silbido del guardián del bosque, el basajaun protector que tanto añoraba, alertándola del peligro. Amaia sacó su arma, y la sombra que ella había tomado por el guardián invisible retrocedió, regresando a la oscuridad.
Corrió hasta el coche, arrancó el motor, aceleró levantando parte de la grava suelta de la carretera y condujo a gran velocidad hasta que alcanzó el siguiente grupo de caseríos y detuvo el coche. Sus manos aún temblaban. «Era un jabalí. Era un jabalí y seguramente lo que ha sonado en el otro extremo del bosque sólo era el silbido de un pastor que llamaba a su perro». Movió el espejo retrovisor para verse la cara; los ojos de la mujer que vio reflejados allí no estaban de acuerdo con esa opinión.
Continuó comprobando caminos, sendas y pistas durante el resto de la mañana. Había pasado el mediodía cuando, al retroceder por un camino y frente a una casa que había descartado, vio la pradera. Una extensión de un verde perfecto se extendía por los lados y la parte de atrás de la casa, hasta ahí la coincidencia. La casa, de tejado rojo a dos aguas, no podía tener más de diez años, y mostraba en su parte delantera unas amplias ventanas, un porche de madera y una mesa para diez comensales junto a una barbacoa de factura moderna. Al verla desde la curva entendió por qué ni siquiera había reparado en ella. La casa se encontraba en mitad de la pradera, pero todo el acceso delantero que podía haber anunciado su presencia estaba protegido por un antiguo muro cubierto de vegetación entre la que apenas era visible un buzón de hierro colado que había sido pintado de verde para pasar todavía más inadvertido. Descendió de nuevo por el camino, aparcó a un costado y comprobó que, en efecto, el muro y una valla que se hallaba tras él delimitaban perfectamente la propiedad. Caminó junto a la pared hasta el buzón, en el que aparecían dos apellidos mecanografiados sobre una cartulina: Martínez Bayón. Siguiendo el muro giró a la izquierda para descubrir, tras una empalizada tapizada de enredaderas, una moderna puerta de acceso protegida por un tejadillo de piedra y custodiada por un interfono con vídeo-vigilancia y la placa distintiva de una empresa de seguridad que brillaba incongruente sobre un tronco longitudinal en el que las expertas manos de un artesano habían tallado el nombre de la finca: Argi Beltz. Dos metros más adelante se hallaba el acceso al garaje.
—Argi Beltz —susurró. Luz negra. «Es una casa negra», resonaron en su mente las palabras de Elena Ochoa. Se acercó a la puerta, se situó frente al visor de la cámara y tocó el timbre. Esperó un par de minutos antes de volver a llamar, y aún volvió a hacerlo una vez más antes de desistir; justo cuando se retiraba, estuvo segura de haber oído un pequeño chasquido procedente del interfono, aunque la luz que indicaba que el auricular había sido descolgado seguía apagada. Tuvo la sensación de estar siendo observada y, más que inquietud, el hecho le produjo un gran fastidio. Recorrió de nuevo la extensión del muro hasta su coche, trazó la vuelta del camino y ascendió la colina para poder ver de nuevo, desde la curva, la forma de la finca. Tenía que ser aquélla; como Elena le había indicado, era poco probable que alrededor de otra casa en la zona hubiese una pradera semejante, aunque el aspecto no se correspondía en absoluto con la descripción de Elena. Habían pasado treinta años; quizá alguien compró el terreno y reedificó sobre la vieja casa, aunque puestos a hacer una reforma de cierta importancia también podía ser que el propietario hubiera encargado un gran movimiento de tierras para crear aquella superficie plana, y que aquella casa no fuera la que buscaba. Conduciendo a veinte kilómetros por hora recorrió el camino atenta a cada detalle, y como a un kilómetro más adelante, una inclinación en el terreno y la señal inequívoca de dos perfectos almiares indicaron la presencia de otro caserío. Un cartel tallado en madera señalaba el nombre de la finca: Lau Haizeta («Cuatro Vientos»). Desvió el coche hacia allí y unos metros más adelante lo detuvo ante una cruz de piedra de considerables dimensiones que custodiaba el camino. No le sorprendió: numerosas casas y caseríos en Baztán exhiben estas protecciones en las entradas de las fincas, algunas del tamaño de una persona, otras incluso más grandes. En Arizkun pueden verse casi en la puerta de cada casa, en las de los establos y gallineros, y junto a los eguzkilore que custodian las entradas del caserío. Le llamó la atención que en esa finca no hubiera sólo una, sino hasta seis, que pudo contar mientras dirigía el coche a la entrada principal, defendida por cuatro perros que trotaron junto al vehículo sin ladrar. Enseguida entendió por qué. La dueña de la casa, asomada desde una puerta en la planta baja, observaba su avance con gesto adusto. Esperó a que hubiera bajado del coche antes de acercarse, probablemente para tener tiempo de observarla.
