♥ CAPÍTULO 7 ♥

 

 

El tiempo me pisaba los talones, las dos semanas impuestas por Berenice comenzaban a manifestarse como una meta imposible, básicamente porque en mi cabeza pasaban un montón de pensamientos nada beneficiosos para la creatividad.

Álvaro Bregan volvía a casarse. Nuestro amado, odiado, y estimado padre, intentaba reformular la frase «la tercera es la vencida», he iba por una cuarta. Una locura, y esa locura me ponía los pelos de punta. Hice lo lógico, pacté un encuentro con mi terapeuta, la licenciada en «cosas de la vida», Iris Guerrero.

La angustia oral se presentaba como mi compañera oficial en ocasiones como éstas, por tal motivo el lugar de reunión fue muy lejos de cualquier posible emisor de comida. Si le daba vía libre a mi boca y estómago, en breve, no entraría en mis pantalones.

Para distender mi mente inauguré una nueva actividad junto a Iris.

Y me odió...mi amiga me odió con el alma.

“El templo del Buda” comenzaba a esgrimirse como una muy mala opción.

—No desayuné pensado que íbamos a colmarnos de calorías en algún brunch. ¿Me puedes decir como terminamos acá?—el tono molesto de su voz se hizo notar en todo el salón.

La silenciaron, le llamaron la atención y eso logró que la postura del águila que intentaba sostener, colapsara. En segundos su trasero se estampó contra el suelo, contuve mi risa para mantener el clima calmo del lugar, y no, no fue lo mejor. En venganza, Iris pellizcó una de mis pantorrillas y fui a dar al suelo como ella.

—No me respondiste—insistió en un murmullo—¿Cómo terminamos acá?

—Necesitaba despejar mi mente—alegué tratando de reestablecerme en la postura.

—¿Y te parece que está es la mejor opción para ello?

—Según la cultura oriental, sí.

Intentó retomar la pose una vez más. Trastabilló, refunfuñó molesta.

—¡Somos occidentales de pura cepa! ¡No nacimos para esto!

La instructora se acercó a nosotras y sin emitir palabra alguna nos  indicó con un gesto al aire que no habláramos. 

El silencio, contrario a calmar a la fiera, la potenció.

Podía ver en la mirada de Iris el fuego contenido. Si no la llevaba pronto a un brunch iba a comerse a la instructora. Dos pájaros de un tiro, saciaría su apetito y su fastidio.

La nueva indicación de la clase nos alcanzó. Pasamos a la postura de la paloma.

Al suelo, rodilla derecha flexionada adelantada, pierna izquierda extendida hacia atrás, parte externa del glúteo derecho al suelo.

¡Por mil demonios, estoy desgarrándome por dentro!

Mi rostro trató de ocultar la sensación. Iris no. Estaba roja, entre el ejercicio y la furia parecía recubierta en lava.

—Postura del águila, postura de la paloma ¿Qué le sigue después?—murmuró con pleno sarcasmo—¡la postura del canario, la postura de la grulla, o cualquier otra idiotez con alas!

Intenté calmarla, la conocía bien, pero sobre todo conocía los niveles de su voz. Aumentaban, aumentaban, y aumentaban. Nos iban a echar a patadas del lugar.

—Un poco de voluntad no te vendría mal, como tampoco te vendría mal un poco más de flexibilidad—dije con convencimiento.

Joaquín tomó prisionera a mi mente.

«No necesitas tono muscular excesivo, necesitas flexibilidad».

Confesarle a Iris que la estaba sometiendo a semejante tortura por sugerencia de mi maestro del sexo era un acto suicida. La verdad era que trataba de optimizar mi tiempo, uno muy limitado por cierto, que mejor invertirlo por partida doble: despejar mi mente en compañía de mi mejor amiga y trabajar mi elasticidad.

—¿Flexibilidad? ¡¿Flexibilidad?!—alzó la voz, se dio cuenta de ello al instante y bajó el tono casi hasta llegar a un incipiente murmullo—La única flexibilidad que necesito es en mi tiempo, tengo que rogar para tener un poco de tiempo para mí, y aquí lo estoy perdiendo—golpeó su trasero—. Esto no necesita flexibilidad, necesita dureza, músculo hecho piedra para no caerse y barrer con sus cachas flojas el suelo.

Debía reconocerlo, yo era una maldita hereje, traerla aquí era un atentado contra las fuerzas de la naturaleza.

Contra las suposiciones posturales de Iris, abandonamos a la familia de los vertebrados con alas  para incursionar en la familia de los crustáceos marinos.

—¡Jodeme!...la postura del cangrejo—Iris estalló.

—¡Iris! —la silencié.

—Lo siento, no puedo con esto—se incorporó, acomodó su ropa y cabello—me voy a una clase de spinning, cuando termines de relajar tu mente me avisas y nos encontramos fuera de éste cementerio espiritual.

Condena total, su última expresión se oyó en cada metro cuadrado de la habitación, todos, absolutamente todos los rostros del lugar se dirigieron a nosotras.

Y así fue como el cartel de “personas no gratas” con nuestros nombres resaltados en color se exhibió en la puerta de “El Templo del Buda”.

 

No fuimos a una clase de Spinning,  fuimos al restaurant más cercano con la opción de “sírvase usted mismo” como regla de menú, y la felicidad invadió a nuestros cuerpos.

Yo cargaba las bandejas e Iris  las abastecía.

