1. Extractos del diario de la señora Anderton
13 de agosto de 1854. Ya estamos aquí por fin, en Notting Hill. Jane se ríe de nosotros por venir a la ciudad precisamente cuando todo el mundo se va; pero en mi opinión, y estoy segura de que también en la de mi querido William, esta es la época más agradable para nosotros. Pobre Willie, cada vez le afecta más lo que pueda decir cualquiera de él y está muy triste y preocupado por la discusión sobre el viaje a Dresde. Mañana, el nuevo maestro. ¿Cómo será?
14 de agosto. Conque ¡así es el nuevo maestro! Creo que en mi vida me había asombrado tanto. ¡Que ese hombre bajito y gordezuelo sea el hipnotizador más poderoso de Europa…! Y la verdad es que es poderoso, porque no había terminado de hacerme el primer pase cuando noté un destello en todo el cuerpo. Además, tiene un no sé qué, cuando se le ve más de cerca, que me confunde mucho. Lo cierto es que no es el hombre común y corriente que parece, aunque no sabría decir por qué estoy tan segura.
25 de agosto. Ahora estoy muy satisfecha. ¡Cómo pude pensar que el barón era un hombre común y corriente! Lo cierto es que a primera vista no parece lo que es. Es un hombre con el que no me gustaría discutir. Me da la impresión de que no tendría mucho reparo en matar a cualquiera que lo ofendiera o se interpusiera en su camino. ¡Con qué tranquilidad cuenta esos experimentos horribles que se hacen en las escuelas de medicina y las torturas que infligen a los pobres pacientes de los hospitales! Willie dice que todo eso son tonterías y que los médicos siempre hablan de ciencia; pero este hombre tiene algo diferente, lo noto, no sé por qué. Pero su tratamiento me sienta muy bien.
1 de septiembre. Cada vez estoy mejor, pero no puedo evitar esta sensación tan rara y cada vez más fuerte que me produce el barón. No hay duda de que es un hombre extraordinario. ¡Con qué contundencia pone la mano sobre cualquier cosa, aunque solo sea un momento! Y ¡con qué soltura parece despreciar cualquier cosa que se cruce en su camino! Esta mañana, estaba yo en la ventana cuando le vi llegar, y me asusté mucho al ver que casi lo arrollan. Pero no tenía por qué haberme asustado, porque mi caballero sencillamente siguió andando sin apresurarse, mientras que el pobre caballo se sobresaltó tanto que casi fue a parar al otro lado de la calle. ¿Le vería los ojos, esos ojos verdes tan asombrosos, y por eso casi se desboca? Porque ¡qué ojos tiene! Es difícil vérselos, pero cuando se los ves… ¡Ay! A pesar de todo, su tratamiento me sienta muy bien.
11 de septiembre. Bien, hemos acordado que el barón no volverá a hipnotizarme directamente. ¿Lo siento o me alegro? Sea como fuere, espero que la gente deje de molestar a mi pobre William…
13 de septiembre. Primer día de mademoiselle Rosalie. Parece bastante simpática; pero me resulta raro estar tumbada en el sofá mientras hipnotizan a otra persona en mi lugar.
15 de septiembre. Este nuevo plan empieza a hacer efecto. Tengo la impresión de que la hipnosis me afecta más incluso que cuando el barón me la hacía a mí directamente, y de esta forma disfruto de todas las ventajas sin tener que soportar las desventajas. Es delicioso. Hoy he echado un vistazo a mis diarios de Malvern. Parece mentira que al principio esto me gustara tan poco y que ahora no pueda vivir sin ello.
29 de septiembre. Creo que pronto podremos prescindir completamente de los servicios del barón. Estoy segura de que Rosalie y yo nos las arreglaremos muy bien solas. ¡Qué maravilloso es esto de la hipnosis! ¡Es increíble que el simple roce de la mano de otra persona quite todos los males y sane y fortalezca tanto! La verdad es que si no hubiera llevado siempre un diario, tendría muchas ganas de hacerlo ahora, para tener un recuerdo de los efectos maravillosos de este remedio tan extraordinario. Esta mañana me levanté con un dolor de cabeza muy fuerte. Sin ganas de desayunar. Ojos cargados, pulso débil. El pobre William ya no sabía qué hacer, cuando, ¡mira qué bien!, llegaron mademoiselle Rosalie y el barón. El caballero hace un par de pases, la señorita me pone en la frente su mano de mono, pequeña y seca, y ¡presto!, el dolor de cabeza desaparece y enseguida pido chocolate y tostadas.
