Caramelos envenenados

 

 

 

La secretaria del director general acompañó a Dulce a una sala de espera sin mediar palabra. Allí tuvo tiempo para fantasear largo y tendido sobre lo que la esperaba, y no imaginaba nada bueno. Estaba claro que le caería una buena bronca y que la despedirían. Contaba con ello y estaba preparada, pero no esperaba tanta ceremonia. No tenía sentido que un alto ejecutivo de la compañía se implicase. Estaba claro que algo más estaba pasando. Y, como últimamente todos los tiros le salían por la culata, Dulce se puso en lo peor. Había manipulado una aplicación de la empresa para un uso de carácter personal. ¿Podían denunciarla por eso? Igual necesitaba un abogado…

Mientras preparaba su alegato de defensa, la secretaria apareció al fin y la acompañó a una sala de reuniones en la que no había estado jamás. Allí la esperaba el director general, junto a media cúpula directiva de la empresa, incluidos el director de Recursos Humanos y Róber, su superior, al que apenas había visto desde que los habían presentado. Para su sorpresa, allí estaban también Íñigo, Gutiérrez y el Melenas, que la observaban visiblemente incómodos. Dulce no entendía nada.

—Supongo que se imagina usted por qué la hemos hecho venir —empezó sin siquiera saludar el director general.

—Por supuesto —respondió Dulce sin la menor convicción—. Y lo primero que quiero dejar claro es que yo soy la única responsable de lo ocurrido, por lo que la presencia de mis antiguos compañeros de departamento me parece innecesaria.

Un silencio tenso inundó la sala. Los directivos se miraban entre sí. Algunos visiblemente satisfechos, otros bastante extrañados.

—Bien, bien —asintió el director general con una leve sonrisa—. Ya nos habían dicho que la idea fue suya, pero el hecho de que fuera la única responsable nos facilitaría mucho las cosas, evidentemente. En cualquier caso, antes de cerrar el asunto, nuestros abogados deberían estudiarlo con detenimiento. Ante todo, queremos ser justos y que cada cual reciba lo que merece.

—¿Abogados? —saltó Dulce, ignorando el hecho de que sus compañeros no hubieran tardado ni un momento en chivarse de que todo había sido idea suya—. No creo que sea necesario implicar a los abogados. Lo mejor es que yo me marche ahora mismo y demos este feo asunto por terminado. ¿No les parece?

—¡No, por favor! —exclamó el director general sobresaltado—. Si lo prefiere, echamos a los abogados, pero antes o después vamos a necesitarlos. Sea razonable. Es fundamental que todo sea perfectamente legal, por el bien de todos.

—Bueno…, si ha de ser por el bien de todos… Entonces ¿debería buscarme un abogado?

—Está en su derecho, por supuesto. Pero no dude que nuestros abogados están aquí para velar también por sus intereses. No en vano deseamos que esté con nosotros muchos años.

—¿Muchos años? —preguntó Dulce sin entender nada—. Pero ¿entonces no van a despedirme?

—Pues no era ésa la idea, la verdad —respondió algo molesto el director general mirando a los abogados con las cejas alzadas—. De hecho, consideramos que su continuidad en la empresa es fundamental para la viabilidad del proyecto. Podríamos estudiar una reducción de jornada, pero en cualquier caso la oferta que planteamos no le permitiría retirarse, si es lo que estaba pensando. En realidad, no contemplamos una compensación económica.

Dulce no entendía absolutamente nada. Buscó a sus amigos con la mirada, pero ellos permanecían serios e inexpresivos. Decidió que si quería enterarse de algo debía preguntar sin rodeos.

—¿Recuerda cuando me ha preguntado si sabía por qué me han hecho venir? Pues no tengo ni idea. ¿Podría empezar por el principio?

—Pues creía que estaba claro —refunfuñó irritado el director general—, pero resumiré la situación para evitar confusiones. El asunto es que queremos que sigan desarrollando la aplicación que mostró anoche en la fiesta. En principio, la oferta era para el Departamento de Soporte, pero ellos se niegan a firmar si no contamos con usted, ya que la consideran la artífice del proyecto. Por ese motivo necesitamos que vuelva a su antiguo puesto. Evidentemente, nuestra oferta incluye un considerable aumento, su reubicación en unos despachos más espaciosos y todos los recursos que necesiten para reenfocar la aplicación a usos más productivos. En este sentido, desde Recursos Humanos están especialmente interesados en que, además de las notificaciones en vídeo a todos los terminales de los empleados, incluyan un seguimiento del uso que hacen del teléfono móvil en horario de oficina o las páginas web que visitan. Ya habrá tiempo de analizar esos detalles. Lo único que tienen que hacer es firmar unos contratos y podrán volver a sus puestos de trabajo con las nuevas condiciones. Firme aquí y aquí.

Dulce tardó un rato en procesar tanta información. No iban a despedirla. De hecho, le ofrecían una ampliación del contrato y un aumento de sueldo. No les importaba el vídeo con el que había hecho el ridículo, sino la aplicación y sus posibilidades a la hora de controlar a los trabajadores. Bien mirado, aquella situación se parecía mucho a la que se había dado unos años atrás y había enfrentado a Íñigo y Javier. Dulce buscó la mirada de sus compañeros y no supo cómo interpretarla. Estaban expectantes, pero no sabía lo que esperaban de ella. Mientras reflexionaba, hojeó los contratos.

