II

Media hora más tarde me encontraba en la habitación de Poirot. Me dio la impresión de que se encontraba muy fatigado. Curtiss lo había acostado. Le había administrado un estimulante para que se reanimara un poco.

Tenía muchas ganas de hablar con él, pero tuve que refrenar mi impaciencia, esperando a que Curtiss abandonara el cuarto.

Finalmente, estallé...

—¿Es verdad lo que usted dijo, Poirot? ¿Es cierto que vio usted a la señora Franklin cuando salía del laboratorio con un frasco en la mano?

En los azulados labios de Poirot flotó una fantasmal sonrisa.

—¿No lo vio usted, amigo mío? —murmuró.

—No, no lo vi.

—Pero pudo pasársele inadvertido, ¿hein?

—Ciertamente, no puedo jurar que ella no lo llevara —miré a mi amigo con desconfianza—. La pregunta es: ¿ha dicho usted la verdad?

—¿Me cree capaz de mentir?

—No me extrañaría en usted.

—¡Hastings! Me sorprende esa declaración. Me impresiona, incluso. ¿Qué ha sido de su sencilla fe?

—Bueno —concedí—. No creo que usted se aviniera a ser un perjuro.

Poirot repuso, suavemente:

—Eso no era posible. Yo no declaré bajo juramento.

—Entonces... ¿mintió usted?

Poirot levantó una mano, automáticamente.

—Lo que yo dije, mon ami, dicho está. No es necesario que discutamos mis palabras.

—¡No logro entenderlo, Poirot! —repuse, levantando la voz.

—¿Qué es lo que no entiende?

—Su declaración... Todo lo que contó acerca de las manifestaciones de la señora Franklin sobre la idea del suicidio, sobre sus depresiones.

En fin, usted mismo la oyó hablar de esas cosas, ¿no?

—Pues sí. Pero ella divagaba, sin más. Usted no puntualizó eso.

—Quizá no quisiera puntualizarlo.

Le miré fijamente.

—¿Quería a toda costa, Poirot, que el veredicto fuese de suicidio?

Poirot se tomó unos segundos antes de contestar. Finalmente, declaró:

—Yo creo, Hastings, que usted no se da cuenta de la gravedad de la situación. Sí, en efecto, yo quería que hubiese un veredicto de suicidio...

—Sin embargo, usted no cree que ella se suicidara, ¿verdad?

Poirot movió a cabeza, denegando.

—¿Usted cree que fue asesinada?

—Sí, Hastings: la señora Franklin fue asesinada.

—Entonces, ¿por qué se esforzó para que su muerte fuese presentada como un suicidio? De esta manera, se detiene toda posible investigación.

—Precisamente.

—¿Deseaba llegar a eso?

—Sí.

—Pero... ¿por qué?

—¿Es que no lo ve? Resulta inconcebible para mí su ceguera, Hastings. No importa... No profundicemos en eso. Tiene usted que aceptar lo que le digo hubo un asesinato..., perfectamente planeado. Ya le advertí, Hastings, que aquí iba a ser cometido un crimen, y que era improbable que nosotros pudiéramos evitarlo... ya que el asesino es despiadado y decidido.

Me estremecí, inquiriendo:

—¿Y qué va a pasar ahora?

Poirot sonrió.

—El caso ha quedado resuelto... Lleva el marbete del suicidio. Ahora bien, usted y yo, Hastings, continuaremos trabajando en la oscuridad, moviéndonos como si fuéramos topos. Y tarde o temprano, nos haremos con X.

Objeté:

—Supongamos que, entretanto, alguien más es asesinado...

Poirot volvió a mover la cabeza.

—No creo que ocurra tal cosa. Es decir, a menos que alguien viera algo, o supiera algo. Pero en tal caso, seguramente, ese alguien habría dado un paso adelante para hablar...

CAPÍTULO XV

I

Recuerdo de un modo un tanto vago los acontecimientos de los días inmediatamente siguientes a la encuesta sobre la muerte de la señora Franklin. Por supuesto, se celebró el funeral, al cual asistieron muchos curiosos de Styles St. Mary. En tal ocasión, me vi abordado por una vieja de ojos llorosos, de maneras ligeramente repulsivas.

Se acercó a mí en el momento en que salíamos del cementerio.

—Yo le recuerdo, señor...

—¿Sí? Bueno, es posible...

La mujer continuó hablando, sin prestar atención a mis palabras.

—Han pasado veinte años... Me acuerdo de cuando murió la anciana señora. Fue el primer crimen que tuvimos en Styles. «No será el último», dije entonces. La señora Inglethorp... Por aquellas fechas, todos estábamos muy seguros de nuestras afirmaciones —la mujer me miró astutamente—. Quizá sea. el esposo esta vez...

—¿Qué quiere usted decir? —inquirí con viveza—. ¿No se ha enterado de que fue dado un veredicto de suicidio?

—Eso es lo que el «coroner» dijo. Pero podría estar equivocado, ¿no cree? —La desconocida me dio un codazo—. Los médicos disponen de mil medios para desembarazarse de sus esposas. Y ella a éste no hacía más que entorpecerle.
Fulminé a la vieja con una mirada de enfado y ella se escabulló afirmando que no había querido dar a entender nada. Simplemente, se le antojaba raro aquel segundo asesinato en el mismo lugar. —Y me extraña mucho, señor, su presencia aquí en las dos ocasiones...

