XVI
Moleón vio acercarse al “mediquito” Taboada y sintió un sentimiento confuso de solidaridad y rechazo. Nadie en el penal era ajeno al incidente de la noche anterior; la noticia había circulado a todo galope en ancas de la morbosidad. Taboada es maricón. Increíble. Es maricón. Manolo Sánchez le cayó a golpes porque se le tiró. Tan buena gente que parecía. Cada cual hace con su culo lo que quiera o pueda. Hay que matar a todos los maricones, no merecen vivir. Peor es ser hijo de puta que maricón. ¡Qué vergüenza! Un preso político no debiera… Hay de todo en la viña del señor. Hay hasta maricones. Viste cómo le puso el ojo. Por poco le arranca la cabeza. No era mal médico, es una lástima. ¡Que se joda! Debían castrarlos. Eso no es asunto mío, allá Sánchez y él: que se maten. No deben juzgarlo, a lo mejor es un error. Es una deshonra para todos. ¡Mira cómo tiene el ojo! Nadie le habla. No le habla a nadie. Mira al suelo. No levanta la vista. Debían quemarlo vivo. Tan valiente y tan “plantado” que parecía y mira tú: era un maricón. Julio César también lo era. El mediquito importa carne del exterior. ¡Mariconazo! hay que ponerle Fifi. Así y todo Sánchez no debió pegarle: le lleva ocho pulgadas y cincuenta libras. ¡Pobre hombre! Moleón planeó la forma respetuosa pero distante con que iba a tratarle. A fin de cuentas el éxito del plan se debía a la gestión del “mediquito”. Todo aquello se le antojó desagradable, pero no había forma de esquivarlo.
Andrés Taboada traía un frasco en la mano, grande, transparente, sin etiqueta. Moleón pensó que se trataba de algún medicamento con los que simulaba tratarle el tifus. Se extrañó de que no fueran las pastillas blancas de todos los días, pero no le dio importancia al asunto. Taboada llegó hasta la cama de Moleón. Tenía la mirada brillosa y ausente. Supuraba odio y miedo. Moleón se incorporó nervioso. Taboada levantó la botella y la estrelló con rabia contra el piso, justo al borde de la cama. Un vaho alcohólico se levantó como una bandada de cuervos. El líquido se extendió por el suelo, bajo las camas, empapando irremisiblemente los detonadores, los rollos de cordón detonante y el espantapájaros de dinamita. Rápido como la muerte extrajo un encendedor y lo prendió. La llama le puso un reflejo raro en la mirada. Escupió una palabra: “Vete”. Moleón, lívido, se levantó de su cama. Volvió a hablar Taboada, esta vez desde el fondo de una cueva de asco: “Diles que se alejen todos porque volaré en pedazos”. Moleón gritó: “Hay dinamita y cordón detonante. Taboada quiere volarlo todo”. Los que estaban en la galera le observaron confusos. Hizo un gesto elocuente de desesperación y volvió a intentarlo: “Extrajimos dinamita del sótano; íbamos a fugarnos; está bajo mi cama y Taboada amenaza con darle candela”. Esta vez todos entendieron y precipitadamente se dieron a la fuga. En unos minutos la noticia pavorosa enlazó a todos los hombres. En el patio, pugnando por alejarse al sitio más distante, se apelotonaron los presos. Carrillo tomó una determinación. Se acercó al portón de hierro y a través de la reja le explicó al cabo Troncoso lo que ocurría. Así que dinamita ¿no? ¿De dónde la sacaron, eh? Conque del sótano ¿no? ¿Que nos joderemos todos? ¿Que estallará la de abajo? Voy a avisarle al funcionario Barniol.
A lo largo del muro se apostaron guardias con los fusiles listos para disparar. Hubo varios intentos de situar francotiradores capaces de hacer blanco en Taboada, pero no era visible desde ningún sitio. Taboada había arrastrado el monigote de dinamita hasta un rincón, se había sentado a horcajadas sobre él y lloraba con el encendedor en las manos. La galera desierta le daba a la escena cierto extraño aire de solemnidad; el techo curvo recordaba la cúpula de alguna iglesia rara; y el hombre, jinete sobre un clavileño lóbrego, algún rito grotesco de una superchería oriental. Afuera, los feligreses gritaban sobrecogidos por el pánico. Barniol dio una orden tajante por el magnavoz: “Todos los presos a las galeras contiguas”; y luego otra en el mismo tono: “Guardias, al que no obedezca en sesenta segundos dispárenle a matar”. Se dirigió a Taboada: “Señor Andrés Taboada: si usted vuela esos cartuchos de dinamita matará a todos sus compañeros; me oye bien: los matará a todos, porque he ordenado que entren a las galeras contiguas”. En dos caravanas apresuradas, los hombres, demudados por el terror, entraban a las galeras. De pronto, Quijano, el escritor, sin que nadie pudiera evitarlo, corrió hasta la galera séptima, donde Taboada apretaba la muerte entre sus rodillas.
