1. Declaración del señor Henderson
La última parte de las pruebas cumple un doble objetivo. Primero, exponer ante ustedes los diversos eslabones que conectan las circunstancias hasta aquí especificadas en una sola cadena de hechos; segundo, elucidar la relevancia general de todo ello en el caso particular de la muerte de madame R., en la que es mi deber inmediato indagar. Fue esta conexión aparente con todo el caso lo que me llevó a investigar asuntos que, por lo demás, quedaban fuera de mi competencia; sin la menor duda, después de leer las pruebas, convendrán conmigo en que era lo que tenía que hacer.
Lamentablemente, en esta fase tan importante del caso, tal como sucedió con la no menos importante de las sospechosas circunstancias que concurrieron en la primera enfermedad de madame R. en Bognor, las pruebas que aporta la testigo principal plantean graves interrogantes. No es que en este caso, como en el anterior, se pueda poner en entredicho el carácter moral de la declarante, porque, hasta donde he podido averiguar, tanto la criada como su novio, John Styles, son personas muy respetables; en cuanto a Aldridge, aunque sea un joven alocado y tal vez un tanto disipado, goza de buena fama en la empresa en la que trabaja actualmente. Como verán ustedes, el testimonio de los dos primeros pierde valor a causa de las circunstancias en que se aportó, mientras que el del segundo parece tan inspirado por la animadversión que arroja mayores dudas sobre unas pruebas cuestionables de por sí, y que aún lo son más por otras circunstancias que se verán a continuación.
Como recordarán, fue la carta de este hombre, Aldridge, la que me llevó a la investigación cuyo resultado está ahora en sus manos, y su declaración, que se acompaña a la presente, fue el primer indicio que dio cuerpo a la sospecha de juego sucio por parte del barón y, junto con el descubrimiento de los documentos que se adjuntan, me llevó consecuentemente a ampliar mis pesquisas a los casos del señor y la señora Anderton. Confieso que, a pesar del carácter dudoso de su declaración, sigo inclinado a aceptarla como verdadera en esencia, aunque posiblemente esté teñida de un sentimiento personal contra el barón. Con todo, me ha parecido que tenía suficiente importancia para ocupar una parte considerable de la presente sección del caso, junto con las pruebas que he podido reunir sobre las circunstancias en que finalmente Aldridge fue expulsado; elijan ustedes entre los hechos tal como los cuenta él y la versión del barón R.
En cuanto a la de los otros dos testigos —que, por una de esas singulares coincidencias tan frecuentes en casos de delito, viene a confirmar hasta cierto punto el testimonio de Aldridge—, creo que ofrece menos dificultad. Si bien es cierto que su presencia en el lugar de los hechos podría tildarse de inoportuna, no se aprecia en sus circunstancias indicio alguno de intención delictiva y, por otra parte, de haberla habido, sería difícil establecer que tal intención hubiera tenido alguna influencia en sus declaraciones respectivas. Y, lo que es más, está claro que no ha habido confabulación de ninguna especie.
En conclusión, solo me queda ya referirme a un papel hallado en las habitaciones del barón en Russell Place y al ejemplar de la revista Zoïst que pertenecía al difunto señor Anderton y al que se refirió el señor Morton en su declaración[38] diciendo que había sido motivo de conversación en casa del señor Anderton la noche del 13 de octubre de 1854. En cuanto al primero, se trata de un fragmento de una carta que me he aplicado a completar en la medida de lo posible. En el supuesto de que lo haya hecho bien y teniendo en cuenta la visita que, tal como he podido confirmar, hizo una señora extranjera al barón «muy temprano por la mañana», inmediatamente después de la muerte de madame R., dicho papel arroja mucha luz sobre las extraordinarias circunstancias de la muerte de madame R. Es posible que la importancia del segundo documento en el caso no esté tan clara. Reconozco sin vacilación que, cuando pensé por primera vez en su relación con los hechos, la deseché enseguida porque me pareció excesivamente absurda para considerarla. Pero tengo que añadir que, a medida que he profundizado en las pesquisas, esta relación aparente se ha ido imponiendo por ser el único indicio que resuelve un laberinto de coincidencias como no he visto nunca en mi vida; y, aunque ni en estos momentos puedo aceptarlo como un hecho, tampoco me es posible prescindir de semejante indicio por completo. Así pues, dejo el asunto en sus manos señalando simplemente, como he hecho antes, en la presentación del presente informe, que, incluso en el caso de que ciertos párrafos que se considerarán hubieran ejercido alguna influencia en el barón y que el plan basado en las sugerencias de estos hubiera dado el resultado apetecido, dicho resultado, por muy extraordinario que parezca, no presupone necesariamente, como podría parecer a primera vista, que admitamos las afirmaciones monstruosas de la revista de hipnotismo en las que se fundamentan.
