Repasé una de las frases de Poirot cuando bajé a desayunar: «En su lugar, yo confiaría en la chica.»
Me había proporcionado un consuelo muy grande. Y, casi inmediatamente, quedó justificada. Judith, evidentemente, había cambiado de idea con respecto a su viaje a Londres aquel día.
Después del desayuno se fue al laboratorio, con Franklin, directamente, como de costumbre. Todo indicaba que los dos iban a tener un día de mucho trabajo allí.
Me sentí inundado de felicidad. ¡Qué locura, qué desesperación, la de la noche anterior! Yo había dado por descontado que Judith acababa de ceder ante las propuestas sospechosas de Allerton. Reflexioné... En fin de cuentas, ésta era la verdad, ella no había dado claramente su consentimiento. Judith era demasiado inteligente, demasiado buena, para caer en aquella trampa. Se había negado a acudir a la cita.
Allerton había desayunado muy temprano, saliendo luego para Ipswich. En consecuencia, se atenía al plan elaborado, debiendo suponer que Judith se trasladaría en su momento a Londres, como los dos habían hablado.
Pensé que se iba a llevar un chasco...
Boyd Carrington se me acercó, señalando que me veía muy animoso, muy optimista, aquella mañana.
—Pues sí —repliqué—. Me hallo en posesión de excelentes noticias.
Me comunicó que él no podía decir lo mismo. El arquitecto le había llamado por teléfono para notificarle que tropezaba con ciertas dificultades en su trabajo, motivadas por los reparos de la inspección local. También había recibido varias cartas nada gratas. Y temía haber dado lugar el día anterior a que la señora Franklin realizara esfuerzos nada convenientes para su delicada salud.
La señora Franklin, ciertamente, se estaba recuperando de su reciente salida de la normalidad. Según deduje de unas palabras de la enfermera Craven, no había quien la soportara.
La enfermera Craven había tenido que renunciar a su día libre. Pensaba haberlo pasado con unos amigos y se mostraba muy resentida. Desde una hora muy temprana de la mañana, la señora Franklin había estado pidiéndole botellas de agua caliente y cosas de comer y beber; la enfermera no había podido abandonar la habitación un momento. La esposa del doctor se quejaba de estar sufriendo unos fuertes dolores de cabeza, alegando también que sentía unos fuertes latidos de corazón, calambres en las piernas, escalofríos y no sé qué más...
Nadie allí mostraba tendencia alguna a sentirse alarmado. Todos atribuimos la situación a las inclinaciones hipocondríacas de la señora Franklin.
El doctor Franklin fue sacado de su laboratorio. Después de escuchar las lamentaciones de su esposa, le preguntó si quería que la viera el médico de la localidad. A estas palabras, la mujer correspondió con una Violenta negativa. Entonces, él le preparó un calmante, habiéndole serenamente para que se tranquilizara. A continuación se fue, metiéndose en el laboratorio nuevamente.
La enfermera Craven me dijo:
—Desde luego, él sabe a qué atenerse...
—¿No cree usted que le pase nada a esa mujer?
—¿Qué le va a pasar? Su temperatura es normal, su pulso es correcto. Si quiere que le sea sincera, le diré que todo lo que hace la señora Franklin son puros aspavientos.
La enfermera Craven estaba irritada, mostrándose por ello un tanto indiscreta.
—A ella le molesta el espectáculo de la felicidad ajena. Ella quisiera que su marido se sintiera agotado, sin fuerzas, que yo la siguiera en todo momento con la lengua fuera... Incluso se las ha arreglado para llevar cierta preocupación a sir William, haciéndole ver que fue un bruto, que la dejó extenuada con su excursión. Esa mujer es así.
Claramente, se veía que aquel día la enfermera Craven hallaba a la señora Franklin insoportable. Deduje de su actitud que la esposa del doctor se había portado groseramente con ella. La señora Franklin pertenecía al grupo de mujeres que caen mal instintivamente entre los servidores, no solamente por las molestias que ocasionan sino también por sus pésimos modales. Por tanto, como ya he dicho antes, ninguno de nosotros tomó su indisposición en serio.
