George había convivido con Poirot muchos años. Era un hombre muy corriente, carente por completo de imaginación. Tomaba las cosas siempre en su sentido literal, por su valor aparente tan sólo.
Bueno. Fui a verle. Le di la noticia de la muerte de Poirot. George reaccionó como era lógico que reaccionara. Le vi muy afectado, muy apesadumbrado, pero consiguió disimular sus sentimientos bastante bien.
Luego, inquirí:
—¿Le hizo entrega de un mensaje para mí, no?
George respondió, inmediatamente:
—¿Para usted, señor? No. No que yo recuerde.
Me quedé sorprendido. Insistí pero el hombre se mostró firme.
Finalmente, declaré:
Supongo que debo de estar en un error. Perfectamente. ¿Qué vamos a hacerle? Habría preferido que hubiese estado usted con mi amigo en sus últimos momentos.
—Yo también, señor.
—Claro, encontrándose su padre enfermo, tenía la obligación de atenderlo...
George me miró de una manera muy curiosa.
—¿Cómo? —inquirió—. No le entiendo del todo.
—Usted tuvo que separarse de monsieur Poirot para atender a su padre, ¿no es así?
—Yo no quería irme. Pero monsieur Poirot insistió...
—¿Le envió él aquí? —pregunté.
—Acordamos que yo debería volver a ponerme a sus órdenes más tarde. Si me fui fue por expreso deseo suyo. Monsieur Poirot me fijó una remuneración adecuada, que percibiría mientras me hallara aquí, con mi anciano padre.
—Pero eso, George, ¿por qué?, ¿por qué?
—En realidad, no sé explicárselo, señor.
—¿No le hizo ninguna pregunta?
—No, señor. Creí que debía callar y obedecer. Monsieur Poirot tenía sus cosas. Sabía desde hacía mucho tiempo que era un hombre muy inteligente, sumamente respetado, además.
—Sí, sí —murmuré, abstraído.
—Era muy especial en lo tocante a sus ropas. Le gustaban las telas extranjeras, más bien de fantasía... No sé si me explicaré bien. Bueno, eso es comprensible, ya que él era también un caballero extranjero. Cuidaba mucho sus cabellos, y su bigote,
—¡Oh! Su famoso bigote.
Sentí una dolorosa punzada al recordar lo orgulloso que mi amigo se había sentido siempre de aquél.
—Era muy especial con su bigote, sí, señor —continuó diciendo George—. No era un bigote a la moda de estos tiempos, pero a él le caía bien. ¿Me comprende?
Hice un gesto afirmativo. Luego, murmuré:
—Supongo que se teñía el bigote, al igual que hacía con los cabellos...
—Se trataba ligeramente el bigote, pero se había desentendido por completo de los cabellos... en los últimos años.
—¡Qué disparate! —exclamé—. Sus cabellos eran tan negros como las alas de un cuervo. A fuerza de poco naturales en cuanto a su aspecto, daba la impresión de que usaba peluca.
George tosió discretamente.
—Perdone, señor: se trataba de una peluca. A monsieur Poirot se le había estado cayendo el cabello en abundancia últimamente, de manera que optó por usar peluca.
Pensé que resultaba extraño que un simple criado supiese más cosas acerca de Hércules Poirot que su amigo más íntimo.
Torné a abordar la cuestión que me desconcertaba más.
—¿De veras que no tiene usted la menor idea acerca del por qué de su separación de monsieur Poirot? Reflexione, hombre, reflexione.
George hizo un esfuerzo en tal sentido. Pero, evidentemente, este tipo de actividades no se le daba muy bien.
—Lo único que puedo sugerir —manifestó finalmente— es que me envió aquí porque deseaba tener a Curtiss a su servicio.
—¿A Curtiss? ¿Por qué había de tener interés en que le sirviera Curtiss?
George tosió de nuevo.
—No sé... Cuando lo vi por vez primera no se me antojó un profesional de los más brillantes, precisamente. Era un individuo de gran fortaleza física, por supuesto, pero en general su modo de ser no se acomodaba a los gustos personales de monsieur Poirot. Creo que Curtiss había estado trabajando durante cierto tiempo en un manicomio.
Miré fijamente a mi interlocutor.
¡Curtiss!
¿Era ése el motivo de que Poirot se hubiera mostrado tan reservado, tan poco explícito? No me había detenido un solo momento a pensar en Curtiss. Y Poirot se habla dado por satisfecho viendo cómo repasaba los rostros de los huéspedes de Styles, en busca del misterioso X. Sin embargo, X no era un huésped.
¡Curtiss!
En otro tiempo, ayudante en un manicomio. ¿Y dónde había leído yo que a veces los pacientes de los hospitales o asilos para enfermos mentales se quedan o vuelven a los mismos para trabajar como ayudantes?
Un hombre extraño, torpe, de raro aspecto, un estúpido... un individuo que podía matar por cualquier razón forzada por su mente.
Y de ser así... de ser así...
Entonces, pareció disiparse la gran nube que tenía ante mí.
¿Curtiss... ?
Manuscrito de Hércules Poirot:
«Mon cher ami:
«Cuando usted lea estas palabras habrán transcurrido ya cuatro meses desde la fecha de mi fallecimiento. He estado reflexionando largo tiempo sobre la conveniencia o no conveniencia de escribir esto, decidiendo por último que es necesario que alguien conozca la verdad sobre el segundo «Affaire Styles». He estado imaginándome también que por la fecha en que usted lea las presentes cuartillas habrá llegado a desarrollar las más sorprendentes hipótesis, atormentándose día tras día, indebidamente.
»Pero permítame decirle esto: Usted hubiera debido llegar, mon ami, al conocimiento de la verdad. Vi que poseía todas las indicaciones precisas. Si no es así, ello se debe, como siempre, a su carácter, demasiado recto y confiado. A la fin comme au commencement.
»Pero usted debiera saber, por lo menos, quién mató a Norton... aunque esté todavía a oscuras en lo tocante a la identidad del asesino de Bárbara Franklin. Esto último puede suponer una fuerte impresión para usted.
