II
Amanece rápido. La mañana húmeda se trepa como un gato por los muros corpulentos de la galera. De un brinco agresivo salta sobre la pechuga asmática de un viejo enclenque y se la muerde. Cien gargantas carraspean para asustar al felino. Los reumáticos sienten los arañazos en las articulaciones y se defienden con ridículas contorsiones Todos de pie, uniformados, exhibiendo las pes con el mayor impudor. Una P en la espalda, una P en los muslos, una P en el pecho. Los reconocimientos y abrazos inician el ritual calisténico:
—¡Ernesto! ¿Cuándo llegaste? —preguntó un joven orejudo con cara de tonto.
—Anoche —dijo y calló, esperando a pie firme el chaparrón de inevitables interrogantes.
—Mario nos dijo que te tenían incomunicado desde el viernes —insistió el orejudo tras liberarse de la cara de tonto con una mueca rabiosa.
—Así fue. Hoy es mi tercer día, pero parece que concluyeron los interrogatorios y me someterán a juicio —mixturó las palabras con tres adarmes de sonrisa y dos gramos de ceño fruncido.
A Mario comenzarán a juzgarlo hoy por la mañana; por la noche darán el fallo. ¿Cómo dejaste la cosa? —contumaz, la cara de tonto regresó con una carrerita burlona.
—Mal, muy mal. Han capturado a toda la jefatura. Los que quedan sueltos están huyendo. Nos ocuparon todas las armas y explosivos —a pesar de las noticias la voz de Carrillo no sonaba alarmada. Sin explicárselo, el tedio, el ambiente nuevo, los uniformes, le convertían las palabras en parlamentos de teatro; no sabía si hablaba o si recitaba una estrofa de un drama romántico de conspiradores.
—¿Y San Lázaro? —continuó interrogando el orejudo visiblemente perturbado.
—Ahí fue la primera redada. Sorprendieron a Harry con la fábrica de bombas. Estaba embarrado de polvo de minio de los pies a la cabeza. Una caja de detonadores estalló por descuido de un guardia y por poco vuela la manzana. Afortunadamente el C-3 y el C-4 habían sido trasladados al patrullero: noventa y seis libras en total. El estallido se hubiera oído a veinte kilómetros.
—¿Las armas…? —comenzó su enésima pregunta.
—Te digo que todo fue ocupado —Carrillo recordó fugazmente la hilera de fusiles B.A.R., las metralletas Stein, el “San Cristóbal” inutilizado, las bombas de C-4, los uniformes, los rollos de cordón detonante y el M-3 con silenciador—. No sabían lo que era el fósforo vivo. El capitán que dirigió la operación metió la mano en el frasco y si no le grito a tiempo se la achicharra —la anécdota del fósforo vivo le pareció infantil tras haberla hecho. Se sintió ridículo.
—¿Por qué le gritaste? Debiste haberle dejado —al inventario de las orejas grandes y la cara de tonto se incorporó un ademán de que-se-joda.
—No sé, me figuro que por instinto —tenía razón el orejudo, pensó Carrillo, pero ya era tarde.
—Ven para que saludes a Mario. Dentro de un momento se lo llevan para el juicio —esto lo dijo con un gesto grave, enarcando las cejas, y paseándose el dedo índice por la nuez gibosa en un universal ademán de muerte.