—Buenos días, ¿qué se le ofrece? —preguntó en español.
—Egun on, andrea —saludó Amaia en euskera, notando cómo de inmediato, al reconocer el acento de Baztán, el gesto de la mujer se relajaba—. ¿Podría ayudarme?
—Claro, ¿se ha perdido? ¿Adónde quiere ir?
—Bueno, la verdad es que estoy buscando una casa, pero estoy un poco desorientada. Por las señas podría ser la siguiente finca que hay descendiendo por el camino, aunque las indicaciones que me han dado no encajan; de hecho, busco una casa vieja, y ésa es bastante nueva, así que debo de estar confundida.
El gesto de la mujer se endureció al escucharla.
—No sé nada de ninguna casa, váyase de aquí —le espetó.
Amaia se sorprendió ante el cambio producido en la actitud de la mujer, que sólo unos segundos antes estaba dispuesta a ayudarla y que ahora, con tan sólo la mención de la casa, la echaba de allí como un perro. Cuando buscaba información, siempre evitaba identificarse de entrada como policía; algunas personas, aunque no tuviesen nada que ocultar, se ponían a la defensiva ante la presencia de la placa. Pero en aquel caso vio que no tenía más opción, así que buscó su identificación en el bolsillo interior del plumífero y se la mostró.
El efecto fue automático: la mujer se relajó, asintió aprobatoriamente y preguntó:
—¿Está investigando a esa gente?
Amaia lo pensó. ¿Estaba investigando a aquella gente? Sí, maldita sea, si tenían algo que ver con su madre iba a investigarlos aunque tuviese que perseguirlos hasta el mismo infierno.
—Sí —confirmó.
—¿Tomará un café? —invitó la mujer franqueándole el paso hacia la cocina—. Me gusta recién hecho —explicó mientras manipulaba una pequeña cafetera italiana de dos tazas.
Puso ante Amaia una bandeja de pastas de té y la dejó sola en la cocina mientras ella se dirigía a la planta superior. Regresó enseguida, y cuando lo hizo traía con ella una antigua caja de hojalata de cacao soluble que colocó sobre la mesa. Sirvió los cafés y abrió la caja, que estaba repleta de fotos, entre las que rebuscó hasta hallar una.
—Esta foto tendrá unos cincuenta años. Es de cuando mis padres reconstruyeron la chimenea del caserío, que un rayo había roto durante una tormenta; la foto está tomada desde el tejado y al fondo puede verse la casa por la que usted me pregunta…, claro que entonces no tenía el aspecto que tiene ahora, pero es la misma casa, se lo aseguro.
Amaia tomó la foto que la mujer le tendía. En primer plano, un hombre con ropa de trabajo y txapela posaba en el tejado de la casa junto a una enorme chimenea; justo detrás, aparecía el viejo caserío con paredes que podían ser de color galleta y tejado oscuro en mitad de una pradera plana como la que Elena Ochoa había descrito.
—Creo que puede ser la casa que busco.
La mujer asintió.
—Estoy segura de que es la casa que busca.
—¿Y por qué está tan segura?
—Porque nunca ha habido nada bueno en esa casa, siempre gente rara, siempre mala gente. Yo no les tengo miedo. Ésta es mi tierra y aquí estoy protegida. —Amaia pensó en las grandes cruces que, como centinelas, custodiaban la entrada—. Pero en esa casa han pasado cosas horribles.