«Usted ya sabe que yo le llamé. Empecemos por esto. Le dije que le necesitaba. Era cierto. Le indiqué que deseaba hacer de usted mis oídos y mis ojos. También esto era cierto, muy cierto... si bien no en el sentido que usted lo tomó. Usted tenía que ver lo que yo quería que viese, y oír lo que yo deseaba que oyera.
«Usted se quejó, cher ami, alegando que yo no procedía "lealmente" en la presentación del caso. Me negué a decirle algo que yo sabía. Es decir, no quise revelarle la identidad de X. Esto es verdad. Tenía que proceder así... aunque no por las razones que aduje. Conocerá éstas luego.
»Y ahora, ocupémonos de X. Le presenté una relación de varios casos resumidos. Señalé que en cada caso se veía bien claramente que la persona acusada, o sospechosa, había cometido realmente el crimen en cuestión, no existiendo otra solución del enigma. Después, pasé al segundo hecho importante: en cada caso, X había estado en el escenario del crimen o estrechamente implicado en el mismo. Entonces, usted formuló una deducción que, paradójicamente, era verdadera y falsa a la vez. Usted dijo que X había cometido todos los crímenes.
»Pero, amigo mío, las circunstancias concurrentes eran de tal naturaleza que en cada caso (o en casi todos) solamente la persona acusada podía haber cometido el crimen. Por otra parte, siendo así, ¿cómo explicar lo de X? Únicamente una persona relacionada con la fuerza policíaca o con una firma de abogados especializados puede estar implicada en cinco casos de asesinato. No cabe pensar en un hombre o mujer ordinarios... ¡Es algo que no suele suceder! ¿Lo comprende? Nunca, nunca sale nadie diciendo en tono confidencial: "Bien. Yo conozco realmente a cinco asesinos." No, no, mon ami. Esto no es posible. Así llegamos a un curioso resultado. Tenemos aquí un caso de catálisis: una reacción entre dos sustancias que tiene lugar solamente en presencia de una tercera, y esta tercera sustancia, aparentemente, no toma parte en la reacción, permaneciendo inalterada. Ésta es la situación. Ello significa que donde X estaba presente se producía el crimen... Pero X no tomó parte activa en esos crímenes.
»¡Una situación extraordinaria, anormal! Y me di cuenta de que había llegado por fin, al término de mi carrera, a dar con el criminal perfecto, con el criminal inventor de una técnica que le permitía no ser declarado nunca culpable de sus crímenes.
«Esto era desconcertante. Pero no nuevo. Existían ciertos paralelismos. Y aquí viene la primera de las pistas que le dejé. La obra titulada Otelo. En ella, magníficamente dibujada, hallamos el original de X. Yago es el asesino perfecto. Las muertes de Desdémona, de Cassio —del mismo Otelo— son todos crímenes de Yago, planeados por él, llevados a cabo por él. Y él permanece fuera del círculo, no afectado por la sospecha... O así pudo haber sido. Pues su gran Shakespeare, amigo mío, tuvo que enfrentarse con el dilema suscitado por su propio arte. Para desenmascarar a Yago tuvo que recurrir al más torpe de los artificios —el pañuelo—, algo que no está al nivel de la técnica general de Yago.
»Sí. Ahí está la perfección del arte del crimen. Ni siquiera una palabra de sugerencia directa. Él siempre aparta a los otros de la violencia, rechazando con horror sospechas que no han sido ideadas antes de que él las mencione.
»Y la misma técnica se descubre en el brillante tercer acto de John Fergueson, donde el bobo de Clutie John induce a otros a matar al hombre que él mismo odia. Se trata de un maravilloso ejemplo de sugerencia psicológica.
«Ahora, Hastings, hemos de comprender esto. En todos alienta un criminal en potencia. En todos nosotros surge de vez en cuando el deseo de matar... aunque no la voluntad de matar. "Me puso ella tan furioso, ¡que la hubiera matado!" He aquí una frase que usted ha podido pronunciar, que habrá oído en distintas ocasiones de labios de otros. "Por haber dicho eso, hubiera matado a B." "Me sentía tan irritado que lo hubiera matado." ¿Para qué seguir con otras frases semejantes? Y todas esas declaraciones son literalmente ciertas. La mente de uno, en tales momentos, se halla perfectamente despejada. A uno le gustaría matar... Pero no lo hace. La voluntad tendría que acomodarse al deseo, al impulso.
»En los chiquillos, el freno actúa imperfectamente. Yo sé de uno que, enojado con su gatito, dijo: "Estáte quieto si no quieres que te dé con algo en la cabeza y te mate." Así lo hizo, para quedarse aterrorizado unos momentos más tarde, al comprender que su gatito no podía revivir... En realidad, el niño amaba al pequeño animal.
»Por tanto, todos somos criminales en potencia. Y el arte de X consistía no en sugerir el deseo sino en quebrantar la honesta y normal resistencia. Era un arte perfeccionado por una larga práctica. X conocía la palabra exacta, la frase exacta, la entonación que había que dar a la sugerencia, incluso.. Sabía acumular presión en un punto débil. Esto podía conseguirse. Se llevaba a cabo hasta sin que el sujeto sospechara nada. No se trataba de hipnotismo... Con el hipnotismo no se habría logrado nada positivo. Era algo más insidioso, más mortal. Era una ordenación de las fuerzas del ser humano, tendente a ampliar la brecha en lugar de repararla. Se recurría a lo mejor de la persona para promover una alianza con lo peor de ella.
»Usted debiera haber sabido esto, Hastings... Por el hecho de que a usted mismo le había sucedido...
»Ahora, quizá, comenzará a ver realmente el significado de algunas de mis observaciones, que tanto le irritaron y confundieron. Cuando yo hablaba de un crimen que iba a ser cometido, no me refería siempre al mismo. Le dije que yo me encontraba en Styles con un fin. Estaba allí, dije, porque iba a ser cometido un crimen. Usted se mostró sorprendido por la seguridad de que hacía gala yo en lo tocante a tal punto. Tenía que estar seguro forzosamente, debido a que el crimen en cuestión... iba a ser cometido por mí mismo...
