1. Memorándum del señor Henderson
Entramos en la parte de la historia de la señora Anderton[7] que comprende el período desde su boda hasta su última enfermedad. Para recoger esta información he tenido que recurrir a diversas fuentes y, por lo tanto, la encontrarán muy completa: combinada con lo visto hasta ahora en la correspondencia de la señorita B. sobre la vida anterior de esta desventurada señora, arroja mucha luz sobre dos detalles importantes que advertiremos a partir de aquí. Sin embargo, parece inevitable que las declaraciones, por su pertinencia en los aspectos fundamentales del caso, se alarguen más de lo que, en esta fase del procedimiento, sería deseable; y, por lo tanto, me he tomado la libertad de condensarlas en el presente memorándum. Si algún episodio resultare confuso, podrá consultarse en los originales que acompaño.
El señor Anderton era un caballero de buena cuna, íntimamente relacionado con algunas de las principales familias de Yorkshire, donde conoció a la señorita Boleton durante su estancia en casa de la señorita B., tía abuela de la señorita Boleton. Al parecer, tenía un carácter dulce y amable, aunque era tan tímido y retraído que intimó con muy pocas personas. Sin embargo, al parecer, todos los que podían contarse entre sus conocidos expresaron la misma perplejidad al conocer las acusaciones que se le hicieron a raíz de la muerte de su mujer, con quien siempre se había considerado, aunque en realidad se sabía muy poco debido a sus costumbres retraídas, que vivía muy felizmente. Tal como se demostró, el caso no habría llegado nunca a los tribunales, pero, de no haber sido así, la defensa habría demostrado con pruebas irrefutables que era de todo punto increíble imputar semejante crimen a una persona de carácter tan dulce y amable.
En los cuatro años y medio que duró la vida matrimonial, parece ser que ninguna nube oscureció su felicidad. La correspondencia de la señora Anderton a su tía abuela, la señorita B. (con quien estoy en deuda por casi toda la información importante que he podido recoger por parte de la familia), está llena de expresiones de afecto por su marido y de referencias al amor que él le profesaba. Acompaño copia de varias de estas cartas, en las que se puede comprobar la firmeza del cariño que se tenían. En esta serie, que abarca toda su vida de casada, no se encuentra una sola palabra que pudiera llevarnos a una conclusión diferente.
Con todo, es evidente que la salud delicada de la que adolecía la señora Anderton desde el nacimiento no había mejorado, y encontramos dos alusiones a esas misteriosas crisis en la carta de la señora Vansittart citada con anterioridad. De todos modos, parece ser que estas dos últimas fueron muy leves. Hacía algunos años que dichas crisis aparecían con menor frecuencia y no se encuentra ninguna referencia más a ellas desde esa fecha (octubre de 1852). A pesar de todo, el estado de salud de la señora Anderton no dejó de ser muy frágil, aunque, al parecer, se probaron con ella toda clase de remedios. Entre la correspondencia adjunta se encuentran cartas escritas desde Baden, Ems, Lucca, El Cairo y otros lugares, a los que viajaron los Anderton en distintas épocas por motivos de salud de uno o del otro, puesto que el señor Anderton, como se afirma en la carta de la señora Ward del 14 de junio de 1851,[8] también era de constitución muy delicada.
A propósito de este caballero, todas las referencias coinciden en que su debilidad principal era el nerviosismo congénito, tanto mental como físico. El segundo era manifiesto en la facilidad con que se sobresaltaba por cualquier cosa que sucediera de repente, hasta lo más simple, aunque en modo alguno podía decirse que careciera de valor; el primero, en la extremada sensibilidad a la opinión de quienes lo rodeaban y su temor a que cayera la menor sombra de duda sobre su buen nombre, del que tan orgulloso estaba, y con razón. En los documentos que acompaño encontrarán pruebas de ambas manifestaciones de su natural nervioso.