—Para mí menos, por favor—puse un stop, de lo contrario tendría una montaña de chow fan, rabas empanadas, y arrolladitos primavera en mi  plato.

—¿Te sientes mal , o qué?

Iris, yo, y un restaurante de opción libre éramos un perfecto triángulo equilátero.

—No, pero en dos horas me encuentro con papá para almorzar, no quiero saturarme ahora.

Pasó gran parte de la comida a su plato y liberó al mío.

—¿Tú, tú padre, y un almuerzo?—se burló—Ahora entiendo porque necesitas despejar la mente.

—Déjame expandir tu ironía: mi padre, su futura nueva mujer, Érica, y yo. Ese es el “dream team” armado para el almuerzo.

No se lo esperaba. Nadie se lo esperaba, ni siquiera yo.

—¡Puedo ir! ¡Por favor, dime que puedo ir!—la muy descarada disfrutaba de mi frustración. Sonreía.

—Si te puedes hacer pasar por mí, no hay problema, te cedo el lugar.

Tomamos asiento en una mesa cercana con  las bandejas listas para iniciar la fase «devorar sin contemplación para aplacar emociones contenidas».

—¿Está confirmado el casamiento, o es una de esas veces en dónde tu padre sugiere, menciona, desea, pero no hace?

Busqué dentro de mi bolso un sobre, se lo entregué, lo abrió, era la invitación formal de la boda.

—¡Esto es en menos de dos meses!—pronunció sorprendida.

—¡Ni me lo recuerdes!

 

 

«Ama como puedas, ama a quien puedas, ama todo lo que puedas.

No te preocupes de la finalidad de tu amor ».

 

Elena S. Noriega

&

Álvaro J. Bregan

 

Los invitan a compartir el reencuentro del amor.

Capilla “Nuestra Señora de la Misericordia”

29 de noviembre a las 11.30 hs.

Luego le sigue el baile...y arrojamos los años por la ventana.

 

 

 
—Tú padre está más loco que nunca.

Me devolvió la invitación, no la acepté.

—Quédatela, es tuya. No pienses que vas a zafar de la situación. Si morimos, morimos todas juntas—metí en mi boca un arrollado primavera, mastiqué con desgano—, y no te olvides de llevar a los gemelos, así le alborotan la fiesta.

—No seas malvada, y sobre todo no utilices a mis dos dulces demonios como tus esbirros personales. ¿Qué problema tienes con...—volvió a echarle ojo a la invitación—, con Elena S. Noriega?

—Que está loca como él. ¡Son gente grande!

La montaña de calorías que Iris tenía en su plato desaparecía como por arte de magia dentro de su boca.

—¿Me estás diciendo que Elena no es una veinteañera como su anterior mujer?

—No, no lo es, al contrario, es más vieja que él. ¡Tiene 67 años!

El chow fan salió a modo de lluvia de su boca a causa de la carcajada que no pudo contener.

—Él 65, ella 67, si eso no es amor, es demencia senil en su primer estadio—dijo con regocijo. El restaurante no era lo único que alimentaba a Iris, también lo hacía mi historia familiar. Continuó—Piensa el lado bueno...

—¿Qué lado bueno?—la interrumpí—Aquí no hay lado bueno.

—Por supuesto que lo hay, ahora tienes quién le cambie los pañales a futuro.

—¿Cambiar los pañales? ¿Quién a quién?

—¡Mutuamente, y de seguro, al mismo tiempo! No vas a tener que enviarlo a una residencia para ancianos, ellos juntos van a hacer una.

—Eso mismo dice Érica.

El apetito se me había quitado, aparté mi bandeja.

—Érica es una mujer inteligente, siempre mira el vaso medio lleno, en cambio tú—sugirió pero no finalizó la idea.

—En cambio yo ¿qué?—demandé una continuación con un notorio fastidio encima.

—En cambio tú ves lo malo en todo—se apropió de mi bandeja e hizo de cuenta que era una extensión de la suya. Su tenedor pinchaba por aquí,  por allá, y llevaba todo a su boca—. Si te dicen que reformules un poco  una de tus historias, ves fracaso inminente; si te pagan una noche de sexo con un Dios del Olimpo...

Estaba dispuesta a ponerle un freno, no lo hice, la sola mención de «noche de sexo paga» logró ponerme en estado catatónico.

—...tú ves un acto aberrante digno de condena—continuó con total libertad—, si tu padre se casa por cuarta vez, tú ves...—hizo una pausa mental—, tú ves a tu padre casarse por cuarta vez. Lo siento, no se me ocurrió nada más.

La expresión en mi rostro decía lo obvio: Iris, tienes la más completa y grande razón.

Así era yo, y si a ella no se le ocurría un argumento fatalista para poner en mi boca relacionado a la decisión de mi padre, era porque desde dónde se evaluara el asunto no lo había.

—No sé, talvez es el frenetismo de la situación lo que me altera, lo  que me pone en postura de ataque.

Reflexioné, quería despejar mi mente y eso iba a hacer. La realidad era que en las últimas semanas había vivido toda una vida, empezando por Joaquín y la experiencia que traía consigo, una experiencia que me motivaba de una forma loca e inesperada. A eso le seguía la nueva novela y las ideas que se escapaban de mi mente  para encontrar su lugar entre palabras. Como  consecuencia de  todo lo anterior estaba Berenice,  poniendo mí trabajo nuevamente en un pedestal. Y como si eso no fuese suficiente, de repente, una nueva mujer aparece en la vida de mi padre, una desconocida que  de la nada  estaba por convertirse en parte de la familia.

