Vi su anuncio en un periódico y quise de nuevo volver al sitio que fue mi primer hogar en este país. A mi edad, uno disfruta siempre reviviendo el pasado.
Luego, he tenido ocasión de conocer aquí a un caballero, un «baronet», que es amigo del patrono de su hija. (Esta frase hace pensar en un ejercicio de lengua francesa, ¿verdad?).
Mi esposa se había mostrado siempre más comprensiva, asegurándome que en Judith no se daba una falta de confianza hacia nosotros, sino que se hallaba gobernada por una especie de enérgico impulso. Pero mi mujer, al igual que yo, había estado también preocupada con la chica. Los sentimientos de Judith, decía, eran demasiado intensos, demasiado concentrados, y su reserva la privaba de la necesaria válvula de seguridad Pasaba por raros períodos de cavilosos silencios. En otras ocasiones se mostraba feroz, amargamente parcial. Era, indudablemente, el mejor cerebro de la familia. Aceptamos por ello alegremente su pretensión de cursar estudios universitarios. Había cursado su bachillerato de ciencias con aprovechamiento, logrando el puesto de secretaria de un doctor que estaba dedicado a la investigación de las enfermedades tropicales. La esposa del médico en cuestión era casi una inválida.
Ocasionalmente me embargaron ciertas inquietudes, preguntándome si la dedicación de Judith a su trabajo y la devoción que sentía por su jefe, serían o no indicios reveladores de que se estaba enamorando... Me tranquilizaba un poco el carácter puramente profesional de su relación.
Creo que Judith sentía un especial cariño por mí. Lo malo era que por naturaleza resultaba poco efusiva. Se mostraba a menudo desdeñosa e impaciente ante mis ideas, que calificaba de sentimentales y de anticuadas.
Con franqueza: delante de mi hija me ponía nervioso muchas veces.
Mis meditaciones quedaron interrumpidas en este punto por la entrada del tren en la estación de Styles St. Mary. Ésta, al menos, no había cambiado. Había transcurrido cierto período de tiempo, pero continuaba instalada en plena campiña, sin una razón aparente que justificara su existencia.
Mientras mi taxi se deslizaba por el centro de la aldea, sin embargo, advertí muchas de las huellas que suele dejar el paso del tiempo. Styles St. Mary había sufrido alteraciones que casi impedían su identificación. Vi gasolineras, un cinematógrafo, dos hoteles y filas de viviendas uniformadas, de las que suelen construir en todas partes los organismos oficiales.
Después, me enfrenté con la puerta de la cerca de Styles. Aquí parecía uno volver a los viejos tiempos. La parte cubierta de vegetación se hallaba como siempre, en general, pero el camino interior de la finca se veía descuidado, asomando por entre la gravilla algunas matas. Por fin divisé la casa. Exteriormente no presentaba ninguna alteración... Eso sí: andaba necesitada de un buen repaso de pintura.
Al igual que cuando llegara allí por primera vez, años atrás, descubrí una figura de mujer inclinada sobre los macizos de flores. Tuve la impresión de que se me paralizaba el corazón. Luego, aquella figura se irguió, avanzando hacia mí. Me reí de mí mismo. Nadie hubiera podido imaginar un mayor contraste con la robusta Evelyn Howard.
Se trataba de una señora de edad, de frágil aspecto, con los cabellos muy blancos y ensortijados, rosadas mejillas y unos ojos azules muy fríos, que no se avenían con sus modales, excesivamente afectuosos para mi gusto.
—Oh! Usted debe de ser el capitán Hastings, ¿verdad? —inquirió—. ¡Vaya! Aquí me tiene con las manos sucias de tierra. Ya ve que no me es posible estrecharle las suyas... Nos sentimos encantados de verle por aquí... ¡La de cosas que hemos oído contar acerca de su persona! Bueno, debo presentarme... Soy la señora Luttrell. Mi esposo y yo compramos esta finca en un arrebato de locura y estamos intentando hacer de ella un pequeño negocio. No sé cuándo llegará ese día... He de hacerle una advertencia, no obstante, capitán Hastings. Soy una mujer de negocios. Suelo amontonar extra sobre extra y si no los hay, me los invento.
