IX
Vestido de miedo (chaqueta torva en la mirada y pantalones temblorosos en la voz), Martínez encabezaba al grupo que rodeó a Moleón y a Carrillo:
—¿Qué estaban haciendo? —y agregó—: Mientras trabajaban nos mantuvieron encerrados.
—Limpiábamos el maldito sótano —respondió Moleón abriendo las dos manazas en un ademán de protesta.
—Pero ¿para qué? —volvió a interrogar Martínez.
—No sabemos —terció Carrillo.
—Alguna cabronada se traen entre manos —sentenció Habach acariciándose el ombligo, con el gesto con que siempre cortejaba sus malos presagios.
—¿Traerán más prisioneros? —preguntó Gonzaga en tono afirmativo.
—No lo creo —dijo Moleón—. Allá abajo no sobrevive ni Dios.
—Mañana lo sabremos. Vuelvan a sus camas, que nosotros estamos molidos
—dijo Carrillo.
—Quiero hablar contigo, Ernesto —voz en pantuflas de intimidad y afecto, Quijano le miró a los ojos con la mayor seriedad.
—¿Ahora?
—Ahora.
—Vamos al final de la galera —dijo Carrillo y encaminó sus pasos, procurando hacer el menor ruido posible. Se sentaron en el resquicio de la reja que hacía de ventanal al extremo del pasillo. A sus espaldas, la noche se erupcionaba de estrellas.
—¿Y bien? —preguntó Carrillo curioso.
—Me voy —dijo el otro tajante, sin vacilaciones. Carrillo se le quedó mirando un buen rato sin lograr que el torbellino de palabras que se le juntaban en el cielo de la boca coagularan en un pensamiento coherente. Al fin:
—Tú eres mayor de edad, y sabes lo que te conviene y lo que te perjudica.
—Claro: no he venido a pedirte “apoyo moral” o una de esas tonteras. Jugaré, como todos, el jueguito de la Doctrina. No hay otra forma de salir de esta jaula.
—Sólo que salir de esa forma puede ser peor que quedarse adentro.
—No, no te engañes: lo peor es quedarse a vivir esta vida absurda a cambio de mantener una postura digna. Lo absurdo no es mejor que lo indigno.
—Lo absurdo no es la vida sino el modo de vivirla. Para mí lo absurdo sería renunciar a toda una perspectiva de la existencia por la ilusión ridícula de “ser libre”. Aquí la única prueba que tengo yo de ser libre, honradamente libre, es renunciar a serlo.
—Hay un poco de cenobismo, de renunciamiento, en tus palabras; un poco de retórica cristiana —la voz a Quijano se le puso cáustica.
—No, bien sabes que no. El cristianismo, cuando es elegido y no impuesto, cuando no es superchería de viejas beatas, resulta una forma de aproximarse al mundo; una clave válida, entre tantas, para coordinar los ademanes vitales. Del cristianismo adopto lo que cuadra a mi visión del hombre: Jesús, con el látigo en la mano, rebelándose contra los mercaderes; Jesús negándose a responder a los jueces; Jesús diciéndole que no a la vida cuando una ligera claudicación le hubiera bastado para salvarse; Jesús pagando con su vida el precio que le exigieron por rebelarse mil veces. Lo demás no tiene importancia. El Jesús milagroso, deificado por la leyenda, no tiene ningún valor —Carrillo temblaba.
—Saltas de la piedad a la herejía para acomodar los hechos a tu particular punto de vista.
—Sí, no lo niego, pero eso es lo que todos hacemos. “Mi punto de vista”, como tú lo llamas, tiene una enorme ventaja: cuando definitivamente se destierre el cristianismo como verdad divina, todavía quedará en pie un judío valeroso con un látigo en la mano y la palabra no entre los labios. Cuando el dulce Rabí sea una conseja de ancianitas tontas, todavía tendrá vigencia el rebelde.