Hechas estas observaciones, someto ahora a su consideración la última parte de las pruebas, después de lo cual solo me restará hacer un breve repaso de todo el caso antes de dejarlo por fin en sus manos.
2. Declaración de la señora Jackson
Me llamo Mary Jackson. Vivo en Goswell Street (City Road). Soy enfermera y niñera. En junio de 1856 cuidaba a madame R. Me recomendó al barón R. el doctor Marsden, que se alojaba en la misma casa. El doctor me ha recomendado muchas veces. Madame R. no estaba muy enferma. En mi opinión, no tanto como para necesitar una enfermera. Naturalmente, estaba mejor atendida contando con los servicios de una enfermera, como todo el mundo, pero en su caso no era imprescindible. Acudí por deseo del barón. Él estaba un tanto preocupado. El pobre caballero quería mucho a su mujer. Nunca había visto a un marido tan bueno. Estoy segura de que ningún otro habría hecho lo mismo que él, pero ella lo trataba con frialdad. Tengo la impresión de que le importaba un comino. Nunca le dirigía la palabra, a menos que se la dirigiera él. En realidad hablaba muy poco, siempre parecía asustada, sobre todo en presencia del barón. La verdad es que parecía que le diera miedo, pero no sé por qué. Siempre la trataba muy bien. Era el caballero más agradable y mejor educado que he conocido en mi vida. No es que no fuera exigente. Al contrario. Preferiría que todos los hombres casados fueran la mitad de exigentes que él, porque entonces las enfermeras no tendríamos tantas complicaciones. Se hacía todo con la precisión de una máquina. Todas las mañanas me entregaba un papel con lo que había que hacer en el día. Es decir, comidas y medicinas. Una lista completa, con las horas en las que la señora tenía que tomar cada cosa. Todo estaba siempre dispuesto a tiempo y yo se lo daba a su hora. Nadie le daba nada más, nunca. El barón nunca le administró nada personalmente. Nada de nada. De eso estoy completamente segura. Decía que era tarea de la enfermera, y lo es, en efecto. Muchas veces decía que había visto a muchos enfermos y que había aprendido a no entrometerse nunca en la labor de las enfermeras; cuánto me gustaría que todos los caballeros fueran de la misma opinión. Era muy exigente con las medicinas. Las enfermeras siempre podemos quedarnos con los frascos a título de propina. Los pagan a chelín la docena en todas partes, si están limpios. Esto no le parecía bien al barón y me los pagaba igualmente a un chelín la docena, pero los guardaba todos en un armario. Nunca estaban completamente vacíos. El barón siempre procuraba tener un frasco entero antes de que se agotara el anterior. Decía que los guardaba para poder recurrir a ellos en caso de accidente o equivocación. Era un caballero muy cuidadoso. Me ocupé de madame R. todos los días hasta su completa recuperación. Estoy segura de que, en las horas que pasaba con ella, nadie le dio nunca nada, solamente yo.