Había un creciente mal humor en mí, eso era innegable.

—Pareciera que la misma  vida está apurada y quiere avanzar sin control. No me da el tiempo para acomodar las ideas. Es como estar metida en el mar  y que una ola te golpee, y luego otra, y otra. Muchas cosas en muy poco tiempo.

—¿Cómo va el asunto de la novela?—Iris fue directo al grano.

—Perfecto, todo va demasiado perfecto. De hecho falta poco para el final.

Y el origen de mi mal humor se hizo evidente, el final de la novela que estaba escribiendo estaba a la vuelta de la esquina, y ese final traía consigo otro, Joaquín.

—¿Y cuál es el problema entonces?

—No lo sé—dije ocultando la verdad muy dentro de mí.

No debía dejar que mi extremismo fatalista me robara la energía,  por lo menos no todavía.

—Entonces, el problema es que no hay problema—resumió intentando dar un cierre final a su sesión terapéutica.

La licencia Iris Guerrero hacía muy bien su trabajo.

—El problema es que no hay problema—acompañé sus palabras con las mías y le agregué una sonrisa de fondo.

Tomé dominio de mi tenedor, mi apetito renacía con todas sus fuerzas, pinche una raba, la metí en mi boca, la saboreé en cámara lenta, y entre las dos engullimos el resto de comida que quedaba.

 

♥ ♥ ♥ ♥

 

Un par de horas atrás me había arriesgado a pronosticar nuestra muerte inminente en la futura boda. Me equivoqué a lo grande. Íbamos a morir ahí, frente a ellos, frente a la pareja de sexagenarios más insoportable del universo.

Érica y yo.

Yo y Érica.

Nuestros rostros estaban a segundos de impactar sobre los tallarines a la parisienne. Primero entraríamos en fase de coma profundo para finalmente fallecer  a causa de un paro-cardio-respiratorio por aburrimiento extremo.

Estaba sucediendo algo sin precedentes, existía en éste mundo alguien que hablaba más que mi padre, y ese ser, ese alguien tenía nombre y apellido: Elena S. Noriega.

«Pero ustedes pueden llamarme Leni».

Leni, Leni, Leni. Una carismática viuda que compartía el amor  a la psicología con mi padre, ambos eran terapeutas. Se habían conocido en un maldito Congreso Interamericano un año atrás y desde entonces estaban pegados el uno al otro como suela al zapato.

Leni, Leni, Leni,  y sus tres hijos maravilla. Profesionales, con título oficial. Hijos modelo,  casados con hijos; y como era de esperarse, esos niños, cinco para ser específica, desfilaron ante nosotras por obra y magia de la tecnología. Doscientas cuarenta y ocho imágenes, esa era la cantidad de fotografías que la próxima Sra. Bregan conservaba en su teléfono móvil. Doscientas cuarenta y ocho imágenes, y estaba dispuesta a compartir cada una de ellas.

—Éste es Santiago en su primer día de colegio—su delgado y arrugado dedo se deslizaba de una imagen a otra—Y aquí está Ceci con pepe, su conejito. Santi en clase de natación. Sebastián comiendo su primer helado. Y aquí está Ciro el día que perdió su primer diente.

A cada imagen vista le seguía un  pellizco de Érica  a mi pierna por debajo de la mesa. Lo sé, la pobre necesitaba aliviar la tensión de alguna manera, y la única que tenía a mano era mi cuerpo esponjoso. Se lo permití, la culpa  vestida de  Adonis con cuerpo escultural todavía me atormentaba.

Elena se disculpó por unos minutos para ir en dirección al toilette, le facilitó a papá su móvil para que continuara con la insoportable tarea de exhibición. Él lo hizo con mucho placer, demasiado podría decirse.

—Miren niñas...—volvió a exponer las imágenes.

Reconocimos el tono de su voz al instante. Érica me miró en busca de soporte visual, sabíamos que estaba dispuesto a jugar a la ruleta rusa de la ironía con nosotras.

—¿Saben lo que es esto?—continuó—Es algo que se llama «nietos» ¿increíble, no?

El odio es un sentimiento que germina más rápido de lo que suponemos. Media hora junto a Leni y ya la odiábamos. Odiábamos a Elena y a todo el circo familiar que traía consigo.

Ninguna palabra salía de nuestras bocas, sólo respiración, profunda e evidente respiración.

—Considerando que es una palabra inexistente en mi vocabulario, la busqué en el diccionario: Hijo o hija del hijo o hija de una persona. ¿Pueden creerlo?

—¿Sabes por qué no tenemos hijos?—Érica inició el contrataque— Porque todavía le estamos haciendo lugar a los pequeños engendros que tú puedes traer a éste mundo.

Creo que lo comenté, sí, lo hice, Érica era la voz cantante de la familia, y por ello la dejé hablar a sus anchas por las dos. Mi apetito había sido saciado junto a Iris, aun así, para evitar mi inclusión en el asunto me llené la boca con tallarines.

—De hecho nos sorprende que Valentina no nos haya dado un hermanito—finalizó victoriosa.

Valentina era la anterior mujer de papá, un matrimonio que había durado un año, lo mínimo esperable entre una persona de 61 años y otra de 27. Sorpresivamente para todo el entorno Bregan, ningún niño había sido gestado como consecuencia de ello.

