1. Memorándum del señor Henderson

En el siguiente certificado[21] verán que consta que la mujer es de «Acacia Cottage (Kensington)». La coincidencia de su nombre con el de la «médium» del barón, según declaración de Julie y Leopoldo, confirmó mi sospecha de que el barón se había casado en realidad con Rosalie, pero con ese otro nombre, aunque Julie opinara firmemente que ese matrimonio no era posible. Aun así, podía ser que, a fin de cuentas, se tratara de una simple coincidencia y, por lo tanto, hice las pesquisas que me parecieron más pertinentes para dilucidar la cuestión. Fue ardua labor la de encontrar la casa, que hace dos o tres años estaba integrada en la numeración ordinaria de la calle de viviendas similares en la que se encuentra; pero finalmente conseguí identificarla. La patrona era una mujer anciana y estaba bastante sorda; además le fallaba la memoria y en la primera visita no pude sacarle información alguna, únicamente que «ella había tenido muchos inquilinos y no creería yo que podía acordarse de todos». Sin embargo, en la segunda conseguí que me hiciera el favor de enseñarme los libros de registro y, al consultar los meses de octubre y noviembre de 1854, en el apartado de entradas encontré un pago de dos libras con cincuenta chelines a nombre de la señorita C. Brown, por tres semanas de alquiler, desde el 18 de octubre hasta el 8 de diciembre.[22] Una hojeada más detallada a los libros me reveló que, en esos mismos días, el otro inquilino había pagado mucho dinero por la chimenea, mientras que la señorita Brown, a pesar de que ocupaba la sala de estar principal, no había encendido el fuego ni una sola vez en todo el tiempo que se alojó allí, aunque a principios de noviembre de ese año hizo mucho más frío que de costumbre. Invariablemente, había también otros pagos menores en los demás casos, pero no en el de la señorita Brown; y, al final, cuando le señalé estos detalles, la anciana consiguió recordar que las habitaciones las había alquilado un caballero para una señorita que iba a dar clases de dibujo. El caballero pagó tres semanas de alquiler por adelantado y le pidió que sobre todo reservara las habitaciones para la señorita, porque no sabía cuándo llegaría exactamente. También le rogó que, si se recibían cartas o recados a su nombre, se los remitiera inmediatamente a una dirección que le dio. Tras una profusa búsqueda, encontró dicha dirección, que resultó ser la tarjeta satinada que verán a continuación.

CERTIFICADO

1854 Matrimonio celebrado en la iglesia parroquial de Kensington, en el condado de Middlesex

N.º

Fecha

Nombre y apellidos

Edad

Estado civil

Cargo o profesión

Residencia

Nombre del padre

Cargo o profesión del padre

61

6 de noviembre de 1854

Carl Schawartz

Mayor de edad

Soltero

Caballero

Windermere

Vilas,

Notting Hill

Acacia

Cottage

Carl

Schawartz

Caballero

Charlotte Brown

Mayor de edad

Soltera

Desconocido

Desconocido

Matrimonio celebrado por el firmante en la iglesia parroquial según los ritos y ceremonias de la Iglesia oficial, previas amonestaciones, firmado

J. W. EDWARDS, B. A.

Los contrayentes: CARL SCHWARTZ y CHARLOTTE BROWN

Los testigos: THOMAS JONES y FREDERICK COLMAN

Este documento es una copia del que se encuentra en el registro matrimonial de esta iglesia. Doy fe con mi firma, a 7 de noviembre de 1854.

R. JOHNSON

2. Cartas y recados para la señorita Brown, para remitir inmediatamente a la atención de:

Barón R.

Oficina de Correos de Notting Hill

La anciana señora declaró asimismo que no había vuelto a ver al caballero y que a la señorita no llegó a verla nunca. Lo cierto es que, después de que le pagara, no volvió a saber nada de ninguno de los dos; y, como nadie había preguntado por la señorita Brown, se le había olvidado el incidente por completo.

