SECCIÓN VIII. CONCLUSIÓN

Y, por último, solo me resta, en conclusión, resumir lo más breve y sucintamente posible las pruebas que se desprenden de las declaraciones que acabo de presentar. Para ello será necesario adoptar un orden un poco distinto al que hemos seguido hasta ahora. Cada apartado de la recapitulación irá acompañado de una referencia entre paréntesis a la declaración concreta en la que se base.

Así, pues, en primer lugar, los aspectos preliminares de las pruebas. (I) Aquí solo será preciso recordarlos escuetamente. Consisten casi por completo en cartas, cedidas por gentileza de un familiar cercano de la difunta señora Anderton, y dicen lo siguiente: hace unos veintiséis o veintisiete años, la madre de la señora Anderton —lady Boleton— dio a luz dos niñas mellizas en unas circunstancias particularmente tensas y agitadas y falleció a raíz del parto. Tanto sir Edward Boleton como la señora eran de temperamento nervioso, y el efecto de estas dos herencias combinadas se refleja en la susceptibilidad y nerviosismo de las niñas huérfanas, así como en la empatía mórbida que las caracteriza, por la que cualquiera de ellas padece cualquier dolencia que pueda aquejar a la otra. De todas las cartas que he sometido a su consideración, son varias las que se refieren claramente a esta notable empatía y obran en mi poder muchas más que, en caso de que se consideren insuficientes las primeras, despejarán toda las dudas que un hecho tan insólito pueda suscitar. Es imprescindible que tengan en cuenta esta condición de las mellizas a lo largo de todo el proceso.

Casi desde el momento de la muerte de la madre, las niñas quedaron en Hastings, a cargo de una mujer humilde pero respetable. Parece ser que allí, la menor, que, por lo visto, era en principio mucho más fuerte que su hermana, mejoró rápidamente y, gracias a eso, llegó a dominar hasta cierto punto la empatía mórbida a la que me he referido, mientras que en el caso de la hermana mayor no se registró mejoría. Tenían aproximadamente seis años cuando la pequeña desapareció —no hace al caso si fue o no fue por negligencia de la mujer que las cuidaba— un día que salieron de excursión por los alrededores. Cumplimentadas todas las pesquisas necesarias, se llegó a la conclusión de que se la habían llevado unos gitanos, que a la sazón infestaban todo el país; nunca se encontró el menor rastro de la pequeña.

A partir de entonces, se redobló el celo con el que se cuidaba a la mayor, que se había quedado sola. En los años que siguieron a la desaparición de la señorita C. Boleton no he hallado nada directamente relacionado con el caso que nos ocupa y, por lo tanto, he limitado los extractos de la correspondencia que se me confió a dos o tres cartas de la señora que la cuidaba en Hampstead, más una de una antigua amiga de su madre, en la que se hace referencia a la boda de la joven. En esta última se destaca notablemente el temperamento nervioso y muy sensible del joven marido de la señora, el difunto señor Anderton, al que más adelante tendré ocasión de referirme en particular. La primera demuestra un hecho muy importante, a saber, la propensión de la señorita Boleton a enfermedades inexplicables e incontrolables, idénticas a las que padecía de pequeña por empatía con las dolencias de su hermana, y, por lo tanto, probablemente atribuibles a una causa similar.

Esto es todo por lo que hace a la primera parte de las pruebas. La segunda sección (II) nos revela determinadas peculiaridades de la vida matrimonial de la señora Anderton, aunque el principal objetivo es elucidar la relación entre las partes cuyos antecedentes hemos seguido hasta ahora y el barón R., de quien nos interesa sobre todo el proceder.

Así pues, resulta que la vida matrimonial del señor y la señora Anderton era a todos los efectos particularmente plena. A pesar de la vida retirada y a menudo nómada, por así decir, que llevaban, así como las limitaciones propias de esta clase de vida para la consolidación de un círculo de amistades, el afecto que sentían el uno por el otro queda arrolladoramente demostrado. Estoy en posesión de nada menos que treinta y siete cartas de varios remitentes que hacen más o menos hincapié en este particular, pero me ha parecido preferible seleccionar unas pocas —de entre tantas, aunque suficientes— a cargar el caso con repeticiones innecesarias. La felicidad de este matrimonio era completa menos en un detalle. Como observa la señora Ward, fue una lástima que la elección de la señorita Boleton recayera en un caballero que, a pesar de reunir las condiciones deseables en todos los demás sentidos, por culpa de su temperamento extremadamente nervioso, resultara tan poco idóneo para unirse en matrimonio con una señorita de características tan semejantes. Y así, esta unión dio los frutos que eran de esperar: la debilidad de ambos iba en aumento y pasaban la vida en una búsqueda de la salud casi continua. Entre los muchos experimentos que probaron con este objeto, llegaron a recurrir a la hipnosis, y así se confiaron a los cuidados del barón R., un famoso maestro de esta clase de manipulaciones y otras semejantes.