Al parecer, en el verano de 1854 el señor Anderton empezó a interesarse por el tema de la hipnosis. Habían pasado unas semanas en Malvern, donde se dice que esta ciencia está muy de moda, y habían hecho amistad con varios pacientes en los diferentes establecimientos de aguas termales; algunos de ellos instaron encarecidamente al señor Anderton a que tanto él como su mujer probaran el tratamiento mediante hipnosis.
A la larga, la solícita insistencia de estos amigos entusiastas dio su fruto y se convocó al practicante predilecto de la vecindad para que pusiera a prueba su saber con estos nuevos pacientes. Parece que el único efecto que le hizo al señor Anderton fue inducirle el estado de irritación que podía esperarse, tratándose de un temperamento tan nervioso y sensible, ante las «manipulaciones» a las que se someten los partidarios de la hipnosis. Por el contrario, en el caso de la señora Anderton, el resultado fue diferente, o como tal se consideró. No puedo decir si se debió a causas naturales que en aquel momento pasaron desapercibidas o únicamente al poder de la imaginación, que tan inusitados resultados ha dado en otras muchas ocasiones, pero lo cierto es que, poco después de haber comenzado las «sesiones», se apreció cierta mejoría, leve, pero evidente. Así siguieron las cosas hasta que el practicante partió a Alemania, país del que había salido hacía poco para hacer una breve visita en Inglaterra.
A pesar del rotundo fracaso del remedio en su propio caso, sin duda la curiosa coincidencia de la mejoría de su mujer debió de impresionar mucho al señor Anderton, quien, por su gran sensibilidad, debía de ser, por cierto, terreno abonado para las prácticas de charlatanes de toda especie. Tenía tanta fe en la nueva cura que llegó a proponer al profesor acompañarlo a Alemania para que su mujer no tuviera que renunciar al beneficio de las «manipulaciones» a las que se había acostumbrado. Se trasladó a Londres con el propósito de hacer los preparativos, pero se vio obligado a suspenderlo todo ante la insistencia de varios amigos, que desaconsejaban el viaje porque el rigor del invierno en Dresde —la ciudad a la que tenía que ir el profesor— sería fatal para la delicada constitución de la señora Anderton.
Su consejero médico, aunque creía en el poder de la hipnosis, opinaba lo mismo y, por otra parte, para salvar el obstáculo del tratamiento hipnótico de la señora Anderton, le ofreció presentarle a «uno de los hipnotizadores más poderosos de Europa», que había llegado a Londres hacía poco y que resultó ser el que se hacía llamar barón R.
Conocer a ese hombre debió de ser lo que decidió al señor Anderton a renunciar al viaje a Dresde y, al parecer, tras una breve demostración, a la señora Anderton le resultaron más beneficiosas sus «manipulaciones» que las del practicante anterior, o así se lo imaginó. La eficacia de los «pases» y demás prácticas del barón impresionó tanto al matrimonio que el señor Anderton, que tomó entonces la decisión de pasar el otoño y el invierno en Londres, llegó al extremo de alquilar una casa amueblada en Notting Hill con la sola intención de estar más cerca del nuevo maestro. Aquí continuaron las «sesiones», a menudo dos y tres veces al día y, aunque, naturalmente, nadie en su sano juicio atribuiría el resultado de tales prácticas al barón, lo cierto es que, por un motivo u otro, la salud de la señora Anderton continuó mejorando.
Así siguieron las cosas unas semanas hasta que algunos amigos del señor Anderton empezaron a poner objeciones a lo que, como no es de extrañar, les parecía un procedimiento fuera de lugar. Debieron de hablar mucho del asunto y finalmente el señor Anderton, debido a su natural susceptible, cambió de parecer respecto a su anterior predilección por una práctica que tan evidentemente lo exponía a las habladurías. Sin embargo, el barón no estaba dispuesto a renunciar así como así a una paciente de la que obtenía con regularidad tan pingües beneficios. Cuando le comunicaron la decisión de prescindir de sus servicios, declaró al punto que no era necesario hacer las manipulaciones directamente y que, si se consideraban impropias con una persona del otro sexo, podían hacerse fácilmente a través de una tercera persona.