Llevas unas horas entre esos muros y comienzas a sentir la fatigosa maquinaria de la adaptación. Tus ojos dejan de sorprenderse; esquivas los obstáculos con facilidad; tu territorio va encogiéndose hasta que se reduce a la silueta de tus pies, cuando caminas; o de tus nalgas, cuando te sientas; o de tu cuerpo, cuando te acuestas. No tienes más hábitat que tu perfil y la noción del ente intruso va desdibujándose. Siempre tienes un rostro a menos de diez centímetros, o un codo, o una oreja. La existencia se te va haciendo pastosa, densa, imprecisa. La fluidez del ser se te hace más espantosamente evidente cuando se te presenta como una suma implacable de hombres y cosas, sin el menor concierto. Todo ordenadamente revuelto, como el infierno de los chinos, con sus castigos fabulosos junto a sus premios ingenuos. Los chinos no tienen compartimentos separados para su cielo y su infierno. Están juntos. Como la vida, mala, llena de cosas buenas, o buena, llena de cosas malas. Es más o menos lo mismo. Los diablos chinos aprietan a los usureros entre piedras enormes, mientras los perros lamen la sangre que brota y muerden para siempre los pedazos de carne que se asoman. Pero junto a la horrible prensa yace un chino angelical, noble, de los que nunca han tendido ropa en el tejado, ni han hecho remedios con huesos humanos, deleitándose con el olor exquisito de la taza de arroz que le ha ofrecido el respetuoso descendiente. Cielo e infierno juntos. Dos aspectos del mismo fenómeno. Dos extremos de la misma cuerda. Tú, al tercer día, resucitas en el infierno. O tal vez al tercer día pereces en el cielo. O acaso al tercer día hayas resucitado en el cielo. Todo se va mezclando. La nitidez comienza a escabullirse como un ladrón perseguido.
—¡Mario! —el nombre brotó enérgico.
—¡Ernesto, al fin llegaste! —Mario Ordaz se puso en pie de un salto—. Pensé que te detendrían más tiempo en los interrogatorios. Allí no te saludé por si nos observaban —hablaba atropelladamente; era joven, locuaz, nervioso y se asomaba a la calvicie sin remedio; su explicación sobraba, pues Carrillo, en su momento, había interpretado correctamente el origen de su silencio.
—Lo sabían todo, por eso no me interrogaron más que lo necesario. Por supuesto, nada he dicho, pero era inútil: teníamos un chivato infiltrado —la primera oración la inició con un chasquido como de fastidio; después siguió aplastado, deshecho, decepcionado.
—¿Se sabe quién es? —inquirió Mario hosco, serio.
—Parece que Benítez —dijo Carrillo sin énfasis y abriendo una puerta a la duda con un movimiento de las cejas.
—¡Buen hijo de puta! —la referencia a la madre de Benítez salió rotunda, exacta, irrebatible.
—Sí, y además muy hábil. Pero dejemos eso, que ya no tiene remedio. Te juzgan dentro de unos momentos, ¿cómo ves el asunto? —Carrillo preguntó por cortesía, convencido de que el “asunto” sería trágico.
—Mal. Me acaban de entregar la petición fiscal: pena de muerte. No creo que me escape. El fiscal es un tal Amador, que tiene mala sangre —la voz de Mario aleteaba presagios torvos.
—¿Y habrá alguna manera…? —la frase, planeada para que abortase antes de cobrar vida, sustituyó a la palmada en el hombro, gesto siempre de mal gusto.
—En absoluto. Están decididos a terminar con el terrorismo con el contraterrorismo. Me voy —el nombre de Mario Ordaz esperaba a su dueño en la boca de un escolta gruñón—. Dame la mano —se despidió con un apretón.
—¿Tienes miedo? —le preguntó Carrillo con aire de complicidad entre morboso y comprensivo.
—Sí, mucho. Si el tribunal acepta la petición del fiscal, cosa que ya está resuelta de antemano, del juicio, que será mero juego, voy directo a capilla ardiente. Tu causa será juzgada tras la mía. Verás mi juicio desde la celda de espera. Después, si me condenan a muerte, no nos veremos más —hubo temblor en la franqueza, pero el pudor le arqueó los labios en un ademán de sonrisa.
—Adiós —Carrillo sintió unas odiosas ganas de echarse a llorar.
—Adiós —contestó Mario apoyando la palabra con un movimiento de hombros un tanto exagerado.
