Esperas al vino

 

 

 

A la mañana siguiente, Dulce se levantó sintiéndose otra. Una vez superados la indignación y el llanto, el resto de la noche había sido maravillosa. Hacía muchísimo que no se reía con tantas ganas, que no se permitía olvidarse de todo por unas horas y simplemente disfrutar de la compañía de sus amigos. Como siempre, Julia había sido el centro de la fiesta. Se había pasado la noche tonteando con los chicos, especialmente con Gutiérrez, que había resultado ser una caja de sorpresas. Si en la oficina era un tipo callado, aislado del mundo por sus enormes auriculares, con los que escuchaba música clásica, cuando se relajaba con los amigos demostraba un humor ácido e inteligente que arrancaba las carcajadas de todos. Le encantaba meterse con Íñigo, y éste encajaba las pullas con elegancia y buen humor. También parecía saber absolutamente de todo. Había viajado muchísimo, sobre todo al sureste asiático, y tenía mil anécdotas graciosas que contar.

Además, Dulce había pillado a Íñigo mirándola en varias ocasiones, y le había gustado la sensación. A la hora de despedirse se había hecho la remolona esperando que él le propusiera quedarse un rato a solas, pero él no pareció darse cuenta. «Cuanto más inteligentes son los tíos, menos se enteran de nada», pensó con una sonrisa mientras se acercaba al edificio de la empresa. Pero mejor así. Estaba muy cerca de llevar a cabo su plan, y después ya habría tiempo de ver adónde los llevaba aquello que estaba surgiendo entre ellos y a lo que aún no podía dar nombre.

Al llegar al quiosco se le ocurrió una maldad y, sin pensarlo dos veces, la puso en práctica. Saludó a su quiosquero y le señaló las dos revistas que quería.

—Son para gastarle una broma a una amiga —explicó algo avergonzada ante la mirada extrañada del hombre.

—Pues creo que le van a encantar —respondió sonriente—. ¿Te las pongo en una bolsa?

—No hace falta. Me las llevo así.

Con sus dos revistas bajo el brazo, entró en la cafetería. Las dejó sobre la mesa para que se vieran bien e hizo un gesto al camarero para que le trajera lo de siempre. A continuación, empezó a hojear las revistas despreocupadamente.

—Tu desgra… —empezó a decir el camarero, hasta que se fijó en lo que Dulce estaba leyendo. Se frenó en seco y a punto estuvo de derramar el café con leche.

—¿Te encuentras bien? Estás muy pálido.

—Sí, eh… Muy bien, gracias. Aquí tienes tu café descafeinado con leche desnatada. ¿Quieres sacarina o…?

—Tranquilo, siempre llevo a mano todo lo que necesito —dijo mostrando el botecito de estevia—. Hoy en día, una chica tiene que estar preparada para cualquier cosa, ¿no crees?

—Eh… Sí, claro —respondió sin poder apartar la vista de las revistas—. Si necesitas algo más…

—No, gracias. Estoy servida.

Veinte minutos más tarde, Dulce entró en la recepción de la empresa con sus dos revistas y una gran sonrisa. Con determinación, se dirigió hacia el mostrador y las dejó caer sonoramente ante las atónitas Hurtado.

—Buenos días, señoras —saludó con voz melosa—. Estoy planteándome expandir mis horizontes y he pensado en pedir consejo a las únicas personas que parecen saber algo de esto. ¿Qué me recomiendan?

En la portada de una de las revistas, una menuda chica oriental aparecía atada y amordazada en una postura imposible. En la otra, una mujerona totalmente vestida de cuero blandía un látigo frente a un efebo arrodillado al que sujetaba con una correa para perros.

—A mí me llama más la atención lo de las cuerdas, pero no sé si seré lo suficientemente flexible —añadió haciendo unas leves flexiones laterales—. ¿Qué opinan?

—Pues tú sabrás lo que te gusta y lo que no —respondió una de las recepcionistas recuperándose inmediatamente tras un breve titubeo—. Pero yo, si tengo que elegir, prefiero tener el control. Siempre. Y ahora llévate eso, que aquí se viene a trabajar.