3. Declaración de la señora Ellis
Me llamo Jane Ellis. Soy enfermera y vivo en Goodge Street (Tottenham Court Road). Hacia finales de julio de 1856 me contrataron como enfermera de noche para madame R. Tal vez no me necesitara, en realidad. Estaba enferma, pero podía asistirse sola. A veces se ponía mucho peor, así que para ella era mucho más cómodo y, además, podía permitírselo. Parecía que el barón R. no escatimaba gastos con ella. Por lo general, se ponía peor por la noche. Solía tener una recaída fuerte cada quince días, en sábado, por lo general. Me turnaba con la señora Jackson. Ella hacía el turno de día y yo el de noche. Yo llegaba a las diez y me iba a la hora del desayuno. No salía de la habitación en todo ese tiempo. El barón lo quería así específicamente. Desde el primer día, me puso la condición de que no me durmiera ni saliera de la habitación en ningún momento. Nunca me había contratado un caballero tan exigente. No tengo absolutamente nada que decir en su contra. Al contrario, siempre era muy educado y agradable, se comportaba con la mayor amabilidad, como tendrían que hacer siempre los caballeros. Estimaba extraordinariamente a la señora, pero no parecía que ella le correspondiera. Estaba enferma, pobre mujer, y era incapaz de corresponder a nadie. Y parecía muy asustada. Cuando el barón entraba en su dormitorio, ella lo seguía con la mirada, como si lo temiera. Nunca le oí decirle nada desagradable. Otras veces, se quedaba muy quieta en la cama, sin decir una palabra, durante horas. Era como si le diera miedo todo el mundo. Si me movía por la habitación, notaba que me seguía con la mirada, sin quitarme la vista de encima. Creo que era cosa de su dolencia. El barón era muy atento. No he conocido a ningún hombre casado tan atento como él. Dormía en la habitación de al lado. Había una puerta entre los dos dormitorios y él siempre la dejaba abierta de par en par. Tenía el sueño increíblemente ligero. Si una de las dos decía algo, se presentaba al momento a ver lo que sucedía. Ni siquiera podía yo andar por la habitación, porque lo oía. Era un hombre increíble. Parecía que pudiera vivir sin dormir. Creo que era por la carne, porque comía muchísima carne. Nunca había visto a nadie comer tanto. Bromeó con lo de la comida cuando empecé a trabajar con ellos. En esos momentos, madame R. no se encontraba tan mal y a veces charlábamos. Me dijo que se debía a que era hipnotizador. Yo no creo en la hipnosis y así se lo dije. Él no contestó, solo se rio. Una noche me dijo que, si quería yo, él podía dormirme. Eso fue cuando ya llevaba una semana en su casa. Le dije que lo intentara, a ver si lo conseguía. Me miró intensamente un rato muy largo e hizo unos movimientos con las manos. Y me dormí. No creo que fuera hipnosis. Desde luego que no lo fue. Creo que fue por mirarle a los ojos, y así se lo dije. Me dijo que, si quería, lo repetiría. Y la noche siguiente lo repitió. Me quedé dormida casi inmediatamente. Desde luego, sabía que no era hipnosis, pero no pude evitarlo. Ya no volvió a hablar de eso, pero me advirtió de que tuviera cuidado, no fuera a quedarme dormida así sin más. Después, es cierto que me quedé dormida tres o cuatro veces. Pero no tenía nada que ver con lo que el barón pudiera hacer, porque no estaba en la habitación cuando me pasó. Debía de estar en la de al lado. Supongo que la puerta estaba abierta. Siempre estaba abierta. La primera vez que me quedé dormida fue más o menos una semana después de hablar de hipnosis con él. Fue un sábado por la noche, o un viernes, no estoy segura del todo. Fue una de las noches en que madame R. se puso muy mal. Se había ido a dormir hacia las once. Parecía que se encontraba muy bien. Dormía muy tranquila. Supongo que me quedé dormida. Me despertaron sus gemidos, se quejaba en sueños. Sería la una de la madrugada. No tardó en despertarse del todo con mucho dolor y tuvo un ataque tremendo. El barón llegó a la habitación al mismo