En términos legales estábamos nosotras dos, pero apostábamos nuestra herencia a que después de su muerte más de uno iba a aparecer para reclamar la paternidad. La palabra “fidelidad” tampoco se hallaba presente en el vocabulario del Sr. Bregan.

—Lamento decepcionarlas, niñas,  pero me hice una vasectomía tiempo atrás para evitar ese tipo de acontecimientos.

¿Vasectomía?

Tragué la comida a la fuerza. Iba a indigestarme. Después de ese comentario iba a indigestarme. Di por finalizada mi intención de comer.

—Bueno, hasta que haces algo correcto—Érica siguió dispuesta a colisionar contra lo que sea.

—Lo único correcto que he hecho son ustedes—hizo una pausa— y esto, esto también es lo correcto.

Érica parecía inflamable, en breve se prendería fuego. Intervine, nada agradable podría surgir de la situación, y sobre todo, nada agradable podía surgir para Elena.

—Papá, lamento decirte que tu historia personal se contrapone con tu pensamiento.

—No—me corrigió— se contrapone con el pensamiento de ustedes, y ese es su problema, no el mío—el famoso terapeuta se activó—. Aunque he tratado de ser el problema para ustedes con el fin de serles de ayuda.

—¡Pero si nos has sido de ayuda, papá!—Érica sacó la artillería pesada—Con sólo recordar tus pasos sabemos que es lo que no tenemos que hacer.

—¿Qué? ¿Arriesgarse?—Nos silenció a ambas con  esas palabras—¿Intentar vivir la vida de la mejor manera posible siendo feliz es hacer lo equivocado?

—¿Eres feliz, papá?—lo interrumpí con una pregunta que para mí no tenía una respuesta segura.

¿Se podía ser feliz de esa manera? Yo visualizaba a mi padre como una bola de bowling que golpeaba contra los bordes de la pista de juego una y otra vez. ¿Se puede ser feliz al final del camino después de tanto golpe?

—¡Por supuesto que sí! He aceptado cada decisión de mí vida, mala o buena, las he aceptado, y no hay arrepentimiento. Cuando no hay arrepentimiento, no miras atrás, observas el presente, nada más, y disfrutas de él.

—Si miraras para atrás estarías condenado—ésta vez lo que acusó fui yo.

—No pretendo que no me juzguen, de hecho lo espero—Álvaro Bregan era bueno con sus argumentos—, es la común característica del ser humano, juzgar al otro guiado por la insatisfacción personal.

—Ah, gracias por la parte que nos toca—Érica reaccionó, yo me contuve.

—Niñas, que ustedes no vivan su vida no quiere decir que los demás tengan que hacer lo mismo.

—¡Ey, yo tengo una vida y me agrada bastante!—saqué el freno de contención, me sentí atacada.

—Escribir historias en vez de vivir la propia no es vivir—miró de soslayo a Érica, en su rostro estaba la indiferencia obligada—Satisfacer los deseos de otros y observar como sus vidas de elite se llevan a cabo tampoco lo es.

—¿Y tú eres  especialista en ello?¿En vivir la vida?—mi hermana volvió a manifestarse.

—No, pero trato de serlo a través de las experiencias.

—Yo me casé—interrumpí feliz de obtener un punto en ventaja con mi hermana—Eso debe valer algo.

—¡Lo tuyo fue un capricho adolescente!—afirmó.

—Y en eso estoy de acuerdo—Érica se subió al tren «Papá Bregan».

Mi pasado matrimonio era aquella anécdota personal que utilizaba para mostrarme como una mujer impulsiva. La realidad era que de “impulsiva” no tenía nada, pero con el pasar de los años mi aventura en el registro civil se había teñido de romance y acción en las charlas entre lectoras. Todo era una gran mentira. Fue el matrimonio más idiota y aburrido en la historia de los matrimonios apresurados.

—¡Si fue un capricho adolescente porque no me lo impediste!

—Yo no estoy para evitarte las caídas, yo estoy para sanar tus heridas y ayudarte a levantar.

Era imposible enojarse con él, tenía el discurso perfecto, lo que decía siempre sonaba bien.

—Confieso que me sorprendiste, y esa sorpresa me permitió darte la vía libre para ver en qué decantaba—sonrió con picardía— Eso, y el hecho de que además estaba seguro de ganar la apuesta.

—¿Apostaron?—exclamé entre el enojo y la sorpresa.

Mi matrimonio con Ignacio había sido el centro de entretenimiento de muchos, lo sabía, de ahí a apostar por la decadencia del mismo era otro tema, uno no  esperado.

—Le pusimos encanto a la situación—papá trató de restarle importancia al asunto.

—¿Quién ganó?

—Yo—confesó Érica con una sonrisa resplandeciente en sus labios—, pero papá estuvo cerca.

—Me gano por dos meses—confirmó indignado consigo mismo— ¡por dos meses!

—¡Qué puedo decir, estuviste flojo, Bregan mayor!—Érica hizo abuso de su triunfo.

—No, tú me superaste, y eso me llena de orgullo ¡Esa es mi niña!

Elevó su mano al aire, y en respuesta, Érica hizo lo mismo. Festejaron impactando sus palmas.

—¡Son dos caraduras, festejan en mi cara!

Así, con esa sencillez, los Bregan encontrábamos la armonía. Reí y ellos se sumaron a mi risa.