Dulce les dio las gracias con una amplia sonrisa y se dirigió eufórica a los ascensores. Antes de ir a su cubículo, pasó a saludar a sus amigos y aprovechó para recoger la fusta y las esposas de Julia, que había olvidado en el fondo de un archivador el mismo día que se las había llevado. Igual aún podía jugársela de nuevo a las Hurtado antes de marcharse. Planeando su pequeña venganza, subió distraída en el ascensor y, en cuanto se abrieron las puertas, se topó con Javier, que en ese momento entraba discutiendo con Verónica. Con el impacto, la fusta, las esposas y las revistas cayeron al suelo.

—Vaya… —dijo él visiblemente turbado—. Así que es cierto lo que se comenta… No sabía que te había dado por estas cosas.

—No, no, qué va —se defendió Dulce avergonzadísima—. No es mío. Es de una amiga. Para una broma.

—Qué excusa más poco original —intervino Verónica, disfrutando claramente con la situación—. A saber lo que organizáis tú y tus amiguitos en la cueva de los insoportables. No me extraña que luego no tengas fuerzas para dar a mis clientes un servicio mínimamente decente.

—A mí me sobran fuerzas para eso y para hacerte tragar la fusta si hace falta —contraatacó Dulce, sin saber muy bien de dónde salía aquella agresividad.

—Eso me gustaría verlo. Pero igual antes tendrías que crecer un palmo para estar a mi altura.

—Venga, chicas, dejadlo ya —intervino Javier una milésima de segundo antes de que Dulce saltara sobre Verónica—. Realmente no esperaba este comportamiento por tu parte, Dulce. Estoy muy decepcionado contigo. Está claro que has pasado demasiado tiempo con esos energúmenos. Por esta vez te lo paso, pero o vuelves a ser la de siempre o no cuentes más conmigo.

Y, sin decir más, se marchó con Verónica dejándola con la boca abierta.

—¿Que no cuente más contigo? —preguntó Dulce a la puerta del ascensor cuando fue capaz de reaccionar—. Y ¿cuándo he podido contar contigo? Será…

Terriblemente enfadada, guardó como pudo las cosas para evitar nuevos encuentros desagradables y se dispuso a enfrentarse a una ardua jornada laboral. Al menos, las horas pasarían rápido. Y luego podría divertirse un rato. Había quedado esa misma noche con sus amigos para ultimar los preparativos de su plan. Y Javier acababa de darle el empujoncito que le faltaba para encontrar el tono adecuado. Se iba a enterar de hasta qué punto la habían cambiado aquellos energúmenos.

Aún muy enfadada, lanzó sus cosas sobre la mesa y se sentó mientras se ponía los auriculares para empezar a recibir quejas de clientes cuanto antes. Cualquier cosa sería mejor que pensar en la rubia de bote y en sus estúpidas recriminaciones. En cuanto encendió el ordenador, un vídeo se abrió a pantalla completa y, a través de los auriculares, empezó a sonar una pegadiza melodía que conocía perfectamente. Era Dulce condena,[10] de Los Rodríguez. Había escuchado mil veces aquella canción, pero jamás se había dado cuenta de hasta qué punto se identificaba con ella. Y de nuevo había sido Íñigo quien, tras su conversación de la noche anterior, no sólo la había entendido incluso mejor que ella misma, sino que había sabido encontrar lo que necesitaba para seguir adelante. Íñigo. Cuanto más pronunciaba su nombre, mejor le sonaba. Íñigo… Una llamada de un cliente la devolvió a la Tierra. Tocaba ponerse a trabajar.

 

 

Unas horas más tarde, varias botellas de vino tinto vacías se distribuían por la mesa del comedor de Dulce, y pronto se les uniría otra, a la que ya le quedaba muy poco. Los chicos llevaban un buen rato discutiendo sobre el plan. Se habían reído muchísimo con su narración de la escena del ascensor, y todos tenían alguna idea para hacer más efectiva la venganza.

