XIV

El chapoteo cascabeleó fúnebre. Las ratas muertas se vengaban oliendo a culo de diablo. La llama ridícula de una vela de santería lamía desmayada y sumisa la bola negra. Carrillo, Moleón y el asco caminaban hombro a hombro. Carrillo dijo algo que se abocinó en las bóvedas; reajustó el gaznate, murmurando piano algunas frases. Recorrieron la galera observando la disposición de las cargas de gelatina. Moleón convino en el profesionalismo del trabajo. “Si esto estalla todo se va al carajo”. Carrillo asintió con una inclinación de cabeza y con la torcedura de los labios. Centenares de cartuchos de dinamita, enlazados con cordón detonante, se adherían a las paredes, a los arcos, a las bases de las columnas; a toda estructura que sirviera de apoyo al piso superior. En realidad sobraba la mitad del explosivo. Carrillo se percató de que no sólo era posible desmontar las cargas, sino de que sería factible ponerlas en uso, si convencía a media docena de hombres de que con ella se podía intentar una fuga masiva o tomar el penal. Haría falta mecha convencional, pero ésta podría introducirse subrepticiamente, a través de la visita, trenzando con ella varios bolsos de mujer. Una docena de planes más o menos descabellados se le atropellaron en el cerebro. Los detonadores podían fabricarse, utilizando a las visitas, camuflando fulminato dentro de cápsulas de medicamentos. El bisbiseo entre Carrillo y Moleón se fue intensificando en la medida que aumentaba el entusiasmo. Comenzaron a cortar las conexiones y a recoger los cartuchos. Carrillo se despojó de los pantalones y anudó los extremos de las piernas.

Los muslos velludos se erizaron de frío. Con gran cuidado fueron depositando las cargas dentro del improvisado saco.

La cosecha de barras de explosivos abultó al pantalón convirtiéndolo en un fantoche trunco, con nalgas, barriga y muslos de buda mortífero. Cuando apenas podía arrastrarlos, Carrillo se sentó en el suelo, poniendo el pantalón relleno sobre sus rodillas. La escena cobró de pronto un cariz surrealista. A Carrillo se le antojó absurdo cuanto pasaba y experimentó una sensación de ridiculez que no comunicó a Moleón. El payaso guillotinado que cabalgaba sus piernas tenía fuerza para pulverizar los muros más gruesos o para añicarle los sesos a medio mundo. Él, semidesnudo, con las nalgas empapadas, en el fondo de aquel sótano infernal, tenía sobre sus rodillas fuerzas suficientes como para aniquilar a un ejército. Al mismo tiempo, en cueros, muerto de asco, pensaba enfrentarse a una dotación militar de más de trescientos hombres con las tripas de su espantapájaros de nitroglicerina. Después del acopio y del descanso comenzaron a desandar las galeras tortuosas hasta llegar de nuevo al orificio. Primero subió Moleón. Carrillo le pasó la dinamita y luego trepó ágilmente. El mejor sitio para guardarla, por unos días, era bajo la cama de Moleón, todavía “víctima” del peligroso tifus. En todo caso, el plan debería ponerse en práctica cuanto antes, porque cada minuto aceleraba los riesgos de que todo fuera descubierto. El domingo, dos días después, sería día de visita y se podría contar con la mujer de Masa para pedirle la mecha y el fulminato, señalarle dónde podía conseguirlos y la forma de disfrazarlos. En la siguiente visita ella podría traer los elementos para llevar a cabo el plan. Es decir, al menos durante nueve días deberían dormir sobre una montaña de dinamita. Afortunadamente, el diagnóstico de Taboada servía para alejar tanto a los prisioneros como a los guardias que efectuaban el conteo. El cabo Troncoso sólo se atrevía a llegar hasta la mitad de la galera. ¿Todavía sigue enfermo el tipo ése? Sí, cabo, sigue enfermo. ¿Falta alguien, soldado? No, cabo, no falta nadie. Bien, no es necesario llegar hasta allá. ¿Está seguro, cabo? Claro, soldado, no estamos aquí para coger enfermedades, ¿no? Claro que no, cabo. Entonces vamos.

El plan subsistía bajo un falaz manto microbiano. El domingo, durante la visita, a la mujer de Carlos Masa se le heló el corazón cuando le dijeron que había un plan de fuga en marcha y que ella debería traer la mecha y los detonadores. Accedió, luego de calificar de estupidez lo que le proponían. Anotó mentalmente el sitio donde debería recoger el material y agotó las dos horas reglamentarias en modelar argumentos que luego lanzaba contra la tozudez aventurera del grupo. Les sorprendió el silbato reiterando por centésima vez algún razonamiento tan inútil como lógico. Con los ojos llenos de lágrimas se despidió de su marido.

El lunes transcurrió sin incidentes. Las horas fueron acumulando trivialidades, necedades de la gama del gris, tonterías blancas e inofensivas y una que otra vileza de tono menor. Pero a medianoche, en la galera octava comenzó una riña que despertó a todos los prisioneros.