—Vete —gritó Taboada.
—Escúchame —le dijo Quijano—, si vuelas la dinamita morirán todos.
—¡Que te vayas! —demandó con energía Taboada.
—No me iré —dijo resuelto Quijano—, tienes que escucharme.
—No quiero escucharte —dijo Taboada.
—Estás reaccionando como un demente —dijo Quijano sin darle importancia a lo que Taboada expresaba—; nadie tiene la culpa de tu incidente con Sánchez. Lo que ocurrió o lo que no ocurrió es un asunto entre tú y él. Mucha gente no cree la versión de Sánchez —mintió Quijano—; él mismo comienza a pensar que tal vez se equivocó.
—¿De veras? —preguntó Taboada levantando los ojos.
—Te lo juro —volvió a mentir Quijano.
Las gruesas paredes de las galeras inmediatas trepidaban con los gritos de los presos. Unos contra otros se apretaban en las celdas, diseñadas para una décima parte de los hombres que ahora las llenaban. Sobre el muro del patio, Barniol, convoyado por dos guardias armados con escopetas, se paseaba nervioso. Cada minuto hacía una apelación a Taboada, que luego acompañaba con súplicas veladas, con promesas de perdón o con juramentos de castigo. Dentro de la galera séptima Quijano tendía un puente de esperanza y dignidad sobre un cañamazo de mentiras. Poco a poco se fue acercando a la extraña figura. Me engañas, Quijano. No, cómo habría de hacerlo. Y Sabatier qué dice ahora. Sabatier y todos están convencidos. Cómo va a ser… —la palabra se le atragantó a Quijano— homosexual quien está dispuesto a perder la vida. ¿Me creerán? Ya te creen, te lo juro. Los ojos de Taboada se vaciaron de odio. Quijano siguió acercándose. Llegó junto a él. Vamos, dame el encendedor. Taboada dudó por un instante, pero alargó la mano entregándolo. “Así, gracias”, dijo Quijano y le dio una mano para que se incorporara. Con vigor, Quijano puso el brazo sobre los hombros de Taboada y le ayudó a caminar hacia la salida. Bajo su brazo sintió temblar el pecho y la espalda de Taboada; una incesante teoría de lágrimas le corría silenciosa por la cara. La mirada perdida, ausente, el pecho encorvado, destruido, las greñas revueltas; todo, todo, contribuía a subrayar el síndrome de la demencia. En medio de su estado lastimoso, Taboada percibió un abrazo cálido, humano, que le sostenía en vilo la armazón de la vida. Aquella soledad increíble que le invadió desde la noche anterior; aquel páramo sin hombres, sin mujeres, sin rostros, sin seres humanos, en que creyó vivir por unas horas, comenzó a disiparse al contacto de una mano amiga. El pasado inmediato, el incidente, el juicio, la crueldad inmensa de Sabatier, las murmuraciones de todos, se tornaron borrosas, lejanas. Algo así como imágenes distantes de hechos que le ocurrieron a otro. Monstruosidades de las que tenía noticias, pero no directamente, sino a través de los libros, o de alguna película vista en épocas remotas.
La luz de la salida estaba a pocos pies. Taboada, siempre soportado por Quijano, vio el resplandor de la tarde y pensó en lo hermosa que debía de ser. Una tenue sonrisa fue esbozándosele en la cara. Salieron. Desde el muro opuesto, la voz de Barniol les hizo levantar la cabeza, el sol deslumbraba:
—¡Disparen!
Cayeron trenzados en un abrazo grotesco. Murieron instantáneamente. Cuando los presos salieron de las galeras, Carrillo contó más de diez perforaciones en la cara y el pecho de Quijano y unas seis en el cadáver de Taboada.
—Pobre mediquito —murmuró Moleón.
—Quijano era un tipo raro —dijo Carrillo—; una vez trató de justificar su conducta con el proyecto de una novela extraña. Si era verdad ya no podrá escribirla.