III

En las inmediaciones de la casa, tropecé con Boyd Carrington.

—Mi última noche aquí —declaró—. Me marcho mañana. —¿Se traslada usted a Knatton?

—En efecto.

—Éste debe de ser un momento emocionante para usted.

—¿Cómo? Pues sí, supongo que sí —el hombre suspiró—-. Le seré sincero, Hastings: no me importa decirle que me alegra abandonar esto.

—La comida, ciertamente, es mala, y el servicio deja bastante que desear.

—No estaba pensando en esas cosas. En fin de cuentas, el precio del hospedaje es bajo y no hay que esperar grandes condiciones en esta clase de establecimientos... Yo, Hastings, iba más allá de las incomodidades. No me gusta esta casa... Existe aquí una maligna influencia. Ocurren cosas continuamente...

—Es cierto.

—No sé explicarme bien. Probablemente, cuando en una casa ha sido cometido un crimen ésta deja de ser la que era... Francamente: no me gusta esto. Primero hubo el accidente de la señora Luttrell que pudo convertirse en desgracia irreparable. Y luego sucedió lo de la pobre Bárbara —Boyd Carrington hizo una pausa—. Jamás se me pasó por la cabeza la idea de que ella pudiera acabar suicidándose. Ninguna persona en el mundo había menos propensa a tal fin.

Vacilé.

—Bueno, yo no sé si iría tan lejos al pensar en tal cuestión.

Boyd Carrington me interrumpió.

—Yo sí... Verá usted... Yo estuve con ella a lo largo de casi todo el día anterior. Se hallaba muy animada. Gozó mucho con la inocente escapada. Su única preocupación era John... Temía que por el hecho de hallarse demasiado absorto en sus experimentos le llevara a cometer una torpeza a convertirse en víctima de su propio trabajo. ¿Se da cuenta de lo que estoy pensando, Hastings?

—No.

—Su esposo es el responsable de su muerte. Supongo que la irritaba continuamente. Encontrándose conmigo, ella era siempre feliz. Él la hizo ver que había constituido un obstáculo para su preciosa carrera y esto la atormentaba. Es duro ese tipo, ¿eh? La muerte de Bárbara no le ha producido la menor impresión. Me contó con toda tranquilidad que ahora piensa irse a África. La verdad, Hastings: a mí no me sorprendería que él la hubiese asesinado...

—Usted habla en broma —repliqué.

—No, no es ninguna broma esto. Tampoco hablo en serio. Y es porque de haberla asesinado él se hubiera valido de otro procedimiento. Trabajando como trabaja con la fisostigmina, lo lógico es pensar que no se hubiera valido de tal sustancia. No obstante, Hastings, no soy el único que juzga a Franklin un sujeto raro. Hablé con una persona que tiene buenos motivos para hallarse bien informada.

—¿A quién se refiere usted? —inquirí rápidamente.

Boyd Carrington bajó la voz:

—A la enfermera Craven.

—¿Cómo?

—¡Ssss! No levante usted la voz. La enfermera Craven me metió esa idea en la cabeza. Usted ya sabe que es una mujer inteligente. Franklin es un hombre que no le agrada. No le ha agradado nunca.

Me quedé pensativo. Yo hubiera dicho que había sido su paciente el blanco de las antipatías de la enfermera. De pronto, me dije que ésta debía de saber muchas cosas acerca de los Franklin.

—Se queda aquí esta noche —declaró Boyd Carrington.

—¿Sí?

Me sentí más bien sobresaltado. La enfermera Craven se había ido inmediatamente después del funeral.

—Sólo para descansar una noche entre dos casos —explicó Boyd Carrington.

El retorno de la enfermera Craven me produjo cierta desazón, si bien yo no hubiera sabido explicar por qué. ¿Existía alguna razón que justificara su regreso? Boyd Carrington había dicho que Franklin le desagradaba...

Procurando tranquilizarme, contesté con repentina vehemencia:

—Ella no tiene ningún derecho a sugerir cosas raras acerca de Franklin. Después de todo, fue su testimonio lo que contribuyó a cimentar la idea de un suicidio, reforzado con la declaración de Poirot, que había visto a la señora Franklin en el momento de salir del estudio con un frasco en la mano.

Boyd Carrington saltó, secamente:

—¿Y qué significa un frasco en manos de una mujer? Las mujeres se pasan la vida manipulando frascos de perfume, de lociones para el cabello, de lacas para las uñas. ¿Cómo vamos a pensar que por el hecho de llevar en las manos una botellita de lo que fuera aquella noche la señora Franklin pensara en suicidarse? ¡Qué tontería!

Mi interlocutor calló ahora. Allerton se acercaba. A lo lejos, apropiadamente, como en un melodrama, se oyó el rumor de un trueno. Me dije algo en lo que ya había caído antes: Allerton reunía todas las condiciones precisas para representar el papel del villano.

Pero había estado lejos de la casa la noche en que Bárbara Franklin muriera. Además, ¿cuáles hubieran podido ser sus posibles móviles?

Luego, pensé que X nunca había tenido un motivo para actuar. Esto era precisamente lo que fortalecía su posición. Era eso, y eso solamente, lo que nos contenía. Y, sin embargo, en cualquier momento, podía producirse ese diminuto centelleo que lo iluminara todo.