Prólogo
Hay frases que resumen una vida, y la de Dulce resultó ser una pregunta. Una pregunta que siempre había estado agazapada en su interior, pero que no pudo seguir reprimiendo en cuanto entendió lo que pasaba ante sus narices:
—¿Ya está?
El chico se quedó congelado y con cara de horror. Sin duda no esperaba una pregunta, al menos no esa pregunta, y lo pilló a contrapié. En sentido literal. Apoyándose sobre una pierna, intentaba pasar la segunda por la pernera de los calzoncillos cuando oyó la pregunta. Su cerebro comenzó a buscar una respuesta pero, al parecer, aún no había recuperado toda la sangre, por lo que el esfuerzo le resultaba titánico. Frunció el ceño, contrajo los músculos de la cara y empezó a balbucear unos sonidos ininteligibles, hasta que perdió el equilibrio y cayó de boca a los pies de la cama, desde la que Dulce lo observaba anonadada.
—Yo…, bueno… ¿Cómo? —logró articular al fin mientras intentaba recuperar una postura digna, con escaso éxito—. Es que no he podido aguantar más…
—No me refiero a eso —dijo Dulce exasperada—. Has aguantado todo lo que has podido, muchas gracias por el esfuerzo, pero una vez que has acabado… ¿Por qué saltas de la cama y empiezas a vestirte sin importarte lo más mínimo si he terminado yo?
El chico seguía encogido en el suelo, sin atreverse a mover un músculo; en sus ojos había pánico y, sobre todo, confusión. Mucha confusión. ¿No entendía lo que le preguntaban? ¿Acaso desconocía la existencia del orgasmo femenino? ¿O creía que una chica a la que has conocido en una discoteca pasadas las tres de la madrugada ya se conforma con el honor de que te la lleves a la cama y no necesita nada más? Dulce quería estrangularlo y echarlo a patadas de su casa, pero una voz en su interior le decía que necesitaba respuestas.
—¿Y bien? ¿Algo de lo que he dicho o hecho te ha dado la impresión de que ya estaba o de que no quería seguir?
—Bueno…, yo…
—Sí, ese punto ya lo has dejado claro, pero no responde a mi pregunta. —Dulce empezaba a disfrutar con aquello, sin duda más de lo que había disfrutado el resto de la noche. Una punzada de compasión estuvo a punto de detenerla, pero se repuso—. ¿Por qué has creído que podías dejarme a medias y que a mí no me iba a importar? Sabes que las chicas también nos corremos, ¿no?
—Sí, sí. Es que no pensaba…
—¿No pensabas que me apeteciera tener un orgasmo? Entonces ¿para qué crees que te he invitado? ¿Porque me he sentido generosa y me he dicho: «Venga, no me apetece una mierda, pero voy a follarme a ese tío porque seguro que a él sí le apetece»? ¿Quién soy yo?, ¿el Hada de los Polvos?
—No, no. No es eso. Es que después de…, como que ya no podía…
—¿No tienes manos? ¿Ni boca? ¿Imaginación? Incluso tengo un par de juguetitos de pilas que podría haberte prestado si te cansabas. ¡Dios! Con esa poquita sangre que tienes en las venas, ¿puedes explicarme cómo diablos has hecho para llevar a una mujer al orgasmo alguna vez?
Un silencio demoledor llenó hasta el último rincón de la estancia. El miedo desapareció de los ojos del chico y su lugar lo ocupó una honda e insoportable vergüenza. Dulce se dio cuenta de que no iba a obtener ninguna respuesta satisfactoria. Una voz maliciosa en su interior le decía que, si le apretaba las tuercas un poco más, igual lo hacía llorar, pero no iba a encontrar ninguna satisfacción en eso. Y lo peor es que no iba a encontrar nada que le permitiera entender por qué se sentía así de mal.
—Está bien —dijo con desgana—, acaba de vestirte y lárgate. Pero antes me gustaría que me respondieras a una última pregunta y, por favor, te agradecería que fueras sincero: ¿yo te gusto?
El silencio y la vergüenza volvieron a llenar la habitación. Tras esperar en vano una respuesta durante varios segundos, Dulce no pudo negar más la evidencia.
—Entiendo… Pero si ni siquiera te gustaba, ¿por qué has venido a mi casa?
—Porque tú me lo has pedido —contestó el chico atropelladamente, como el alumno al que al fin le hacen una pregunta que sabe.
Esta vez fue Dulce la que se quedó callada. Era cierto. Ella se lo había pedido. ¿Por qué? No lo tenía claro. La verdad es que el chico no le gustaba. Al menos, tenían eso en común. Se lo habían presentado unos tíos que habían conocido aquella misma noche las compañeras de trabajo con las que había salido. Cuando quiso darse cuenta, el grupo se había dispersado y ella se había quedado a solas con el chico. No recordaba muy bien de qué hablaban, la verdad es que a esas alturas ya estaba bastante bebida, algo de unos videojuegos seguramente. El chico explicaba bastante entusiasmado algún logro de medio pelo, nada realmente espectacular, pero él parecía encantado con la atención que ella le prestaba. Cuando llegó el momento de despedirse, él estaba muy nervioso. Se notaba a la legua que estaba buscando fuerzas para lanzarse, y a Dulce, viéndolo tan desasosegado, le pareció mono. Sin pensarlo dos veces, lo besó en los labios y le preguntó si quería ir a su casa. Él no tardó ni medio segundo en responder que sí. Al menos, ahí no dudó…
Mientras ella reflexionaba acerca de cómo había llegado a esa situación, el chico había acabado de vestirse. La observaba desde la puerta de la habitación con los hombros caídos y de nuevo parecía que quería decir algo pero no encontraba las palabras.