tiempo que me despertaba yo. Algo lo alertaría, y fue al dormitorio inmediatamente. Me dijo qué era lo que le había despertado: mis ronquidos, según él. Quince días después volví a quedarme dormida de la misma forma. El barón no estaba. Madame R. dormía. Hacía muchas noches que dormía bien. Debí de quedarme amodorrada al oírla dormir tan a gusto. Me despertó el barón. Era sobre la una de la madrugada. El barón estaba muy disgustado. Me dijo que madame R. se había levantado en sueños y podía haberse matado. Dijo que había ido a la cocina. Eso fue lo que dijo, estoy segura. Puedo jurarlo. Me preguntó qué había cenado yo; quedaba un poco de cerveza en mi vaso y la probó. Me pareció que estaba muy enfadado y molesto. Lo lamenté muchísimo y prometí tener más cuidado en adelante. Nunca me había pasado una cosa así y se lo dije. Me dijo que, por esa vez, pasaba, pero que no volviera a suceder jamás. Después se fue arriba. Dijo que la había visto alguien, creo. Madame R. se puso mala otra vez esa noche. Empezó a quejarse cuando estábamos hablando y tuvo un ataque tremendo. El barón dijo que habría cogido frío, y me temo que así fue. Me propuse tener mucho más cuidado a partir de entonces, y así lo hice unos días, sobre todo cuando ella se dormía. Estuvo dos semanas sin poder dormir apenas, pero, cuando se dormía, yo ponía los cinco sentidos. Creo que al final de esa temporada una noche volví a amodorrarme. No me di cuenta. Sé que tuvo que ser así porque, cuando miré el reloj, era dos horas más tarde de lo que creía. Madame R. tuvo otra recaída esa noche. Me irrité conmigo misma. Empecé a pensar que alguien me estaba gastando una broma. Era tan raro que me pasara cada quince días… No se lo conté al barón. Sé que hice mal, pero estaba asustada. Quince días después me puse en guardia. Madame R. se durmió. Yo puse todo mi empeño en no dormirme. Creía que a lo mejor alguien me ponía algo en la cerveza, así que preferí no tomarla. No cené ni bebí nada más que té verde cargado que me hice yo. Estaba segura de que el té me ayudaría a estar en vela. Pero no fue así. Hacia la una, me desperté muy sobresaltada y vi que madame R. se encontraba mal, como de costumbre. Me preocupaba mucho la situación. Me propuse contárselo al barón si volvía a pasarme lo mismo. Y volvió a pasarme, pero no se lo conté. Madame R. se encontraba tan mal que me asusté de verdad; y, después, no volvió a pasarme más y ella se curó. Sé que tenía que habérselo dicho al barón. Siento mucho no haberlo hecho. Nunca me había pasado nada igual. Como es lógico, me he dormido muchas veces velando a un enfermo, pero no me habían ordenado que no lo hiciera. Pasé unos tres meses allí y me quedé dormida sin darme cuenta unas seis, me parece, aunque no estoy completamente segura. Siempre me pasaba cuando se dormía madame R. Y, después, la señora siempre tenía una recaída. No se lo conté a ella tampoco, ni le dije nada de su sonambulismo. El barón no quería que se lo dijera. Dijo que la pobre se asustaría. Nunca volvió a preguntarme si me había quedado dormida; de lo contrario, se lo habría dicho. En una o dos ocasiones estuve a punto de decírselo, pero siempre pasaba algo que me lo impedía. Juro que nunca me había sucedido nada igual. Seguro que pasaba algo raro que yo no sé. Llevo veinte años cuidando enfermos y tengo las mejores referencias de muchos médicos y pacientes.[39]
4. Declaración del señor Westmacott
Londres, a 20 de septiembre de 1857
Señor:
Tengo el honor de informarle de que, en respuesta a su solicitud, he examinado y analizado de la manera más escrupulosa y completa el contenido de las tres docenas y siete unidades (47) de ampollas medicinales que me remitió a tal fin.
La cantidad y el contenido de estas ampollas corresponde exactamente a las prescripciones y demás facilitadas por los señores Andrews y Empson[40], y la exhaustiva analítica ha dado resultados negativos para arsénico, antimonio o cualquier otra sustancia similar.
