I
La mañana retoza un juego de paredes blancas. El patio del penal, veinticinco metros de ancho por cien de largo, ha sido invadido por los prisioneros. Dieciséis galeras desaguan su marea viscosa, amarilla y moteada de letras Pes, por las viejas baldosas. Un muro alto rodea el patio. Unos mil hombres se van regando por todos los rincones, obedientes a los caprichos de la sombra. Otros doscientos —los muy viejos y los muy enfermos— prefieren permanecer acostados. Un observador curioso notaría cierta lógica de reunión entre los reclusos que se agrupan. Los campesinos, con sus espaldas anchas, su hablar peculiar y sus manazas grandes como sábanas, yacen casi todos en cuclillas horas enteras, en un interminable cuchicheo, difícilmente inteligible a pocos pasos. Los estudiantes hablan a gritos, gesticulando como tenores de una ópera bufa, siempre dispuestos a la risotada y a la ocurrencia jocosa. Son los que miran a los guardias —que custodian el penal desde el techo de las galeras— con gestos desafiantes. Un vejete pequeñito arrastra su pierna izquierda como si llevara atado un grillete. Se le secó de reuma, de varices y de vaya usted a saber cuántas cosas más. Desde hace cosa de un año descubrió que una pierna muerta pesa tanto como la Columna de Trajano. Un enano malgenioso se acaricia la cabezota enorme. Tiene mala fama. Nunca abandona la cuchara. Durante largas jornadas afila el cabo contra el pavimento mientras sonríe maliciosamente. Velázquez nunca lo hubiera pintado. Los enanos de Velázquez no se asoman con odio a los lienzos. Casimiro se llama el enano malgenioso. Casicrezco le gritan cuando está de espaldas. Siempre se vuelve con un gesto hosco y la cuchara desenfundada y en los ojos una mirada vidriosa de-que-salga-el-valiente-para-enjuagarle-el-rabo-de-la-cuchara-en-la-barriga. Si Velázquez se hubiera atrevido a pintarlo, una noche oscura, en cualquier museo, hubiera saltado sobre Maribárbola para violarla salvajemente o le hubiera clavado la cuchara al Bobo de Coria con algún pretexto baladí. Nadie sabe qué hace Casimiro en la prisión, ni en el fondo a nadie le interesa su historia. Está ahí y basta con cuidarse de pisarle. “Musiú” es el otro personaje siniestro. Negro viejo, blanco en canas, manco y brujero haitiano. Estaba con los delincuentes comunes hasta que mató —él dice que por error para justificarse— a un comisario que inspeccionaba el pabellón de los comunes. Se le tiró arriba y le tasajeó el cuello con un cristal y con los dientes le arrancó una oreja y con la rodilla le machacó los huevos y después le pateó la cabeza y los ojos y las costillas. En dos minutos lo despachó para el otro mundo. Fue horrible que decidieran soltarlo entre los presos políticos. Con Musiú al lado nadie duerme tranquilo. Habla mal el español y sólo domina las blasfemias y las malas palabras. “No te pongas en el camino de Musiú” es lo primero que le advierten a los recién llegados. Los tuberculosos están en la galera catorce. Son cuatro y se mantienen rencorosamente aparte de sus compañeros. Andan juntos, comen juntos, tosen juntos, escupen sangre juntos, y todos esperan que mueran juntos antes de que se le empiece a podrir los pulmones a medio penal. Hay que cuidarse de la cuchara de Casimiro, de los dientes de Musiú y de la saliva de los tuberculosos. También hay que cuidarse de los guardias que tienen el dedo resbaloso y están deseosos de abrirle el cráneo a tiros a cualquiera que les provoque. El jefe del penal les ha dicho bien claro que “al gobierno hay que respetarlo y que ellos son el gobierno y que por lo tanto al que les desobedezca a ellos desobedece al gobierno y hay que darle dos tiros”. El silogismo costó dos muertos y cinco heridos durante la última requisa. Sacaron a los hombres de sus camas a las tres de la madrugada y les ordenaron que se quitaran toda la ropa. A empellones fueron acorralándolos en el patio y un pelotón de asalto, con las bayonetas caladas, les agrupó, mientras otros soldados volcaban patas arriba todas las galeras en busca de una pistola supuestamente escondida. Se había descubierto un plan de fuga. Después comenzaron las bromas de los guardias:
—Tiene buen culo este anciano. ¿En qué galera duermes, viejito?
—Oye, acércate al que tienes delante. Así, pégate bien. ¿Qué pasa no te gusta?