—No te cortes ahora —lo animó Dulce—. Si tienes alguna pregunta, es el momento de hacerla.
—Pregunta no —susurró él mirando al suelo—. Sólo quería disculparme. No estoy acostumbrado a esto y…, en fin, que si quieres que yo…
—¡Noooo! —gritó Dulce al tiempo que se envolvía en la sábana, saltaba de la cama y lo empujaba hasta la puerta—. Te aseguro que se me han quitado todas las ganas que pudiera tener, para esta noche y para una buena temporada. Ale, vete a tu casa, que es tarde.
Cuando ya estaba a punto de cerrar la puerta de la calle, el chico se dio la vuelta y preguntó de sopetón:
—¿Puedo llamarte?
Dulce se quedó de piedra. Aquello sí que no se lo esperaba, y a punto estuvo de dejar caer la sábana sin querer. Tras dos segundos de pausa, al fin pudo contestar, muy serena:
—¿Tienes mi número de teléfono?
—No
—Pues eso.
Cerró sin darle oportunidad de decir nada más y se quedó un rato con la cabeza apoyada contra la puerta. Aquello no tenía sentido. No el hecho de haberse acostado con el chico, que tampoco. Nada en su relación con los hombres tenía el más mínimo sentido. Y debía empezar a cambiar las cosas ya.
Desde el instante en que el chico había salido de su cama, cuando Dulce había visto pasar ante sus ojos los momentos más bochornosos de su existencia, una idea había ido tomando forma en su cerebro. Y tras aquella charla ahora lo tenía muy claro. Había sufrido muchísimo por los hombres. Pero la culpa era suya. Ella había propiciado aquellas situaciones, con sus acciones o con su silencio cómplice, pero siempre ella. Ella había invitado a su casa al chico, sin gustarle, sin preguntarle siquiera su nombre y obligándose así a recordarlo siempre como el Chico. Y lo recordaría. Recordaría al Chico toda su vida porque había sido la gota que había colmado el vaso de su paciencia. Aquél era su último error. No volvería jamás a ponerse en ridículo por un hombre, a renunciar a su felicidad por la de ellos. Había tocado fondo y era el momento de cambiar el curso de su vida para siempre.
Sin embargo, aquella determinación le duró apenas unos segundos. En cuanto empezó a trazar un plan se dio cuenta de que había cometido un error de cálculo. Había infravalorado su propia propensión a infravalorarse. Ahora mismo, en cuanto se había calmado un poco el enfado, había empezado a sentir pena por el Chico. Sabía que él no era el enemigo, que probablemente era otra víctima. Sabía, o más bien esperaba, que él estaría aún junto a su puerta rezando por que ella la abriera y le diera una oportunidad de enmendar su comportamiento. Y en el fondo deseaba abrir, encontrarlo allí y darle esa oportunidad de hacerlo mejor. De volver a su casa sintiéndose un hombre hecho y derecho. Y eso que seguía sin gustarle. No le gustaba, pero estaba dispuesta a acostarse con él para que se sintiera mejor.
—Dulce, eres patética —sentenció enfadada—. Acabas de darte cuenta de que llevas años en una espiral de autodestrucción para satisfacer a hombres a los que no les importas lo más mínimo y lo primero que haces es pensar en satisfacer a uno que no te importa a ti. Tienes un problema y hay que atajarlo de raíz si quieres recuperar las riendas de tu vida.
Pero ¿dónde estaba la raíz de su problema? ¿En el hecho de que le gustaran los hombres o en que siempre intentara satisfacerlos sin esperar nada a cambio? ¿Era un problema de autoestima? Sí, claro que era un problema de autoestima. Pero ¿por qué no se quería lo suficiente como para actuar de un modo más sano? ¿Cuándo había empezado ese comportamiento? Todas esas preguntas eran absurdas. Sabía perfectamente por qué no se quería. Porque él nunca la quiso. Y desde que, siendo una niña, fue consciente de que ella lo quería y él a ella no, todo había ido cuesta abajo. Se dijo que no necesitaba que él la quisiera; que tenía amor para los dos. Que sería su amiga. Que le enseñaría que nadie iba a quererlo como ella. Que le haría ver, al final, que nadie lo iba a hacer más feliz.
Todas aquellas tonterías las había formulado cuando era una niña, pero las había seguido creyendo de adulta. Con él y con todos los que vinieron después, que ni siquiera se parecían a él. No iba a poder seguir adelante si no superaba su pasado. Debía hacer un último intento por conseguir su amor. Un intento tan desesperado que no tuviera vuelta atrás. Si lo lograba, se habría demostrado que tanto sufrimiento había valido la pena. Y, si fracasaba, estaría tan avergonzada que no le quedaría ni una brizna de esperanza de estar con él, ni con él ni probablemente con ningún otro hombre, y no tendría más remedio que avanzar. Aquélla era su penitencia por tantos años de absurda sumisión. Su castigo. Su condena.