—Vamos a ver si te ríes tanto cuando apostemos por ti—dije para coronar el instante.

—Apuesten, si no lo hicieran no las reconocería como hijas—abandonó su lugar en la mesa, vino hasta nosotras, se ubicó entre ambas y nos capturó con un gran abrazo—Mis dulces niñas, en la vida y en el amor hay que arriesgarse. No nacimos para estar solos. Nadie debe, puede o tiene que estar solo, no es saludable—un disparo a quemarropa directo a nuestros pechos— Hoy Elena está en mi vida, y sin importar las apuestas, espero que lo esté por el resto de los años que me quedan por vivir.

Odiábamos a Elena, ladrona de padres.

—Aun así, es importante que sepan que siempre van a ser las dos mujeres que más amo en éste mundo, y en todos los mundos posibles.

En el fondo, muy en el fondo de nuestros corazones éramos dos auténticas niñas de papá. Discutíamos, dejábamos de hablarle, lo criticábamos de forma constante pero era el eje que nos mantenía a salvo de nosotras mismas. Era un buen terapeuta, era un buen padre. No muy convencional, pero buen padre al fin.

—¿Los años que me quedan por vivir?—repitió a modo de burla Érica—Creo que tú vas a sobrevivirnos a todos.

—¡Y es lo mínimo que puedo hacer si quiero disfrutar de nietos con sangre Bregan!

—Prepárate para la inmortalidad, entonces—me sumé a la broma.

—De todas maneras—Érica tomó el móvil de Elena entre sus manos—, aquí tienes a cinco de esos especímenes para entretenerte en el mientras tanto.

Caímos en la cuenta de la ausencia de Elena, su retirada al  toilette se había hecho muy extensa.

—Hablando de “mientras tanto”, o Elena es una  novia fugitiva previsora y huyó antes de la boda, o se perdió—dije restándole preocupación a la situación.

—Se perdió, sin lugar a dudas se perdió—aseguró papá—Voy por ella.

Nos besó a ambas, y se marchó en busca de nuestra “casi” madrastra.

—Los baños están en el piso superior—indicó Érica elevando con delicadeza el tono de su voz para que lo alcanzara—.Ten cuidado con la escalera, lo único que falta es que se caigan y se rompan la cadera. ¡Están en esa edad!

—¡Es verdad, lo estamos! ¡Estamos en la mejor edad!

 

♥ ♥ ♥ ♥

 

Como siempre, para comodidad de Érica, el almuerzo se había desarrollado dentro de las instalaciones del Club. Para mi comodidad, esa maldita costumbre suya, me acercaba al ojo de mi tormenta. Una tormenta llamada Joaquín.

Teníamos un encuentro pactado a mitad de la tarde, y la mitad de la tarde me  golpeaba a la cara. Ya estaba al tanto de que él no contaba con un vehículo personal, por tal motivo, viendo y considerando que yo estaba en el lugar con mi coche me tomé el atrevimiento de sugerirle un aventón hasta mi departamento.

Aceptó.

Nos encontramos fuera del establecimiento, a un par de calles.

Paso apresurado, sin mirar atrás, así irrumpió dentro del vehículo.

Olía de maravillas, olía a hombre como a él le gustaba, y al aroma natural de su piel lo acompañaba un perfume que ya comenzaba a convertirse en una fragancia necesaria para mi sentido del olfato.

Jean, camiseta, campera de algodón con capucha incorporada en pleno uso.  El estilo de incognito le otorgaba más encanto de lo normal.

—¿Siempre andas a las corridas?—dije cayendo en la cuenta de que su pecho y su respiración compartían un característica en común: agitación.

—Sí, que puedo decir, mi vida es así, inquieta, acelerada.

Acomodó su bolso en la parte trasera, se aseguró el cinturón de seguridad, y una vez ubicado en el asiento me miró. Tenerlo en mi coche con ese perfume en su piel me despertaba la necesidad de llevar a la práctica nuevas escenas ahí mismo. Como era mi costumbre, mis emociones se asociaban con mi cuerpo para demostrar lo contrario, mis pensamientos estaban siendo traviesos pero mi rostro mostraba el mayor desinterés posible.

—¿Y tú?dijo interrumpiendo mis pensamientos pecaminosos— Siempre andas con esa cara de “no manifiesto placer alguno al verte pero igual te convoco a un encuentro sexual descontrolado”.

Tuve que forzarme a mantener mi postura de «lo nuestro son negocios, y no me muero por verte»

—¡Wow, eres brujo, me leíste el pensamiento a la perfección!—utilicé la carta del sarcasmo.

Coloqué mis manos en el volante, y antes de darle arranque al coche me detuvo.

—Si no hay un: «hola, gusto en verte», por lo menos obséquiame una sonrisa de bienvenida.

¡Él y su forma de ser tan suya! Agggggg

Es como si tuviera un súper poder el muy desgraciado. El tono de su voz sensual y dulce a la vez origina una especie de conjuro que me provoca dos cosas. Una, hacer lo que me pide. Dos, mis bragas cobran vida propia y quieren deslizarse solitas por mis piernas.

Debía contener a mis bragas en su lugar, llevaba puesto vestido, y si les daba vía libre iban a terminar junto a los pedales del coche. En consecuencia, sonreí.

—Comienzo a entender la dinámica que domina tú existencia—le dije—, los desnudos  y las sonrisas.