30 de septiembre. Día gris. Dolor de cabeza otra vez esta mañana; estaba mirando ansiosamente por la ventana con la esperanza de ver aparecer a mi «buen angelito» de pelo castaño cuando entra el barón y me dice que no puede venir, que ha pasado toda la noche en vela con una señora moribunda y está tan agotada que teme que me haga más daño que beneficio. Seguro que ella no está tan agotada como yo, pobrecita. Pero la verdad es que, a pesar de la satisfacción de hacer tanto bien, ¡qué vida la suya!
1 de octubre. Rosalie ha vuelto. Fin del dolor de cabeza. Todo brilla, como el sol de octubre en la calle. Le he cogido mucho aprecio a esta muchacha. ¡Cuánto me gustaría que hablara algo más que alemán! […]
4 de octubre. Esta pobre muchacha me está calando en lo más hondo de una forma extraordinaria. Empiezo a soñar con ella por la noche […].
6 de octubre. Otra vez dolor de cabeza esta mañana, y recado de Rosalie, que no puede venir. ¡Qué fastidio que todo pase al mismo tiempo! […]
12 de octubre. Creo que no tardaré en saber cuándo trabaja demasiado la pobre Rosalie. Otra vez dolor de cabeza hoy, y tenía el presentimiento de que no podría venir […].
20 de octubre.[15] Y ahora el barón nos va a dejar. Bien, me alegro de verdad de poder prescindir de él tan fácilmente. Hoy vino Jane Morgan y, claro, reírse de la hipnosis no favorece. De todos modos, no pudo negar que me encuentro muchísimo mejor; y así es, menos el dichoso dolor de cabeza, que siempre me ataca cuando la pobre Rosalie está muy cansada y no puede quitármelo; lo cierto es que estoy fuerte y sana.
31 de octubre. Evidentemente, algo malo pasa entre la pobre Rosalie y el barón. Se nota que ha llorado; y yo estoy igual: como si hubiera llorado, pero supongo que será por empatía. Muy poco satisfecha con la sesión de hoy. Es como si la pobre Rosalie me hubiera pasado parte de su depresión. ¡Ay, si hablara inglés o yo hablara alemán! Porque podría averiguar qué es lo que le pasa. A lo mejor pierde el trabajo cuando se marche el barón. Nota: preguntárselo a él mañana.
1 de noviembre. No. Dice que, por supuesto, irá con él a Alemania y «espera que a ella le siente bien». ¿A qué se referirá? Dice que Rosalie se encuentra muy bien, pero hace insinuaciones misteriosas, como si le pasara algo muy malo. ¡Cuantísimo me gustaría hablar alemán!
3 de noviembre. La misma tirantez entre el barón y Rosalie. Estoy segura de que pasa algo y de que ella quiere contármelo, pero teme al barón. Es curioso que nunca nos deje a solas, la verdad. Nota: Pedir a William que mañana nos lo quite de en medio un ratito, aunque no sé de qué servirá, porque no tenemos forma de entendernos […].