Siendo todo esto suficiente para corroborar la identidad de madame R., el siguiente paso consistía en averiguar lo que hizo el barón entre el día en que se casó y la muerte de su mujer, que, como saben, acaeció en Londres unos dos años después; por otra parte, las pólizas de seguros, como recordarán, se contrataron a mediados de ese mismo período de tiempo. La información procurada por el doctor Jones, el profesional médico que firmó en sus oficinas el certificado del seguro de madame R., me dio la primera pista necesaria, y creo que en la siguiente declaración encontrarán pruebas en cualquier caso suficientes que justifican, si no corroboran por completo, las sospechas que me llevaron inicialmente a esta investigación. Lo cierto es que es una lástima que también ahora —igual que en el caso del señor Aldridge, cuya carta dio pie a mis primeras sospechas—, las pruebas que aporta esta testigo, que son de interés principal, seguramente tendrían poco peso ante un tribunal. A pesar de todo, es mi deber ponerlas a su disposición; y ahora, dejo que su declaración, así como otra más que he podido recoger, hablen por sí solas.

3. Declaración de la señora Whitworth

Me llamo Jane Whitworth. Soy viuda y me gano la vida alquilando apartamentos amueblados en Bognor (Sussex). La temporada alta en Bognor es cuando se celebran las carreras de Goodwood, pero en otoño e invierno viene muy poca gente. El 6 de noviembre de 1854, alquilé toda la última planta de mi casa a una señora y un caballero, que llegaron esa misma noche a una hora tardía. Dieron un nombre extranjero que no recuerdo. El apellido era raro, alemán o similar. Al principio no me lo dijeron, hasta que se lo pregunté yo. No sé si es que el caballero quería ocultármelo por alguna razón. Le dije que lo necesitaba para la factura, se echó a reír y me contestó que lo mismo daba, que valía cualquier nombre. Entonces le dije que qué hacía si llegaban cartas, y él dijo: «¡Ah, no, no llegará ninguna carta!», y siguió leyendo el periódico. Me fui abajo y, mientras bajaba las escaleras, tocó la campanilla y volví, y entonces me dio su apellido voluntariamente. Esto fue al final de la primera semana, cuando me puse a preparar la factura. Dijeron que pensaban quedarse unas semanas. Fue el caballero quien lo dijo. La señora no intervino en el asunto y parecía muy apagada y muy temerosa de su marido. Llegué con él al acuerdo de que les cobraría treinta chelines semanales por el alquiler. Y podrían quedarse todo el tiempo que quisieran. Pero no la semana de las carreras, naturalmente. La semana de las carreras siempre está reservada. También llegamos a un acuerdo sobre el régimen de comidas. Tenía que darles de comer, a la señora, al caballero y a la criada, por dos libras con quince chelines a la semana. El vino, la cerveza y los licores aparte. No es lo que solemos hacer. A veces sí lo hacemos así, pero no muchas. El caballero dijo que era porque su mujer no se encontraba bien y no se la podía molestar. La criada la trajo él. Bueno, era una doncella. No venía con ellos. El caballero fue a buscarse una a Brighton. No es lo que se suele hacer, desde luego. Yo no lo había hecho nunca y así se lo dije. Me dijo que era muy exigente con sus criados. Y que jamás viviría en un sitio en el que los criados no dependieran directamente de él […] y no pudiera despedirlos cuando quisiera. Le dije que eso no me gustaba […]. No era normal. Dijo que lo sentía, pero que no podía alquilar el apartamento si no era así, y entonces dejé de discutir. Después bajó conmigo y me dio a entender que era cosa de su mujer. Al principio creí que ella no estaba bien de la cabeza. Lo creí por lo que me contó él. Le dije que me asustaba tenerla en mi casa, pero se echó a reír y dijo que no me preocupara. Entonces supuse que sería cosa del temperamento de la señora. Parecía que él se lo tomaba muy bien. Siempre fue amable conmigo. No sé cómo trataría a otras personas. Siempre me pagaba puntualmente y siempre me trataba bien. Es lo mejor que puedo decir de él. Fue a buscar a la criada unos días después de llegar. No es que yo despidiera a la mía, es que en esa época no tenía ninguna. Cuando terminó la temporada, no tenía muchas probabilidades de que llegaran nuevos inquilinos, así que despedí a mi criada y me las arreglaba yo sola. El caballero tuvo que conformarse con una asistenta hasta que encontró a la doncella. Fue a buscar una a Brighton. Yo le recomendé a dos o tres de Bognor, pero no le convencieron. La que encontró él era una chica de unos veinte años. Se llamaba Sarah no sé qué más. A mí no me pareció nada del otro mundo. A veces me daba la impresión de que el té y el azúcar se acababan muy rápido. Nunca la sorprendí cogiendo nada. Era muy callada y bien educada. Estuvo un mes con el caballero; casi un mes. La echó porque puso una dosis de medicina a la señora en el arruruz para que vomitara. La señora se puso mala de verdad. Creíamos que se iba a morir. Estaba malísima, tenía un cólera tremendo. Eso fue el 9 de diciembre.