Ricardo Cruz tenía musculatura de atleta y malas pulgas. Un cabo, mulato achinado, con una sonrisa grande y sin dientes, como la de las calabazas que tallan los ingleses en sus noches de brujas, le conminó a que se pegara a las nalgas del vejete de la pierna muerta:
—Así está bien, para qué voy a juntarme más.
—Que te arrimes te digo.
—Aproxímate hijo, qué importa —autorizó el vejete resignado.
—No oyes que te pegues —dijo el guardia punzándolo con su bayoneta. Ricardo Cruz desvió el arma con la izquierda y de una bofetada derribó al soldado. Desde el suelo le hicieron un agujerito negro en la frente. Parecía increíble que de aquel hueco manara tanta sangre. Los más jóvenes comenzaron a increpar a los guardias. Rastrillaron sus armas los de uniforme. Remigio “el Campesino” se abalanzó sobre un soldadito nuevo que no pasaba de veinte años. Lo dejaron tieso de un balazo. La gritería se hizo ensordecedora y los soldados comenzaron a disparar ráfagas al aire. Carrillo trató de hacerse oír en medio del escándalo infernal:
—Estos hijos de puta nos están machacando, ¡asesinos!, ¡asesinos!
Un culatazo le partió la cabeza y lo dejó tendido. Cuando despertó lo estaban cosiendo en la enfermería junto a otros cuatro heridos graves. Allí se enteró que la trifulca había terminado en pocos minutos, cuando el capitán Bermúdez anunció por los altavoces “que se castigaría a los guardias que se habían excedido, porque los guardias representan al gobierno y que cuando abusan entonces no representan al gobierno y hay que sancionarlos, pero que también se castigaría a los presos revoltosos porque con su conducta ofenden la generosidad del gobierno que les ha respetado la vida en lugar de matarlos que es lo que merecen todos los que se oponen al gobierno”. Con la cabeza adolorida y la frente abultada por un gran hematoma, Carrillo fue a dar a la celda de castigo. Sin haberla visto la conocía por la descripción de otros presos desafortunados: un hueco oscuro en el cual sólo era posible mantenerse de pie. Los tres días de castigo se eternizaron. La frente abultada continuó aumentando de volumen y bajo sus párpados crecieron dos manchas negruzcas. La sutura de la cabeza tensaba aún más la piel estirada, produciéndole una implacable molestia. Le ardían los ojos y le quemaba la fiebre. El cansancio comenzó a trepársele por las piernas hasta que todos los músculos de su cuerpo se le antojaban desgarrados. En ese estado deplorable sintió una mecánica erección del pene sin que mediara el más remoto erotismo. Sonrió débilmente —la única vez en los tres días— y ensayó buscarle alguna explicación al paradójico fenómeno. A poco el agotamiento se tradujo en sueño, un sueño atroz que se le colgaba de los párpados como un ahorcado. Pronto el sueño insatisfecho sustituyó rigurosamente, uno por uno, todos los dolores. La sutura que aguijoneaba constantemente pasó a dar espasmódicos mordiscos. La frente, convexa como un casco de samurai a causa de la infección, se convirtió en una pena lejana, remota, que sólo daba fe de vida cuando involuntariamente Carrillo rozaba la puerta de metal. Aumentó la sensibilidad de toda la epidermis. El roce de la ropa se convirtió en una desagradable experiencia. Antes de que lograse hallarle una explicación a la erección del pene, se aflojó el escroto, descendieron los testículos y el pene se redujo a su mínima expresión. El sueño aumentaba a cada minuto. Carrillo recostó su hombro derecho en la bisagra y cerró los ojos. A los pocos segundos sintió que perdía el equilibrio y cabeceó vigorosamente. La parte posterior de la cabeza, donde cicatrizaba el culatazo, golpeó con la pared. Carrillo creyó por un momento que la celda daba vueltas. El primer contacto con la sangre que silenciosamente manaba no fue del todo desagradable. Percibió una sensación tibia en la nuca y un hilillo que comenzaba a correrle por la espalda. Primero intentó presionar la herida con la mano derecha, pero la sangre tenazmente se filtraba entre los dedos. Entonces aprovechó un desgarrón de la camisa y con los dientes rasgó un pedazo grande, lo envolvió y deprimió fuertemente la herida. Cada vez que intentaba cerciorarse de la coagulación, notaba desalentado que la sangre continuaba fluyendo. Como