—Y ¿no tienes alguna foto de cuando era adolescente? —preguntó el Melenas bastante achispado—. Ya sabes a lo que me refiero. De esas en las que parece que te haya vestido tu peor enemigo y tienes la cara llena de granos y tal.

—¡Qué va! —respondió Dulce apurando la botella e indicándole con un gesto a Julia que fuera abriendo otra—. A esa edad, ya iba siempre impecable. Y no recuerdo que tuviera jamás ni una miserable espinilla. Ahora que lo pienso, creo que no es humano.

—Pues si pudiéramos hacernos con alguno de sus exámenes de aquella época, sí que lo tendríamos —añadió Gutiérrez—. Nada mejor para subir la moral de una empresa que demostrarle a todo el mundo lo rematadamente tonto que es su nuevo jefe.

—Exámenes no tengo. Guardo un montón de trabajos, pero no nos sirven porque lo hacía casi todo yo y están bastante bien. Cosa que vuelve a llevarnos a que igual la tonta era yo y él es ideal para ese ascenso.

—No digas esas cosas —intervino muy serio Íñigo—. Si te recuerdas constantemente lo tonta que eres, ¿qué pintamos nosotros aquí?

—¡Oye, oye! —respondió Dulce amenazándolo con un cojín—. No te pases ni un pelo conmigo o saco la fusta.

—Hablas mucho pero luego no tienes lo que hay que tener para cumplir tus amenazas —la provocó él con una sonrisa traviesa.

Dulce intentó poner cara de indignada, pero resultó muy poco creíble con aquella sonrisa que le iluminaba la cara. Todos se rieron un buen rato hasta que ella recuperó el control de la situación.

—Bueno. A ver si nos centramos, que, aquí, mucho beberos mi vino pero pocas ideas buenas. Ya me encargaré yo de sacarle los colores en el vídeo que voy a grabar. Ahora lo importante es asegurarnos de que todo el mundo lo vea. La idea es mostrarlo en todas las pantallas utilizando vuestro programa, pero ¿cómo vamos a instalarlo en el ordenador del pub?

—Eso no es problema —respondió Gutiérrez—. El director general ha pedido que proyecten unas imágenes mientras da su discurso, y con esa excusa ya he conseguido el permiso para instalar unos programas en su ordenador. El inconveniente es que nuestra aplicación requiere que el ordenador se reinicie y eso va a ser muy complicado, ya que lo utilizan constantemente para poner la música. Estoy trabajando en una solución, pero deberíamos tener un plan alternativo, por si acaso.

—Pues no se me ocurre nada —contestó Íñigo alicaído—. Todas las pantallas del pub están conectadas a ese ordenador. Si no podemos arrancar el programa allí, no sé qué podemos hacer.

—Bueno, pantallas hay muchas más —intervino Julia—. Todo el mundo llevará una en el bolsillo. Pero, claro, si no podéis acceder al ordenador del pub, mucho menos a los móviles de la gente.

—Ya estamos en los móviles de la gente —saltó Gutiérrez, entusiasmado con la idea que se le estaba ocurriendo—. Todo el personal de la empresa utiliza una aplicación diseñada por nosotros en la que le llegan notificaciones de la compañía. Podría hacerles llegar un enlace al vídeo para que lo vieran, pero en ese caso tendrían que pulsar en el enlace y no se verían sincronizados. Cada cual lo vería según fueran dándole al enlace.

—A no ser que hiciéramos una modificación en la aplicación para que lance vuestro reproductor —dijo Dulce pensativa.

—No dominamos la tecnología de los móviles lo suficiente como para hacer eso en tan poco tiempo —se lamentó Íñigo.

—Vosotros no —contestó Dulce poniéndose en pie de un salto—. Pero yo sí. He estudiado el código de Gutiérrez y creo que podría adaptarlo para que funcione en un teléfono móvil. Sólo necesito que me deis acceso al código fuente de la aplicación y yo me encargo del resto.

Todos se quedaron mirando a Dulce en silencio. Gutiérrez y el Melenas se volvieron hacia Íñigo, que estaba pensativo. Finalmente, asintió con firmeza.