Me honro en ser su más sumiso servidor,
THOMAS WESTMACOTT, químico analista
5. Declaración de Henry Aldridge
Me llamo Henry Aldridge. Soy oficinista y trabajo en el despacho de los señores Simpson y Co. (en la City). En el verano de 1856 me alojé en casa de la señora Brown, sita en Russell Place. En principio, no me alojé allí en calidad de inquilino, sino como amigo de su hijo. Nos habíamos conocido en Australia. Los dos trabajábamos en los mismos grandes almacenes de Melbourne y trabamos una gran amistad. No volvimos a Inglaterra en el mismo barco. Eso es un error. Yo volví unas semanas antes y me encontraba en Liverpool cuando llegó él. Creo que vino en el Lighting, pero no estoy seguro. Tenía que ir a recibir tantos barcos que no me acuerdo del suyo. En esa época trabajaba en una compañía de Liverpool y tenía el deber de ir a recibir todos los barcos que llegaban. Accedí a ir con él a Londres. No pude ir inmediatamente, porque tenía que avisar a mis jefes por adelantado, pero iría después. Me pidió que me quedara con él en casa de su madre hasta la boda y acepté. Así fue como llegué a Russell Place. Después, arregló las cosas con su madre para que me diera una habitación como un inquilino más; tenía que pagarle a tanto por semana y un tanto más en cuanto me situara. No tuve noticia de que el barón se opusiera. Lo veía muy poco. Yo dormía en el piso de arriba y siempre tenía mucho cuidado de no hacer ruido para no molestar a madame R. Estaba enferma y me esforzaba por no importunarla. A veces salía hasta tarde. Me he emborrachado alguna vez, pero no muchas. Muy pocas, a decir verdad, y, estando en Russell Place, nunca. Salía con mis amigos cuando me alojaba allí, y tomaba vino y licores, pero nunca en exceso. Puede que me pusiera alegre. No se puede decir que no me achispara un poco un par de veces. Lo que quiero decir es que nunca llegué a beber tanto como para perder el dominio o la conciencia de mis actos. Estoy seguro de que nunca ocasioné la menor molestia ni la pude haber ocasionado sin saberlo. Puedo jurarlo. Creo que el barón me acusó de eso a la señora Brown. Habló varias veces con ella de esa cuestión, y quería que me echara. Ella decía que nunca había visto nada malo y que no podía echarme sin más, porque era amigo de su hijo. Al final consiguió que me echara. El motivo fue que una noche, a las doce, un policía me encontró sin sentido a la puerta de casa. El policía llamó a la puerta y a la campanilla y despertó a toda la casa, y el barón dijo que yo estaba borracho. Pero estaba perfectamente sobrio. No había tomado nada más que un botellín de cerveza. Las cosas sucedieron como digo a continuación, y estoy dispuesto a jurar que es verdad si me lo piden. Me había quedado en el despacho hasta tarde porque había muchísima correspondencia que atender, y después fui andando a casa con un compañero del mismo despacho —William Wells—, después de tomar únicamente un botellín de cerveza en el pub de High Holborn, porque estaba muy cansado. Wells tomó brandy con agua. Nos separamos en la esquina de Tottenham Court Road. Cuando llegué a Russell Place intenté abrir la puerta con la llave, pero habían echado el pestillo. Entonces tiré de la campanilla, pero no sonó y me quedé con el tirador en la mano, como si hubieran cortado el cable. Probé otra vez con la llave y estaba pensando en irme a otro sitio, porque no quería ponerme a dar golpes en la puerta para no molestar a madame R., cuando la puerta se abrió desde dentro. Di media vuelta para entrar y entonces me arrojaron algo a la cara y ya no me acuerdo de nada más. Debí derrumbarme, inconsciente, en el suelo, y así me encontró el policía. Es la verdad. No pude ver quién abría la puerta. Había una farola cerca de la puerta, pero la persona estaba en la sombra. No sé lo que sucedió. En aquel momento estaba seguro de que había sido una treta del barón para que me echaran. Y sigo pensando lo mismo, pero ahora ya no estoy tan seguro. Es decir, pensándolo bien, no creo que le pueda acusar de eso verdaderamente. Estoy dispuesto a jurar cuanto he dicho. Juraré que estaba sobrio, tanto como lo estoy en este momento. Se lo pueden corroborar mis jefes y Will Wells. No sé por qué tendría el barón tanto empeño en que me echaran. Nunca discutimos por nada. Creo que no hablé con él más que una vez. Es decir, solamente «Buenos días» y cosas por estilo. La vez que hablamos fue cuando escribí a la Compañía de Seguros a raíz de