»Sí, amigo mío. Esto es extraño... cómico... ¡y terrible! Yo, que no he aprobado nunca el crimen... yo, que siempre he valorado la vida humana... he terminado mí carrera cometiendo un crimen. Quizás haya tenido que enfrentarme con este tremendo dilema por el hecho de haber sido demasiado recto, demasiado consciente de la rectitud. Pues existen dos facetas, Hastings. Mi trabajo, durante mi ciclo vital, ha consistido en salvar al inocente —en impedir el crimen—, y éste, éste es el único medio de que puedo valerme. Sin incurrir en ningún error, X no podía verse afectado por la ley. Estaba a salvo. Él no podía ser derrotado por ninguno de los otros procedimientos que se me ocurrieran.
»Y sin embargo, amigo mío, yo me resistía. Veía lo que tenía que hacerse, pero no acertaba a decidirme a hacerlo. Yo era como Hamlet, eternamente aplazando el día maligno... Y después se produjo el siguiente intento... el intento de asesinato contra la señora Luttrell.
»Yo me sentía curioso, Hastings. Deseaba comprobar si funcionaría debidamente su acreditado olfato. Así fue. Su primera reacción se produjo ante Norton, con una leve sospecha. Y estaba usted en lo cierto. Norton era el hombre. No tenía usted ninguna razón que justificara su postura... si exceptuamos la perfectamente clara y tenue sugerencia de que él era insignificante. Por aquí, estimo, se acercó usted mucho a la verdad.
»He estudiado su historia personal con algún detenimiento. Norton era hijo único de una mujer dominante y ordenancista. Nunca, al parecer, poseyó dotes para reafirmarse, ni para influir con su personalidad en otras personas. Siempre había cojeado ligeramente al andar, no pudiendo participar en los juegos de sus condiscípulos en el colegio.
»Una de las cosas más significativas de que usted me habló fue la escena de su enfrentamiento con un conejo muerto, en la escuela, cuando a la vista del mismo se sintiera trastornado, casi enfermo. Todos se habían reído de él entonces. Aquel incidente debió de producir una profunda impresión en él, me imagino. Le disgustaban la sangre y la violencia, por cuyo motivo sufrió su prestigio. Yo diría que en su subconsciente esperaba redimirse a sí mismo apareciendo ante los demás algún día como un individuo atrevido, despiadado.
»Me figuro que era joven todavía cuando descubrió que poseía cierto poder que le permitía influir en la gente. Es un hombre que sabe escuchar, tranquilo, que resulta simpático, afectuoso. Sin destacarse mucho, caía bien entre quienes lo trataban. Lamentó lo primero, en un principio, y luego procuró sacar partido de eso. Vio lo absurdamente fácil que resultaba influir en el prójimo utilizando las palabras adecuadas al caso, aportando los correctos estímulos. Lo único que tenía que hacer era comprender a los otros, adentrarse en sus pensamientos, descubrir sus secretas reacciones y deseos.
»¿No lo comprende usted, Hastings? Un descubrimiento de tal naturaleza podía alimentar una sensación de poder. Allí estaba él, Stephen Norton, quien caía bien entre sus semejantes, viéndose al mismo tiempo desdeñado... Y no obstante, él era capaz de lograr que la gente realizara cosas que no deseaba hacer... o bien (fíjese en esto) que creía que no quería hacer.
»Puedo imaginármelo desarrollando este "hobby" personal. Poco a poco, sin duda, adquirió un gusto morboso por la violencia de segunda mano. Él carecía de energías para aplicar aquélla. Precisamente por esto había sido objeto de muchas burlas.
»Sí... Su "hobby" toma cuerpo en él más y más, hasta que se convierte en una pasión, ¡en una necesidad! Era una droga, Hastings. Era una droga que él necesitaba, como hubiera podido necesitar el opio o la cocaína.
«Norton, el hombre de buenas maneras, el hombre afectuoso, era un sádico. Era un adicto del dolor, de la tortura mental. Había habido una epidemia de eso en el mundo de los últimos años... L'appétit vient en mangeant.
»Satisfacía con aquello dos ansias: la dictada por su sadismo y las de su afán de poder. Él, Norton, poseía las llaves de la vida y de la muerte.
»Los Franklin presentaban un planteamiento agradable a los ojos de Norton. ¡En aquel matrimonio había todo tipo de posibilidades! Indudablemente, usted sabrá ahora, Hastings, algo que cualquier persona sensata descubriría desde el principio: que Franklin estaba enamorado de Judith y que ésta correspondía a su amor. Sus brusquedades, su costumbre de no mirar nunca a la muchacha, de eliminar todo gesto de cortesía, hubieran debido darle a entender que el hombre se había enamorado perdidamente de su hija. Pero Franklin es un hombre de gran fuerza de carácter, sumamente recto. Sus frases, frecuentemente rudas, no revelan sus sentimientos. Ahora bien, se trata de una persona de normas muy definidas. Con arreglo a su código personal, el hombre debe permanecer fiel a la esposa elegida.
»Judith amaba también a Franklin, como ya he señalado. Me figuré que usted advertiría este hecho nada más llegar. Ella creyó que se había dado cuenta de eso el día en que la encontró en el jardín de las rosas. De ahí su furiosa explosión. Hay caracteres así, como los de Judith y otras personas a ella semejantes, que no soportan las expresiones de piedad o simpatía. Es como si se tocara una herida en llaga viva...
«Luego, ella descubrió lo que usted pensaba realmente: que su atención se centraba en Allerton. Fomentó entonces esa idea, hurtándose por tal medio a una torpe compasión y evitando otro doloroso sondeo de la herida. Estuvo coqueteando con Allerton, en una especie de desesperado solaz. Sabía perfectamente con qué clase de individuo se enfrentaba. Él la divertía, la distraía. Pero a Judith no le inspiró ese hombre jamás ningún sentimiento amoroso.