Una vez aceptada esta primera imposición, quedó abierto el camino para cualquier otra ocurrencia absurda, y entonces se acordó que, para evitar situaciones que pudieran parecer indecorosas, a partir de ese momento la señora Anderton sería tratada por mediación de una tal mademoiselle Rosalie, una «vidente» empleada del barón, que se pondría «en comunicación» con la paciente y le traspasaría los efectos de las manipulaciones a las que la sometería el practicante.
No es preciso detallar ahora el modus operandi concreto; me limitaré a señalar esta nueva prueba de los extraordinarios poderes de la imaginación: la continua mejoría de la señora Anderton, cuyo estado de salud se fortalecía incluso más rápidamente con el nuevo tratamiento, así como la maravillosa «empatía» que se estableció al momento entre ella y la «médium» del barón.
Mademoiselle Rosalie tenía el pelo castaño oscuro, su estatura era bastante inferior a la media, tenía una figura muy bien proporcionada y dinámica, la cara pálida y los ojos oscuros. La única falta que un connoisseur podría achacarle sería la gran anchura de sus pies, aunque tal vez se debiera a su ocupación anterior, de la que hablaremos más adelante. Para llegar a donde nos hemos propuesto es necesario no olvidar este detalle. En esa época aparentaba unos treinta años, pero es muy posible que el ejercicio de su ocupación anterior la hubiera avejentado y, por tanto, fuera en realidad más joven. En general, el contraste entre la señora Anderton y ella era notable, pues la primera era delgada pero alta, rubia y con pies pequeños y, a pesar de su mala salud, todavía aparentaba un par de años menos de su verdadera edad. Con todo, si damos crédito a las cartas que adjunto, entre estas dos personas tan diferentes surgió enseguida una «empatía» tan grande como inexplicable. La señora Anderton percibía —o se lo imaginaba— la presencia de mademoiselle Rosalie antes de que entrara en cualquier parte; un simple roce de su mano parecía procurarle alivio inmediato y, al cabo de muy pocas semanas, alcanzó un estado perfecto de convalecencia y se encontraba más fuerte que nunca.
Ahora tengo que remitirme de nuevo a las declaraciones. La del señor Morton, que verán a continuación, no admite resumen debido a su gran importancia.
2. Declaración del señor Frederick Morton, antiguo teniente del Ejército Regular
Me llamo Frederick George Morton. En 1854 era teniente de la Real Artillería y resulté levemente herido en la batalla de Inkermann el día 5 de noviembre de ese año, el día siguiente de mi llegada a Crimea. Sucedió antes de incorporarme a la batería a la que estaba destinado. Me retiré del servicio cuando falleció mi padre y actualmente vivo con mi madre en Leeds. El difunto señor William Anderton y yo éramos amigos del colegio y fuimos íntimos casi quince años. Asistí a su boda con la señorita Boleton, en agosto de 1851, y después iba a menudo de visita a su casa. Cuando estaba en la academia de Woolwich, pasaba con ellos todos los días de permiso, así como gran parte de las vacaciones. Mi padre favorecía esta relación de intimidad y yo me encontraba tan a gusto en su casa como en la nuestra. Mi padre era socio menor de una de las grandes empresas manufactureras de Leeds. Por lo general, los Anderton vivían en Londres, cuando no estaban de viaje en el extranjero, y en una ocasión fui con ellos a Wiesbaden. En el año 1854 los vi muy poco, porque pasaron los primeros meses en Ilfracombe y después en Malvern, pero estuve con ellos el 13 de octubre. Recuerdo muy bien la fecha porque iba a embarcarme con rumbo a Crimea, donde me hirieron, y la orden me había llegado inesperadamente. Cuando llegó, me encontraba en casa de un