—Entonces, ¿te quedarás aquí los treinta años de tu condena, te quedarás preso toda la vida? —angustia y conmiseración se hermanaban en la pregunta de Quijano.
—Me quedaré aquí, pero no sé si me quedaré preso. La libertad es cuestión de selección de posibilidades. No existe la “libertad” como una cosa aislada, como un valor absoluto. Hay un millón de libertades, tantas como posibilidades de elección. A mí se me han reducido todas a escoger entre salir de esta cárcel, disfrazado ideológicamente, repitiendo las estupideces y los dogmas que el tarado adoctrinador me indique, o quedarme adentro eligiendo la rebeldía. La alternativa del adoctrinamiento no es, en rigor, una elección libre, sino simplemente una respuesta animal al fustazo del amo. El amo pega y la bestia “elige” el trote en que no le azoten. Cuando los adoctrinados “salen” de la cárcel dejan el espíritu tras las rejas. Salen “presos”. Yo me quedo “libre”, aunque la decisión me cueste vivir treinta años enjaulado. Cada minuto de ésos treinta años sabré que vivo de la manera que yo elegí, sabré que el hambre que paso o el palo que recibo es una consecuencia del ejercicio de mi condición de hombre.
—Ernesto, estás poniendo la filosofía por encima de la vida. Estás viviendo desde unos conceptos abstractos una vida real, de carne y hueso, que nada tiene que ver con esas abstracciones más o menos románticas. Todo eso de elegir entre alternativas y de la vida como selección de posibilidades está muy bien para una cátedra de Metafísica, pero no para enfrentarse con una realidad de barrotes y carceleros. La vida es como un juego que hay que salir a jugar todos los días y aprender en cada uno de ellos las reglas vigentes…
—Tú vives desde otra filosofía, desde la filosofía del pícaro, que a fin de cuentas es otro enfoque tan lejos de la realidad como el que pueda ser el mío.
—Te equivocas: el pícaro no tiene filosofía; el pícaro sólo tiene instinto vital que le hace huir del fustazo del amo. La existencia se le da binaria: placer y dolor. Lo que le duele y lo que le gusta; el beso y el palo; la caricia y el fustazo. ¿Cómo renunciar a lo vital, a lo que está en la sangre, por amarrarnos a unas categorías que algún elucubrador creyó descubrir en uno de sus delirios meditativos? Sufriré la vejación que significa repetir las idioteces que el adoctrinador me dicte, pero es el precio para escapar de este infierno. De nuevo se presenta el instinto del pícaro: para huir tengo que cambiarme la piel. Tengo que fingir, tengo que prostituirme ideológicamente, tengo que engañar a todos y tragarme el asco que esto me inspire, pero a cambio de eso me largo de esta pesadilla. ¿Sabes lo que haré cuando me cure de tanta ignominia? Escribiré una novela donde cuente, literalmente, lo que aquí ha ocurrido.
—No podrás hacerlo: te sentirás envilecido y te saldrá torcida la realidad.
—No seas tonto, yo no aspiro a contar la realidad; yo no sé lo que es eso; yo sé que he pasado por aquí y sé que ese paso ha dejado una huella; no voy a contar el paso sino la huella. No el golpe brutal sino la marca. La historia, con pelos y señales no se sabrá nunca, se acabará con los hombres que la vivieron, incapaces unos y otros de narrar los hechos, porque al convocar los recuerdos se presentarán contagiados de prejuicios y de deformidades. La Historia es una quimera. Una mera sucesión de datos enfriados por el tiempo. Sólo la literatura, en cuanto no aspira a ser historia ni a hacer historia es válida para levantar acta de lo que ha ocurrido. La magia literaria es la única que sabe conjurar fantasmas.
—¿Y eras tú quien hace un rato me hablabas de vida y filosofía?
—Sé que me contradigo, pero no puedo evitarlo.
—¿No estarás buscándote paliativos para explicarte tu conducta?