Poco después de que la señora Anderton se pusiera en sus manos, y ante la insistencia de algunos amigos, el barón dejó de someter directamente a la señora a sus manipulaciones, pero siguió transmitiéndole el «fluido hipnótico» a través de una tercera persona. Madame Rosalie, la «médium» a la que se recurrió a tal efecto, era una joven con la que contaba regularmente el barón R. para estos menesteres, y es necesario decir aquí algunas cosas a propósito de ella.

Al parecer, era de la misma edad que la señora Anderton, aunque tal vez pareciera un poco mayor de lo que era; de tipo delgado y pelo y ojos oscuros, respondía en todos los aspectos a la descripción de la hermana perdida de la señora; en todos menos uno: la única diferencia a la que nos referimos, la de los pies, anchos y grandes, está perfectamente justificada por la clase de trabajo que había desempeñado hasta entonces. Había ejercido varios años de bailarina y equilibrista en la cuerda floja, contratada por el propietario de un circo ambulante, quien, por su parte, había comprado a la niña a unos gitanos en Lewes por una cantidad irrisoria, precisamente en la época en que la menor de las hermanas Boleton desapareció con unos gitanos que se sabe que viajaban hacia el oeste y pasaron por Lewes. Al propietario del circo se la compró el barón, que, al parecer, ya desde el principio ejercía una gran influencia en ella, pues, bajo el poder de su mirada, se cayó al suelo durante una actuación porque la conminó a detenerse en seco en plena ejecución de su número. Creo que no cabe la menor duda de que la niña Rosalie era en realidad la hermana perdida de la señora Anderton, y veremos que este dato no tardó en llegar a conocimiento del barón R.

No parece que la primera vez que las hermanas se encontraron el barón tuviera idea de la relación que las unía. Es más, ignoraba por completo la vida anterior de ambas. Por lo tanto, es probable que el barón atribuyera a la «conexión hipnótica» la extraordinaria empatía que se manifestó inmediatamente entre ellas y que no descubriera casualmente su verdadero origen hasta unas semanas después de haber empezado el tratamiento de la señora Anderton. Por otra parte, tampoco parece que esta singular empatía —que se manifestaba entre ellas exactamente de la misma forma que años antes, cuando eran pequeñas— levantara las sospechas de la señora Anderton ni de su marido sobre su verdadero origen. Y, lo que es más, siempre se había procurado por todos los medios no recordar los años de infancia a la señora Anderton, hasta el punto de que casi se le había olvidado el incidente, si es que no lo había olvidado por completo; por otra parte, dicho incidente no era para su marido más que una anécdota que había perdido todo el interés hacía mucho tiempo.

Así pues, las hermanas estuvieron en contacto íntimo varias semanas —y no se sabe si la supuesta conexión hipnótica entre ellas favoreció o no favoreció los efectos de esta proximidad— antes de que nadie sospechara su verdadera relación. Sin embargo, estamos en condiciones de afirmar sin ningún género de duda que una noche —que, por determinadas circunstancias peculiares sabemos que fue el 13 de octubre de 1854— el barón cayó en la cuenta. Ahora les ruego que presten mucha atención a las circunstancias que llevaron al barón a este descubrimiento.

Por lo visto, aquella noche la conversación giró con naturalidad en torno a un caso extraordinario que, hacía unos días, había publicado la Zoïst Mesmeric Magazine. El supuesto caso trataba de una señora que padecía un trastorno interno que le impedía tragar cualquier clase de alimento, y que se nutría mediante la empatía hipnótica que se había establecido con una tercera persona que «comía en su lugar». De tan extraordinario relato, la conversación derivó lógicamente hacia otras manifestaciones de empatía congénita y, para ilustrar el caso, el señor Anderton contó la anécdota de la hermana perdida de su mujer y el vínculo tan singular que había entre ellas (II, 2). Al parecer, siguieron hablando y, en el curso de la conversación, alguien hizo un comentario jocoso aludiendo a la circunstancia de comer por delegación, y me inclino a creer que esto fue el detonante de este enrevesado y terrible asunto.

«Dije —declara el señor Morton— que la joven tenía mucha suerte de que el tipo no comiera nada malo.»

Parece ser que, desde el momento en que se pronunciaron estas palabras, el barón dejó de participar en la conversación. Y, lo que es más, entró en un estado visible de gran preocupación y trastorno mental. El señor Morton habla también de su peculiar proceder: dejó que se le apagara el puro entre los dientes y le temblaban tanto las manos que, cuando intentó encenderlo otra vez, solo consiguió estropear el de su amigo. Creo que no cabe la menor duda de que, a partir de ese momento, creyó a pies juntillas que Rosalie era la hermana perdida de la señora Anderton. En cuanto a otras ideas que le inspirase la conversación, debemos remitirnos a las pruebas que siguen.