4 de noviembre. ¡Qué día memorable! Estoy muy cansada por la emoción, pero no quiero acostarme hasta consignarlo todo en el diario. En primer lugar, ha sido la última vez que veo a Rosalie, al menos, hasta que vuelvan del continente. No puedo dejar de darme cuenta de que a William no le disgusta mucho que ella se vaya. ¡Pobrecito mío! Creo de verdad que está bastante celoso de mis extraordinarios sentimientos por ella. Y en realidad es extraordinario que una mujer que lleva una vida tan diferente y de la que no sé nada me haya calado tan hondo. Supongo que se debe a la hipnosis, que es una cosa muy misteriosa, desde luego. De ser así, he tenido muchísima suerte de que no me pasara con el barón. ¡Puaj! Ahora empiezo a entender de verdad las objeciones que me parecían tan tontas y pesadas hace tres o cuatro meses, antes de que llegara Rosalie. Y, sin embargo, a fin de cuentas, no creo que a pesar de la hipnosis o lo que sea haya que temer que le coja demasiado aprecio al barón. Es más comprensible tenerle miedo. Rosalie se lo tiene, es evidente, y, a decir verdad, yo también, un poco, porque, si no, hoy no me habría afectado tanto su actitud. Hoy era la última «sesión» con Rosalie y estaba dispuesta a deshacerme de él un ratito para ver si podía entenderme un poco con ella. Llegaron a las dos, como de costumbre y, como no quería perder la oportunidad, había convencido a mi querido William de que se quedara esperando en su estudio y llamara al barón cuando pasara por delante, con la esperanza de que Rosalie llegara sola a mí. Pero ha sido inútil, porque el barón plantó su rechoncha figura entre ella y las escaleras y, cuando —creyéndome tan lista— la llamé desde arriba y le dije que subiera, él lo utilizó como excusa para dejar a mi pobre William y subir directamente delante de ella. Me fastidió tanto que casi pierdo los modales. Bueno, naturalmente, el barón tenía muchísima prisa y nos pusimos a trabajar sin demora en la hipnosis. Cuando terminamos, los dos procuramos entretenerlos con un poco de conversación, y le hice señas a William para que se llevara al barón a otra parte. Estaba poniéndome nerviosa y no paraba de repetir mentalmente las dos palabras de alemán que me había enseñado Jane Morgan a propósito por la mañana. Pero dio igual y empecé a ponerme muy nerviosa. Y estoy segura de que Rosalie entendía lo que quería yo, porque ella también empezó a inquietarse, y eso me puso más nerviosa todavía. Al final, el barón dijo que tenía que irse y se levantaron los dos para despedirse. William habría desistido, pero dice que lo miré con una expresión tan implorante que no lo pudo resistir y, con otro esfuerzo, le dijo al barón si podía acompañarlo un momento a su estudio para hacerle una consulta. Dijo que no, que no tenía tiempo, pero que respondería a lo que necesitara allí mismo. Entonces, William me pidió que me fuera con Rosalie a la salita de al lado, pero el barón tampoco lo consintió, aunque, riéndose, dijo que no confiaba en la discreción de una dama, pero que, si dejaba a Rosalie con ellos, no entendería una sola palabra de lo que se dijera. Tampoco funcionó esta vez, y, por último, William, con más presencia de ánimo y determinación de las que me habría imaginado en él, lo agarró por el ojal de la solapa y se lo llevó inmediatamente hasta la ventana del fondo, y empezó a hablar con mucho interés en voz baja para distraerlo. Supongo que era porque sabía que se trababa de una estratagema, pero el caso es que el corazón me latía muy deprisa cuando solté las dos palabras: «Gibst’ was?[16]», y vi que a ella le pasaba lo mismo. Le sorprendió que le hablara en alemán y, desde luego, a mí me pasó otro tanto cuando vi que me contestaba en inglés, con cierto acento, bien es cierto, pero en inglés llano: «Haga como si no le hablara. Soy…», y se calló de repente y se puso muy pálida, y ¡a mí se me fue toda la sangre al corazón en un solo latido! Levanté la cabeza y vi que el barón nos miraba fijamente. La pobre Rosalie se asustó muchísimo y declaro que yo también. Fuera como fuere, ninguna de la dos volvió a atreverse a decir una palabra, y al cabo de un momento el barón consiguió quitarse de encima a mi pobre William y marcharse. Y así termina mi pequeño romance con Rosalie. Estoy segura de que le pasaba algo. Porque ¿para qué se iba a molestar en aprender un poquito de inglés si no tenía nada que decirme? Y ¿por qué…? Pero no puedo quedarme aquí toda la noche dándole vueltas a una cosa que, al fin y al cabo, me atrevería a decir, no es nada. Ya son las doce de la noche.
6 de noviembre. ¡Qué raro! Desde luego, Rosalie y el barón ocultan algún misterio. Estoy segurísima de que esta mañana los he visto juntos en un coche de alquiler, pero zarpaban el sábado por la noche y llegaban a París ayer. Quizá al final se les hizo tarde, aunque al puente de Londres se llega de sobra en una hora y media y, si hubieran perdido el tren, supongo que ayer habrían venido aquí. En cualquier caso, podían haberse ido esta mañana temprano. Es muy raro […].