la muerte de madame R. Fue un sábado por la noche. Nos habían dado medio día festivo y me había ido a Putney en barca con unos amigos. Habíamos bebido bastante cerveza, sola y con gaseosa de jengibre, pero no estaba borracho. Estaba sobrio, aunque un poco alegre, tal vez, nada exagerado. Llegué a casa sobre las once. Tenía llave para entrar, pero la cerradura estaba atascada; me abrió la puerta la criada, que estaba en vela, esperándome. Subí sigilosamente para no molestar a madame R. Al pasar por la puerta de su dormitorio, vi que estaba entreabierta. La de la habitación de al lado estaba abierta de par en par y había una lámpara encendida o algo. Al pasar yo, nadie se movió ni dijo nada. Me quité los zapatos para hacer menos ruido; pero la casa era vieja y no podía subir sin que las escaleras crujieran un poco. Las escaleras hasta el primer piso eran de piedra y no crujían. Llevaba una vela, y la tapé un poco con la mano. Me acosté, pero supongo que estaba tan cansado que no me podía dormir. Hacía una noche calurosa. Llevaba ya un par de horas en la cama y pensé que podía lavarme, a ver si me refrescaba un poco. Me levanté y fui al aguamanil. La jarra estaba vacía. A la criada se le olvidaba llenarla muchas veces. Cogí la jarra y salí al rellano para llenarla en el grifo. Fui con mucho cuidado para no molestar a madame R. Cuando llegué al rellano, vi que salía alguien de la habitación de la señora y me acerqué al pasamanos a mirar. Desde el rellano de mi piso se veía el de abajo. Miré y vi que era madame R. Iba en camisón y sin vela. Fue hasta las escaleras y entonces la perdí de vista. Al pasar por la puerta de la habitación contigua a la suya, distinguí en la pared la sombra de la cabeza y los hombros de un hombre, como si hubiera alguien vigilándola. Me asomé al pasamanos para ver bien a la mujer, el pasamanos crujió y la sombra desapareció inmediatamente. Cuando volví a mirar ya no estaba, y al principio creí que me había equivocado; pero ahora estoy seguro de que vi lo que vi. Solo lo dudé un momento. Fue todo muy repentino. Ahora juraría que sí. Vi la sombra perfectamente. La vi todo el tiempo que tardó madame R. en bajar el primer tramo de las escaleras, de unos doce peldaños. Estaba ya en la esquina cuando me asomé al pasamanos para verla bien. Estaba seguro de que madame R. andaba dormida. Más allá de la esquina, las escaleras estaban a oscuras y ella siguió bajando. Temí que pudiera hacerse daño y bajé hasta la puerta del barón. Estaba dormido, o por lo menos tuve que llamar dos veces a su puerta. Salió y le conté lo que había visto. Se molestó bastante y, sin pérdida de tiempo, cogió la lámpara y bajó. Me quedé mirando por encima del pasamanos y le vi bajar. Desde allí se veía bien hasta la puerta que da a las escaleras de la cocina. Entre esas escaleras y el vestíbulo había un tabique de cristal. Le vi pasar por la puerta y vi la luz a través del cristal a medida que seguía bajando por las escaleras. Después volvió a subir y sujetó la puerta para que pasara madame R., que venía detrás de él; ella siguió subiendo y él iba detrás. Al verla subir, volví a mi rellano y seguí mirando. Ella entró en su habitación sin haberse despertado, me pareció, y él entró a continuación. Oí murmullos en la habitación y después el barón subió a verme. Me dio las gracias por haberle avisado y dijo que madame R. había bajado a la cocina y ya salía cuando llegó él abajo del todo. Me rogó encarecidamente que no se lo contara a nadie, porque ella podía llegar a enterarse y tal vez se asustara; y nunca se lo he contado a nadie hasta el momento en que escribí a la Compañía de Seguros. Prácticamente se me había olvidado todo, pero me acordé otra vez al ver que la pobre madame R. se había quitado la vida en un ataque de sonambulismo. Entonces lo escribí. No tenía malas intenciones contra el barón ni las tengo ahora. Sigo sin saber por qué quiso que me echaran. Supongo que creía de verdad que yo molestaba a su mujer. La quería mucho y me atrevería a decir que estaba muy preocupado por ella. En aquel momento me enfadé, pero, al pensarlo después, supongo que lo juzgué con demasiada severidad. Nunca me pareció que me guardara rencor por lo que había visto. Al contrario, siempre decía que me lo agradecía muchísimo. No sé nada más de esta cuestión y estoy dispuesto a jurar cada una de las palabras que he dicho. Estoy completamente seguro de que dijo que madame R. había ido a la cocina.