La mañana del día siguiente al de la noche en la que descubrió la verdadera identidad de Rosalie encontramos al barón R. en el Colegio-Residencia de Notarios (II, 5) interesándose por los detalles de un testamento en el que, con determinadas condiciones, se legaban 25.000 libras a las hijas de lady Boleton. Según las provisiones de dicho testamento, la niña Rosalie era, junto con su hermana y el señor Anderton, heredera del legado. Creo que no hallaremos el menor escollo en relacionar el conocimiento de este dato con los pasos que lo siguieron inmediatamente. Sin tardanza, el barón informó al señor Anderton de su inminente partida al continente y, tres semanas después, se despidió y aparentemente inició el viaje. Sin embargo, lo cierto es que sus planes eran muy otros. En las tres semanas que transcurrieron entre la visita al Colegio-Residencia de Notarios y el día en que se despidió del señor Anderton, se publicaron en la iglesia parroquial de Kensington las amonestaciones de la boda con su «médium» Rosalie, aunque no, lógicamente, con los apellidos por los que se los conocía en general, que probablemente habrían llamado la atención, sino con el auténtico del barón —si es que lo era— y el que llevaba Rosalie cuando estaba en el circo ambulante. Ahora no vienen al caso los medios que pudo haber empleado para convencer a su víctima de dar semejante paso. A juzgar por el sentido general de las pruebas subsiguientes, se percibe con claridad que tuvo que darse bajo coacción y, lo que es más, se diría que la infortunada muchacha estaba sometida a su voluntad por algún medio que desconocemos.

Una vez celebrado el matrimonio en secreto, el barón y su mujer se van de la ciudad, pero no al continente, como se le había anunciado al señor Anderton, sino a Bognor —una pequeña y apartada localidad marítima de la costa de Sussex que solo se llena de gente la semana de las carreras de Goodwood—, en la que, en esa época del año, era difícil que se encontrara con alguien que lo conociera. Antes de adentrarnos en la investigación del motivo de tanto misterio es necesario recordar un hecho importante:

Entre el legado de 25.000 libras del señor Wilson y la mujer del barón únicamente se interponían la vida del señor y la señora Anderton.

Al parecer, el barón dedicó los primeros días de su estancia en Bognor a buscar criada, insistiendo, además, en procurarse una por su cuenta y alojarla en la casa en la que se hospedaba. Es digno de mención que la que eligió en última instancia, debido a su modo de ser, se encontrara en unas circunstancias que la dejaban por completo a merced de su señor. Es una lástima que el peso de la declaración de dicha fuente se vea forzosamente menguado debido a ese mismo defecto de carácter. No obstante, debemos tenerlo en cuenta por si sirviera de algo, sin olvidar al mismo tiempo que la declaración se hizo sin ningún otro motivo aparente que el de contar la verdad.

De su relato se desprende que el barón, después de intentar por todos los medios que la criada recayera en la tentación de repetir su falta, aprovechó el pretexto de haberla sorprendido probando la mermelada del desayuno con el dedo para amenazarla con hundirla inmediatamente y para siempre. Solo le dejó una escapatoria posible. Como no podía ser menos, la alternativa se disfrazó con gran ingenio y delicadeza so pretexto de dar un motivo plausible para despedirla; pero, en realidad, no fue más que lo siguiente: ella, a condición de que la supuesta falta no fuera utilizada en su contra, reconocería haber cometido otra en la que no tenía absolutamente nada que ver.

La falta de la que debía reconocerse culpable fue: la noche siguiente al día en que cometió la falta de la que, por así decirlo, era culpable en realidad, madame R. se puso enferma de repente. Los síntomas eran de envenenamiento por antimonio. Se demostró con claridad la presencia de antimonio en el estómago. En presencia del médico al que se llamó, el barón acusó a la criada de haber administrado a madame R. una dosis de tártaro emético a escondidas; la criada, respondiendo a una señal inequívoca de su señor, confesó haberlo hecho y, por consiguiente, fue despedida con una carta de recomendación en todos los demás aspectos. Ahora, libre de temor a ser delatada, lo niega todo tajantemente, tanto haber administrado el veneno como la disputa que supuestamente la había impulsado a hacerlo, y debo añadir que, considerando las pruebas internas y externas, creo que su declaración es digna de crédito.

Con todo, no hay duda de que el veneno se administró. ¿Quién lo hizo?