«Norton, por supuesto, sabía muy bien por dónde iban los tiros. Vio bastantes posibilidades en el trío Franklin. Puedo afirmar que empezó su trabajo primeramente con el doctor. Pero no sacó nada en limpio de éste. Franklin es de los hombres totalmente inmunes a las insidiosas sugerencias que era capaz de formular Norton. Franklin se halla en posesión de una mente bien clara y despejada, en blanco y negro, por así decirlo, poseyendo un exacto conocimiento de sus sentimientos... Las presiones exteriores le tienen sin cuidado, por completo. Además, la gran pasión de su vida es su trabajo. Su concentración en él le hace menos vulnerable.
»Con Judith, Norton tuyo más suerte. Hábilmente, aludió al tema de las vidas inútiles. Esto era un artículo de fe para Judith... Ella ignoraba que sus secretos deseos estaban de acuerdo con aquella tesis. Norton veía en la idea una especie de aliado. Obró con mucho tacto... Adoptó el puntó de vista opuesto, ridiculizando suavemente el pensamiento de que la joven poseyera valor suficiente para emprender tan decisiva acción. "Se trata de una de esas cosas que la gente joven siempre dice... pero que nunca hace." Es una treta muy vieja, Hastings. Pero, ¡cuán a menudo da resultado! ¡Son tan vulnerables esos chicos y chicas! Se lanzan con frecuencia, sin darse cuenta de que en realidad son lanzados.
»Eliminada Bárbara, el camino quedaba completamente despejado para Franklin y Judith. Esto no se dijo nunca... Nunca se puso esto al descubierto. Se insistió en que el ángulo personal no tenía nada que ver con aquello, nada en absoluto. Pues de no haber sido así, Judith habría reaccionado violentamente. Ahora, con un drogadicto del asesinato en grado tan avanzado como Norton, no había suficiente con aquello. El hombre ve oportunidades para el placer en todas partes. Enseguida encontró un objetivo en los Luttrell.
»Haga memoria, Hastings. Recuerde su primera partida de bridge. Norton formuló luego ante usted unas observaciones en voz alta, hasta el punto de que usted temió que fueran oídas por el coronel Luttrell. ¡Naturalmente! ¡Norton quería que él las oyera! Nunca desperdició una ocasión de escarbar en la herida, de irritar ésta... Y finalmente, sus esfuerzos desembocaron en el éxito. Todo pasó ante usted, Hastings. Y sin embargo, no se dio cuenta de cómo se hizo aquello. Los cimientos habían quedado puestos... El coronel se nota portador de una pesada carga; está avergonzado ante los hombres de la casa; en su pecho alienta, progresivamente creciente, un profundo resentimiento contra su esposa.
»Recuerde exactamente lo que pasó. Norton dice que tiene sed. (¿Sabía él que la señora Luttrell estaba en la casa y que acudiría al lugar en que se desarrollaba aquella escena?) El coronel reacciona como es lógico en él, un caballero, un anfitrión hospitalario. Ofrece algo de beber. Y se marcha en busca de las botellas. Todos ustedes se hallan sentados junto a una ventana. Llega la esposa... Y se produce la inevitable escena. El hombre sabe que todos han oído las palabras de su mujer. Aparece de nuevo. El incidente hubiera podido ser suavizado. Boyd Carrington hubiera podido llevar a cabo una buena labor en tal sentido. (Posee bastante tacto, es un hombre de mundo... Para mí, no obstante, es un sujeto aburrido, cargante, pretencioso.) Usted mismo habría zanjado la desagradable cuestión sin mucha dificultad. Pero Norton se apresura a hablar, empeorando las cosas. Alude al bridge (hace recordar otras humillaciones), habla sin ton ni son de incidentes producidos en las cacerías. Y siguiendo su discurso, el estúpido de Boyd Carrington refiere la historia del asistente irlandés que disparó contra su hermano, una historia que Norton contó a Boyd Carrington, convencido de que el muy necio la sacaría a relucir como de su cosecha personal siempre que se encontrara ante un auditorio adecuado. Como ve, la suprema sugerencia no partiría de Norton. Mon Dieu, non!
»Todo está dispuesto, pues. Hay un efecto acumulativo. Se llega al punto de rotura. Afrontado como anfitrión, avergonzado ante los hombres de la casa, sufriendo porque sabe que ellos están convencidos de que no tiene valor para nada, de que sólo sirve para aguantar las impertinencias de su mujer, el coronel escucha las palabras clave que provocaran el accidente. Un rifle... episodios desgraciados de caza... la historia del hombre que disparó contra su hermano... De repente, a lo lejos, ve la cabeza de su mujer... "Nada que sospechar... Un simple accidente... Ahora les haré ver que... Ya verá ella si... ¡Maldita sea! ¡Quisiera verla muerta! ¡La mataré!"
»No la mató, Hastings. Yo pienso que al disparar, instintivamente, erró el tiro porque así lo quiso. Y después... Después, el maligno hechizo quedó roto. Ella era su esposa, la mujer amada, a pesar de todo.
»Uno de los crímenes de Norton que no llegó a cuajar.
»¡Ah! ¿Y qué decir de su siguiente intento? ¿Se da cuenta, Hastings, de que luego le llegó el turno a usted? Haga memoria. Recuérdelo todo con detalle. ¡Usted, mi honesto, mi amable Hastings! Él localizó los puntos débiles de su mente. Estudió sus reacciones de persona decente y consciente, también.
»Allerton es un tipo humano que le inspira repugnancia y temor. Usted piensa que esa clase de hombres debiera ser rechazada por la sociedad. Y todo lo que oyó acerca de él, todo lo que pensó, era cierto. Norton se apresura a referirle determinada historia... No es una historia inventada por lo que se refiere a los hechos. (Aunque realmente la chica afectada era una neurótica, salida de un medio pobre.)
»Todo va muy bien con sus instintos convencionales y algo anticuados. Este hombre es el villano, el seductor, el hombre que provoca la perdición de las jóvenes, conduciéndolas al suicidio. Norton induce a Boyd Carrington a ampliar el cuadro. Usted se ve impulsado a hablar con Judith. Judith, como usted pudo prever, le responde inmediatamente declarando que ella hará con su vida lo que le plazca. Esto le hace pensar a usted lo peor.