»Yo no conocí a la familia propietaria original. Cuando nací, ya llevaba años deshabitada, pero mi amatxi me contó que perteneció a tres hermanos, dos hombres y una mujer. La madre había fallecido muy joven y el padre se había vuelto loco de dolor; no era peligroso, aunque estaba mal de la cabeza, y antes, a los que estaban así, la familia los encerraba en la parte alta de la casa. Los dos hermanos eran muy brutos, trataban muy mal a la hermana y, como era costumbre entonces, no la dejaban casarse para que les hiciera de criada. Pero por lo visto ella conoció a un hombre, un tratante de caballos, y dicen que andaba en amores con él. El caso es que parece que un día él fue a buscarla para llevársela, y dicen que uno de los hermanos le recibió sonriendo en la puerta. «Pasa, ahí la tienes», le dijo mostrándole un barril. Cuando el hombre abrió la cuba, vio el cuerpo hecho trocitos de su novia. Se armó una gran pelea entre los tres, pero el de los caballos tenía experiencia, sabía defenderse, le dio una cuchillada a uno y salió huyendo. Dijo mi amatxi que cuando llegó la Guardia Civil uno de los hermanos estaba muerto, desangrado, y el otro se había colgado de la viga del comedor. Imagínese el cuadro, ella hecha cachitos, el otro lleno de sangre y el tercero completamente morado e hinchado colgando del techo. Pero eso no fue lo peor: cuando registraron la casa encontraron en el desván el cadáver momificado del padre tumbado sobre un camastro al que estaba encadenado. Cerraron el caserío y así estuvo durante más de setenta años. La gente de por aquí decía que los espíritus de esa familia seguían atrapados dentro —dijo haciendo un gesto condescendiente.
Amaia tomó nota mental de las fechas para comprobarlo.
—Y fue en los años setenta cuando llegaron los hippies…, no es que fueran hippies exactamente, pero vivían todos juntos y revueltos, un montón de chicos y chicas, hasta veinte llegó a haber, y eso sin contar a la gente que iba y venía, algunos bastante mayores. Organizaban reuniones culturales, espirituales, cosas así. Alguna vez me vieron por el camino y me invitaron a participar, yo siempre rehusé; entonces yo era una mujer joven con cuatro niños, no tenía tiempo para tonterías. La casa, en aquel tiempo, no se parecía en nada a lo que es ahora —dijo señalando la foto—, aunque era una casa recia, tantos años de abandono le habían pasado cuenta, era una cochambre. Tenían un pequeño huerto, pero casi no lo trabajaban, unas gallinas y hasta un par de cerdos y ovejas, sin embargo, lo tenían todo sucio y los animales andaban sueltos por la campa revolcándose en su propia mierda. Más o menos sería entonces cuando llegó la pareja que todavía vive ahí, no voy a decir matrimonio, no creo que estén casados, no eran cristianos, o al menos nunca iban a misa; tuvieron una niña, nunca llegué a saber cómo se llamaba, se les murió de un ictus cuando tenía un añito más o menos, y cuando pregunté al cura por el funeral me dijo que tampoco estaba bautizada. Ya sé que un derrame cerebral es algo en lo que no manda nadie, pero la verdad es que no cuidaban de ella. Imagínese, en una ocasión, un par de meses antes de que muriera, haría poco que la niña se había soltado a andar, apareció aquí solita, se les escapó y atravesó todo el campo, se ve que atraída por las voces de mis hijos, que jugaban fuera. Mi hija mayor la vio, la cogió en brazos y le lavó la cara y las manos porque venía muy sucia. Tenía el pañal meado y la ropa asquerosa. Yo había hecho rosquillas de anís para que los niños merendaran y a mi hija se le ocurrió darle un poquito en la boca. He criado cuatro hijos, inspectora, y aquella niña estaba famélica, engullía los trozos de rosquilla con un ímpetu que hasta me dio miedo que se atragantara, así que mojamos la rosquilla en leche para ablandarla y mi hija se la fue dando… No daba abasto. La niña metía las manos en la taza y se llevaba la rosquilla mojada a la boca con una ansiedad que ponía los pelos de punta, nunca he visto a un niño comer así. Salí al camino para avisar a sus padres de que la niña estaba aquí, y me los encontré histéricos buscándola. Eso podría parecer lo normal en unos padres normales, pero no se correspondía esa preocupación con el evidente descuido que presentaba la niña. Lo he pensado muchas veces, eran otros tiempos, no había servicios sociales y la gente se ocupaba sólo de su vida, pero quizá debí hacer algo más por aquella niña. Desde el balcón de arriba de este caserío puede verse una de las fachadas y la campa de atrás de la casa, y yo solía contemplar a la niña fuera, sola, pisando las porquerías de los animales y a medio vestir. Reuní alguna ropa usada de mis niños y venciendo el asco que me daba esa gentuza fui hasta allí. El padre me recibió en la puerta. Dentro había mucha gente y parecían estar celebrando algo así como una fiesta; no me invitó a pasar, aunque yo tampoco tenía intención de hacerlo. Me dijo que la niña había muerto. —Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas—. Volví a casa y estuve tres días llorando, y ni siquiera sé cómo se llamaba. Todavía se me rompe el corazón cuando pienso en ella. Una pobre criatura menospreciada y negada desde que nació: el cura me dijo que no estaba bautizada y ni siquiera tuvo un funeral por su alma.