Cui bono?[43] Se diría que al barón no, ciertamente, pues, al menos hasta que murieran el señor y la señora Anderton, su único interés era, sin duda, que su mujer siguiera viva. Por lo tanto, no debemos suponer bajo ningún concepto que intentara envenenarla antes de que se produjeran dichas muertes. Parece ser que la solución a este misterio debemos buscarla en otra parte.

Por lo tanto, volvamos de momento al señor y la señora Anderton. En esos momentos, la señora Anderton también ha caído enferma. Si comparamos su diario y la declaración de su médico con la que atañe a madame R. (III), comprobaremos que los síntomas eran idénticos en todos los aspectos, con la única e importante salvedad de que, en el último caso, dichos síntomas no se debían a ninguna causa aparente ni se hallaron restos de veneno. Si ahondamos un poco más, encontramos otra coincidencia misteriosa.

Se sabe por experiencia universal que, en la práctica, el peor enemigo del delito es el exceso de precaución. En este caso en particular, las precauciones que tomó el barón R. parecen dictadas por una habilidad y un sentido de la previsión casi sobrehumanos y fueron tan admirablemente aplicadas que es casi imposible detectar en ellas motivo siniestro alguno, salvo en un caso: ocultar su matrimonio. Su proceder respecto a la criada, a pesar de responder, como creemos, a los designios más criminales, aparece dictado por los motivos más filantrópicos que puedan darse. Incluso el ocultar su matrimonio, dando por hecho —como creo que podemos hacer— que un matrimonio en esas circunstancias pudiera ocultarse sin levantar sospechas de mala intención, las medidas que tomó fueron también muy sencillas, eficaces y perfectas. Consistieron simplemente en utilizar el nombre y apellido verdaderos de las partes contratantes, en vez del artístico, así como en evitar cualquier motivo de escándalo alquilando otro alojamiento para que, antes de la boda, la dirección postal de los contrayentes no fuera la misma. Por otra parte, durante la enfermedad de madame R. en Bognor, nada tan esclarecedor como el comportamiento del barón. Proclama que sospecha que se trata de envenenamiento, llama a un médico eminente, corrobora las sospechas, administra los remedios apropiados y despide a la criada que lo ha perpetrado. Considerándolo con suspicacia, ciertamente hay algo en la elección del médico que da que pensar. ¿Por qué no quiso avisar a cualquiera de los médicos del lugar, cuando ambos caballeros gozaban de buen nombre profesional, e insistió en buscar a un forastero que dejaría la localidad al cabo de muy poco y probablemente no volvería jamás? La respuesta inmediata y verosímil: por desconfianza en los médicos rurales y preferencia manifiesta por el saber de Londres. Sin embargo, esto no significa que podamos excluir la posibilidad de que, hasta cierto punto, también influyera en la decisión la facilidad con que podían perderse las pruebas de lo sucedido. Sea como fuere, esta precaución, tanto si se tomó con buena intención como si fue por motivos más retorcidos, nos ha permitido establecer con certeza una cuestión muy importante:

La señora Anderton no solo cayó enferma con los mismos síntomas que madame R., sino además al mismo tiempo.

Antes de repasar los acontecimientos subsiguientes, es preciso insistir en un par de aspectos de la historia de la enfermedad de las hermanas. Todavía no entendemos con claridad el efecto de esos tóxicos metálicos entre los que se encuentra, como sabemos, el antimonio. No obstante, según el profesor Taylor,[44] sin duda y con diferencia la primera autoridad inglesa en el tema, sabemos que la constitución de cada cual, la llamada «idiosincrasia», favorece o dificulta en gran medida el efecto de dichas sustancias según los casos. Al parecer, la constitución de madame R. resultó favorable a los efectos del antimonio. No cabe la menor duda de que el efecto del veneno en su organismo fue mucho mayor del que cabía esperar en circunstancias normales por una dosis semejante. Por lo tanto, quienquiera que le administrase el veneno no tenía intención de matarla, aunque a punto estuvo de lograrlo debido a la constitución particular de la señora.

La gravedad de la reacción de madame R. debió de sorprender al barón y ponerlo en guardia para acciones futuras. Es imposible decir con seguridad si sabía o creía que su mujer podía estar expuesta a alguna influencia peculiar que pusiera su vida en peligro con mayor facilidad que la de su delicada e inválida hermana. De lo que no cabe duda es de que, si ella moría antes que la señora Anderton, se vendría abajo la perspectiva de que las 25.000 libras llegaran a sus manos y, en consecuencia, procedió a tomar las medidas pertinentes para asegurarse contra tal eventualidad. Lo más obvio, y ciertamente lo que aconsejó enseguida el doctor Jones, era un seguro de vida y, por tanto, esa fue la siguiente medida que tomó, no sin antes viajar unos meses para devolver a su mujer a un estado de salud aceptable para las aseguradoras. Por lo tanto, las pólizas que nos ocupan se firmaron a raíz de la primera administración de veneno a madame R., que le produjo una enfermedad mucho más grave de lo previsto y acompañada por exactamente los mismos síntomas que en el caso de su delicada hermana, la señora Anderton, la cual, si moría antes que madame R., le haría a él heredero de más del doble de la cantidad esperada.