—Uno es consecuencia del otro, reconócelo, éste cuerpo desnudo provoca inevitables sonrisas.

Ya no era necesario fingir una sonrisa, todo lo contrario, debía esforzarme en contenerla. No iba a negarlo, disfrutaba cada segundo cuando estaba con él. El sexo era glorioso, eso ya ni siquiera estaba en línea de evaluación, pero fuera de ello, Joaquín era un deleite. Conseguía mucho más que estimular mi creatividad, me hacía pasar buenos momentos, me desestructuraba, rompía la rigidez mental que idiotamente me esforzaba por mantener.

—Sí tú lo dices.

—Lo digo yo, y lo dicen tus ojos.

Reí. Lo hice con ganas. Muchas ganas.

—Esa es la clase de recibimiento que me gusta—finalizó satisfecho.

Puse en marcha el coche, avanzamos, nos alejamos del  radio del club, se quitó la capucha y agitó su cabello como un acto de liberación.

Así era él, libre, auténtico, sin prejuicios. Era envidiable, de los pies a la cabeza, todo él era envidiable.

—Lo siento —confesé en un acto involuntario.

—¿Qué sientes?—lo sorprendí, lo noté en su voz.

—Siento ser tan maleducada cuando estoy contigo.

—Yo no—sonrió—Tú misma lo dijiste, yo tengo mi dinámica, y es evidente que la tuya es ésta.

Libre, auténtico, sin prejuicios y con una picardía que lograba despertarme del letargo de mi vida.

—A ver especialista ¿Cuál es mi dinámica?

—Negar que eres una adicta a mí, y ser  dulcemente testaruda.

¿Adicta a él? Para que negarlo, lo era.

¿Dulcemente testaruda? No lo sé, me perdí en el “dulcemente”.

Mantuve el silencio.

—El que calla, otorga ¿lo sabes?—me provocó.

—Piensa lo que quieras, te doy ese permiso, mi cabeza de momento está ocupada con otra cosa.

El asunto del casamiento de papá todavía me inquietaba, seguía con esa adrenalina en el cuerpo, la adrenalina de lo no deseado.

—¿Puedo hacer una pregunta?

—Tenemos media hora de viaje, dispara con lo que quieras.

Me gustaba charlar con Joaquín, mientras más lo hacíamos, más me alejaba de  esa etiqueta que yo misma me ponía y odiaba. La de mujer que paga por sexo.

—¿Qué tan grande es esa “cosa” que se apodera de tu rostro? Es una pena, es bello verte sonreír.

Era un cumplido. Uno muy lindo. No recibía muchos a menudo, así que hice uso y abuso de él. Sonreí.

Sonreí y dejé que esa “cosa” saliera de mí para que no estropeara mi tiempo a su lado.

—Si quieres saberlo, mi padre se casa, esa es la “cosa”.

En su rostro se dibujó un gran ¿Y? Pude verlo a pesar de tener la vista el camino.

—¡Se casa por cuarta vez!—amplíe la información para decorar el cuadro general de mi mal humor.

—¿Y?—ésta vez lo manifestó con palabras—¿Cuál es el inconveniente?¡Mis felicitaciones para tu padre! Sin dudas es todo un kamikaze.

—¡Qué es un comportamiento infantil no digno de personas de su edad!

—¡Déjalos ser felices!

—Los dejo ser felices, esa no es la cuestión.

—¿Cuál es entonces?—parecía dispuesto a llevarme la contra, la contra con convicción.

—¡Casarse! Me parece absurdo arrastrar la relación a un trámite legal a la edad que tienen.

Nos detuvimos frente a un semáforo en rojo, eso le dio la posibilidad de mirarme para instarme a un contacto visual directo.

—El matrimonio no es un “trámite legal”—resaltó lo último—es la certificación del sentimiento. Es una forma de decirle al mundo, al alrededor...amo a ésta mujer, deseo pasar mi vida a su lado y quiero que todos lo sepan.

Una vez más me llamé al silencio. Lo hice para contenerme, tenía unas ganas desesperantes de arrojarme a sus brazos y devorarlo a besos.

Busqué en mi mente la forma de alejarme de mis deseos. Me puse en fase “desagradable”, o como dice él, “dulcemente testaruda”.

—¡Vaya, tu concepto del amor y del matrimonio me sorprende!—la burla tendenciosa se apoderó de mis palabras.

—¿Por qué? ¿Debería tener otro concepto?

Sin darme cuenta lo había atacado valiéndome de su profesión, una de la cual yo me beneficiaba.

—Lo dije por decir—intenté volver hacia atrás.

—Conociéndote, sé que es así—no estaba enojado, aunque lo había incomodado—, hablas por el simple hecho de hacerlo.

La luz roja pasó a amarilla y luego a verde. Volvimos al camino.

No emití comentario alguno, deseaba hacerlo, pero no lo hice. Dejé que los buenos  pensamientos me invadieran: Joaquín, desnudo, en breve, en mi cama.

Mi silencio le permitió continuar a él.

—Me agrada la idea del matrimonio—confesó— Ojalá algún día conozca a la mujer que me despierte las ganas de gritarle al mundo que la amo. Puede resultar extraño, pero en algunos aspectos soy un poco anticuado. Ahora, la que me sorprende eres tú ¿La señorita novela romántica no sueña con casarse algún día?

—¡Ya lo hice!

¡Bomba! Y el estallido que causó la misma lo puso en estado a shock.