[23] Me acuerdo por mis libros. El caballero mandó a comprar brandy y varias cosas más y está todo apuntado en mi libro. La mañana siguiente mandó a comprar otra cosa en la botica.[24] Pero antes le había administrado él una medicina. No sé qué era. Tenía muchas sustancias químicas y otras cosas. Las guardaba en un cuarto privado. Vino un médico a ver a la señora, pero no al principio. No vino hasta el lunes. Le dije que mandara llamar a un médico, pero me dijo que él era médico. La mujer siguió muy mala y el domingo por la noche se lo volví a decir. Me dijo que, si por la mañana no estaba mejor, mandaría llamar a uno. Yo quería que avisara al doctor Pesketh o al doctor Thompson, pero él no. Siempre he oído hablar muy bien de los dos. El doctor Pesketh tiene fama de ser de lo mejorcito. Pero ahora ya está muerto. El doctor Thompson también es muy bueno, pero puede que el doctor Pesketh tuviera más experiencia. No creo que el caballero los conociera de nada, a ninguno de los dos. Mandó llamar a un tal doctor Jones, que se alojaba en el Steyne. Creo que vivía en Londres. Mientras estuvo en Bognor cuidó a la señora. Se marchó al cabo de una semana. Solo estuvo quince días en total. El caballero supo de él por un amigo que tengo en el Steyne. Me pidió que me enterase de si había algún médico de Londres por aquí. Dijo que los médicos rurales no eran buenos. La señora mejoró, pero muy despacio. Estuvo enferma unas cuantas semanas. Cuando se recuperó lo suficiente, se fueron. Él era muy atento con ella. Nunca la dejaba sola ni un minuto. Pero ella no parecía quererle mucho. Creo que le tenía miedo, pero no sé por qué. La trataba con mucho cariño y con los mejores modales. A veces parecía que a ella le irritaban tantos buenos modales. Daba la impresión de que fuera a echársele encima. Pero nunca hizo nada. Era como si él siempre pudiera pararle los pies. No sé cómo lo conseguiría; no le decía nada, solo la miraba, que ya era bastante. Supuse que ella habría hecho algo malo y por eso la había llevado a Bognor, para quitarla de en medio. No sé exactamente por qué pensé eso. Era por cómo se llevaban entre ellos y por lo que me decía él. Nunca me dijo que ella hubiera hecho algo malo. Lo digo por las cosas que decía él. Yo hablaba muy poco con la señora. Me parecía muy desagradecida, con lo amable que era él. Además, casi nunca estaba sola. Solo una vez, cuando el caballero salió a comprar algo. Se quedó sola casi una hora. Estuvo un rato escribiendo. Me pidió papel y pluma para escribir, porque en la salita no había. Por lo general había de todo para escribir, pero el caballero había mandado retirar la escribanía. Dijo que seguro que se caería al suelo. Presté las cosas a la señora y me dio dos cartas para el correo. No me dijo nada, solo me pidió que las llevara al correo inmediatamente. Una era para Notting Hill. Me di cuenta porque una hermana mía vive allí; la otra era para un teatro. Me pareció que eso no estaba bien. Es mejor que no diga lo que pensé. Bueno, que debía de tener relación con alguien de allí. Indecorosa, seguro. La carta no iba dirigida a un hombre, sino a la señorita no sé qué, pero eso podía ser para disimular. Pensé que a lo mejor por eso trataba así a su marido. Me enfadé mucho. Las mujeres no tienen que meterse en esos líos. Y menos todavía teniendo un marido tan bueno. Eso no se lo dije. No me fijé en la dirección hasta que bajé abajo. Guardé las cartas y se lo dije al caballero cuando volvió. Me parece que le molestó mucho. Cogió las cartas y me lo agradeció inmensamente. La carta dirigida al teatro la quemó en la chimenea sin abrirla siquiera. La otra, dijo que la llevaría él al correo. No sé si la mandó o no. Supongo que sí, claro está, porque aquella noche, cuando subí, vi que ella había llorado y no volvió a dirigirme la palabra nunca más. Hablaba inglés bastante bien. Cuando hablaba con el caballero, solía hacerlo en una lengua extranjera, pero sabía hablar inglés perfectamente. En cuanto a la joven Sarah, no sé qué sería de ella. Creo que entró de criada otra vez en Brighton. Sé que el caballero le dio una carta de recomendación. La trataba muy bien. Era el hombre más agradable y bien educado que he conocido en mi vida, y creo que su mujer se portaba muy mal con él.