»Examine ahora las diferentes teclas que toca Norton. El amor que, naturalmente, le inspira su hija. El intenso y anticuado sentido de la responsabilidad que siente un hombre como usted con respecto a sus hijos. La importancia que se da a sí mismo como consecuencia de lo anterior: "Debo hacer algo. Todo depende de mí." Echa de menos el prudente juicio de su difunta esposa. Se siente leal... No puede desertar de sus obligaciones. Básicamente, cuenta mucho aquí también su vanidad... Por efecto de su asociación conmigo, ¡ha aprendido usted todas las tretas del oficio! Por último, hay que mencionar un soterrado sentimiento que alienta en la mayor parte de los hombres cuando de sus hijas se trata: unos celos irrazonables, un instintivo impulso de repugnancia a la vista del hombre elegido por ellas, del hombre que las aparta del padre. Norton tocó esas cuerdas sensibles, Hastings, como un virtuoso hubiera tocado las de un instrumento musical. Y usted respondió perfectamente a todos sus premeditados tanteos.
»Usted acepta las cosas en su valor nominal con excesiva facilidad. Siempre ha procedido así. Usted creyó de buenas a primeras, sin la menor duda, que era Judith la mujer con quien Allerton estuviera hablando en el cenador. Sin embargo, usted no la vio; ni siquiera la oyó hablar. Increíblemente, a la mañana siguiente, usted continuaba pensando en Judith como la figura femenina del cenador. Se sintió animado porque ella "había cambiado de opinión".
»Pero si usted se hubiera tomado la molestia de examinar los hechos, habría descubierto inmediatamente que no tenía por qué preocuparse ante la posibilidad de una visita de Judith a Londres aquel día. Y falló al no formular una evidente deducción. Había alguien que iba a ausentarse aquel día, y que se sintió furiosa al no poder llevar a cabo su propósito: la enfermera Craven. Allerton no es de los nombres que limitan su actividad amatoria a una sola conquista. Sus relaciones con la enfermera Craven habían progresado más que el simple coqueteo con Judith.
»Nueva maniobra de Norton...
»Usted vio a Allerton y a Judith besándose. Norton le hace doblar la esquina de la casa. Indudablemente, está enterado de que Allerton está citado con la enfermera Craven en el cenador. Tras una breve discusión, le deja ir, pero todavía le acompaña. La frase que oyó de labios de Allerton encaja magníficamente en sus propósitos y luego, rápidamente, le aleja de allí, antes de que se le depare la oportunidad de descubrir que la mujer en cuestión no es Judith.
»¡Sí! ¡Es un auténtico virtuoso en estas lides! Y su reacción, Hastings, es inmediata. Responde usted a la perfección a sus manejos. Es entonces cuando su mente se acomoda a la perspectiva del crimen.
»Pero, afortunadamente, Hastings, usted disponía de un amigo cuyo cerebro funcionaba todavía correctamente. ¡Y no solamente su cerebro!
»He dicho al principio de esto que si usted no llegó al conocimiento de la verdad fue debido a su carácter, excesivamente confiado. Usted cree siempre lo que le dicen. Usted creyó lo que le conté...
»Sin embargo, le hubiera resultado muy fácil descubrir la verdad. Yo hice que George se separara de mí... ¿Por qué? Yo había puesto en su lugar a un hombre menos experto que él, mucho menos inteligente... ¿Por qué? Ningún médico me atendía... Y hay que tener en cuenta que siempre he estado muy pendiente de mi salud... Me empeñaba, por añadidura, en no ver a ninguno... ¿Por qué?
«¿Comprende ahora por qué le necesitaba en Styles? Yo tenía que disponer de alguien que aceptara lo que yo dijera sin discusión. Le dije que había regresado de Egipto mucho peor que cuando fuera allí, y usted dio por buena tal declaración. ¡La verdad es que volví muy mejorado! Usted pudiera haber descubierto esto de haberse tomado la molestia de realizar algunas averiguaciones. Pero no procedió así. Me creyó. Envié a George a su casa porque no hubiera podido convencerle nunca de que de pronto mis extremidades habían quedado inutilizadas. George es extremadamente inteligente. Habría advertido que yo estaba fingiendo...
»¿Se hace cargo, Hastings? Me fingía un ser desvalido, engañando a Curtiss. Pero todo era falso. Yo podía caminar... cojeando ligeramente.
»Le oí subir aquella noche. Noté que vacilaba, penetrando luego en la habitación de Allerton. Inmediatamente, me mantuve alerta. Sabía ya mucho en cuanto a su estado mental.
»Entonces, amigo mío, pasé a la acción. Regresé a mi habitación, llevando a cabo mis preparativos. Al llegar Curtiss, le pedí que fuera en su busca. Se presentó usted bostezando, alegando que le dolía la cabeza. Me mostré muy preocupado por esta circunstancia. Tenía que proporcionarle algún remedio. Para tranquilizarme, consintió usted en tomar una taza de chocolate. Se bebió mi chocolate rápidamente, para poder marcharse lo antes posible. Ahora bien, yo disponía, asimismo, de píldoras somníferas.
»Y así fue cómo se quedó profundamente dormido... Por la mañana, cuando se despertó, ya descansado, con la mente despejada, comprendió con horror que había estado a punto de cometer horas antes un gravísimo disparate.
»Se encontraba a salvo ya... Estas cosas no suelen intentarse dos veces. Sobre todo cuando se ha recuperado plenamente la cordura.
»Pero esto hizo que me decidiera, Hastings. Usted no es un asesino, pero hubiera podido morir en la horca, a causa de un crimen cometido por otra persona, la cual pasaría ante los ojos de la ley como inocente.
»Usted, mi buen Hastings, mi honesto y honorable amigo, un hombre amable, consciente, inofensivo...