6. Declaración de Miles Thompson
Soy agente de policía. En agosto de 1856 me tocaba el turno de noche en Russell Place. Recuerdo que una noche, el barón R. habló conmigo y me pidió que echara un vistazo a su calle tan a menudo como pudiera con el fin de que no hubiera jaleo. Me dio cinco chelines por el trabajo. Una noche estaba haciendo la ronda cuando, hacia las doce de la noche, vi un bulto en los escalones de la entrada de la casa del barón. Era un caballero joven; al principio creí que estaba muerto, pero después comprobé que solo estaba inconsciente. Lo incorporé y lo apoyé en la balaustrada; iba a tirar de la campanilla cuando vi que tenía la llave en la mano. Probé a ver si abría la puerta y, en efecto, se abrió enseguida y metí al joven en el vestíbulo. Después llamé a la puerta y a la campanilla hasta que bajó alguien. La campanilla funcionaba perfectamente. Bajó el barón, en batín, y dos o tres personas más. Les dije que, si querían, podía ir a avisar a un médico, pero el barón dijo que el joven solo estaba borracho. Los ayudé a subirlo a su habitación y a meterlo en la cama. El barón me dio media corona por las molestias. Me pareció que estaba muy irritado, como es natural, y me dijo que habría preferido que me lo llevara a la comisaría. Personalmente, creo que estaba borracho. Olía un poco a cerveza, pero no mucho. Los ayudé a meterlo en la cama y me fui. Y no sé nada más.
[Nota bene: Según cartas de los señores Simpson y Wells, es cierto que el señor Aldridge estaba sobrio hasta el momento en que el señor Wells se despidió de él en la esquina de Totteham Court Road, no más de media hora antes de que el agente de policía Thompson lo encontrara en las condiciones antedichas. R. H.]
7. Declaración de John Johnson
para
el señor enderson señor tal como me pidió He xaminao el timbre de campanilla de russle pleis y en mi umilde opinion el cable lo abia manipulao un chapuzas que saco el cable de su sitio y luego lo puso otra bez duna manera que abergonzaria a cualquier profesional que se precie. Queda a sus ordenes su mas umilde serbidor
JON JONSON FONTANERO Y INSTALADOR DE TIMBRES
TOTTUNMCORT RODE LUNDON
8. Declaración de Susan Turner
Me llamo Susan Turner. En agosto de 1856 trabajaba de criada para todo con la señora Brown en Russell Place. Recuerdo la noche en que madame R. bajó de su habitación. Estaba yo esperando despierta para abrir la puerta al señor Aldridge, porque la cerradura se había estropeado. La había estropeado la señora por la tarde. Supongo que el barón no sabía nada. El señor Aldridge llegó bastante tarde, pero no puedo decir la hora exacta. El señor Aldridge estaba bien, es decir, sobrio. Se fue directamente a la cama. Yo no, porque mi novio estaba en la cocina. Es un joven muy respetable que trabaja en el ferrocarril, no sé en qué estación; solo sé que a veces va a Escocia con su máquina. Es lo que llaman un fogonero. Aquella noche tenía que llevar un tren de mercancías no sé a dónde, muy tarde, y vino a verme. La señora no sabía que estaba en casa. Vino después de que ella se acostara. Mi novio tenía que empezar a las dos y nos quedamos allí hasta la una. Justo cuando se iba a marchar, estábamos en la puerta de la cocina cuando oímos a alguien en el vestíbulo. Dije: «¡Ay, Dios! ¡Es la señora!». Él dijo: «Vendrá a buscarte», y me dijo que saliera yo a su encuentro mientras él se iba por el otro lado. Le dije que no, que lo vería, porque el tabique es de cristal y arriba, en las escaleras, había una lámpara de gas.