amigo, adonde habíamos ido a cazar faisanes, y recuerdo que tuve que marcharme la segunda mañana; pasé la noche en casa de los Anderton y embarqué a la mañana siguiente. Tenía que haber ido a la primera partida, pero no llegué a tiempo y al final no pude salir a cazar ningún día. Embarqué un sábado, porque recuerdo que al día siguiente hubo desfile religioso. Fue la última vez que vi a Anderton. Pasé todo el invierno en Italia, por la herida y por las fiebres reumáticas; y en el verano de 1855 me mandaron a casa a cuidar a mi padre, que estuvo enfermo varios meses antes de morir, y después no podía dejar sola a mi madre. Solo recibíamos una publicación semanal y no me enteré de que lo habían detenido hasta tres o cuatro días después. Hacía tiempo que no nos veíamos, pero no porque hubiéramos discutido. Al contrario. Fuimos muy buenos amigos hasta el último momento y yo habría dado la vida por servirle. Me llevaba muy bien con la señora Anderton. Él la adoraba. Yo me reía y les decía que tenía celos de ella, y ellos se reían también. Eran la pareja más enamorada que he visto en mi vida. Él era el hombre más bondadoso y amable que he conocido, pero terriblemente nervioso y muy sensible a todo lo relacionado con su familia y su buen nombre. La única vez que discutimos fue en el colegio, cuando intenté gastarle una broma fingiendo que no me creía una cosa que había dicho: se puso enfermo. Solía decir que preferiría la muerte a manchar su buen nombre, del que estaba muy orgulloso. El día al que me refiero —13 de octubre de 1854— les mandé un telegrama diciéndoles que, de paso hacia el puerto, cenaría y dormiría en su casa. Encontré a la señora Anderton mejor que nunca. Me dijo que se debía a la intervención del barón R. y que, desde que había llegado Rosalie, había mejorado más rápidamente que nunca. Dijo que suspendería la visita del barón para que pasáramos los tres la velada tranquilamente, pero no se lo consentí y, por otra parte, quería conocerlo, a él y a Rosalie. Llegaron hacia las nueve; la señora Anderton se tumbó en el sofá y Rosalie se sentó en una silla a su lado y le cogió la mano mientras el barón la dormía. A quien durmió fue a Rosalie, no a la señora Anderton. Esta última no se durmió, sino que se quedó tumbada, quieta en el sofá; Anderton y yo nos sentamos juntos al fondo de la salita, porque, según me dijo, podíamos «interferir en el fluido hipnótico». No lo entendí. Naturalmente, sé que era absurdo; pero no creo que Rosalie fingiera. Yo también me quedaría dormido si un hombre me hiciera esas cosas. Cuando terminó la función, la señora Anderton dijo que se encontraba mucho mejor y me dio la risa, no pude evitarlo; después, Anderton la mandó a la cama y nos quedamos los dos hablando con el barón una hora o más. No volví a ver a la señora Anderton, porque me fui antes de que se levantara, pero tenía noticia de ella por Anderton. De lo que hablamos, cuando la señora se fue a acostar, fue de hipnosis. Yo no creía en eso, desde luego, y así lo manifesté; Anderton y el barón querían convencerme de que funcionaba. Nos pusimos a fumar, pero Rosalie estaba presente y dijo que no le importaba. Daba la impresión de que siempre decía lo que quería el barón, pero, al mismo tiempo, creo que no le gustaba el hombre. No participó en la conversación. Dijo —o al menos lo dijo el barón— que no sabía hablar inglés, pero estoy seguro de que lo entendía o, en todo caso, entendía mucho. Yo sé alemán y de vez en cuando le decía algo, y ella respondía; y en un momento la vi levantar la mirada rápidamente cuando Anderton dijo algo sobre «Julie» y el barón le dijo directamente en alemán: «Tu Julie no, pequeña». Cuando se iba, le pregunté quién era