Mi vida
Solía recorrer las calles de Manhattan igual que un fantasma sin rumbo. Desde la muerte de mi madre no había vuelto a ser la misma. Habían pasado ya diez años, pero continuaba teniendo aquel recuerdo en mi mente como si hubiera sucedido ayer.
La vida que antes conocía se había derrumbado de forma repentina.
Mi padre también dejó de ser la misma persona. La depresión que le ocasionó la muerte de mi madre le hizo frecuentar ambientes poco recomendables; suburbios. Empezó a relacionarse con drogadictos y alcohólicos. Mientras tanto, yo tenía que lidiar con todo aquello y comportarme como la responsable de la casa y de nuestras vidas.
Él antes trabajaba en la taquilla del teatro Vivian Beaumont justo en Lincoln Center, pero lo despidieron. Faltaba mucho y, cuando aparecía… bueno, digamos que su estado no era el adecuado. Tuve que sobrevivir sola. Gracias a un dinero que mi madre tenía escondido para emergencias que un día me reveló por si hacía falta alguna vez, pude hacer la compra y mantenerme. Mi padre, aparte, traía dinero de forma ocasional que no sabía muy bien de dónde lo sacaba. Dejé de ir al colegio, ya que mi padre se ponía hecho una furia cuando no estaba en casa y no podía atenderle cuando aparecía borracho por la mañana.
A medida que iba creciendo mi padre volvía peor cada noche. Se volvió agresivo conmigo e incluso me golpeó en una ocasión que llegó a casa drogado hasta las pestañas. Intenté razonar con él, pero nunca lograba que me escuchara. Fueron unos años difíciles, hasta que cumplí los dieciocho. Busqué un trabajo y un piso para vivir sola.
Al poco tiempo recibí una llamada de la policía comunicándome que habían detenido a mi padre por traficar y consumir drogas. Aquello fue lo peor. Él quería que le ayudara, que pagara a un buen abogado, pero no tenía suficiente dinero y pensé que una temporada en la cárcel le vendría bien. Recuerdo perfectamente aquel día y la mirada vacía y sin emociones que tenía cuando me negué a ayudarlo. Casi no fui capaz de mirarle a los ojos, me atravesaba el alma con ellos.
Pasado un tiempo, se llevó a cabo el juicio. Fue condenado a quince años de prisión en el Complejo de Detención de Manhattan, una cárcel en Lower Manhattan, en el número 125 de White Street, también conocida como Las Tumbas. Estuve presente en el juicio, aunque no quise presentarme como testigo en defensa de lo que había hecho. Su constante mirada acusadora provocó que me arrepintiera de haber ido y la culpabilidad me inundaba por dentro. Tal vez no debería haberme sentido culpable, se lo había buscado él mismo, pero por muchas cosas que hiciera, era mi padre y yo siempre iba a ser su hija, eso es un hecho inevitable.
Después de aquel acontecimiento tan desagradable volví a mi piso recién alquilado, situado en el barrio Greenwich Village, justo en la calle Thompson y muy cerca del parque Washington. Mi nuevo barrio era agradable, lleno de arte en cada esquina y de personas que simplemente buscan su sitio y a las que les gusta expresarse. La estética de las urbanizaciones formada por ladrillos creaba un estilo monótono a las calles rodeadas de árboles allá donde miraras, lo que me hacía disfrutar cada época del año que podía verse reflejada en las calles gracias a ellos. Luego, en invierno, se podían contemplar desnudos adornados casi cada día por la nieve, preparándose para volver a nacer. En primavera, verdes, llenándolo todo de naturaleza y frescor; en verano, ayudando a resguardarte del cálido sol y, en otoño, tiñendo las calles de tonos marrones, amarillos y rojizos. Era la época del año que más me apasionaba y en la que nos encontrábamos entonces. El piso no era nada del otro mundo, algo viejo y deteriorado, pero lo suficientemente cómodo y acogedor para vivir a gusto. Cada día iba a trabajar como limpiadora al centro comercial Manhattan Malls. Ir andando desde casa suponía perder unos cuarenta minutos. Podría coger el bus, pero con el tráfico de Manhattan, ir en bus era una pérdida de tiempo, e ir en metro o en taxi un gasto de dinero. Ese dinero que era muy valioso, puesto que me pagaban una miseria y tenía que administrarlo al máximo para poder vivir. Al principio iba andando, pero al cabo de unas semanas me hice con una bicicleta y tardaba entre diez y quince minutos, así ganaba un poco de tiempo para mí.
Por las noches tenía pesadillas. Soñaba a menudo con mi madre y mi padre, lo que provocaba que me despertara constantemente. Miraba a mi alrededor asustada, me rodeaba con los brazos e imaginaba que eran ellos quienes me abrazaban.
Me sentía sola.