La conversación con Mario te ha deprimido. Necesitas silencio. Necesitas divagar por un rato. Tienes la cabeza densamente poblada de sueños. Como si fuera un bosque de metáforas. Pero no de metáforas-para-poetas. Los poetas buscan una manera nueva de nombrar las cosas, mientras tú sabes que a las cosas es estúpido nombrarlas. Basta con que nos amenacen con sus perfiles agresivos y ese aire de mira-yo-soy-una-cosa-con-que-no-me-jodas. Y entonces tus metáforas se conforman con enroscarse a las superficies. Los poetas son criaturas pretenciosas que se pasan la vida inventando con los ojos abiertos. No aprendieron la lección de Homero, que antes de atreverse a gritar una metáfora se arrancó los ojos. Para inventar un mundo hay que no tener ninguno. ¿Para qué necesita nadie otra luna que la que asoma todas las noches? A no ser que no tengas ninguna luna, como Homero, y entonces andas como un perro asustado pidiendo una luna amarilla, roja, violeta, grande, flaca, gorda, que te alivie el dolor tremendo de no tener ninguna luna. Así, condenado para toda la vida a asomarse a uno mismo es como se puede hacer un verso decente. Hacer-un-verso-decente también puede ser una manera camuflada de incurrir en cursilerías. A ti ya casi nada te avergüenza en la vida. Pero la cursilería es otra cosa. Lo toleras todo: la conversación estúpida, el agotamiento, la suciedad, los uniformes, la cara de cerdo del guardia, todo lo puedes perdonar menos la cursilería. Te sonroja, lo que a su manera no deja de ser cursi. En el fondo tienes la vana sospecha de que le importas al mundo un comino. De que gesticulando desde el hueco en que andas metido tienes alguna importancia. Tonto. ¿Cuándo vas a aprender? Estás cansado. Todo comenzó hace mucho tiempo. A pesar de todo no puedes medirlo. ¿Habrá sido inútil?
Ver el juicio de Mario tal vez sea como ver mi propio juicio. Como ver el juicio de todos. Como ver el Juicio Final. Desde mi celda de espera, a la derecha del estrado, hay un panorama sombrío. Se ve un grupo de adultos que juegan a la muerte. Tengo la sensación de que antes he estado en la misma celda, contemplando las mismas caras, aguardando por el mismo Mario. Temiendo la misma muerte. Cada segundo que pasa incrementa la certeza de que la escena se ha repetido mil veces, que la he visto mil veces, que la he padecido mil veces. Duele adentro. En cualquier parte. Tal vez en el pecho. Tal vez en las manos, que no tienen un cuello que apretar para aliviarse un poco; tal vez porque tampoco han podido apretar una oración nunca; tal vez porque me apena verlas apretar unos barrotes insensibles. Hay calor; habla la gente. ¡La maldita gente que no se calla nunca! Ni siquiera ahora. Ni siquiera jugando a la muerte. ¿Es que no se dan cuenta de lo que ocurre? ¿Es que no sienten el horror que yo voy sintiendo? ¿Es que no se les mezcla lo que ven con lo que han visto? ¿Es que no pueden inaugurar una mirada nueva para cada vieja cosa? ¿Es que la realidad se les da chata, ingenua, virginal? ¿Es que no se dan cuenta —¡Dios, no se dan cuenta!— que estamos siendo fantoches de un tinglado absurdo? ¿Cómo la nitidez que padecen no les quema los ojos? ¿Cómo pueden ser lógicos y fríos y racionales vestidos de fantoches? ¿Cómo pueden no ver lo que tienen delante?