»Sí. Debía actuar. Sabía que disponía de poco tiempo, cosa que me alegraba. Pues la peor parte del crimen, Hastings, es su efecto sobre el asesino. Yo, Hércules Poirot, podía llegar a creerme señalado por una divina designación sobre la muerte de todos y cada uno. Pero, afortunadamente, no habría tiempo para que eso sucediera. El fin llegaría pronto. Y Norton, temía yo, podía triunfar en el caso concerniente a una persona muy querida por nosotros. Le estoy hablando de su hija...
»Así es como llegamos a la muerte de Bárbara Franklin. Cualesquiera que hayan sido sus ideas sobre este tema, Hastings, no creo que haya llegado ni por un momento a sospechar la verdad.
»Pues fue usted, Hastings, quien mató a Bárbara Franklin.
»¡Mas oui! ¡Fue usted!
«Había que considerar otro ángulo del triángulo. Uno que yo no había tomado plenamente en consideración. Norton empleaba unas tácticas invisibles e inaudibles para nosotros. Pero no abrigo la menor duda en cuanto a la utilización de ellas por su parte...
»¿No llegó usted a preguntarse nunca, Hastings, por qué razón la señora Franklin se avenía a permanecer en Styles? Piense en ello. Styles no se acomodaba a sus gustos. A la señora Franklin le gustaba la comodidad, la buena comida, y, especialmente, la vida de sociedad. Styles no es un sitio alegre; no está bien regido; se encuentra en una zona de la comarca carente de atractivos. Y no obstante, la señora Franklin insistió en pasar el verano allí.
«Sí. Existía un tercer ángulo: Boyd Carrington. La señora Franklin era una mujer desilusionada. Esto era algo que se encontraba en la raíz de su enfermedad de neurótica. Era ambiciosa, tanto en el terreno social como en el financiero. Se había casado con Franklin porque esperaba que éste tuviera una brillante carrera.
»Franklin es un profesional brillante, pero no del estilo preferido por ella. Su trabajo no le reportaría nunca notoriedad, popularidad, una buena reputación de altos vuelos. Franklin llegaría a ser conocido por una docena de hombres pertenecientes a su propia profesión y publicaría artículos en las revistas especializadas. El mundo exterior no sabría nunca de él. Y, ciertamente, no haría dinero.
«Pensemos en Boyd Carrington, un baronet con dinero... Y Boyd Carrington se ha mostrado siempre muy tierno con una mujer que conoció a los diecisiete años, siendo una linda muchacha. Estuvo a punto de pedirle, incluso, que se casara con él. Boyd Carrington va a Styles y sugiere a los Franklin que se trasladen allí... Y Bárbara se presenta en Styles.
«¡Qué tormento el suyo! Evidentemente, ella no ha perdido ninguno de sus antiguos encantos a los ojos de aquel hombre rico y atractivo. Pero se trata de una persona anticuada. No es capaz de sugerir la idea del divorcio. Tampoco John Franklin ha pensado jamás en tal cosa. De morir John Franklin, ella podría convertirse en lady Boyd Carrington... ¡Oh! ¡Qué maravillosa vida le hubiera esperado entonces!
»Yo creo que Norton se lo encontró todo listo aquí...
«Piense en ello, Hastings. Todo resultaba demasiado evidente. Aquellos primeros intentos para establecer hasta qué punto ella quería a su esposo... La mujer se excedió un poco... al hablar de terminar con todo de una vez por ser una rémora para su marido.
«Luego, surge una orientación enteramente nueva. Ella abriga el temor de que Franklin esté utilizando su propio cuerpo en sus experimentos.
«¡Todo esto hubiéramos debido verlo con entera claridad, Hastings! Ella estaba preparándonos. Nos habituaba a la idea del fallecimiento de John Franklin a consecuencia de un envenenamiento por fisostigmina. Nada de pensar que pudiera haber alguien que quisiera envenenarlo... ¡Oh, no! Todo se reducía a la pura investigación científica. Él ingiere el alcaloide inofensivo, el cual después resulta ser dañino, mortal.
»Un solo reparo: el proceso es excesivamente rápido. Usted me contó que a ella no le gustó que la enfermera Craven le adivinara el porvenir a Boyd Carrington. La enfermera Craven era una mujer joven y atractiva, que sabía calibrar a los hombres. Había llevado a cabo una tentativa de aproximación al doctor Franklin, la cual no tuvo éxito. (De ahí la aversión que le inspiraba Judith.) Alterna con Allerton, pero se da cuenta de que él no es serio. Inevitablemente, tenía que poner los ojos en el rico y todavía atractivo sir William. Y éste, quizás, estaba más que dispuesto a admirar sus encantos. Había visto ya en la enfermera Craven una mujer llena de salud, muy bien parecida.
»Bárbara Franklin decide actuar rápidamente. Cuanto antes se convierta en una patética, encantadora y nada inconsolable viuda, mejor.
»Y así, tras una mañana de muchos nervios, dispone la escena.
»¿Sabe usted, mon ami? Siento cierto respeto por el haba del Calabar. Esta vez, ¿comprende?, dio resultado. Ahorró una vida inocente y acabó con el culpable.
»La señora Franklin le pide a usted que suba a su habitación. Hace café con muchos aspavientos, sin, dejar un momento de hablar. Tal como usted me dijo, su taza se encuentra a su lado. La de su esposo está en el punto opuesto de la mesita de la librería.
»Luego, viene lo de las estrellas fugaces. Todos salen de la habitación. Se queda usted solo entonces, con su crucigrama y sus recuerdos... Y para disimular su emoción, da la vuelta a la estantería, localizando una cita de Shakespeare.
»Regresan los otros y la señora Franklin se lleva a los labios la taza de café que contiene el alcaloide, preparada para matar a John Franklin, el científico, mientras que éste coge la otra, la del café inofensivo, destinada a la inteligente señora Franklin.
»Si bien comprendí lo que había sucedido, Hastings, me di cuenta de que allí sólo cabía hacer una cosa. Yo no podía probar lo que había pasado. Y si la muerte de la señora Franklin no era considerada un suicidio, inevitablemente serían mirados como sospechosos Franklin y Judith. Se trataba de dos personas completamente inocentes. Hice, pues, lo que debía hacer: insistir en las declaraciones de la señora Franklin formuladas anteriormente acerca de su propósito de poner de una vez fin a todo.