En resumen, entre él y la cantidad de 25.000 o 50.000 libras se interponían ahora tres vidas, las del señor y la señora Anderton y la de su mujer, madame R., y la cantidad que llegara a percibir por estas defunciones dependería del orden en que sucedieran. Si el señor Anderton moría antes que su mujer, siempre existiría la posibilidad de que esta se casara en segundas nupcias, con lo que podría surgir la cuestión de quién tenía derecho a heredar en primer lugar; si moría madame R. antes que el señor o la señora Anderton, no tendría ninguna posibilidad de reclamar la cantidad mayor. El barón solo tendría todo el derecho a reclamar la cantidad mayor en el caso de que muriera primero la señora Anderton, después su marido y por último su hermana.

Estas tres vidas cayeron en el lapso de un año a partir del momento en que las cosas llegaron a este estadio, y exactamente en el orden en el que mayor beneficio reportaría al barón.

Procedamos ahora a analizar las circunstancias en que fallecieron.

Nada más volver a Inglaterra y, por lo visto, antes de terminar las gestiones de las pólizas de seguros, encontramos al barón de visita en casa del señor Anderton e, indagando discretamente, le sonsaca toda la información sobre el ataque que había sufrido la señora Anderton unos meses antes. Por lo tanto, suponiendo que dicha información revistiera un interés práctico, el barón, no obstante, comprobó la similitud perfecta, tanto en el tiempo como en los síntomas, entre el caso de su mujer y el de la hermana de esta. Es muy importante no olvidar este dato.

A continuación (V) se aloja en Russell Place, en una casa en la que está completamente solo cinco días a la semana y todas las noches. Solo hay otro inquilino, el médico, que únicamente va a la casa unas horas dos días a la semana y que vive excesivamente lejos para que lo puedan llamar en caso de emergencia. En dicha casa, se instala en los pisos primero y segundo y monta un laboratorio en una pequeña habitación separada del piso bajo, donde puede hacer sus experimentos sin molestar al resto de la casa. Es esencial tener en cuenta la situación de este laboratorio, porque cumple una función de suma importancia en lo que sigue.

En este alojamiento, madame R. recae en la enfermedad anterior, aunque los síntomas son mucho más leves que en Bognor. Con todo, aunque los efectos inmediatos del ataque son esta vez mucho menos violentos, este se repite a intervalos regulares de unos quince días y con características similares. Y ahora llegamos a la parte más significativa, extraordinaria y discutible de todas las pruebas que hemos podido reunir.

Al parecer (VII), una noche de agosto, un joven llamado Aldridge, a quien se dio alojamiento como favor especial cuando el barón ya estaba en la casa, vio a la señora R. salir de su dormitorio y, aparentemente dormida, bajar las escaleras a oscuras hasta el piso bajo de la casa. El dormitorio del barón estaba al lado del de madame R. y, al pasar esta por delante, el joven vio, proyectada en la pared de dicho dormitorio por la lámpara que ardía en la mesita noche, lo que parecía la sombra de un hombre que miraba a la mujer. Cuando volvió a mirar, la sombra ya no estaba: desapareció tan deprisa que al principio creyó haber visto visiones, y tuvo que pensarlo con cuidado para concluir que, en efecto, había visto la sombra. Bajó a la habitación, pero el barón estaba dormido, o lo fingía. Le dijo lo que había hecho madame R. e inmediatamente el barón fue a buscarla. Aldridge esperó hasta que el barón bajó las escaleras de la cocina y volvió, seguido de cerca por la sonámbula. Después el joven regresó a su habitación, en la que, poco después, se presentó el barón para darle las gracias por el aviso y para decirle que madame R. había ido a la cocina medio dormida.

Hasta aquí, todo es muy sencillo. No tiene nada de extraordinario que una mujer enferma y nerviosa sufra un repentino episodio de sonambulismo y baje a la cocina de una casa que ni siquiera es la suya. La reacción del barón fue —en todos los sentidos, menos en el detalle de la sombra vigilante— la que cabe esperar de un marido afectuoso y sensato. Tampoco sería difícil, incluso prescindiendo de toda mala intención, considerar que el detalle de la sombra fuera un mero producto de su imaginación y, por tanto, desechable, máxime cuando el propio joven reconoce que, aunque «no estaba borracho», tal vez estuviera un poco «achispado» porque había «bebido bastante cerveza sola y con gaseosa de jengibre». Sin embargo, las pruebas no terminan aquí.