—Pues no se hable más —concluyó dando un golpe sobre la mesa—. Mañana a primera hora tendrás ese código en tu ordenador. Y ahora, que alguien me pase la botella de vino, que estoy seco.

Un par de horas más tarde, Julia echaba a los chicos de la casa. Llevaban un buen rato intentando grabar el vídeo de Dulce, pero resultaba imposible. La hacían reír constantemente y no había manera de avanzar. Lo que quedaba lo harían las chicas solas. Mientras salían, Gutiérrez se dirigió a Íñigo en voz muy baja:

—¿Estás completamente seguro de lo que haces? En teoría, eres el único que tiene acceso a ese código. Si lo manipulan, sabrán que has tenido algo que ver. Y nadie podrá evitar que te despidan cuando eso ocurra.

—Eso va a pasar de todas formas —contestó Íñigo sonriente—. Al menos, me iré por algo que valga la pena.

 

 

Ajenas a aquella conversación, las chicas llevaban ya unas cuantas tomas del vídeo, pero seguían partiéndose de risa cada dos por tres.

—Para esto no hacía falta echar a los chicos —dijo Julia, volviendo a preparar la cámara—. Igual el problema era el vino.

—El vino nunca es el problema. Vamos, una vez más, que ahora seguro que lo consigo.

Julia pulsó el botón e indicó a Dulce con un gesto que podía empezar.

—Hola, Javier —saludó Dulce en un tono la mar de alegre—. Quiero aprovechar esta oportunidad para felicitarte por haber logrado al fin lo que llevas toda la vida deseando: un ascenso que te viene grande y una rubia de bote que… también te viene grande, ¿para qué vamos a engañarnos? Lo que quizá no sabes es que podrías haber aspirado a mucho más. Siempre tuviste a tu lado a una mujer dispuesta a hacer lo que fuera por ti. Y siempre preferiste mirar para otro lado y conformarte con tontas insoportables que lo único que tenían que ofrecer era un pelo estupendo y unos pechos aún más estupendos. Pensé que algún día madurarías, pero me he hartado de esperar. Así que, para estrenarte en tu nuevo cargo, te presento mi dimisión y te deseo que seas muy feliz lo más lejos posible de mí. ¡Hasta nunca!

—¡Y corten! —gritó Julia entusiasmada—. Breve y directo, como a mí me gusta. Que sepas que en este momento eres mi ídolo.

—Ya me conoces. Soy un poco lenta tomando decisiones pero, cuando me pongo, me pongo.

—Pues sí. No te imaginas el tiempo que llevo esperando que des este paso. La verdad es que cuando empezaste con esta tontería del plan imaginaba que harías un último intento desesperado de conquistar a ese imbécil, pero esto me parece muchísimo mejor.

—Bueno —contestó Dulce pensativa—. En realidad, ésa era la idea. Pero estoy harta. Me merezco a alguien que me trate con un poco de respeto. ¿No crees?

—Por supuesto. Y ahora me largo, que he quedado. Recoge la cámara y mañana paso a por ella y les mando el vídeo a los chicos. Buenas noches, Sweetie.

—Buenas noches.

Dulce observó sonriente el campo de batalla en el que se había convertido su comedor. La cantidad de botellas y copas que había por todas partes no se correspondía con una fiesta en la que sólo habían participado cinco personas, pero había valido la pena. Por fin podría avanzar. Y lo haría junto a nuevos amigos que la trataban como se merecía. ¿Cómo había estado tan loca? ¿Cómo había podido pasar tantos años supeditando su felicidad a alguien como Javier? Y Julia tenía toda la razón. El que acababa de grabar no era el vídeo que había preparado cuando empezó a idear su plan. De hecho, había escrito el guion aquella misma tarde. El original, el que había ideado cuando empezaba a diseñar su plan, era muy distinto. Se lo había aprendido de memoria y, rememorándolo ahora en su cabeza, le parecía patético. Sin saber muy bien por qué, encendió de nuevo la cámara y se sentó ante ella muy seria.

—Querido Javier —dijo con lágrimas en los ojos—. Sé que no es el día adecuado, pero llevo años queriendo decirte esto y no puedo esperar más.

Dulce condena
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