Había que hacer una excepción: Boyd Carrington, quien vagaba de un lado para otro, con aire patético, haciendo pensar en la imagen dé un chico que hubiera sido severamente reprendido.
He vuelto en muchas ocasiones sobre los acontecimientos de aquel día, intentado recordar algo que me hubiera pasado inadvertido, algún incidente insignificante, la disposición de ánimo de cada uno de los presentes allí entonces, su serenidad o nerviosismo...
Permítaseme una vez más que deje constancia aquí de cuanto recuerdo acerca de todos.
Boyd Carrington, como ya he señalado, parecía sentirse muy molesto y como si hubiera cometido alguna falta irreparable. Parecía pensar también que se había mostrado despreocupado el día anterior, sin reparar para nada en la frágil naturaleza de su acompañante. Se había acercado a la habitación de Bárbara Franklin, para preguntar por ella, y la enfermera Craven, que no se hallaba precisamente en una de sus más afortunadas jornadas, había contestado con sequedad a sus preguntas. Había ido a la población vecina, incluso, para comprar una caja de bombones. Ésta le había sido devuelta. «La señora Franklin no soporta los bombones.»
Con un gesto de desconsuelo, abrió la caja en cuestión en el salón de fumar. Con aire solemne, Norton, él y yo hicimos los debidos honores a las golosinas que contenía.
Estimo ahora que a Norton le rondaba algo por la cabeza aquella mañana. Se le veía abstraído. En una o dos ocasiones, le vi fruncir el ceño, como si le dominara alguna preocupación o intentara desentrañar algún misterio.
Le gustaban los bombones y comió muchos, siempre abstraídamente.
Fuera, el tiempo había tomado ya un giro definido. Llovía desde las diez.
Allí no se notaba la melancolía que a veces acompaña a un día húmedo. Realmente, aquello supuso un alivio para todos nosotros.
Poirot había sido bajado por Curtiss alrededor del mediodía, pasando al salón en su silla de ruedas. Elizabeth Cole se había unido a él, poniéndose a tocar el piano para entretenerle. La señorita Cole dominaba bien aquel instrumento, interpretando acertadamente a Bach y a Mozart, compositores que figuraban entre los favoritos de mi amigo.
Franklin y Judith llegaron a la una menos cuarto. La joven estaba pálida y fatigada. Se mostró muy callada; miró a su alrededor, como si estuviera soñando, y luego se fue. Franklin se sentó con nosotros. También él parecía estar cansado y abstraído. Evidentemente tenia los nervios de punta.
Recuerdo que aludió a la lluvia como un alivio, manifestando, rápidamente:
—Sí. A veces, es conveniente que las cosas se resuelvan de una manera u otra, que estallen...
No sé por qué, tuve la impresión de que no se limitaba a pensar en el tiempo. Torpe como siempre, en sus movimientos, dio un manotazo a la caja de bombones, derramando la mitad de su contenido. Con su habitual aire de sobresalto, se excusó... dirigiéndose más bien a la caja.
—¡Oh! Lo siento.
Aquello hubiera debido parecemos divertido, pero lo cierto es que no lo fue. Se inclinó atropelladamente, poniéndose a recoger los bombones.
Norton le preguntó si había trabajado mucho aquella mañana.
Su rostro se animó entonces con una sonrisa, una sonrisa ansiosa, de niño grande, que daba vida a su cara.
—No, no... acabo de comprender, de pronto, que he estado siguiendo un camino erróneo. Necesito recurrir a un proceso mucho más simple. De este modo podré valerme de algo así como un atajo...
El hombre osciló levemente sobre sus piernas, adoptando un aire ausente pero resuelto.
—Sí... Es un atajo. El mejor camino a seguir.