4. Declaración del doctor Jones, de Gower Street (Bedford Square)[25]

Soy médico, resido en Gower Street (Bedford Square). A principios de diciembre de 1854 tenía un constipado muy fuerte y, como no conseguía curarme, fui a pasar quince días a la costa para cambiar de aires. Elegí Bognor, porque hacía dos o tres años que pasaba allí las vacaciones. Me alojé en el Steyne. Pocos días después de llegar, recibí el recado de acudir a ver a una señora que estaba muy enferma en un alojamiento de otra parte del pueblo. Al principio dije que no, porque no deseaba inmiscuirme en el terreno de los colegas de la localidad. Entonces vino un caballero que se presentó con el nombre de barón R. Me informó de que la señora en cuestión era su mujer, que estaba en verdadero peligro por una dosis excesiva de tártaro emético que le había administrado la doncella. Insistió en que acudiera con urgencia, porque, dijo, el estado de su mujer le preocupaba muchísimo y, en semejante situación, no podía fiarse del todo de los médicos rurales. Tanto insistió que al final consentí en acompañarlo a su alojamiento. Encontré a la paciente en un profundo estado de agotamiento y bajo los efectos de algún tóxico irritante. Por lo que me dijo el barón, los síntomas habían remitido en gran medida, pero el trastorno seguía, acompañado de dolores fuertes y sudoración abundante. También me explicó que, puesto que era muy aficionado a la química, tras descubrir desde el primer momento la causa de la enfermedad de su mujer, la había estado tratando él mismo, en vez de confiarse a la suerte de un médico rural. Describió el tratamiento, que me pareció indicado. Tan pronto como dio con el motivo del trastorno, lo primero que hizo fue inducirle el vómito cuanto fue posible sumergiéndola en agua tibia y, después, caliente, con una pequeña dosis de mostaza. Cuando el estómago se hubo vaciado por completo, le administró dosis grandes de infusión saturada de té verde, del que disponía en gran cantidad para su propio consumo, y, por último, cuando llegué yo, le estaba dando dosis considerables de decocción de quina: el profesor Taylor recomienda ambos remedios en casos de envenenamiento por antimonio. Por sus efectos, no me cupo duda del origen de los síntomas; pero, por deseo del barón, procedí a hacer con él los análisis de costumbre; analizamos también, con precaución, un poco del arruruz en el que supuestamente se había diluido el antimonio tartarizado. En ambos casos aplicamos las pruebas de rigor; verbigracia: ácido nítrico, ferrocianuro de potasio e hidrosulfito de amonio; en los tres verificamos sin la menor duda la presencia de antimonio. Sin embargo, parece que la cantidad no era mucha. Por lo que logramos determinar, en el arruruz, del que solo comió tres partes, no había más de un grano[26], dos a los sumo, de antimonio tartarizado. No puedo justificar una reacción tan violenta por una cantidad tan pequeña. He administrado a menudo dosis mucho mayores en casos de inflamación de los pulmones y nunca ha sucedido una cosa igual. Un par de granos no constituyen ni mucho menos una dosis anormal cuando se toma como emético; pero el antimonio puede tener efectos diferentes según la constitución de cada cual. Después de verificar personalmente la presencia del tóxico sospechoso, faltaba por saber quién se lo había administrado. A decir del barón, no había duda de que había sido cosa de la doncella, que había tenido una discusión con la señora unos días antes. Así pues, la culpamos a ella, pero, antes de hacerlo, examinamos un frasco que contenía un preparado de tártaro emético que, según dijo el barón, tenía para su propio uso a causa de algunas molestias digestivas. Creo que era adicto a los placeres de la buena mesa y tomaba un emético de vez en cuando. El frasco no estaba en su sitio de costumbre, sino en una mesa, al lado del neceser donde solía guardarlo. En la etiqueta decía: «Emético. Una cucharadita según prescripción». Le hice observar que debería poner «veneno», le pareció bien e inmediatamente escribió la palabra en letras grandes en un papel y lo pegó en el frasco. Después pesamos el contenido del frasco, del que el barón solo había tomado tres dosis, y, al comparar el resultado con lo que quedaba, dedujimos que únicamente faltaba un grano y medio de antimonio tartárico. Normalmente, la doncella era la única persona, aparte del barón, que tenía acceso al apartamento; inmediatamente la llamamos y la acusamos de habérselo administrado a madame R. en el arruruz al que nos referíamos antes. Le aconsejé que la denunciara sin tardanza, pero el barón