—¿Y ésa es la pareja que sigue viviendo en la casa?
—Sí, de la noche a la mañana todo el grupo que vivía ahí desapareció y sólo quedaron ellos. Ahora deben de ser los propietarios. Las cosas les fueron muy bien, reformaron toda la casa, hicieron un jardín por la parte de delante y construyeron el muro que la rodea. No sé en qué trabajan, pero tienen coches de lujo, BMW y Mercedes; reciben a menudo visitas, y aunque aparcan en el interior de la finca suelo ver los coches por el camino y siempre son de alta gama. No sé si serán gente importante, pero lo que sí le puedo decir es que tienen dinero, lo que es increíble teniendo en cuenta que cuando llegaron aquí eran unos piojosos muertos de hambre.
—¿La gente que les visita es de por aquí? ¿Cómo se llevan con los vecinos?
—¿Con los vecinos? Como el aceite, no se mezclan, y la gente que les visita desde luego que no es de por aquí.
—¿Sabe si están en la casa? He llamado pero nadie ha contestado.
—No lo sé, pero es fácil averiguarlo, cuando están en casa siempre tienen los portillos entornados; si están abiertos es que no hay nadie.
Amaia alzó las cejas componiendo un gesto de perplejidad.
—Sí, señora, van al revés del mundo, ya le he dicho que son gente rara. Acompáñeme —dijo poniéndose en pie y conduciéndola hacia las escaleras que llevaban a la planta superior. Tras atravesar uno de los dormitorios, salieron a un gran balcón corrido que ocupaba toda la fachada.
—¡Vaya, esto es nuevo! —exclamó la mujer señalando la casa, en la que los portillos de las ventanas de la planta baja se veían abiertos mientras que los de la planta superior aparecían cerrados—. Es la primera vez que los veo así.
Las fachadas se veían blanqueadas, las ventanas originales habían sido agrandadas y los pequeños portillos sustituidos por elegantes contraventanas de madera natural; desde aquella altura, Amaia pudo apreciar la extensión de la finca, que, circundada por un jardín, presentaba un aspecto totalmente distinto del de la casa original.
Antes de despedirse de la mujer, sacó el móvil y le mostró un par de fotos, la del coche del doctor Berasategui y la de Rosario.
—El coche sí que lo he visto un par de veces por el camino, lo reconozco porque lleva esa pegatina de médico en el cristal que le sirve para poder aparcar en cualquier sitio. Me llamó la atención cuando lo vi. A la mujer no la he visto nunca.
Acababa de detener su coche de nuevo junto al muro de la casa cuando un BMW todoterreno la rebasó, internándose a continuación en el camino disimulado tras la empalizada. Bajó del coche y corrió tras el vehículo, que alcanzó frente al portón automatizado que se abría lentamente. Sacó su placa y la alzó, permitiendo que el hombre y la mujer que viajaban en el coche pudieran verla mientras de forma instintiva la otra mano se iba a la Glock que llevaba en la cintura. El conductor bajó la ventanilla visiblemente sorprendido.
—¿Ocurre algo, agente?
—Detenga el motor del coche, por favor, no ocurre nada. Sólo quiero hacerles unas preguntas.