[41] Nos fuimos hasta el trastero, que está detrás de la cocina y la bodega. Hay cajas viejas y trastos, pero nunca va nadie. Me pareció que a la señora no se le ocurriría mirar allí. Justo cuando llegamos a la puerta vimos que alguien bajaba del vestíbulo por las escaleras. En voz baja, le dije a John: «¡Ahí va! ¡No es la señora, es madame!». Mi señora era muy alta y fuerte, y madame R. era bajita y delgada. La vi cuando cruzó la puerta porque en el vestíbulo había luz. Bajó las escaleras sin detenerse y pasó por delante de nosotros. Siguió andando directamente hacia el cuarto en el que el barón tiene todos sus frascos y cosas. No entró en la cocina. No, para nada. Puedo jurarlo. Se fue al cuarto del barón. Es el laboratorio, diría; no sé. Era donde tenía los frascos. John y yo nos acercamos a mirar por la ventana. La ventana del trastero da a la del cuarto de atrás, donde están los frascos. Se veía todo perfectamente. La luna brillaba mucho aquella noche y, además, encima de la ventana del cuarto de atrás hay como un espejo de hojalata que refleja la luz. Vimos entrar a madame y coger un frasco de un estante. Se sirvió un vaso y se lo bebió todo. Luego dejó el frasco en su sitio, el último del segundo estante. Después salió del cuarto y, cuando dimos media vuelta, una luz que venía de las escaleras de la cocina alumbró el cuarto. La luz no se movió hasta que madame pasó otra vez por delante de nuestra puerta, y después volvió a subir. Cuando la luz llegó a lo alto de las escaleras me asomé a mirar y vi que era el barón. Madame iba detrás de él. Le dije a John: «¡Mira, John! Es el barón». Y él dijo que suponía que habría bajado a buscar a su mujer. Cuando se fueron, John y yo fuimos al cuarto de los frascos. Vimos el vaso encima de la mesa. Todavía quedaban unas gotas al fondo. Lo olimos y parecía simplemente vino. Y sabía a vino. Después buscamos el frasco. Estaba al final del segundo estante. Tenía dentro un líquido que parecía vino, y estaba medio lleno. El frasco tenía una etiqueta con letras doradas, pero no sé lo que decían, una palabra era «vin» o algo parecido. Lo sé porque dijimos que debía de querer decir «vino». Creo que reconocería todas las palabras si las viera. [Aquí se le enseñaron varias etiquetas y la testigo eligió una que decía lo siguiente: «Vin. Ant. Pot. Tart», que significa «vino antimonial, mezcla de oporto y tártaro emético».] Estoy segura de que era esta. Me acuerdo porque eran unas palabras muy raras y nos pusimos a decir bobadas sobre «potes y tartas». Lo que había en el frasco olía a vino. Olía exactamente a oporto, pero no lo probé. John no me dejó. Dijo que no sabíamos lo que era y que a lo mejor me envenenaba. Dejamos el frasco en su sitio y después John se fue. No se lo conté a nadie. Ni siquiera cuando madame se puso enferma esa noche. No me atreví, por lo de John. Nunca le he dicho una palabra a nadie, hasta hoy, porque me preguntaron. Y mucho menos al señor Aldridge, ni él a mí. Juraré que todo lo que he dicho es verdad. Estoy segura de que la señora no fue a la cocina en ningún momento. Estoy segura de que el barón tuvo que verla salir del cuarto de los frascos. Estaba esperándola en las escaleras con la vela en la mano. Puedo jurarlo.
[Nota bene: La declaración del «novio» al que se refiere confirma completamente la presente declaración. El plano que se acompaña (véase frontispicio) puede ilustrar aspectos de la declaración de la testigo. R. H.]