señaló, muy justamente, que no teníamos pruebas que demostraran que la joven hubiera hecho algo que pudiera atentar contra la vida de la señora y que, al carecer de motivo para cometer semejante delito, la única conclusión justa era que todo había sido una simple broma. Eso fue lo que le dijo a la doncella, y con toda amabilidad. Al principio, ella lo negó todo y fingió que le sorprendía mucho semejante acusación. Sin embargo, el barón la miró fijamente y le advirtió: «¡Ten cuidado, Sarah! Recuerda lo que te dije hace tres días». Entonces la muchacha dejó de negarlo, pidió disculpas y añadió que esperaba que el barón la perdonase. El barón contestó que de ninguna manera podía seguir teniéndola a su servicio, y ella le rogó que no la echara sin una carta de recomendación. En ese momento intervine, porque me parecía un gran error mandarla con otra familia, después de la bromita que había gastado a la señora. Ella insistió en que no lo había hecho con mala intención y guardó silencio; el barón le dijo que lo pensaría. Desde aquel día, atendí a madame R. hasta que volví a Londres; se estaba recuperando visiblemente. No llegué a hablar con ella, porque parecía muy reservada e incluso muy poco sociable. El barón la trataba con singular solicitud. Un par de días después, hablando del ataque, me confesó que, si su mujer hubiera muerto, la pérdida habría sido grave también en el aspecto pecuniario, porque, si vivía, heredaría una fortuna considerable. Le pregunté por qué no le hacía un seguro de vida y él respondió que sin duda se lo haría enseguida, pero que nunca había pensado en ello. Unos dos meses después, de paso por la ciudad, vino a verme y me contó que se disponía a pasar unos meses en el extranjero. Le sugerí los baños alemanes y, como respondió que allí iban muchos ingleses, le aconsejé Griesbach o Rippoldsau, en la Selva Negra, porque allí no suelen ir ingleses. De todos modos, como era muy pronto para ir a cualquiera de esos dos balnearios, le recomendé que fuera al sur de Francia hasta que empezara la temporada en Alemania. No volví a verlo hasta octubre de 1855, cuando vino de nuevo a verme con madame R., que se había recuperado perfectamente y, por tanto, cuando se me pidió opinión profesional, pude extenderle un informe muy favorable para la Compañía de Seguros… y también, unas semanas después, para la Oficina de Seguros… de Dublín. Creo que madame R. gozaba de una gran fortaleza, y no puede haber mejor prueba que su total restablecimiento de una enfermedad tan grave en el transcurso de unos pocos meses o incluso semanas. La sensibilidad al antimonio era un detalle anecdótico que no afectaba a su estado de salud general. El profesor Taylor, en su obra sobre venenos, destaca claramente que los efectos del antimonio y otras medicinas son de carácter «idiosincrático» y actúan según el organismo de cada cual: «en dosis medicinales normales, pueden resultar un veneno en vez de curar», afirma. En estos momentos tengo conmigo un ejemplar de su obra y dice: «La experiencia cotidiana nos enseña que una dosis normal de opio, arsénico, antimonio y otras sustancias puede causar efectos mucho mayores a algunas personas». Y de nuevo, cuando se refiere a la probable «dosis mortal», dice: «Esa característica idiosincrásica siempre es variable, pues, como es sabido, incluso en las mismas condiciones de salud, edad, etc., unas constituciones son más sensibles que otras a los efectos de los compuestos de antimonio». Por lo tanto, no consideré, ni considero ahora, que la sensibilidad de madame R. a esa medicina constituya una amenaza para su vida, máxime en vista de la inmensa vitalidad que demostró con su pronta y total recuperación. En cuanto al sonambulismo, el barón no mencionó que madame R. tuviera esa tendencia. Lo cierto es que en ningún momento insinuó que la señora hubiera podido envenenarse sola de esa forma. Por otra parte, la doncella reconoció que lo había hecho ella. La forma en que murió madame R. no me induce a dudar en modo alguno de mi opinión anterior, porque un incidente de esas características podía haberle sucedido a cualquiera —aunque no es lo normal ni mucho menos— que tenga la costumbre de andar dormido, una tendencia que no he tenido fundamentos para determinar en el caso de madame R. He podido precisar este aspecto en mi declaración porque sentí la necesidad de escribir un memorándum especial en mi diario para recoger las interesantes características del caso, y de ahí he extraído todo lo anterior. Por lo tanto, estoy en condiciones de confirmar todo o cualquier parte de lo dicho bajo juramento.