«Tenía derecho a proceder así. Probablemente, era yo la única persona que podía dar tal paso. Mis palabras pesaban mucho. Soy un hombre de gran experiencia en cuestión de crímenes... De mostrarme yo convencido de que aquello había sido un suicidio, todos aceptarían mi veredicto.
»Usted se quedó desconcertado, según pude ver. Y nada convencido. Pero, por suerte, no llegó a sospechar el verdadero peligro.
«¿Pensará en ello luego, después de haberme ido yo? ¿Permanecerá la idea, igual que un reptil, como agazapado en su mente, para levantar de vez en cuando la cabeza y sugerir: "Supongamos que Judith..."?
«Es posible. Y por tal motivo estoy escribiendo esto. Usted debe conocer la verdad.
«Había una persona a quien el veredicto de suicidio no satisfizo nada: Norton. Se sentía frustrado. Ya he dicho que era un sádico. A él le gustaba saborear siempre la escala completa: emociones, sospechas, temores, los senderos en ocasiones intrincados de la ley. Había sido privado de todo eso. El crimen que había preparado acababa de írsele de las manos, por así decirlo.
«Pero más adelante vio una manera de conseguir el desquite. Comenzó a esbozar ciertas sugerencias. Anteriormente, dio a entender que había visto algo especial a través de sus prismáticos. En realidad, intentó dar la impresión de que había descubierto a Allerton y a Judith en una actitud comprometida. Pero como no había concretado nada, se hallaba en condiciones de valerse de ese incidente de otra manera.
«Supongamos, por ejemplo, que dice que vio a Franklin y a Judith. Con esto dará lugar a un nuevo e interesante punto de vista relativo al caso de suicidio. Quizás empiecen a surgir dudas: ¿se trataba de un suicidio realmente?
»En consecuencia, mon ami, decidí que lo que había de hacer tenía que ser hecho inmediatamente. Y dispuse lo necesario para que usted le hiciera subir a mi habitación aquella noche...
»Le contaré con exactitud lo que sucedió. Norton, indudablemente, se sentía encantado ante la perspectiva de contarme su historia, bien preparada. No le di tiempo para eso. Aludí sin rodeos a cuanto sabía acerca de su persona.
»No se molestó en negar nada. No, mon ami. Se recostó en su sillón, sonriendo. Mais oui. Sonrió. Me preguntó a continuación qué pensaba hacer con aquella divertida idea de mi cosecha. Le contesté que me proponía ejecutarle.
»—¡Oh! —exclamó—. Ya comprendo. Ya comprendo. ¿Y de qué va a valerse para su propósito: de la daga o de la taza de veneno?
»Todo estaba preparado para saborear los dos mi chocolate. A monsieur Norton le gustaban las cosas dulces.
»—El procedimiento más simple —respondí— es el de la taza de veneno.
»Y le alargué la taza de chocolate, que yo acababa de verter.
»—En ese caso —me contestó—, ¿tendría usted inconveniente en cederme su taza a cambio de la mía?
»—En absoluto —repuse.
»Era lo mismo... Como ya he dicho, yo también tomo píldoras somníferas. Lo que ocurre es que por el hecho de llevar ya mucho tiempo tomándolas me he habituado a ellas y la dosis que era capaz de producir un profundo sueño en monsieur Norton apenas me producía a mí efectos. La dosis oportuna se encontraba ya en el chocolate. Los dos ingerimos lo mismo. Poco después, Norton se quedaba dormido. Yo, en cambio, continuaba despierto y para anular la modorra que me produjo aquel chocolate recurrí a una dosis de mi tónico a base de estricnina.
«Llegamos así al último capítulo de la presente historia. Cuando Norton se hubo quedado dormido, lo acomodé en mi silla de ruedas —cosa fácil, por el hecho de contar con toda clase de mecanismos—, colocándole pegado justamente a la ventana, detrás de las cortinas.
«Curtiss apareció luego, para "acostarme". Una vez reinó el más absoluto silencio en la casa, llevé a Norton a su habitación, valiéndome también de la silla de ruedas. Ya sólo quedaba para mí sacar partido de los ojos y los oídos de mi excelente amigo Hastings.
»Es posible que usted no lo advirtiera, Hastings, pero la verdad es que uso peluca. Y ni siquiera se le habrá pasado por la cabeza esta idea: mi bigote es postizo. (¡Ni siquiera George conoce tal detalle de mi persona!) Fingí quemármelo accidentalmente poco después de venir Curtiss, pidiendo enseguida a mi peluquero una réplica del auténtico.
»Me puse la bata de Norton, ericé mis grisáceos cabellos por las puntas, salí al pasillo y rocé con los nudillos la puerta de su habitación. Luego apareció usted, contemplando con ojos somnolientos el corredor. Usted vio a Norton en el momento de abandonar el cuarto de baño, cojeando por el pasillo, en dirección a su dormitorio. Y oyó el ruido de la llave al girar en la cerradura, por dentro.
«Seguidamente, le puse la bata a Norton, tendiéndolo en la cama. A continuación le disparé un tiro en la frente, valiéndome de una pequeña pistola que adquiriera en el extranjero, la cual he mantenido siempre cuidadosamente oculta bajo llave, excepto en dos ocasiones. Aprovechando que no había nadie en el piso, la coloqué sobre la cómoda de Norton, precisamente para que se viera. Aquella mañana, el hombre se había ido no sé a dónde.
«Abandoné la habitación después de haber colocado la llave en el bolsillo de Norton. Cerré la puerta con llave desde fuera, utilizando una duplicada que poseía desde hacía algún tiempo. Tras esto, hice avanzar la silla de ruedas hacia mi dormitorio.
»Por entonces, me apliqué a la tarea de redactar estas explicaciones...
«Estoy muy cansado... Las últimas cosas por las cuales he pasado me han dejado agotado. No creo que pase mucho tiempo antes de que...
»Hay un par de detalles que yo quisiera hacer resaltar.