Por un momento, me pregunté si aquella mujer estaría pensando en la posibilidad de que yo hubiera cometido los dos asesinatos. La idea no podía ser más inquietante.

Como ya he dicho, poco es lo que recuerdo bien de aquellos días. La salud de Poirot, por un lado, suponía para mí una grave preocupación. Curtiss fue en mi busca en cierto momento. Tenía el rostro alterado cuando me comunicó que mi amigo acababa de sufrir un ataque cardíaco.

Fui a ver a Poirot a toda prisa, quien negó enérgicamente lo sugerido por su servidor. Pensé que esto no se hallaba de acuerdo con su actitud en general. En mi opinión, siempre se había mostrado muy meticuloso en lo tocante a su estado físico, huyendo de las corrientes de aire, protegiéndose el cuello con tejidos de seda o lana, tomándose la temperatura a cada paso o acostándose en cuanto se creía a punto de resfriarse... «De otro modo, podría costarme esto una fluxion de poitrine.» Con motivo de ciertas indisposiciones sin importancia, yo sabía que se había apresurado siempre a consultar a un médico.

Ahora, encontrándose verdaderamente enfermo, su postura se invertía.

Sin embargo, quizá radicaba en eso la verdadera causa. Aquellas otras indisposiciones habían sido cosas menudas. Ahora, al ser realmente un hombre enfermo, no quería, tal vez, admitir la existencia de su enfermedad. Tomaba eso a la ligera porque se sentía atemorizado.

Respondió a mis protestas con energía y amargura.

—¡Ah! Yo me he mantenido en contacto con la ciencia. Me han visto muchos médicos y no uno solo. He visitado a Blank y a Dash (dos renombrados especialistas)... ¿Y qué fue lo que hicieron por mí? Me enviaron a Egipto, donde, inmediatamente, empeoré. Fui a ver también a R...

R era otro especialista en enfermedades cardíacas. Inquirí, con viveza:

—¿Y qué le dijo?

Poirot correspondió a esta pregunta con una larga mirada de soslayo que me dejó angustiado.

—Hizo por mí cuanto puede hacerse humanamente... He tenido mis tratamientos, las medicinas a mano. Más allá de esto... no queda nada. En consecuencia, Hastings, no tiene objeto dedicarnos a buscar nuevos médicos. Esta máquina, mon ami, no puede dar más de sí. El organismo humano no es un coche, al cual se le puede cambiar el motor viejo por otro y empezar de nuevo a hacer kilómetros.

—Escuche, escuche, Poirot... Siempre habrá alguna solución. Curtiss...

—¿Qué pasa con Curtiss? —dijo Poirot, inquisitivo.

—Ha ido en mi busca... Estaba preocupado... Ha sufrido usted un ataque...

Poirot asintió lentamente.

—Sí, sí. Se dan esos ataques... Siempre resultan impresionantes para los testigos. A mí me parece que Curtiss no se halla habituado a tales escenas.

—¿Se niega usted realmente a que le vea un médico?

—Eso ya no puede servirme de nada, amigo mío.

Hablaba sin alterarse, pero con firmeza, Volví a experimentar la sensación angustiosa de momentos antes. Poirot me miró, sonriente.

—Éste, Hastings, será mi último caso. Será también el más interesante de todos... Tendré que habérmelas, además, con el más interesante de los criminales por mí conocidos, también. En efecto: en X observamos una técnica soberbia, magnífica, que suscita admiración, pese a todo. Hasta ahora, mon cher, este X ha operado con tanta habilidad que ha logrado derrotarme, a mí, sí, ¡a Hércules Poirot! Ha desarrollado una forma de ataque para la cual no puedo encontrar la respuesta adecuada.

—¡Ah, si usted no se hallase enfermo! —exclamé, deseoso de consolarle.

Pero, al parecer, estas palabras resultaban desacertadas en aquellos instantes. Hércules Poirot, inmediatamente, se puso muy furioso.

—¿Cuántas veces habré de decirle que no es necesario el esfuerzo físico aquí, que lo único que uno necesita es... pensar?

—Sí, claro... Desde luego que esto puede hacerlo muy bien...

—¿Muy bien? ¡De un modo superlativo! Tengo las extremidades inferiores paralizadas, mi corazón me hace jugarretas deleznables, pero mi cerebro, Hastings, mi cerebro funciona a la perfección, sin fallos de ninguna clase. Mi cerebro sigue siendo de primera calidad.

—Eso me parece espléndido —repuse, decidido a ayudarle en su afán de encontrar un consuelo.

Pero cuando bajaba las escaleras, muy despacio, pensativo, me dije que el cerebro de Poirot no actuaba con la rapidez de antaño. Recordé el accidente de la señora Luttrell... Y ahora nos enfrentábamos con la muerte de la señora Franklin. ¿Y qué estábamos haciendo nosotros de carácter práctico respecto a eso? Nada, nada, realmente.