—¡No te creo!

—¿Érica no te lo contó?

—No. ¡Cuéntamelo tú!—su cuerpo fue invadido por la excitación de un niño.

Tenía un historia trabajada que repetía para colmar la satisfacción de los curiosos, esa historia estaba adornada para evitar que la esencia patética de la misma saliera a la luz. Con Joaquín me salté la narración de ficción, le conté la historia oficial.

—Demasiado jóvenes, demasiado idiotas...dos incrédulos que se pensaban que el amor que se profesaban era auténtico. Terminamos los estudios y nos casamos. No duramos más de dos inviernos.

—Bueno, pero se casaron porque se amaban.

—Creíamos que nos amábamos.

—¡Y con eso es suficiente! A veces el amor dura un mes, a veces un año, a veces toda la vida. Hay que arriesgarse en el amor. ¡Bien por ti!

«Hay que arriesgarse en el amor» Mmmm Creo que ya oí esas palabras.

—¿Bien por mí? No lo creo,  mírame ahora, treinta y cuatro años, con un divorcio encima.

Siguió mi indicación, me miró. Me recorrió con la mirada y mis manos sudaron pegadas al volante.

—Te miró, lo hago—sí, lo hacía y su mirada me quemaba—y me sorprendes. ¡Yo quiero a esa mujer arriesgada entre las sábanas!

Otra esquina, otro semáforo, y el tiempo se detuvo.

—¡Esa mujer arriesgada quedó en el recuerdo, quedó en aquellas sábanas!

Sonreí con la pena dibujada en mis labios. Tiempo atrás había sido otra mujer, una dispuesta a vivir  historias de amor, no a escribirlas; después de Ignacio dejé que la decepción me ganara. No volví a confiar en mí, peor aún, no volví a confiar en el amor real, sólo en el de ficción.

—¿Puedo hacerte otra pregunta?—dijo en un suave susurro.

Fui directo a sus ojos, me sumergí en su mar color almendra. Él era eso también, era ficción. La más dulce y excitante historia de ficción.

En mis ojos encontró la bandera de largada para su pregunta.

—Dime, después de él ¿Cuántos hombres más hubo en tu vida?

La confesión que estaba dispuesta a hacer me llenaba de vergüenza. Mi rostro se cubrió de rojo.

—Después de Ignacio,  estuvo Javier por un breve tiempo...

El rojo de mi rostro su puso de acuerdo con el semáforo, paso a amarillo...y luego a verde, que en mi caso fue retomar el tono natural de mi piel.

—y después...—tragué saliva y dejé salir a la verdad— no hubo más después. Después  estás tú.

¡Bomba! No, no se lo esperaba.

Las calles se sucedieron ante nosotros en un inesperado silencio, silencio que él mismo decidió romper luego de unos cuántos minutos.

—Estaba pensando en darle un vuelco diferente a nuestra tarde ¿Qué te parece?

—Depende...¿qué propones?—Me subí al tren de su sugerencia para saltar la brecha del silencio anterior.

—Sexo oral.

¿Sexo qué? Asignatura pendiente. Reprobada por falta de ejercicio. La experiencia no me desagradaba, me gustaba tener calificaciones altas en todas las materias.

—¿Tú a mí, o yo a ti?—Sí, así de inexperimentada era, ni siquiera comprendía la proposición.

Se dobló en una carcajada.

—Considerando que la que paga eres tú...diría que: Yo a ti.

—Ah, bueno...—la imagen del amigo que ocultaba entre sus piernas vino a mí—Aunque no me opondría a lo otro.

Sus ojos buscaron a los míos, creo que trataban de buscar la verdad detrás de esa confesión.

—¿Quieres hacerme sexo oral?—no pudo ocultar su sonrisa al decirlo.

—Acabo de confesarte la escasez de hombres en mi vida, creo que la experiencia me vendría bien.

Estaba rojo, pero no de vergüenza, estaba rojo porque contenía las ganas locas de reír.

—Déjame pensarlo—contestó conteniendo la carcajada.

No pudo, no pudo contenerse, volvió a quebrarse  en risas.

—¡Mujer, debo reducirte la tarifa, de lo contrario esto  va a llegar al límite de la estafa!

Y la que se quebró en una carcajada fui yo.

 

♥ ♥ ♥ ♥

 

Las nuevas propuestas continuaron haciéndose presentes en la tarde. Desistimos del uso de la cama para darle protagonismo al sofá.

Las alarmas de mi cuerpo se accionaron ni bien el fuego de Joaquín comenzó a manifestarse. Era el soldado perfecto, siempre dispuesto para la batalla, sin demoras y sin dudas. En segundos me quitó el vestido, el sostén, las bragas, y me recostó en el sofá. Emparejó la situación de nuestros cuerpos y se desnudó, sólo conservó su ropa interior. Acto seguido se arrodilló en el suelo y envolvió su cuello con mis piernas.

Todavía llevaba puestos los zapatos de tacón,  y la idea de incomodarle la espalda con ello, hizo que interrumpiera lo que apenas estaba iniciando.

—Déjame quitarme los zapatos.

—¡No! ¿Acaso te piensas que estás tratando con un improvisado? Sí te he dejado los zapatos es por algo.

Parecía dispuesto a perderse entre mis piernas.

—¿Se puede saber que es ese algo?—él me regaló un argumento más para interrumpir la situación.