7 de noviembre. No creo que haya habido en el mundo un marido como el mío. Ayer se le ocurrió preocuparse pensando en lo inquieta que estaría yo por haberme quedado sin hipnosis… ¡Como si me importara algo perder cualquier cosa, teniéndolo a él conmigo! Así que no se conformó hasta que se le ocurrió que fuéramos los dos a Haymarket a ver Paul Pry[17] y a los bailarines españoles. Hacía muchísimo tiempo que no me reía tanto. No me gusta ese baile tan violento, así que salimos enseguida, nada más terminar la absurda y breve farsa Cómo pagar el alquiler. ¡Cuánto nos reímos con ella y con las tonterías del monito Clark! Wright también está inimitable en Paul Pry. Mi querido William, ¡qué bueno es conmigo! […]
5 de diciembre. Íbamos a ir otra vez al teatro cuando llegó la noticia de la enfermedad del pobre Harry Morton. Mi queridísimo William: ¡qué bueno es con todo el mundo! Y tan dispuesto. Si algo le toca el corazón o el honor, ni el propio duque reaccionaría tan rápidamente y con tanta resolución. La noticia llegó cuando estábamos vistiéndonos, y mañana vamos a Nápoles a ver al pobre señor Morton, a cuidarlo un poco.
6 de diciembre. No hay otro como Willie. Después de la prisa que nos hemos dado para prepararlo todo, no ha querido que embarcáramos con tan mala mar. Hemos alquilado dos habitaciones pequeñas por días, porque Willie no soporta los hoteles, con tanta gente, y seguro que yo tampoco, y vamos a esperar aquí hasta que el tiempo mejore lo suficiente para embarcar.
9 de diciembre. Seguimos aquí; pero en las últimas tres horas el viento se ha calmado casi por completo y espero que podamos embarcar mañana por la mañana. Mi querido William está muy preocupado; lo convencí para que me llevara a una conferencia y, cuando estábamos allí, el viento se calmó y estamos haciendo el equipaje desde entonces. ¡Las doce! Y William me está llamando. Tengo que dejar de una vez esto del señor… ¡Dios del Cielo! ¿Qué pasa? Me encuentro mal… muy mal…
2. Declaración del doctor Watson
Me llamo James Watson y soy médico desde hace unos treinta años. En 1854 ejercía en Dover. La noche del 9 de diciembre de ese año me avisaron con urgencia para que fuera a ver a una tal señora Anderton, que se había indispuesto repentinamente al volver de una conferencia en el salón del Ayuntamiento, a la que asistía acompañada de su marido. Trajo el recado una criada de la casa en la que se alojaban. En el camino hacia la casa, la criada me dijo: «La señora está agonizando y el pobre señor no sabe ni lo que hace». Cuando llegamos a la casa, el señor Anderton sostenía a su mujer en brazos. Parecía muy alterado y gritaba: «Por el amor de Dios, dese prisa… ¡Creo que ha contraído el cólera!».
[Nota bene: El siguiente párrafo de la declaración del doctor Watson, íntegramente dedicado a los síntomas de la señora Anderton, aunque se excluyen algunos detalles y otros se describen con terminología no médica dentro de lo posible, solo interesará al profesional de la medicina y resultará desagradable para el profano. Por lo tanto, puede pasarse por alto, teniendo en cuenta simplemente que los síntomas son los que se observarían en un caso de envenenamiento por antimonio.]
La señora Anderton estaba en el sofá de su tocador, semidesnuda y envuelta en dos o tres mantas, pues parecía temblar de frío. En la habitación ardía un buen fuego, pero a pesar del fuego y las mantas, tenía las manos y los pies helados. Pregunté al señor Anderton por qué no la habían llevado a la cama, a lo que respondió que había estado en la cama hasta hacía unos pocos minutos, pero de pronto empezó a vomitar con tanta violencia que no habían podido volver a moverla. Casi nada más llegar yo se presentaron los mismos síntomas otra vez, aunque parecía que ya no le quedaba nada en el estómago. El nuevo acceso continuó con incesante violencia más de una hora, a pesar de que ya no tenía nada en el estómago, acompañado por otros trastornos internos y fuertes calambres, tanto en el estómago como en los brazos y piernas. Inmediatamente mandé a un criado a mi casa a buscar una bañera portátil que casualmente había alquilado para mi mujer y, tan pronto como la trajeron, metimos en ella a la señora Anderton, a una temperatura de 36º, tras añadir previamente 340 gramos de mostaza. Mientras esperábamos a que prepararan el baño, le administré treinta gotas de láudano en una copa de vino llena de brandy caliente y agua, pero los síntomas, lejos de mitigarse al menos, continuaron casi sin tregua. Además se añadieron fuertes dolores y una considerable hinchazón del «epigastrio». La siguiente dosis de opio tampoco dio resultado ni se apreció mejoría en los síntomas que producen el ácido prúsico y la creosota. Al sacar a la paciente del baño caliente, la colocamos cuidadosamente en la cama y poco después empezó a transpirar en abundancia, pero sin alivio de los síntomas anteriores.