Por una de esas extraordinarias coincidencias de hechos cotidianos que a veces echan por tierra los planes criminales mejor urdidos, además del joven Aldridge, había en la casa otras personas que vieron los movimientos de barón y de madame R. Sucedió que, aquel día en particular, por la tarde, la dueña de la casa había estropeado la cerradura de la puerta por la que solía entrar Aldridge y, como esto sucedió por la tarde, es muy probable que el barón no lo supiera, del mismo modo que tampoco sabría que la criada, Susan Turner, se había quedado en vela para abrir la puerta al joven cuando llegara. Dicha criada, por lo visto, tenía un novio —fogonero de una línea del norte— al que había invitado a hacerle compañía mientras esperaba. Aldridge llegó a casa y se fue a la cama, pero el novio —que entraba de servicio en su máquina a las dos y que sin duda vería interrumpida una conversación muy interesante por la llegada del inquilino— se quedó un rato más en la cocina, y estaba a punto de irse cuando madame R. bajó las escaleras. Al principio, Susan creyó que se trataba de la dueña de la casa y, temiendo que la luz de la farola de la calle, que llegaba hasta el tabique de cristal, revelase la presencia de su «novio», se lo llevó al cuarto trastero, en el que, al parecer, hay una ventana que da a un patio de luces que se abre entre la casa y las dos habitaciones construidas en la parte de atrás, separadas, cosa bastante normal en las casas londinenses. A este mismo patio, y justo frente a la ventana del cuarto trastero, da la de la habitación de atrás, o laboratorio, que tiene lo que la testigo denomina «un espejo de hojalata», pero que en realidad es un reflector metálico de los que se usan normalmente para aumentar la luz de las habitaciones situadas de esa manera. La distancia entre una y otra ventana es de unos dos metros y medio. Hacía una noche clara, de luna llena de finales de verano; los rayos de la luna llegaban al reflector, que iluminaba perfectamente la parte del interior del laboratorio, que se veía desde la ventana del cuarto trastero. La puerta de este último estaba abierta y las escaleras quedaban iluminadas por la lámpara del barón, que se acercaba. La pareja que estaba escondida en el cuarto trastero vio perfectamente todo lo que hicieron el barón y madame R. desde el momento en que Aldridge los perdió de vista hasta que volvió a verlos salir.

Y esto fue lo que vieron:

Madame R. no fue a la cocina en ningún momento; fue directamente al laboratorio; el barón esperó a que saliera.

Una mirada a la distribución de estas dependencias bastará para comprender la importancia de esta declaración y demostrará que es imposible que el barón (que, aunque no hubiera ido nunca a la cocina, al menos debía de conocer perfectamente el lugar que ocupaba su laboratorio) cometiera un error en este aspecto.

Entonces ¿qué motivos tenía para dar a Aldridge, cuya intervención tanto le agradeció personalmente, una información falsa sobre el sitio al que había ido madame R.?

No parece que exista ni la más remota sospecha que pueda poner en duda la declaración de estos dos testigos. Su relato de los hechos es sencillo y coherente. No se aprecia animadversión contra el barón ni confabulación con Aldridge, en cuyo caso se supone que existe cierta animadversión. El único punto que puede restarle valor es que ninguno de los dos tenía por qué estar allí en aquel momento; pero, en realidad, al reconocer esta circunstancia, el testimonio que de ella se desprende, lejos de perder valor, se refuerza. Por tanto, no debemos buscar la clave en los motivos de estos dos testigos, sino en los del barón. Tal vez hallemos una explicación en lo que llevó a madame R. a emprender su insólita excursión. ¿Qué hizo en el laboratorio?:

Bebió algo de un frasco; olía y sabía a oporto. Tenía una etiqueta de decía VIN. ANT. POT. TART. Esa etiqueta designa vino antimonial, que es tártaro emético con vino de Oporto.

Veamos si desde aquí podemos recorrer el camino a la inversa, por así decir, hasta el motivo del ocultamiento. Como sabemos, madame R. era titular de unos seguros de vida por una cantidad muy elevada. Su vida ya había corrido un grave peligro precisamente por los efectos de la misma sustancia que esa noche la vieron tomar. Si el barón conocía o sospechaba el motivo de su excursión al laboratorio, tenía motivo suficiente, aunque tal vez no muy encomiable, para ocultar un hecho que, de saberse, muy probablemente conllevaría dificultades para cobrar la póliza en caso de fallecimiento.