A pasos de la invasión definitiva empezaba a cambiar de decisión. Mi vagina era una zona casi virgen de lengua, Ignacio no era adepto a ese deporte, en consecuencia, yo tampoco.

—No, no se puede—dijo atravesándome con la mirada desde el monte lejano de mi pubis—.Ese saber nos pertenece a los hombres.

Hice presión en mis rodillas  con la inconsciente intención de cerrarle el paso.

—¡No empieces!—como era su costumbre ante situaciones similares, me reprendió.

Auto-boicot, esa palabra me definía. Recordé mi día agitado, la clase de yoga, mi visita al restaurant con Iris, y posterior a ello mi segundo almuerzo en familia.

Sí, me había dado una ducha fugaz entre ambas actividades, aun así la posibilidad de oler mal ahí era factible.

—No empiezo, quiero ir al baño, eso es todo.

El tono de mi voz me traicionó, no compró la excusa.

—¿Para qué?

—¿Tienes que preguntar para qué?—apelé a la lógica femenina, algo en lo que seguro no deseaba indagar.

—Cuando me huele a excusa, sí, tengo que preguntar.

Era una excusa con letras mayúsculas para dilatar la situación, pero tenía un trasfondo real.

—Bueno, ya que lo mencionas, de oler se trata el asunto. ¡Gracias por  evitarme el mal momento!

Comprendió el origen de mi pedido, y como siempre logré entretenerlo, rió.

—¡Ninguna mujer huele a rosas ahí! De hecho, todas huelen igual, todas tienen el mismo sabor. ¡Deja de comportarte como una niña, y compórtate como mujer! ¡Disfruta, que para eso estoy aquí!

Tenía un hombre entre mis piernas. Un hombre sexy, hermoso, con un cuerpo de ensueño, y lo único que ese hombre quería era atacar por la vanguardia a mi sexo húmedo anhelante de él.

Lo sé, falta el peor detalle de todos, yo le pagaba para que lo hiciera.

Apretujó mis nalgas, me llevó hasta el extremo del sofá y buscó una postura mejor en el suelo. Recorrió la totalidad de mis piernas con el tibio roce de sus manos,  me mordió en la cara interna del muslo, luego cubrió la zona de la mordida con pequeños besos, besos que lo llevaron al destino pactado.

Intenté la rendición, relajé mi cuerpo dispuesta a recibirlo.

Cerré los ojos tratando de cumplir con sus expectativas: disfrutar. Y fue una tarea difícil de lograr.

No podía evitarlo, las barreras de los convencionalismos del 1800 se apoderaban de mí. Tenía mucha lectura de Jane Austen encima, y me atrevía a decir que los comportamientos de Joaquín estaban muy lejos de los del Sr. Darcy.

Mis piernas se tensaron ante el contacto de su lengua, él se dio cuenta y abandonó la labor recién iniciada. Una combinación extraña de fuegos brillaba en sus ojos. ¡Quemaba!¡Me quemaba!

—¡Sí no me dejas hacerte sexo oral , tú no me lo haces a mí!

¿Cómo? ¿Y dejarme sin postre? No, no, señor. Su amigo y yo teníamos una charla pendiente.

Por supuesto sonrió ante la clara expresión de sumisión en mi rostro. Amor a primera vista, ese era el sentimiento que había despertado su sexo grande y duro en mí, y ya no pensaba ocultarlo.

Intenté relajarme, lo logré.

Su rostro, su mirada se perdieron en la espesura de mi sexo, y...

...y esa lengua, esa maravillosa lengua inició el trabajo.

Confirmado, él no es ningún Sr. Darcy, el Señor Darcy no haría eso...

Rozó mi clítoris, lo rodeó...

Ni eso....

¡Dios santo! ¡Dios santo! Van a excomulgarme por utilizar el nombre del todopoderoso en vano.

Se detuvo en la parte más sensible de mi sexo y jugó con la punta de su lengua. A ese juego se le sumaron sus dedos.

Ahora mis piernas se abrían, se abrían más para recibirlo. Me deshice sobre el sofá, enredé mis manos en la cortina del ventanal para sostenerme, y mientras convulsionaba ante la primera ola de placer, la desencajé del barandal.

La luz del afuera inundó la habitación. Mi cuerpo desnudo sobre el sofá podía convertirse en una imagen de postal para algún vecino travieso.

Joaquín introdujo su dedo en mí al tiempo que tocaba mi clítoris con el borde de sus dientes.

¡Al diablo los vecinos!¡Tomen fotografías si quieren!

Gemí, gemí, y gemí hasta estallar en un orgasmo poco convencional. Poco convencional para mí. Éste deporte comenzaba a gustarme, y digo “comenzaba” a gustarme porque todavía me faltaba la otra parte de la experiencia.

—¡Mi turno!—manifesté con unas ansías inesperadas en mi voz.

Fui rápida, mi cuerpo se puso en modo GPS dispuesto a encontrar su tesoro.

—¿Estás segura?

Joaquín se incorporó, la erección de su sexo se ocultaba dentro de su ropa interior.

Pura provocación, era pura provocación.

Me ubiqué frente a él, le baje el bóxer y expuse su gran masculinidad ante mis ojos.

Iba a atravesarme la garganta, iba a sofocarme.

Lo tomé entre mis manos...al fin y al cabo de algo hay que morir ¿no?

¡Adiós mundo cruel!...dije para mis adentros y lo introduje en mi boca.

♥ ♥ ♥ ♥