5. Declaración de la señora Throgmorton

La señora Throgmorton presenta sus respetos al señor R. Henderson y desea informarle de que la joven Sarah Newman, que continúa a su servicio y siempre a entera satisfacción en todos los sentidos, llegó a su casa en la Navidad de 1854, con una carta de recomendación del barón R., que a la sazón residía en Bognor y a cuyo servicio había estado unas semanas en calidad de doncella y camarera. La recomendación del barón era sumamente convincente, pero, cuando la señora Throgmorton quiso conocer el motivo por el que había prescindido de Sarah Newman, el barón le dijo que era porque había gastado una broma tonta a su anterior señora, administrándole un emético sin autorización, proceder muy reprensible y motivo por el cual la señora Throgmorton no se mostró dispuesta a recibirla en su familia. Sin embargo, en conversaciones posteriores con el señor anterior de Sarah Newman, la señora Throgmorton llegó a tener la impresión de que, en realidad, la falta había sido principalmente de madame R., aunque, como es natural, un buen caballero no puede hablar tan abiertamente de su mujer, y entonces la señora Thorgmorton se avino a aceptar a Sarah Newman por un período de prueba, puesto que parecía sinceramente arrepentida de su mala conducta, y, desde entonces, siempre ha demostrado grandes aptitudes en todos los aspectos para las labores de sirvienta. La señora Throgmorton confía en que esta información sea del gusto del señor Henderson, que se ha interesado por el bienestar de Sarah Newman y en quien tiene gran interés la propia señora Throgmorton.