[Aquí retoma el relato.]
Entonces empecé a sospechar que había ingerido alguna sustancia nociva, sobre todo porque, hasta el momento en que comenzaron los síntomas, la paciente gozaba de una salud extraordinaria. A continuación hice un examen pormenorizado para comprobar si se detectaba presencia de arsénico y, con ayuda del señor Anderton, inicié una búsqueda exhaustiva para ver si había en la casa algún preparado que contuviera dicho veneno irritante o cualquier otro. Sin embargo, no hallamos nada semejante, ni las pruebas que a la sazón estaba en condiciones de aplicar dieron resultado alguno que confirmara mis sospechas. Hay que destacar que, habida cuenta de todo esto, era imposible que fuera un caso de envenenamiento deliberado, porque la entrega y el cariño del señor AnderTon por su mujer queda fuera de toda duda y las personas de la casa no la conocían de nada. Otro dato concluyente en contra de esta suposición es el tiempo transcurrido desde la última ingesta de alimento. La señora Anderton había cenado a las seis de la tarde y, entre dicha hora y las doce de la noche, cuando le sobrevino el ataque, no había comido nada más que una galleta y una copa de jerez con agua, cuyos restos se encontraban en la mesa del tocador cuando llegué. Desde ese momento, recogí muestras de todo, así como de los restos del jerez con agua, y los mandé a analizar a un químico científico, sin resultados positivos. Por lo tanto, la única conclusión posible era que los síntomas se debían a causas naturales, aunque desconocidas. Tal vez cogiera frío de repente al salir de un sitio caliente al aire nocturno, aunque esto no concordaba con la circunstancia de que no se quejara de frío ni una sola vez en el largo trayecto hasta casa ni con la de que, cuando le sobrevino el ataque, estuviera tranquilamente en su tocador escribiendo su diario, como de costumbre. Otra circunstancia sospechosa, que ella misma manifestó después, era que notó un fuerte sabor metálico en la boca, síntoma que a veces ocasiona, junto a los otros que concurrieron en su caso, la administración de dosis excesivas de antimonio en forma de tártaro emético. No obstante, nunca se le había prescrito dicha medicina ni existía la menor posibilidad de que hubiera podido ingerirla por error. Con todo, a petición del señor Anderton, le administré los remedios que se aplican en estos casos, como vino de Oporto, infusión de corteza de roble, etc., pero le hicieron tan poco efecto como los anteriores. Lo cierto es que la irritación extrema del estómago, que todo lo rechazaba en cuanto la paciente lo tragaba, impedía que los remedios ejercieran todo su efecto. En tales circunstancias, no intenté repetir la administración de las medicinas ni probar con ninguna otra, y me limité a prescribir, cuando la irritación del «epigastrio» remitiera un poco, un tratamiento que ha dado buenos resultados en ocasiones similares y que consiste en administrar agua de seltz a cucharaditas, una cada vez. El estómago suele aceptarla cuando rechaza todo lo demás, y el presente caso no me decepcionó. Una hora después de empezar este tratamiento, la violencia anterior de los síntomas empezó a remitir, y el día siguiente por la tarde el caso se redujo a una gastroenteritis común, aunque fuerte, que entonces empecé a tratar como de costumbre. Estos últimos síntomas también remitieron mucho antes de lo que esperaba, aunque la paciente se sumió en un acusado estado de postración y experimentaba sudoración nocturna muy copiosa. Entonces empecé a administrarle tónicos y recurrí, aunque con gran precaución, a una dieta más vigorizante. La paciente siguió mejorando, aunque la sudoración continuaba, y no se puede decir que se hubiera recuperado completamente del grave episodio sufrido cuando, en el mes de abril de 1855, se trasladaron a Dover por recomendación mía para cambiar de aires. No he vuelto a verla desde entonces. Me es imposible achacar el ataque que sufrió a alguna causa que no sea el frío, pero reconozco que es una hipótesis que se apoya únicamente en que no encontré ninguna otra.