El hombre obedeció y ambos rodearon el coche hasta situarse frente a Amaia. Tendrían unos sesenta años bien llevados. La mujer vestía con elegancia y parecía recién salida de la peluquería; el hombre llevaba pantalones y camisa de traje, aunque no llevaba corbata, y lucía en la muñeca un Rolex de oro, que Amaia no dudó de que era auténtico.
—¿En qué podemos ayudarla? —preguntó la mujer amablemente.
—¿Son ustedes los propietarios de esta casa?
—Sí.
—Me temo que les traigo malas noticias: su amigo, el doctor Berasategui, ha muerto. —Observó atentamente los rostros de ambos. La noticia no les sorprendió, hubo un pequeño titubeo en el que intercambiaron una rápida mirada cargada de intención para decidir si admitían conocerle. El hombre fue el más rápido, alzó una mano para contener a la mujer y, mirando fijamente a Amaia, calculó lo contundente de su afirmación y optó por no negarlo.
—¡Oh, es una terrible noticia! ¿Cómo ha sido, un accidente quizá, agente?
—Inspectora, inspectora Salazar, de Homicidios. Aún no se ha establecido la causa —mintió—. La investigación sigue abierta. ¿De qué se conocían?
La inseguridad inicial del hombre había desaparecido por completo, dio un paso hacia ella y le dijo:
—Perdone, inspectora, pero acaba de comunicarnos que alguien muy querido por nosotros ha fallecido. Comprenda que necesitamos tiempo para asimilarlo, estamos muy afectados —dijo sonriendo un poco para hacer patente cuánto le afectaba—, y la relación que nos unía al doctor Berasategui está protegida por el secreto profesional, así que para cualquier otra pregunta que tenga al respecto diríjase a mi abogado. —Le tendió una tarjeta que la mujer acababa de sacar de su cartera.
—Lo comprendo y les doy mi más sentido pésame —replicó Amaia tomando la tarjeta—. De todos modos, no es sobre el doctor Berasategui sobre lo que quería preguntarles, sino sobre una mujer que quizá pudo acompañarle —dijo levantando el móvil a la altura del rostro del hombre—. ¿La han visto alguna vez?
El hombre miró la pantalla durante un par de segundos y la mujer se acercó poniéndose unas gafas para ver de cerca.
—No —negaron—, no la hemos visto nunca.
—Gracias, han sido muy amables —dijo ella guardándose el móvil y haciendo ademán de volver hacia el camino como si diese por terminada la conversación. Entonces avanzó un par de metros hasta colocarse junto al coche, al que ellos parecían dispuestos a regresar y desde donde podía ver el interior de la finca—. Seguramente no lo sabrán, pero en los últimos tiempos se han producido bastantes muertes de cuna, y estamos elaborando una estadística sobre la incidencia de este síndrome en el valle; y aunque ya hace bastante tiempo de esto, sé que ustedes tuvieron una niña que falleció antes de los dos años. ¿Por casualidad no se debería su fallecimiento a muerte súbita del lactante?
La mujer se sobresaltó y emitió una especie de gañido estirando la mano hasta tocar la de su marido. Cuando el hombre habló, su rostro estaba completamente ceniciento.
—Nuestra hija falleció de un ictus cerebral cuando tenía catorce meses —dijo con sequedad.
—¿Cómo se llamaba?
—Se llamaba Ainara.
—¿Dónde fue enterrada?
—Inspectora, nuestra hija falleció durante un viaje al Reino Unido. Entonces no contábamos con muchos medios y no teníamos seguro, así que la enterramos allí. Éste es un tema muy doloroso para mi esposa, así que le ruego que lo terminemos aquí.
—Está bien —concedió Amaia—. Sólo una cosa, antes de que llegaran he estado llamando a la puerta, nadie me ha abierto, pero parece que hay alguien en la casa… —dijo haciendo un gesto hacia la fachada del caserío.
—En la casa no hay nadie —casi le chilló la mujer.
—¿Está segura?
—¡Sube al coche! —ordenó el hombre a la temblorosa mujer—. Y, usted, déjenos en paz, ya le dicho que si quiere algo debe hablar con nuestro abogado.