»Los crímenes de Norton fueron crímenes perfectos.
«El mío, no. No fue proyectado como tal.
»El camino más fácil y mejor para eliminarlo hubiera sido el de la vía abierta. Hubiera podido planear, por ejemplo, un accidente con mi pequeña pistola. Yo habría demostrado un profundo pesar, un disgusto terrible... Un desgraciado accidente, sí. Todos habrían comentado: "Ese viejo chochea. No se dio cuenta de que el arma estaba cargada... Ce pauvre vieux."
»Me negué a obrar así,
»Le diré por qué.
»Porque preferí mostrarme deportivo, Hastings.
»Mais oui! Deportivo, he dicho. Estoy haciendo todo aquello que, de acuerdo con sus reproches frecuentes, eludía. Estoy jugando limpio con usted. Doy la medida justa. Participo honestamente en el juego. Usted dispone de todos los elementos preciosos para descubrir la verdad.
»Por si no me cree, enumeraré todas las pistas.
»Las llaves.
»El hombre que usted vio en el pasillo.
»Yo mismo le pregunté si estaba seguro de que el hombre que viera en el pasillo era Norton. Usted se sobresaltó, inquiriendo si yo intentaba sugerirle que no se trataba de aquél. (Naturalmente, después me tomé muchas molestias para sugerirle que era Norton.) Posteriormente, traje a colación la cuestión de la talla. Todos los hombres de la casa, señalé, eran mucho más altos que Norton. Pero había en cambio un hombre que era más bajo que éste: Hércules Poirot. Y resultaba relativamente fácil incrementar la estatura de uno mediante unos tacones altos o una suela suplementaria.
»Usted se hallaba bajo la impresión de que yo era un inválido. Pero, ¿por qué? Porque yo se lo dije, solamente. Y yo había enviado a George a su casa. Ésta fue mi última indicación: "Vaya a hablar con George."
»Otelo y Clutie John le hicieron ver que X era Norton.
»Entonces, ¿quién pudo haber matado a Norton?
»Hércules Poirot, solamente.
»De haber sospechado usted esto, todos los elementos del rompecabezas habrían encajado perfectamente en su sitio, las cosas que yo había dicho y hecho, mi inexplicable reticencia. Los doctores de Egipto, mi médico de Londres, le habrían dicho que yo era capaz de andar. George le hubiera dicho que yo usaba peluca. Había algo que no podía disimular, algo en lo cual hubiera debido pensar: que mi cojera era más acentuada que la de Norton.
»Por último, consideremos la cuestión del disparo. Una debilidad mía. Lo comprendo: habría debido aplicarle el cañón a la sien. No logré producir un efecto natural, digamos. Me procuré un blanco simétrico, en el centro exacto de la frente.
»¡Oh, Hastings, Hastings! Todo eso hubiera podido revelarle la verdad.
»Pero es posible que, después de todo, usted haya sospechado la verdad. Quizá, cuando lea esto, sabe ya a qué atenerse.
»No sé por qué, sin embargo, me inclino a pensar que no es así.
»Es usted demasiado confiado...
»Tiene usted demasiado buen carácter...
»¿Qué debo decirle más? Franklin y Judith sabían la verdad, aunque no se lo dirán. Serán dos personas felices. Serán pobres siempre y sufrirán las picaduras de innumerables insectos tropicales, y estarán enfermos, víctimas de raras fiebres... Ahora bien, cada uno tiene sus ideas particulares sobre la vida perfecta, ¿no?
»¿Y qué será de usted, mi pobre y solitario Hastings? Mi corazón sangra por su causa, amigo mío. ¿Aceptará usted por última vez el consejo de su viejo amigo Poirot?
«Cuando haya terminado de leer estas cuartillas, tome un tren, o un coche, o una serie de autobuses, y vaya a ver a Elizabeth Cole, es decir, Elizabeth Litchfield. Hágala leer esto o explíqueselo. Dígale que usted también pudo hacer lo que su hermana Margaret hizo. Sólo que Margaret Litchfield no disponía de ningún Poirot que se mantuviera alerta. Haga que se disipe su pesadilla; hágala ver que su padre fue asesinado no por su hermana sino por aquel amable y afectuoso amigo de la familia, aquel "honesto Yago" llamado Stephen Norton.
»No hay derecho, amigo mío, a que una mujer como ella, todavía joven, todavía atractiva, rechace la vida porque se crea manchada. No, ésto no es justo. Dígaselo usted así, amigo mío. Háblele usted, un hombre que todavía resulta atractivo a los ojos de las mujeres...
»¡Eh bien! Ya no tengo más que decirle. No sé, Hastings, si existe o no una justificación para lo que he hecho. No, no lo sé. Estimo que un hombre no debe tomarse la justicia por su mano...
»Pero, por otro lado, ¡yo soy la ley! Siendo muy joven, cuando pertenecía a la fuerza policíaca belga, abatí a tiros a un criminal desesperado que se había encaramado a un tejado, dedicándose a disparar sobre todas las personas que pasaban por la calle. En los estados de emergencia, se proclama la ley marcial.
»Al suprimir a Norton salvé otras vidas, vidas inocentes. Pero todavía no sé... Quizá me esté bien empleado esto de no saber a qué atenerme. Me he mostrado siempre tan seguro... Demasiado seguro...
»Ahora, no obstante, me siento muy humilde y digo, igual que un chiquillo: "No sé..."
«Adiós, cher ami. He quitado de mi mesita de noche las ampollas de nitrato de amilo. Prefiero ponerme en las manos del bon Dieu. ¡Deseo conocer cuanto antes su castigo, o su misericordia!
»No volveremos a cazar juntos de nuevo, amigo mío. Nuestra primera expedición fue aquí... Y también la última...
»¡Qué buenos tiempos aquéllos!
»Sí, fueron magníficos... »
(Fin del manuscrito de Hércules Poirot.)
Es raro —acabo de recordarlo ahora— el pensamiento que cruzó por mi cabeza aquella mañana.
El oscuro punto en la frente de Norton... era la marca de Caín...