Cliftonville

6. Declaración del señor Andrews

Señor:

En respuesta a su carta del pasado 25 de abril, deseo informarle de que, en el verano de 1854, la joven Sarah Newman estuvo, en efecto, a mi servicio en Brighton uno o dos meses, pero fue despedida en septiembre del mismo año, creo, por varios hurtos de poca importancia. Era una joven muy interesante y nos engañó por completo, pero uno de nuestros hijos la descubrió por casualidad y, tras hallar pruebas fehacientes de sus actos de delincuencia, fue despedida sin carta de recomendación. Yo la habría denunciado, porque incluso me parecía un deber con cualquier otra persona a la que pudiera robar en el futuro; pero mi mujer, que le había cogido cariño, me convenció de que no lo hiciera. Dos meses después, un caballero de apellido alemán —que no recuerdo— vino a vernos para conocer los motivos del despido, y le informé del caso. Me interrogó a fondo sobre lo que opinaba de la joven y declaró que estaba filantrópicamente dispuesto a darle una oportunidad de reformarse en el caso de que hubiera alguna posibilidad de reforma. Le di mi opinión sinceramente, por ejemplo, que la joven era una delincuente recalcitrante; pero mi mujer deseaba que se le diera otra oportunidad y no me cabe duda de que el caballero la contrató. Por lo que recuerdo, era un hombre fornido y cordial de aspecto agradable, e iba acompañado de una señora que se quedó en el carruaje y que, según dijo, era su mujer. Creo que ese nombre que dice usted, el barón R., es el mismo que dijo él, o algo parecido, al menos, aunque no estoy completamente seguro.

Suyo afectísimo,

CHARLES ANDREWS

P. D. Mi mujer me ruega que le pida que, en caso de saber algo del paradero de su protegida, tenga la amabilidad de comunicárnoslo.

Señor R. Henderson, etc., etc., etc.

Clement’s Inn, W. C.

7. Declaración de Sarah Newman

Nota bene: Para conseguir esta declaración fue preciso vencer grandes dificultades y hay que considerar si tiene algún valor. La joven, como es natural, estaba muy preocupada por las posibles consecuencias de su confesión y no pude convencerla de que hablara hasta que, por una parte, le prometí que la señora Throgmorton no la despediría, y, por otra, la amenacé con dar parte a la policía si no confesaba toda la verdad. En cuanto a mí, no me cabe la menor duda de que la declaración, tal como se la presento ahora, es veraz y, como verán, está corroborada en varios de sus aspectos más relevantes. Lo que considero más dudoso es si podría presentarse ante los tribunales y, en tal caso, qué valor se le podría dar.