un último recurso se quitó la camisa —los jirones de camisa que le quedaban— y se anudó fuertemente la cabeza. El dolor era atroz. Una mano secreta apretaba rítmicamente todas las arterias y un latido contundente de gong chino restallaba en la frente con regularidad. La hemorragia cesó en algún momento, pero Carrillo no creyó prudente aflojar la presión hasta que calculó que habían pasado muchas horas. Estaba empapado en sudor y sangre de pies a cabeza. El sudor se fue secando y la sangre se convertía en una costra reseca. La temperatura de la piel descendió, provocándole como reacción una fiebre altísima. Los ojos rojos e hinchados comenzaron a brillarle intensamente en la oscuridad. Orinó profusamente sin percatarse del líquido caliente que le anegaba las piernas. Sintió una sensación de alivio al vaciar la vejiga y luego un repugnante olor a manzanas podridas. En ese instante tuvo como nunca el deseo de llamar al guardia y pedirle clemencia y un poco de ayuda, pero optó por morderse los labios. Supo que algunas veces le abrieron una pequeña ventanilla, a la altura del pecho, y le pasaron una lata con una sopa aguada, o unos macarrones hervidos, o simplemente pan viejo y un poco de leche agria. No sabía cómo, pero a los pocos segundos la ración había desaparecido y sólo le quedaba una sensación pastosa en la boca. A los tres días abrieron la puerta y se fue de bruces. Estuvo unos segundos acostado en el suelo y abrigó la absurda esperanza de que le dejarían dormir. Dos soldados corpulentos le arrastraron hasta la oficina del Capitán Bermúdez. Entreabrió los ojos, esperando asomarse a la expresión francamente estúpida de Bermúdez, y se sorprendió al hallar a un hombrecito de rostro afable e inmaculado traje de civil. Una voz suave —este hombre también era como su voz— salió de su garganta:
—Llévenle a la galera y déjenle que duerma todo lo que quiera.
Casi a rastras llegó al patio. Torso flaco, rostro barbudo, ojos rojos de conejo, nimbados por la inflamación de la frente y flanqueados por dos oscuros hematomas. La camisa deshecha amarrada a la cintura. Goterones de sangre seca que comenzaban a convertirse en un polvillo fino. Orine, mugre, excremento, peste a manzanas podridas. Hombre proa, la muchedumbre silenciosa se escindía en dos vertientes. Con paso inseguro, frente en alto y la mirada fija en un punto impreciso. Se encaminó a su galera. Los campesinos se pusieron de pie. Los estudiantes rindieron su inclaudicable parloteo. Los muy enfermos y los muy viejos se incorporaron. El silencio estranguló todos los sonidos menos el de los dos pies fatigados que arañaban las piedras trabajosamente. La puerta de la galera estaba abierta de par en par. Frente a las dos filas opuestas de literas los reclusos construyeron hombro con hombro un pasadizo empedrado con gestos graves. Carrillo se movió despacio sin pronunciar una sílaba. Le dolían hasta las palabras. Llegó a su rincón, bajo la última litera y trató de arrodillarse. Tuvo miedo de desplomarse violentamente. Apoyado en la armazón metálica se fue deslizando suavemente hasta que las rodillas hicieron contacto con el suelo. La flexión le produjo un dolor agudísimo y recordó de momento, como un relámpago, las férreas trampas dentadas que los cazadores les ponen a los lobos. Apretó los labios. Puso sus dos manos en el piso, frente a las rodillas, y con la suavidad que le permitían los músculos fibrilantes fue aplastándose contra el suelo frío. Comenzaba a arrastrarse bajo la litera pero el sueño insatisfecho le dio un tirón definitivo en los párpados. Cuando despertó, muchas horas después, supo que Moleón, un campesino silencioso, rodeado de cierta aureola de misterio y heroicidad por su actuación en las guerrillas, le había levantado en vilo depositándolo en su camastro. A partir de ese momento Carrillo aprendería que la capacidad para tolerar los sufrimientos establece jerarquías entre los hombres. Sus veintisiete años y su cuerpo espigado no impedían que los ancianos le mirasen con cierto respeto y los coetáneos con franca devoción. El que sabe tragarse los gritos, y morderse los labios a tiempo, y soportar los dolores de pie, ocupa una garita especial en la complejísima estructura valorativa de los hombres.