(Todo oscuro. Con dificultad se vislumbra en el escenario una mesa enorme en forma de herradura. Cincuenta encapuchados murmuran. Llevan unos números lumínicos en las capuchas. En la pared, en desorden, aparecen una serie de símbolos: una media luna, una swástica, una cruz, una hoz y un martillo, una paloma, un triángulo, un águila, una serpiente, un quétzal, un toro e —inexplicablemente— un niño que orina. Todo es tétrico: los símbolos, la mesa enorme carcomida, los encapuchados siniestros. Aparece un jorobado renqueando, también encapuchado. Arrastra dos pesadas sillas que pone frente a la herradura, de espaldas al público. Un reflector rojo ilumina las dos sillas. Una portezuela del piso del escenario, junto a las sillas iluminadas, se abre con dificultad y de ella emerge una figura enclenque. El haz de luz roja deja ver un brillo esquizoide en la mirada del recién llegado. Alguien más pugna por escalar la superficie. El de la mirada esquizoide, con un ademán enérgico, tiende sus brazos al que sube torpemente. Se trata de Mario, que tiene las manos y los pies atados y ha tenido que ascender a saltitos. El público prorrumpe en aplausos. El de la mirada de loco saluda como los luchadores grecorromanos. Mario se vuelve al público, lleno de terror, pero no alcanza a descubrir las facciones de la gente. Desde una celda, a la derecha del estrado, dos ojos rojos miran azorados. Comienza a sudar copiosamente. La P del pecho destiñe. Un reflector verde, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, ilumina con un relámpago diabólico. El haz va recogiendo su volumen hasta que sólo ilumina al encapuchado del centro de la herradura. Con voz grave, entre el asma y el “más allá” de las cintas estereotipadas, se deja oír.)
ENCAPUCHADO 1. —Se abre la sesión. Acusado, póngase de pie. (Temblándole las piernas, Mario se incorpora).
ENCAPUCHADO 1. —¿Es usted Mario Ordaz, de veinticinco años, soltero y vecino de esta localidad?
MARIO. —Sí, señor. (Le siguen temblando las piernas. Teme orinarse, cosa que el público descubre porque se encorva ligeramente hacia adelante).
ENCAPUCHADO 1. —Abogado defensor, identifíquese.
DEFENSOR. —(Va moviendo los dedos hasta que los signos manuales del alfabeto de los mudos fabrican la palabra “Defensor” en los cerebros de los encapuchados).
ENCAPUCHADO 1. —Señor Fiscal, identifíquese.
FISCAL. —“Fiscal”. (Dice y saluda).
ENCAPUCHADO 1. —¿Así nada más, “fiscal” a secas?
FISCAL. —Sí, señor: “fiscal”. Todos somos iguales: héroes al servicio de la justicia. No tenemos nombre ni apellidos por lo mismo que la justicia es ciega. (En este momento se vira al público y éste descubre que le faltan los ojos. La cara plana, sin ojos, tiene algo que espeluzna.)
ENCAPUCHADO 1. —¡Basta! Solicité de usted una presentación formal, no un discurso.
FISCAL. —Usted disculpe, pero siempre me emociona hablar de mi oficio.
ENCAPUCHADO 1. —¡He dicho que basta!
ENCAPUCHADO 2. —El Santo Tribunal de los Sagrados Dogmas se reúne otra vez (dice poniéndose de pie) para juzgar a un transgresor, a un miserable delincuente que ha practicado el terrorismo contra nuestra Verdad. ¿Es usted o no, señor Mario Ordaz, culpable de los delitos que se le imputan?
MARIO. —Eso es absurdo (dice el reo con voz temblorosa).
ENCAPUCHADO 3. —¡Ah!, niega usted los cargos levantados en su contra.
MARIO. —Digo que es absurdo el terrorismo. Digo que es absurdo dinamitar un puente; casi tanto como que se me fuerce a ello; casi tanto como que se me juzgue por ello; casi tanto como los tribunales y la justicia de los encapuchados.
ENCAPUCHADO 4. —¡A usted se le ocuparon explosivos!
MARIO. —Y si la Fuerza Pública les registrara a ustedes, hurgando dentro de sus fatídicas capuchas, encontraría algo más peligroso.
TODOS A UNA. —¿Qué encontraría? (Dicen los cincuenta encapuchados poniéndose de pie como por un resorte).
MARIO. —Encontraría la Verdad. Cada uno de ustedes guarda un pedazo de la Verdad en su capucha, junto a las orejas, tapiadas a lo que suene y no quieran oír. Son esos pedazos de Verdad, inflexibles, redondos, impermeables, indestructibles piedras de certidumbre, las que hacen tanto daño como la dinamita.