R. H.

DECLARACIÓN

Me llamo Sarah Newman. Serví tres meses en casa del señor Andrews, en Brighton. Me despidió por hurtar té y azúcar. El señor Andrews quería denunciarme, pero mi señora no se lo consintió. Mi señora me habría permitido seguir a su servicio, pero el señor dijo que no. Ella siempre me trató muy bien, aunque yo fui desagradecida por hurtarle. Jamás volveré a hacerlo. El ama que tengo ahora también me trata muy bien. Jamás le he robado ni un alfiler. Declaro por lo más sagrado que no he vuelto a hurtar nada a nadie y que jamás volveré a hacerlo. Desde entonces, he deseado muchas veces decírselo a la señora Andrews, pero no sabía dónde estaba. No se lo dije cuando me fui de su casa. Estaba enfadada por culpa del señor. Me quedé sin trabajo dos meses. Nadie quería contratarme porque no tenía carta de recomendación. Por fin, una amiga de Bognor me dijo que conocía a un caballero y conseguí hablar con él. Era el barón. Vino a verme un día que estaba en Brighton. Insistió en saberlo todo: con quién había trabajado y por qué había dejado al señor Andrews. Fue muy considerado y dijo que era terrible que una pobre muchacha se hundiera en la ruina por culpa de un paso en falso. Me dijo que si le prometía no volver a robar nunca más me pondría a prueba unos días. Se lo prometí de todo corazón y al final me llevó a Bognor. No sé si hizo averiguaciones sobre mí. Creo que no. No me dijo nada de eso. Me hice el propósito de cumplir mi promesa y así fue, la cumplí, casi. Es decir, solo cogí una cosita pequeña y, la verdad, no me pareció que fuera robar. Nunca había nada guardado bajo llave. El barón siempre insistía en dejar abierto el armario de té y todo, por si le hacía falta algo. Nunca cogí nada. Podía haber cogido muchas cosas, pero no cogí nada. A veces pensaba que dejaba cosas por ahí intencionadamente, para tentarme, pero eran imaginaciones mías, seguro. A veces encontraba algún penique, pero nunca toqué nada. Al final, cogí una cosa. No me pareció que fuera un robo. Fue un poco de mermelada de naranja. Me gustan mucho las cosas dulces. Un día había un frasco de mermelada de naranja encima de la mesa. Ellos ya habían desayunado y se habían ido. No pude evitarlo. Era muy apetecible. Solo metí el dedo, nada más. Ni siquiera la probé. Entonces entró el barón y me sorprendió. No dijo nada. Se limitó a cerrar la puerta y se acercó directamente a mí. Yo me asusté tanto que no podía moverme. Me agarró por la muñeca y me levantó la mano. Me eché a llorar. Me dijo que de nada servía llorar; lo había engañado y tenía que despedirme. Me dijo que su deber era entregarme a la policía. Le dije que no había cogido nada, que solo quería probar la mermelada. Dijo que, con mi carácter, nadie me creería. Me hablaba con amabilidad, pero con firmeza, y yo estaba muy asustada. Le rogué que no se lo dijera a nadie y me dijo que me daría otra oportunidad, pero que tendría que irme. Le dije que si me despedía sin carta de recomendación me tiraría al río. Le rogué que me dejara seguir a su servicio, pero dijo que era imposible. Entonces le pedí que no revelara el motivo por el que me echaba. Dijo que no podía evitarlo. Se lo rogué otra vez con mucha insistencia. Al final dijo que lo pensaría. Dijo que procuraría buscar otro motivo para justificar el despido, pero que tenía que irme al día siguiente sin remedio. Me advirtió de que si inventaba una excusa para despedirme no podía llevarle la contraria. Se lo agradecí mucho. Es un caballero bueno y amable y le estaré eternamente agradecida. No me fui al día siguiente. La señora enfermó y tuve que quedarme. Se puso malísima. Hice todo lo que pude por ella. Tenía la esperanza de que al barón se le olvidara el asunto y me dejara quedarme. Dos o tres días después me llamó. Estaba con otro caballero. Era el médico. Me acusó de haber dado algo a la señora para que se pusiera enferma. Yo no le di nada a la señora, nunca. Nunca discutí con ella. Siempre me trataba muy bien, aunque a mí no me gustaba mucho, no sé por qué. Creo que era porque no quería al señor. Dije que yo no le había dado nada a la señora, y no le había dado nada. Nunca había visto el frasco, no sé dónde lo guardaba. No sé leer. Vi que el señor me miraba y me dijo no sé qué sobre dos o tres días antes. Entonces comprendí que estaba inventándose una excusa para despedirme. Por señas, me indicó que debía darle la razón. El otro caballero se puso muy severo, pero, claro, él no sabía nada. Lo que dijo el barón sirvió de excusa para despedirme. Y ya está. El verdadero motivo fue la mermelada. Si pregunta al barón, él se lo confirmará. Espero que le diga lo mucho que le agradezco la amabilidad que tuvo conmigo.