Los dos nos echamos a reír como si se hubiera tratado de una broma del mejor gusto. Pero yo pensé que lo que acababa de decir la señora Luttrell era, probablemente, la verdad. Tras sus maneras de mujer ya entrada en años y cortés vislumbré una dureza de pedernal.
Aunque la señora Luttrell ocasionalmente afectaba un leve acento irlandés, no corría sangre irlandesa por sus venas. Me encontraba ante una pose.
Pregunté por mi amigo.
—¡Oh! ¡Pobre monsieur Poirot! ¡Con qué ansiedad ha esperado su llegada! El corazón se le derretiría a una, aunque lo tuviera de piedra... Me ha tenido muy preocupada, al verle sufrir como sufre.
Estábamos avanzando ya hacia la casa. Ella empezó a descalzarse los guantes para jardinería que había estado usando.
—Algo semejante me ha ocurrido con su preciosa hija —continuó diciendo la señora Luttrell—. Es una muchacha encantadora. Todos la admiramos muchísimo. Sin embargo, yo, por el hecho de ser una mujer de otro tiempo, estimo que es una pena, y hasta un pecado, que una joven como ella, que debería estar asistiendo constantemente a fiestas y bailando con chicos de su edad, se pase la vida entre conejillos de Indias e inclinada sobre un microscopio. Estas tareas deben ser desempeñadas por otra clase de mujeres...
—¿Dónde está Judith? —pregunté—. ¿Anda cerca de por aquí?
La señora Luttrell hizo una mueca.
—¡Pobre muchacha! Se pasa la vida encerrada en el estudio que se encuentra hacia el fondo del jardín. Se lo alquilé al doctor Franklin, quien lo ha llenado de todo género de chismes y bichos: conejillos de Indias, ratones, etcétera. ¡Animalitos! Bueno, creo que no soy una persona enamorada de la Ciencia, capitán Hastings... ¡Oh! Aquí viene mi esposo.
El coronel Luttrell acababa de doblar la esquina de la casa. Era un hombre alto, de suaves maneras, con muchos años encima, una faz cadavérica, y unos ojos azules y cálidos que contrastaban con los de su esposa. Tenía la costumbre de darse continuos tirones de una de las puntas de su pequeño y blanco bigote.
Tenia unos modales, casi constantemente, de persona indecisa, nerviosa.
—¡George! El capitán Hastings acaba de llegar.
El coronel Luttrell estrechó mi mano afectuosamente.
—Ha llegado usted en el tren de las cinco y cuarenta, ¿eh?
—¿En qué otro tren hubiera podido llegar presentándose a esta hora? —inquirió la señora Luttrell, con viveza—. Bueno, ¿y eso qué más da? Enséñale su habitación, George. Luego, puede ser que desee ver a monsieur Poirot. ¿O prefiere usted que antes de nada le sirvan una taza de té?
Le aseguré que no me apetecía tomar una taza de té en aquel momento y que lo que realmente ansiaba era saludar cuanto antes a mi amigo.
El coronel dijo:
—De acuerdo. Vámonos. Espero... ¡ejem!... que su equipaje haya sido llevado arriba... ¿eh, Daisy?
La señora Luttrell respondió, muy ásperamente:
—Eso es cosa tuya, George, Yo he estado ocupada con el jardín. No puedo encargarme de todo, ¿verdad?
—No, no, claro. Yo... yo me ocuparé de eso, querida.
Seguí al hombre hasta la escalinata de acceso, en la entrada principal de la casa.
Aquí nos encontramos con un individuo de grisáceos cabellos, de constitución no muy robusta, que salía a toda prisa, armado con unos grandes prismáticos. Cojeaba levemente y su rostro tenía una expresión ansiosa, infantil. Manifestó, tartamudeando un poco:
—Junto al sicómoro hay un par de nidos...