ENCAPUCHADO 5. —¡Está usted ofendiendo el honor del Santo Tribunal de los Sagrados Dogmas! ¡En nombre de las personalidades y de las entidades dogmáticas y fanáticas afiliadas a este sacrosanto organismo le exijo una retractación incondicional!
FISCAL. —¡Señor Presidente! (grita frenético), nadie puede explicarle a este desdichado el placer inmenso que se deriva de la posesión de la Verdad mejor que yo. Mira, bárbaro irreverente: cuando la Verdad te calienta el pecho, sientes el alma estremecida, traspasada de frenesí; sientes que el corazón se te hincha, que los brazos se refuerzan; que el ánimo crece. Sientes el más hermoso odio contra todos los imbéciles que no son capaces de alcanzar la Verdad (gritos de aprobación en el público). Con la Verdad puedes matar sin que te tiemblen las manos. Con la Verdad puedes dejarte matar sin que te tiemblen las piernas. Sólo la Verdad da fuerzas; sólo la Verdad te mantiene en vilo; sólo el que como yo ha sentido la Verdad merece vivir.
ENCAPUCHADO 6. —Yo en la Comuna de París. (Se oyó una voz gutural en el extremo de la herradura).
ENCAPUCHADO 7. —Yo en la cervecería de Munich. (Chilló un bigotito enérgico desde la profundidad de su caperuza).
ENCAPUCHADO 8. —Y yo en la Convención.
ENCAPUCHADO 9. —Y yo en la Meca.
ENCAPUCHADO 10. —En el Sinaí.
ENCAPUCHADO 11. —En el ágora.
ENCAPUCHADO 12. —En el Foro.
TODOS A UNA. —Este Santo Tribunal de los Sagrados Dogmas te sentencia, en nombre de La Verdad y en representación de todos los pueblos y de todos los dogmas, a la pena de muerte.
ENCAPUCHADO 13. —¿Tiene el condenado algo más que declarar?
MARIO. —Sí, y muy urgente.
ENCAPUCHADO 14. —Proceda con la declaración.
MARIO. —Tengo ganas de orinar.
TODOS A UNA. —Llévenselo, ¡y que orine!
(Ovación estruendosa del público, puesto de pie. Gritos de bis. Se encienden las luces. En una celda, a la derecha del estrado, dos ojos rojos miran azorados).
Tuviste mejor suerte que Mario Ordaz. Te han condenado a treinta años. Has vuelto a la galera. Es inútil: lo matarán de madrugada. Todo pasará lentamente, en un segundo. O fugazmente, en varias agónicas e interminables horas. El tiempo perderá su secuencia en tu terror. En el terror de todos. En el terror de la noche. En el terror de los que asesinan y en el terror de los que son asesinados. La luna te trae, al rincón donde estás echado como un perro, realidades sombrías. La turbia plástica de la muerte. Las voces pálidas de los presos se te enredan en las verdinegras del patio. Una viene de lejos a morderte los oídos. No sabes cuál es, pero la has oído antes. Es la vieja voz, burlona y cruel que siempre te acompaña en el absurdo. La que le arranca la piel al tiempo. La que le arranca la máscara a todos. Crece. Crece. Crece. Se trepa en tu conciencia. Lo atorbellina todo. Lo revuelca todo. Lo deshace todo. Se queda sola, clara, triunfal.
Van a contemplar un espectáculo único, conmovedor, sincero, tremendo. (Está hablando por medio de un megáfono, un señor misterioso, embozado en una capa y dueño de una voz rara, lejana y conocida). A ustedes les cabe el honor de presenciar la filmación de las escenas cumbres de un extraño espectáculo. Mario ha sido juzgado y condenado a muerte.
Está en capilla ardiente gritando para que le escuchen sus compañeros de galera. Les separan unos cincuenta metros. En el patiezuelo, frente a la galera, el pelotón de fusilamiento examina los cerrojos de sus fusiles y masculla palabrotas.
Es de noche y hay luna llena. Desde un rincón, como los de un perro echado, dos ojos rojos miran azorados.