—Puede ser, puede ser.
—Escribir la novela que planeas no es más que otra excusa: no podrás hacerlo —Carrillo sonó rotundo.
—Quién sabe si todo este drama no es sólo un pretexto para nutrir las venas de la literatura. Para Homero el fin de las guerras era que los poetas las cantaran. Si de todo este horror, si de todo este fango quedara un libro ¡sólo un libro! tal vez se redimieran los hombres que le dieron vida. Escribir ese libro es indispensable. ¿No crees que tú, Ernesto, empeñado en no ceder ni una pulgada frente a los que te quieren forzar, perteneces más a la literatura que a la vida? ¿No crees que los infelices que aquí perecen día a día, o los que les maltratan sin pudor, merecen trasvasar la realidad, eso que no sé lo que es, y aplastarse entre las páginas de un libro? Yo no sé si pueda escribir este libro; no sé si es posible estar en el escenario y al mismo tiempo detrás del telón; no sé si me asfixie con las palabras pero ese libro, esa novela mágica debe escribirse. Debe escribirse desde la perspectiva grotesca en que todos vivimos inmersos. Todos, carceleros y encarcelados, habitamos de caricatura cruel de un mundo. En el fondo es la inconvivencia entre vencedores y vencidos lo que dibuja los perfiles raros de este microcosmo, de este mundo absurdo de donde yo quiero evadirme, aunque deje la dignidad a mis espaldas, y en el que tú has decidido enterrar tus huesos.
—Y si, como temes, las palabras se te quedan escondidas ¿hallarás algún consuelo para atenuar la claudicación?
—No, sin duda: no. Sólo me justificaría en una obra de arte. Sólo quedaría en paz con una novela sin partidarismos ni pequeñeces temporales que al redimir, por la recreación, este trozo de locura, me redima a mí mismo.
—No debe importarte lo que yo piense. Yo ya no sé quien tiene razón. Huye si quieres, o si te obligan a quererlo. Nunca escribirás ese libro; no es posible escribirlo; no vale la pena; nadie te creería y acabarías por dudar de lo que has escrito. Nada quedará de nosotros; ni un recuerdo; ni un pensamiento. Nada: nos disolveremos. Y eso es peor que la muerte.
—Mañana, después del conteo me inscribiré en la Doctrina.
—Buena suerte.
Quijano te ha aplastado. Es un hombre como acaso tú quisieras ser. No tiene dentro cien espías alertas. No acaricia sus actos, los realiza. No anda empantanado en una madeja inútil de complejidades. Te lo ha dicho: su vida es binaria. Placer, dolor y ¡basta! No se engaña como otros infelices. Se debe a la vida. Nada tiene de héroe épico; pero lo absurdo es que tú, Ernesto, te has burlado siempre de los héroes épicos y has sentido una secreta simpatía hacia los antihéroes. Has sentido un cordial afecto por el hombrecito de la calle. Te han dolido sus pequeños dolores, mientras te dejaban indiferente los de los superhombres, los de los héroes épicos. Quijano ha razonado con su carne. Ha filosofado con sus huesos y con su sangre. Tú, sin embargo, no puedes. Tal vez quieras poder. Tal vez quieras desabrocharte la envoltura postiza que te arropa. Tal vez quieras rasparte la costra de premeditación. Tal vez quieras arrancarte las categorías filosóficas. Tal vez quieras comerte a mordiscos todos los esquemas de valores que te encadenan y ser libre por primera vez en tu vida. Tal vez quieras empezar de nuevo la vida, desnudo, primitivo, sin estiramientos ni juicios previos. Alerta sólo al palo y a la caricia. Responsable sólo ante el hambre, el frío, el sexo o el miedo. Al margen de todo comportamiento épico. Atento sólo a tus demandas más urgentes. Empiezas a flaquear. Es decir, empiezas a vivir. Quijano te ha aplastado.