VIII
—La bomba está trabajando en seco. Desde aquí no se puede sacar más agua —anunció Moleón con voz inalterable.
—Adentro con las palas —ordenó el cabo por toda respuesta.
—Ernesto, lleva tú la linterna —pidió Moleón alargándosela.
Asco. Hedor. Ratas enloquecidas. Sabandijas: terror. Chillen bien. Chillen duro. Chiiiiiiiillen. Aaaaasco. Heeedooor. Eco. Ecooo. Ecooooo de Vooocees. Un siglo sin voces y de pronto los hombres. De pronto los hombres. De pronto yo entre las ratas. Entre el asco. Entre el hedor. ¿Cóóómooo te sueena mi vooz Mooleeóón? Dentro del cráneo me rebota la palabra miedo. Mieeedo. ¿Oye bien? Mieedoo. Miedo y asco. Miedo al asco. Miedo al eco. Miedo a las ratas. Miedo a mí mismo entre las ratas. La linterna me tiembla. Me tiemblaaa. No ven que me tiemblaa? Nadie me escucha. Sólo las ratas saben lo que yo siento. Ellas sienten lo mismo. Asco a los gigantes blancos. Miedo al monstruo que tiembla con la linterna en la mano. Miedo a los truenos de las gargantas. Una pezuña me aprieta el estómago, me estruja por dentro. Cien cuervos negros me comen el corazón. Siento cómo me mastican el alma. Cómo me escupen los ojos. Piso una babilla echa de tiempo y cieno. Terciopelo de muerte. Unos ojillos relampaguean con mi linterna. Me miran con odio. He hollado el infierno y eso se paga caro. Hozar el averno. Hollar el infierno. Comerme el invierno. Una rata negra tropieza con mi pierna. Siento su cuerpo vibrante, cálido, asustado. Pudo haberme saltado encima. Pudo haberme mordido la cara. Pudo haberme entrado por la boca. Pudo devorarme las entrañas. Pudo volverse voluminosa, enorme, con mi estómago y mis riñones, y mi hígado en su barriga asquerosa. Pudo haberme comido entero. Pero no me comería el asco que me inspira. Ni en sus tripas perdería el terror que siento. Convertido en sangre y en bolo fecal, aniquilado por los jugos gástricos, seguiría temblando desde todas las porciones. Oigo que caminan, como se mueven, como saltan al fango. Veo los cadáveres que me envían, embajadores del asco. Príncipes de la putrefacción. Las cucarachas ciegas vuelan contra la linterna. Me caminan por brazos y cuello. Chocan, esqueletos de alambre, contra mi frente mojada de miedo. Me acuerdo de ti, Marcia. No sé por qué, pero me acuerdo de ti. Ámame, Ernesto. Ven, acostémonos. Juntos, solos en estas sábanas blancas, limpias, perfumadas. No te vayas, Marcia. No me dejes solo. Es de noche y hay mucho frío. ¿No sientes los quejidos? Son ratas. Se asustan de verme. Me asusto de verlas. De oírlas. Estaban a gusto solas. Jugaban a ser negras o grises o pardas. Jugaban a tener el lomo mordido. Jugaban a tener la cara pelada. Jugaban a montar a las hembras en celo. Jugaban a ser gordas y grandes. Jugaban a ser pestilentes y a infectar el mundo. El sótano. El sótano-mundo. Debajo de cada hombre hay un sótano lleno de ratas. Debajo de cada hombre anidan arañas y el agua se empoza. Debajo de todos los hombres, debajo de cada uno de ellos, debajo de mí, hay unos sótanos idénticos a todos los hombres, idénticos a cada uno de ellos; idénticos a mí. Más angostos, más oscuros, más bajos, sin luz: pero idénticos. Algo se me mete por la oreja. Algo duro: un metal que vive. Me camina por el oído. Llegará al cerebro y me lo llenará de huevos fecundados. Tendré el cerebro inundado de insectos negros. Cada pensamiento malo se irá cabalgando un insecto negro. Volará en un caballo de angustia. De niño quise un caballo negro. ¿Para qué un caballo, niño, si las calles son de piedra; Sí, son de piedra, pero un caballo negro podría caminar sobre las piedras. Despacio, así. Si los frailes lo permiten lo tendría en el dormitorio. Estás loco. No estoy loco: quiero un caballo negro. Mis pensamientos negros de ahora tendrá sus caballos negros para volar. Fui un niño triste y sin recuerdos. La cara de mi madre se me fue confundiendo hasta que no la reconocía. Los años le pusieron bigotes, espejuelos y barbas, como si pintarrajearan la portada de una revista. Luego no pude conocerla. Una fotografía gris. Pastosa. Huera. Esa es su madre, jovencito. Sí, debe ser. Quise cobrarle afecto a la carita inocua que se asomaba al cartoncito, pero siempre me miraba con la misma cara tonta, con la misma sonrisa fingida y no podía amarla, y en mis soledades de adolescente, que son las más rotundas, lloraba porque no podía quererla, porque nada significaba, porque aquel rostro no trascendía de ser mera luz crucificada en el celuloide. Había olvidado esa angustia remota y ahora resurge. Aquelarre de angustias, de ratas, de miedos. Estoy molido de dolor, los músculos se me han roto, quién sabe si comidos por las ratas.
—Cabo, se hizo lo que se pudo. Hay que ponerle veneno a las ratas y mañana acabar el trabajo —Moleón emergió seguido por Carrillo y por Juan “el barbero”. Seis horas de trabajo intenso. Seis horas en el infierno. Ya era de noche. Hedían bajo la luna, muertos de asco. Carrillo: pálido y ojeroso. Una veta de compasión le brilló al cabo en los ojos.
—Soldados, llévelos a bañarse a la enfermería —luego agregó, agotada la veta—: Si no se bañan no hay quien duerma en el presidio.