En la mañana límpida, Carrillo, casi restablecido del todo, esperaba, como el resto de su compañeros, la alocución que les dirigiría el nuevo alcaide. Había una imagen confusa del personaje, construida con los mil rumores que nadie sabe cómo perforaban el hermetismo de la prisión. Se trataba de un civil y vestía impecablemente. Parecía amable aunque era enérgico. Hablaba con voz queda y su vocabulario acusaba una sólida preparación profesional. Su nombre, Horacio Barniol, no era conocido porque se suponía que había pasado muchos años en el extranjero. Traía proyectos novísimos y había echado a andar un ejército de palabrejas sueltas que repicaban en los tímpanos de los reclusos a un ritmo confuso y en alguna medida embarazoso: diálogo… rehabilitación… visitas… salidas… lecturas… discusiones… lecciones. Cuando se señaló el día y la hora en que se presentaría a los reclusos la expectación había llegado al límite de la histeria. Todos miraban hacia las gargantas negras de los altoparlantes con gestos nerviosos.
A las doce en punto, una voz clara y reposada se posó en todos los oídos con la suavidad con que se le acaricia la cabeza a un sietemesino: “Presidiarios, les habla el funcionario Barniol, nuevo alcaide de la prisión. Desde hace unos días el alto mando del gobierno me encomendó la tarea de dirigir con criterio científico el Presidio Político Central. El gobierno supo que los abusos eran frecuentes y el gobierno decidió ponerle fin a esta situación. Pero no bastaba con mejorar las condiciones de los presos. No bastaba con aumentar la dieta y suprimir las palizas o los castigos innecesarios; no bastaba con alejar de la prisión a los guardianes que se excedieron —al llegar a este punto la voz reposada se había tornado un tanto emotiva por los calculados latiguillos que el discurso, evidentemente escrito, llevaba insertos—, era necesario un cambio radical, un cambio de raíz que le ofreciera a los prisioneros la posibilidad de una incorporación futura a las filas del gobierno. Estamos dispuestos una vez más a ser generosos. Pero esta generosidad han de ganársela ustedes, no les será dada de balde. Esta generosidad depende de la capacidad de cada uno para entender lo que nuestro aporte significa para el país. Era razonable, aunque nunca tolerable, que los siglos de injusticia y abusos en que ustedes moldearon sus conciencias, les produjera una hostilidad abierta hacia el régimen triunfante. Menos razonable, y por lo tanto menos tolerable, resultaba el hecho de que clases oprimidas, como algunos sectores del campesinado, y clases tradicionalmente entregadas a las causas populares, como algunos fragmentos del estudiantado, coincidieran con los enemigos del gobierno, pero atribuimos esta dolorosa paradoja a un fenómeno de acondicionamiento de reflejos, debido a que los resortes de la propaganda siempre han estado en manos de los enemigos del pueblo. En la etapa inicial no nos quedó más remedio que eliminar sin contemplaciones a los opositores. Afortunadamente ya han pasado aquellos días peligrosos cuando a cada minuto el régimen se jugaba su destino. Aquellos tiempos en que hasta muchos de los que habían hecho posible el triunfo, muchos pseudorrevolucionarios, viraron sus armas contra el gobierno y, o murieron por su traición o me escuchan cabizbajos en ese patio. Hoy es posible ofrecerles sin riesgo para nosotros una oportunidad de rectificación. No será fácil y será un largo camino a recorrer por etapas. Habrá que purificarse a cada vuelta hasta que emerjan del albañal completamente limpios y avergonzados de la vida pasada. Tampoco permitiremos que nos engañen. El cambio ha de ser honrado y hasta el tuétano y habrá que demostrarlo a cada momento. El primer movimiento, en prenda de buena fe, lo daremos nosotros: el próximo domingo, es decir, mañana, comenzarán las visitas. (Un murmullo in crescendo recorrió el patio como una explosión submarina). Hemos cursado telegramas a los familiares inmediatos de cada uno de ustedes autorizando la visita de esposas, novias, madres e hijas, y la de los hijos varones menores de catorce años. Podrán estar juntos tres horas. Podrán anunciarles que habrá cambios sustanciales. Como la coincidencia total con el gobierno es una suma de millares de breves coincidencias, les pido que los que estimen que permitirles la visita es un gesto generoso, alcen su mano derecha —en este punto se interrumpió el discurso y un silencio ancho y sombrío extendió sus alas por el patio. Tímidamente, un dentista gordo dio su aprobación enarbolando un brazo blandengue. Le siguió un marino mercante retirado; luego un seminarista; luego un campesino renegrido por el sol; luego Casimiro, que pasó inadvertido; y a poco el patio estaba sembrado de brazos verticales con la excepción de algunos claros de tiña que fabricaba la rebeldía—. Estupendo —se oyó de nuevo la voz, otra vez reposada—, el lunes, después del conteo habitual, nos volveremos a reunir”.