Al entrar en el vestíbulo, Luttrell me dijo:
—Ése es Norton. Es un tipo muy agradable. Los pájaros le traen loco.
Vi junto a una mesita un hombre de gran talla que, evidentemente, acababa de telefonear. Levantando la vista, declaró:
—Daría cualquier cosa por poder colgar, arrastrar y descuartizar a todos los promotores y constructores. Nunca hacen nada que esté bien, malditos sean.
Su ira era tan cómica y desesperada que los dos nos echamos a reír. Me sentí inmediatamente atraído por aquel desconocido. Era muy bien parecido, pese a haber rebasado ya los cincuenta años, y su faz estaba muy curtida por el sol. Daba la impresión de haber vivido siempre al aire libre. Podía considerársele perteneciente a un tipo de hombre cada vez más y más raro, un inglés de la vieja escuela, directo, franco, aficionado a los grandes espacios. Parecía estar impreso en él el don del mando.
No me quedé nada sorprendido cuando el coronel Luttrell me lo presentó, diciéndome que se trataba de sir William Boyd Carrington. Había sido, según supe, gobernador de una de las provincias de la India, en cuyo cargo había sabido cosechar muchos éxitos. Era renombrado como una escopeta de primera clase, habiendo practicado durante años la caza mayor. Me dije, entristecido, que en los días de degeneración que vivíamos ya no se daba aquella clase de hombres.
—Muy bien —dijo sir William—. Me alegro de ver en persona a un famoso personaje: mon ami Hastings —se echó a reír—. Ese viejo y querido belga se pasa los días hablando de usted, ¿sabe? ¡Ah! También está su hija. Una chica preciosa, por cierto.
—No creo que Judith hable mucho de mí —repuse, sonriendo.
—Naturalmente. Es demasiado moderna para eso. Las chicas de ahora parecen sentirse molestas cuando se ven obligadas a admitir la existencia de un padre o una madre...
—Los padres —contesté— son una desgracia, prácticamente.
Mi interlocutor se echó a reír.
—Bien. No hay que tomar las cosas por lo trágico. Yo no tengo hijos, lo cual es peor. Su Judith es una muchacha muy agraciada, pero terriblemente seria. Es algo que me parece bastante alarmante —el hombre descolgó el teléfono de nuevo—. Espero, Luttrell, que no le importe que envíe al diablo a la primera telefonista que me atienda. No soy un ser muy paciente, como ya sabe.
—Desahóguese —replicó Luttrell.
Empezó a subir por la escalera y yo le seguí. Me llevó hacia el ala izquierda del edificio y al final de un pasillo. Comprendí que Poirot había hecho reservar para mí la habitación que ocupara anteriormente.
Se habían efectuado algunos cambios allí. Avanzando por el pasillo, gracias a que había algunas puertas abiertas, vi que los grandes dormitorios de antaño habían sido convertidos en otros de menores dimensiones.
Mi habitación seguía igual, casi. Ahora contaba con agua caliente y fría, y una pequeña parte de ella había sido acotada con un mamparo divisorio, para que tuviera cuarto de baño. Había sido dotada de esos muebles modernos y baratos que tanto me disgustaban. Hubiera preferido para ella otros que se hubiesen avenido mejor con el estilo de la vivienda.
Mi equipaje estaba en la habitación. El coronel me explicó que la de Poirot quedaba exactamente enfrente. Se disponía a llevarme hasta ella cuando se oyó un grito abajo, en el vestíbulo:
—¡George!
El coronel Luttrell se sobresaltó como un caballo nervioso. La mano derecha se le fue a los labios.
—Yo... yo... ¿Seguro que le agrada todo lo que ha visto? Utilice el timbre cuando desee algo...
—¡George!
—Ya voy, ya voy, querida.
El coronel se alejó corriendo por el pasillo. Me quedé un momento inmóvil, mirándole. Luego, con el corazón latiéndome más aceleradamente, eché a andar, llamando a la puerta de la habitación de Poirot.