—Esto es una cesión de derechos —murmuró—. Les otorga la propiedad exclusiva de la aplicación y el derecho a hacer con ella lo que quieran a cambio de… nada.

—Es una mera formalidad —respondió en el acto uno de los abogados—. Lo hacemos para que todo quede más claro, pero en realidad no sería necesario porque los derechos de la aplicación ya nos pertenecen. Por ese motivo, no tiene sentido una compensación económica.

—Y ¿por qué les pertenecen?

—Porque su contrato establece que somos los únicos propietarios de cualquier programa que se desarrolle aquí durante la jornada laboral o usando cualquier medio o instalación de la empresa.

—Pero yo lo programé por las noches en mi ordenador personal.

—Tendría que demostrar que ni una sola línea de código fue escrita o ideada en horario de oficina —dijo el letrado algo nervioso.

—Yo no soy abogada, pero creo que son ustedes los que deben demostrar lo que sea por lo que vayan a acusarme.

—Este debate es absurdo —los cortó el director general—. Me da igual dónde hayan escrito el código. El asunto es que han creado una aplicación con la que se han metido en los teléfonos de mis empleados. Eso es ilegal y un motivo más que justificado para despedirlos inmediatamente. Admiro su desfachatez de aprovechar la celebración para demostrar la eficacia de su invento, aunque sigo sin entender por qué eligió esa… ¿performance? En cualquier caso, sus inclinaciones artísticas me tienen sin cuidado. Mientras trabajan en exclusiva para nosotros, han desarrollado un producto que nos interesa y estamos dispuestos a compensarlos por ello. Pero de un modo razonable, así que o acepta mis generosas condiciones o los despido a todos. ¡Firme aquí y aquí!

Dulce se sentía muy impotente. No quería pasar ni un minuto más en aquella odiosa organización, pero no podía permitir que despidieran a sus amigos por su culpa. Leyó detenidamente las principales condiciones del contrato ante la mirada impaciente del director general. Todo lo que leía le generaba un enorme rechazo. Se comprometía a trabajar allí durante al menos cinco años, y si después decidía marcharse no podría trabajar en ninguna empresa del mismo sector durante cinco años más. Además, no tendría voz ni voto en las decisiones sobre la aplicación, por lo que podrían convertirla en lo que quisieran sin que ella pudiera oponer la menor resistencia. Si firmaba aquel documento, renunciaba a todos sus sueños profesionales; si no lo hacía, dejaba en la calle a sus amigos. No podía permitir que ellos pagaran por su cabezonería. Había iniciado aquella locura en un intento de recuperar las riendas de su vida; el objetivo era poder avanzar y ser feliz, pero sus actos la habían condenado a estancarse definitivamente en un lugar en el que sabía que sería desgraciada. Y todo por culpa de Javier…

—No —dijo para sí, aunque todos la oyeron claramente—. Esto es culpa mía y de nadie más. Ya está bien de excusas. Soy yo la que ha tomado malas decisiones y la que debe pagar por ello, pero no pienso hacerlo tomando otra mala decisión. No voy a firmar esto. Si quieren denunciarme, adelante, pero les deseo suerte intentando convencer al juez de que he trabajado en este proyecto en horario laboral. Gracias a su sistema, todo lo que he hecho en esta compañía está totalmente monitorizado. Hay registros de todas las incidencias que he resuelto, minuto a minuto. Además, ni siquiera tienen ustedes la aplicación. Como mucho, tendrán el testimonio de un montón de personas que vieron un vídeo absurdo en las pantallas de un bar. Pero no hay rastro de ese vídeo ni en el ordenador del bar ni en los móviles de la gente. No tienen ustedes nada. Sólo amenazas.

—O firma ahora mismo o está despedida.

—¿Podría ponérmelo por escrito?

—Acabaremos con su reputación. Hemos hecho la vista gorda con sus prácticas depravadas, pero en cuanto se sepa en el sector, no volverá a encontrar trabajo, se lo aseguro.

—En cuanto se conozcan mis prácticas depravadas, no faltarán directivos depravados interesados en contratarme. Ha pasado usted suficiente tiempo en la sauna del Club de Campo como para conocer los gustos de sus colegas, ¿no le parece?

—Tal vez a ti no te importe tu carrera, zorra estúpida —replicó el director general, perdiendo los papeles y las formas—, pero a tus amiguitos seguro que sí. Como salgas por esa puerta sin firmar estos documentos, se quedarán en la calle, y tú serás la única responsable.

Dulce encajó el insulto de aquel energúmeno como si fuera un halago. Verónica tenía razón. Era mucho mejor que te tuvieran por una zorra peligrosa que por una fruta blandengue e insignificante. Sobre todo, cuando estabas a punto de tirarte un farol.

—Y ¿a mí qué me importa? —sentenció con la voz gélida y una sonrisa amarga—. No son mis amigos. Lo que les pase me tiene sin cuidado. Evidentemente, estaré encantada de ayudarlos a sacarle una buena indemnización por despido improcedente, pero no lo haré por ellos, sino por usted. Nadie me llama zorra y se va de rositas, pichafloja.

Dulce condena
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