Pero ahora topamos con otro obstáculo. El incidente que nos ocupa sucedió hacia la mitad del período que duró la larga enfermedad de madame R. Dicha enfermedad consistió en una serie de ataques que se repetían a intervalos de quince días aproximadamente, y con los mismos síntomas del veneno que acabamos de ver que tomó. Uno de estos ataques comenzó muy pocas horas después de los hechos que estamos analizando. ¿Solo sucedió esa vez?

La declaración de la enfermera de noche es crucial en este momento. Tenía órdenes expresas de no cerrar los ojos bajo ningún concepto. Su turno de guardia era corto y, como podía descansar todo el día, no había ningún motivo para que se adormeciera sin querer. Los informes de veinte años de ejercicio dan fe constante de su capacidad y fiabilidad. Y, sin embargo, un sábado sí y otro no en ocho o diez, o tal vez incluso doce semanas seguidas, se queda dormida a una hora determinada. En vano vigila y lucha contra el sueño: en vano incluso, sospechando que «alguien le ponía algo en la cerveza», en una ocasión se abstiene totalmente de comer y no bebe nada más que una decocción que sirve especialmente para no dormirse: té verde fuerte. Pasa todas las demás noches en vela sin la menor dificultad, pero indefectiblemente, cuando llega el sábado fatídico, sucumbe de nuevo y, cuando el sueño la vence, se reproducen los síntomas que ya reconocemos claramente. No encuentra ninguna explicación a tan extraordinaria fatalidad. Está convencida de que nunca le había ocurrido una cosa así. Tampoco nosotros sabemos qué pensar. Solo nos cabe reparar en que, en dos ocasiones, antes de que empezara el adormecimiento periódico, el propio barón la indujo irresistiblemente a dormir mediante sus supuestos poderes hipnóticos. Entonces nos viene a la memoria la mujer que se acostumbró a esa clase de control y nos acordamos de la afirmación del señor Hands: «Muchas veces la he inducido (a S. Parsons) a ir a una habitación oscura a buscar un alfiler o cualquier otro objeto pequeño».

Y a continuación recordamos de nuevo la sombra vigilante de la pared.

Y, sin embargo, a fin de cuentas, ¿adónde hemos llegado? Pongamos que el barón sabía lo que iba a hacer su mujer al laboratorio; que el poder singular —llámese como se quiera— mediante el que anteriormente había dormido a la enfermera se utilizó para que la sonámbula pudiera burlar su vigilancia. Pongamos que incluso esos poderes de los que alardea el hipnotizador son ciertos y que madame R. obedecía su voluntad directa cuando hizo lo que hizo; ni siquiera así nos acercamos más que antes a una solución posible.

Al barón no le interesaba que su mujer falleciera.

Por tanto, tenemos que indagar más para encontrar alguna explicación a este enigma terrible. Veamos cómo afectaba a la señora Anderton lo que sucedía en casa de su hermana en esos días.

Parece que aquí (III y V) encontramos otro ejemplo de cómo las más cuidadosas precauciones se vuelven a menudo en contra de quienes las toman. Suponiendo que en realidad se indujera la enfermedad a madame R. por medios ilícitos, nada mejor que tomar la precaución de elegir, para someterla a la primera prueba, una noche en la que poder hacerlo sin temor a ser visto. Sin embargo, esta misma circunstancia nos permite fijar una fecha de la mayor importancia que, de otro modo, había sido insegura. Madame R. cayó enferma el sábado, día 5 de abril. Esa misma noche, a la misma hora según los cálculos más aproximados, la señora Anderton sufría un ataque inexplicable semejante al suyo en todos los aspectos. E igual que en su caso, los ataques se repetían cada quince días. Por consejo del barón se le administró determinada medicina unos días, con buen resultado al principio. En esa misma fecha, el doctor Marsden consigna en su diario una mejoría semejante de los síntomas en madame R. En ambos casos la mejoría dura poco y la enfermedad continúa su curso. El resultado en ambos casos es de agotamiento total. En el caso de madame R., la deja casi a las puertas de la muerte; en la constitución más débil de su hermana, termina con la muerte. Se hacen las pruebas necesarias. El estado en que queda el cadáver, así como los síntomas que sufría en vida, responden al envenenamiento por antimonio. Sin embargo, no se encuentran rastros de dicha sustancia; y esta circunstancia, junto con otras más, dan como resultado el veredicto de «muerte por causas naturales». Así pues, la historia de la señora Anderton termina el 12 de octubre.

La recuperación de madame R. comienza en esa misma fecha.