¡LUCES! ¡CÁMARA! ¡ACCIÓN!
—¿Me oyen? (grita Mario con voz clara, a la que nadie responde. Silencio absoluto).
—Pregunto que si me oyen (grita ahora con más fuerza).
—Cállate, revolucionario del demonio. Cállate, que no vas a llegar a la madrugada.
—Fusilémosle ya.
—A las cinco dice la sentencia.
—¿Qué más da? Hagámoslo ahora.
—¡Que no, carajo! ¿En qué idioma hay que hablarles? La ley dice que ese hijo de puta vivirá hasta las cinco de la mañana y no vivirá un minuto más, pero tampoco un minuto menos.
—¡No lo maten, coño! ¡No lo maten, coñoo! Piedad, piedad para Mario. ¡Mario tiene veinticinco años!, ¡veinticinco años! (Pasa la escena a la galera, estos alaridos espeluznantes se han oído mientras la cámara seguía los pasos del pelotón de fusilamiento. En la galera, un viejo despeinado, flaco, fantasmal, se aplasta contra los barrotes y grita aterradoramente. Ernesto Carrillo se revuelca en el piso; la cámara enfoca a Llorente, un estudiante que llora bajo la almohada. Taboada, un hombre joven, regordete y pequeñín, en calzoncillos amarillentos, se acerca suavemente al viejo enloquecido y le pone una mano sobre la espalda:
—Viejo, véngase. Vamos a rezar un rosario.
—¿Me oyeen? (grita a todo pulmón el condenado).
—Sííí, te oíímos (le responde el gordito en calzoncillos).
—Tengo miedooo. Tengo mucho miedooo. Diooos se me ha muertooo de fríoo en el pechooo…
—¿Cómo dices?
(Silencio por toda respuesta. El gordito en calzoncillos vuelve a insistir).
—¿Quee cóóómoo diiceees?
—Digoo que Diooos se me ha muerto de fríoo en el pechoo…
(Las cámaras comienzan a pasearse por la galera. La claridad proviene de la reja posterior, que da a los fosos del viejo castillo, por donde penetra la luna blanca. Desde la última cama se oye una voz emocionada, habla el gordito en calzoncillos, la cámara planea:
—“Padre nuestro que estás en los cielos…” —Continúa la oración a la que poco a poco se van incorporando todos los detenidos. Algunos lloran. Flota la ternura en el ambiente, pero la fe no alcanza a unos ojos rojos que miran azorados. El último Avemaría teje un silencio negro en la galera. Se oye por última vez la letanía de Mario que no ha dejado de acompañar los rezos).
—Es inúútiil… Dioos se me ha muertoo en el pechoo.
—Teniente, ya son las cinco de la mañana, vamos a ponerle el traje de madera a ese hijo de puta.
¡CORTEN!
Oyeron, piedad para Mario. Piedad, sí. Piedad, coño. Mario, no. Piedad. Lo oí. Bien lo oí. Gritaba Dios. Se le había muerto. Yo echado. Dios echado. Dios gritado echado. Yo allí. Allí echado. Allí Dios. Mario allí. Piedad, coño. Piedad. Veinticinco. Y entonces el miedo. Mario miedo. Dios miedo. Miedo echado. Disparos. Uno grande, después uno pequeño. Tiro de gracia. Gracias muerte. Gracias noche. Dios frío. Dios mío. Mis ojos. Mis ojos rojos azorados. ¿Quién trajo esos ojos? ¿Quién los trajo rojos? ¿Quién los trajo ojos? No, Mario, piedad, coño, piedad. Seis, un disparo grande. Uno pequeño. Gracias disparo. Gracia de plomo. Gracia de sangre. Gracia de muerte. Mario, de muerte. De Dios que se muere. Piedad. Ja. Piedad. Ja. Piedad. Piedad. Piedad. Pijedad. Piejadjad. Piejadjadjad. Mario. Veinticinco. No, mis ojos. Rojos. Azorados.