III

Durante la mañana, todos habíamos estado nerviosos e indecisos. La tarde resultó inesperadamente agradable. Salió el sol. La temperatura nos reanimó. La señora Luttrell abandonó su habitación, sentándose en la terraza. Estaba en plena forma... Sus maneras eran encantadoras. No advertimos ingratas reservas en su actitud. Ironizó un poco a costa de su esposo, pero lo hizo con mesura, con afecto, incluso. Él estaba radiante. Nos gustó mucho a todos comprobar que se llevaban perfectamente.

Poirot se dejó ver también en su silla de ruedas, hallándose, igualmente, de buen humor. Creo que disfrutaba también viendo la buena armonía con que se desenvolvían Tas relaciones entre los Luttrell. El coronel estaba rejuvenecido en unos cuantos años. Se veía más seguro de sí mismo; se tiraba menos de las puntas de su bigote. Hasta sugirió que debía ser organizada una partida de bridge para la tarde.

—Daisy echa de menos el bridge —explicó.

—Es cierto —corroboró la señora Luttrell.

Norton apuntó que aquello podía resultarle fatigoso.

—Jugaré una mano —contestó la señora Luttrell, añadiendo, con un ligero parpadeo—: Procuraré portarme con discreción, sin atormentar al pobre George.

—Querida —protestó su esposo—: sé perfectamente que soy un jugador muy flojo.

—¡Mejor que mejor! —exclamó su mujer—. De otro modo, no se me depararía la oportunidad de meterme contigo a cada paso.

Todos nos echamos a reír. La señora Luttrell continuó diciendo:

—¡Oh! Conozco bien mis defectos. Ahora no pienso renunciar a ellos para siempre. George no tendrá más remedio que aguantármelos.

El coronel Luttrell la miró apasionadamente.

Creo que fue el espectáculo de aquella armonía lo que suscitó la discusión sobre el matrimonio y el divorcio, iniciada en las últimas horas del día.

¿Eran los hombres y las mujeres más felices en razón de las mayores facilidades ofrecidas por el divorcio? ¿Era cierto que tras una temporada de irritaciones y alejamientos —o dificultades con una tercera persona— venía un período de reanudación de afectos y atenciones mutuos?

Es extraordinaria la variedad de ideas de la gente con respecto a sus propias experiencias personales.

Mi matrimonio había sido increíblemente feliz, teniéndome yo por una persona más bien de pensamientos anticuados. Sin embargo, me confesaba partidario del divorcio, de cortar las amarras de uno y comenzar de nuevo. Boyd Carrington, a quien no le había ido mal en su matrimonio, se inclinaba por el matrimonio indisoluble. Manifestó que sentía el mayor de los respetos por la institución matrimonial, el pilar fundamental del estado.

Norton, carente de ataduras, sin experiencia personal, compartía mi punto de vista. Franklin, un científico moderno, se decía, cosa extraña, completamente opuesto al divorcio. Éste no se avenía con su ideal de acciones e ideas concretas, bien definidas. Uno asumía ciertas responsabilidades. Había que hacer frente a las mismas. Nada de darlas de lado, de escurrir el hombro. Un contrato, señaló, era un contrato. Uno participa en él por su propia voluntad y hay que respetarlo. Todo lo demás era un revoltillo desagradable. Nada de cabos sueltos. Todo debía quedar bien afirmado.

Recostándose en su asiento, con las largas piernas estiradas, rozando las patas de una mesa, declaró:

—El hombre escoge su mujer. Ha de ser responsable de ella hasta que la misma muera... O hasta que fallezca él.

Norton apuntó, burlón:

—Bendita muerte a veces, ¿eh?

Nos echamos a reír. Boyd Carrington le dijo:

—Usted no puede hablar, amigo mío, ya que se ha mantenido soltero.

Norton movió la cabeza, como pesaroso.

—Y ya no puedo enmendar la cosa. He dejado pasar demasiado tiempo.

—¿Sí? —Boyd Carrington escrutó su rostro de una manera casi impertinente—. ¿Está seguro de eso?

Fue en este momento cuando apareció Elizabeth Cole. Había estado en la planta superior, con la señora Franklin.

No sé si fue una figuración mía... El caso es que me pareció que Boyd Carrington miraba alternativamente a la recién llegada y a Norton, y que éste acababa por ruborizarse ligeramente.

Una nueva idea se apoderó de mí. Estudié a Elizabeth Cole. Era una mujer joven todavía, relativamente. Por otra parte, resultaba muy femenina. Era una persona simpática, atractiva, capaz de hacer feliz a cualquier hombre. Últimamente, ella y Norton habían pasado muchas horas juntos. Mientras buscaban flores silvestres u observaban a los pájaros, se habían ido haciendo amigos. Recordaba haberle oído pronunciar unas frases elogiosas referidas a Norton.

Bien. Si las cosas estaban planteadas así, me alegraba por ella. Su felicidad, cuando ya llevaba cubierta parte de su andadura vital, atenuaría los efectos de la tragedia de su niñez. Mirándola con detención, me dije que ciertamente parecía más contenta, más alegre, desde luego, que cuando yo la viera por vez primera a mi llegada a Styles.

Elizabeth Cole y Norton... Sí, podía ser... ¿Por qué no?

Y de repente, sin saber de dónde partía, se apoderó de mí una vaga sensación de inquietud. Esto no era seguro, no era propio... Nadie podía pensar en planear su felicidad allí, en aquel escenario. Existía algo maligno en el aire de Styles. Lo noté ahora... De pronto, me sentí viejo y cansado. Y hasta atemorizado.

Un minuto más tarde, aquella sensación se había desvanecido. Nadie había advertido mí gesto, si exceptuaba a Boyd Carrington. Éste me preguntó en voz baja, poco después:

—¿Le ocurre algo, Hastings?

—No. ¿Por qué?

—Pues... Tenía usted una expresión... No acierto a explicarme...

—Era como un poco de aprensión.

—¿Como si presagiara algo malo?

—Sí..., ya que lo ha expuesto de esa forma. Tuve de súbito la impresión de que algo iba a ocurrir.

—Es extraño. A mí me ha pasado lo mismo en una o dos ocasiones. ¿Tiene usted alguna idea concreta sobre el particular?

Boyd Carrington escrutó mi rostro con ansiedad.

Moví la cabeza, denegando. La verdad era que mi aprensión no era nada definida. No había descubierto nada especial. Simplemente: me había asaltado una oleada de depresión y de temor.

Luego, Judith había salido de la casa. La vi caminar lentamente, con la cabeza erguida, apretando los labios, el rostro grave y, como siempre, bello.

Pensé que no se parecía en nada a Cinders, ni a mí. Tenía el aire de una joven sacerdotisa. Norton debió de pensar en aquellos momentos algo semejante, ya que le dijo:

—La otra Judith debió de ofrecer su mismo gesto poco antes de cortarle la cabeza a Holofernes...

La joven sonrió, enarcando las cejas un poco.

—No acierto a recordar por qué hizo ella eso...

—¡Oh! Actuó así impulsada por motivos altamente morales, por el bien de la comunidad.

El tono ligeramente zumbón con que Norton pronunció estas palabras irritó a Judith. Se ruborizó y continuó andando para sentarse junto a Franklin.

—La señora Franklin se encuentra mucho mejor —declaró entonces—. Quiere que esta noche subamos a tomar el café con ella.