Ha sido eliminada la primera de las vidas que se interponía entre el barón R. y la cantidad total de 50.000 libras. Consideremos ahora las circunstancias del lapso de tiempo que transcurre hasta la segunda. Nuevamente, unos acontecimientos que, tomados individualmente, resultan sencillos y naturales se combinan para formar un todo sumamente sospechoso. Me he referido a la investigación que se hizo después de la muerte de la señora Anderton. Esta investigación se originó en unas circunstancias que hicieron recaer todas las sospechas de asesinato sobre su marido. ¿Es posible seguir el rastro de cada una de estas circunstancias hasta el elemento que —si directa o indirectamente, voluntaria o involuntariamente sería una cuestión para resolver más adelante— las originó? El señor Anderton insiste en ser la única persona que administre alimento y medicinas a la paciente. El barón aplaude y anima un proceder diametralmente opuesto al suyo y que cimenta las sospechas que puedan recaer sobre su amigo mejor que cualquier otra circunstancia. Se aconseja un remedio que apunta directamente a la idea del envenenamiento, y ese consejo proviene del barón. Se encuentran dos papeles: uno tiene parcialmente escrito el nombre del veneno sospechoso, el otro lo tiene completo. El primero lo saca a la luz el propio barón, el segundo se encuentra en un sitio en el que acaba de estar él, y lo encuentra una persona a la que él ha mandado allí a buscar otra cosa. Llama la atención una y otra vez sobre las atenciones que la enferma recibe exclusivamente de su marido, y de las que emana la principal sospecha. Con respecto a la recomendación del antídoto antimonial, responde al doctor Dodsworth de tal modo que se confirma la peor interpretación a la que ha dado lugar e, incluso cuando se descubre el segundo papel, recomienda a la enfermera que lo destruya, pero de una forma que se asegure el efecto contrario, es decir, que, lejos de destruirlo, lo utilice inmediatamente del modo más peligroso para su amigo.

Las pruebas fallan. ¿Qué relación tiene el barón con la catástrofe que sucede después? Conoce perfectamente la ansiedad nerviosa que produce en el acusado la menor mácula sobre su nombre. Alegando su preocupación de amigo, se entera de los primeros indicios de que lo absolverán. Entra en la habitación del amigo para darle la buena noticia. Antes de irse toma medidas para que nadie lo moleste ni entre en toda la noche. Por la mañana, el señor Anderton es un cadáver y se halla en su almohada la ampolla que contenía el veneno y una nota sobre la decisión desesperada que ha tomado por haber perdido la esperanza de que lo absuelvan. ¿Qué accidente maravilloso fue capaz de lograr que la esperanzadora noticia de las conclusiones de la investigación química se malinterpretara hasta ese punto? ¿Qué acto de negligencia o connivencia puso la sustancia fatal a su alcance? Solo sabemos una cosa:

Fue el barón quien le llevó la noticia. El veneno procedía del botiquín de viaje que el barón dejó al alcance del enfermo.

Así cayó la segunda de las dos vidas que se interponían entre el barón y la cantidad total de 50.000 libras. De dicha cantidad, las 25.000 libras procedentes del parentesco existente entre la señora Anderton y madame R. es suya tan pronto como la reclame, pero no hay necesidad inmediata para dar preferencia a la reclamación. Tal vez le pareciera más prudente esperar a que pasara la gran sensación que ocasionó la doble muerte, gracias a la cual él ha heredado. O tal vez se limitó sencillamente a poner en marcha una historia plausible que justificara que no hubiera proclamado hasta entonces un hecho del que tenía conocimiento desde hacía al menos un año. Sea cual fuere el motivo, lo cierto es que dejó pasar varias semanas desde la muerte del señor Anderton antes de dar el primer paso para formalizar la reclamación de la herencia, y en ese tiempo madame R. fue recuperando la salud lentamente pero sin recaídas.

Pero (VII), aunque la prudencia aconsejaba retrasarlo todo, el curso irresistible de los acontecimientos precipitó la crisis. Llega una carta que rezuma amenazas de venganza de un amor celoso si no se enmienda la causa esa misma noche. Solo se conserva un fragmento de dicha carta, pero su significado es suficientemente claro. Se amenaza con revelar un delito capital si no se pone fin a la relación que existe entre el barón y madame R.

N’en sais-tu bien le moyen?

Esa noche se cumple la condición. Una vez más, la señora dormida hace su viaje de medianoche hasta el laboratorio de su marido. Una vez más, con mano inconsciente, sirve la bebida mortal. Pero esta vez no toma un veneno de acción lenta. Toma un ácido potente y abrasador que, en el mismo momento en que la despierta del trance, la contrae en una muerte instantánea y horrible. Un grito desgarrador que muere enseguida alarma a los residentes de la casa y, cuando llegan al lugar, solo encuentran el cadáver desfigurado que yace, descalzo y con el camisón revuelto, en la oscuridad de la tormentosa noche de noviembre, sujetando todavía en la mano el vaso fatídico.