Julie; acababa de decirme que era su amiga íntima y que era bailarina, pero de pronto el barón le echó una mirada y ella dejó de hablar. Eso sucedió cuando se iban. Antes, Rosalie estaba haciendo una labor de ganchillo y nosotros hablábamos de hipnosis. Querían hacerme creer en ella, y el barón contó toda clase de anécdotas sobre una «vidente» prodigiosa. Se trataba de su Julie, no de la de Rosalie. Como es lógico, todo eso me daba risa; después se pusieron a hablar de empatía, de la maravillosa empatía que se establece entre mellizos, y el barón contó algunas anécdotas extraordinarias. Y, como yo no estaba dispuesto a creérmelas, Anderton se ofendió bastante y me preguntó si no me acordaba de la hermana melliza de su mujer, la que se habían llevado los gitanos. Entonces el barón le preguntó por el suceso y él se lo contó de cabo a rabo, aunque le hizo prometer que nunca lo diría, porque temían recordárselo a su mujer y por eso jamás hablaban de ello. Me pareció que el barón se interesaba mucho, y acercó su silla a nosotros. Hablábamos en voz baja para que Rosalie no nos oyera. Recuerdo que el barón dijo que era un caso tan curioso que tenía que tomar nota, y lo escribió todo en su libreta. Anotó las fechas y todo lo demás, pero sobre todo las fechas. Estoy seguro de que Rosalie no pudo oír nada; no habría oído nada aunque hubiera entendido el idioma. Estábamos junto a la ventana, muy lejos de ella, y además hablábamos en voz baja. Después, el barón se quedó pensativo y estuvo un rato en silencio. Anderton y yo seguimos hablando de la hipnosis y mi amigo sacó un ejemplar de una revista: Zoïst o algo parecido. Me leyó una historia asombrosa sobre alimentación por delegación y, como no me la creí, preguntó al barón si era cierta o no, y él dijo que desde luego, que conocía ese suceso. Cuando Anderton se dirigió a él, se sobresaltó, como si estuviera pensando en otra cosa, y le tuvo que repetir la pregunta. Sé que era algo sobre comer por delegación, porque después, cuando me hirieron y me subió la fiebre, me acordaba de lo leído y pensaba que ojalá pudiera yo tomar la medicina por delegación. Está todo en el número de Zoïst de aquel mes: octubre de 1854.[9] Recuerdo que en aquel momento dije que la joven tenía mucha suerte de que el tipo no comiera nada malo, y Anderton se rio. El barón no. Estuvo mucho tiempo sin decir nada y en una actitud muy rara. Creí que mi risa lo había ofendido. Anderton se dirigió a él y el hombre volvió a sobresaltarse; incluso se le había apagado el puro. Me acuerdo porque quiso encenderlo otra vez con la brasa del mío y le temblaba tanto la mano que me lo descapulló. Dijo que tenía frío y cerró la ventana. No quiso otro puro y dijo que tenía que irse porque era tarde. Anderton y yo nos quedamos fumando un rato más. Intenté convencerlo de que dejara la hipnosis y él dijo que la señora Anderton se encontraba tan bien que le parecía que podría prescindir del tratamiento y que lo dejaría al cabo de unas pocas semanas. No supe nada más de él hasta noviembre, cuando me enteré de que se había ido de la ciudad unas semanas. Cuando estuve enfermo en Scutari, después de que me hirieran, le escribí para ver si podíamos vernos en Nápoles, y se puso en camino con la señora Anderton en diciembre, pero tuvieron que quedarse en Dover porque ella cayó enferma. Desde entonces, me escribió varias cartas; puedo proporcionarle copia de ellas, menos de los fragmentos de carácter personal. He vuelto a leer esta declaración y todo es verdad. Estoy dispuesto a jurarlo ante un tribunal si es necesario. Deseo añadir que estoy seguro de que el pobre Anderton no ha tenido nada que ver con la muerte de su pobre mujer. Eso también lo juraría.