Tortitas con sirope de alce
—Qué alegría tenerte aquí —dijo Javier en un tono demasiado elevado para alguien con resaca—. ¡Lo vamos a pasar estupendamente!
—Estoy segura —contestó Dulce removiendo con ansia su café con leche—. Esto va a ser una fiesta.
Se había levantado de un humor de perros. Un insoportable dolor de cabeza le recordaba lo que había bebido la noche anterior y, lo que era peor, todas las tonterías que había dicho y hecho. Envidiaba a los borrachos que olvidan lo que ha pasado durante la cogorza. Ella lo recordaba todo, empañado por una especie de neblina, pero lo recordaba, y se moría de vergüenza. ¿Por qué diablos había besado a Íñigo? No tenía ningún sentido. Se odiaban mutuamente. Desde que se habían conocido, él había sido de lo más desagradable y no habían hecho otra cosa que discutir. ¿Se estaría volviendo loca? Tal vez su relación con los hombres se había vuelto tan disfuncional que su cuerpo se abalanzaba automáticamente sobre cualquier capullo que la tratara a patadas…
Debía reflexionar sobre aquello, pero para su desgracia había quedado esa misma mañana con Javier. Él le había propuesto desayunar juntos para «ponerse al día», aunque lo que realmente quería era saber qué mosca le había picado para buscar trabajo en su empresa. Y ahí estaba ella, con el estómago revuelto y sintiendo como si cada rayo de sol que alcanzaba sus ojos los atravesara para clavarse en la parte posterior de su cráneo.
La situación era bastante tensa. Sobre ellos planeaba la desagradable conversación del día anterior. Javier buscaba el modo de disculparse por sus palabras sin hacer una referencia directa al asunto de la apariencia de Dulce, que, en su experta opinión, hacía que resultara ridículo que se planteara siquiera la posibilidad de trabajar en su departamento. Dulce dudaba que todas aquellas náuseas que sentía fueran con motivo de la resaca.
—La verdad es que siempre pensé que tú y yo acabaríamos trabajando juntos —mintió Javier, que al fin parecía dispuesto a dejar de marear la perdiz—, pero no imaginaba que fuera en un departamento de marketing. ¿Cómo te ha dado por ahí? Pensaba que preferías trabajos más técnicos…
—Y así era —respondió Dulce, metiéndose en su papel—, pero me he dado cuenta de que necesitaba un cambio de aires. Cuando llevas tanto tiempo centrada en proyectos tecnológicos, acabas por aislarte y corres el riesgo de perder la perspectiva. Necesitaba volver a conectar con la realidad, tratar con los clientes y conocer su punto de vista. Creo que eso me ayudará a hacer mejor mi trabajo.
—Por supuesto. —Sin duda, Javier era mucho más fácil de engañar que Julia—. Estoy totalmente de acuerdo contigo y creo que has tomado una gran decisión. Al final el cliente es quien tiene la última palabra, y el éxito de un proyecto está más en hacerle entender lo que necesita que en realizar grandes desarrollos para solucionar problemas que igual no tiene.
—Bueno, yo no diría tanto, pero el hecho es que nunca lo sabré porque no me dieron el puesto.
—Por eso no debes preocuparte —la animó Javier con esa sonrisa que se le escapaba cuando en clase le hacían una pregunta que sabía—. He hablado con el director de Recursos Humanos y me ha dicho que dentro de un tiempo podría haber alguna sorpresa agradable.
—Sí, dentro de un par de años… Eso me dijo el día de la entrevista, pero no lo vi muy convencido.
—Bueno, eso era cuando no tenía referencias tuyas. Cuando le he dicho que te conocía y le he explicado lo brillante que eres, me ha asegurado que te tendrá muy presente en cuanto haya cualquier vacante. De hecho, si hubiera sabido que ibas a la entrevista, te habría librado de los insoportables y te habría conseguido el puesto de Atención al Cliente. Al menos, allí tratarías con los clientes y estarías más cerca de conseguir que te ascendieran al Departamento de Cuentas.
—Nunca he entendido por qué pasar de hacer cosas a venderlas es un ascenso —reflexionó Dulce en voz alta—. ¿No debería ser al revés?
—¡En absoluto! —respondió Javier como si hubiera oído una blasfemia—. Los productos y servicios sólo tienen sentido si alguien está dispuesto a pagar por ellos. Quien lleva la cuenta es quien consigue el dinero con el que se paga todo el proceso. Si no hay venta, no hay producto. Por eso se destinan tantos recursos a marketing y por eso el product manager, que es quien tiene la última palabra en el desarrollo de cualquier producto, es alguien de marketing.
—Y por eso hay tantas empresas que se dedican a producir en masa clones ligeramente modificados de los productos más vendidos y tan pocas que se dediquen a innovar y ofrecer a sus clientes soluciones nuevas —se le escapó a Dulce, olvidándose por un momento del objetivo de su misión—. Que es lo que hay que hacer, ¿no?
—Sí, claro. —Javier estaba un poco desconcertado, pero aquello era habitual cuando hablaba con ella, así que no le dio más vueltas—. Mientras algo se está vendiendo significa que hay demanda. Si te desvías de lo que quiere el cliente, estás dejando el terreno libre a tu competencia. Hasta que el mercado esté totalmente saturado no tiene sentido arriesgarse con un producto diferente. Si dejáramos las decisiones importantes en manos de los técnicos, se pasarían el día lanzando inventos estrafalarios que sólo les interesan a cuatro frikis…, con perdón.
—Sin perdón, hombre. Puedes decir friki en mi presencia sin miedo a que me ofenda. Sobre todo ahora, que quiero pasarme al Lado Oscuro. Lo que no entiendo es por qué no me ofrecieron ese puesto de Atención al Cliente si estaba disponible. ¿Tan buena es la persona que contrataron?
—¡Qué va! Es un tipo rarísimo, medio calvo y que suda una barbaridad. Sólo lleva un día en la empresa y es tan inútil que ya están pensando en despedirlo. Si me hubieras avisado, el puesto habría sido tuyo. Pero no sufras, que no durará mucho. Dentro de un par de semanas te veo cambiando de planta.
Dulce no entendía nada. Había eliminado cosas de su currículum, pero aun así sus credenciales eran excelentes, y le habían dado el peor de los cuatro puestos de los que tenía conocimiento. No tenía la suficiente «presencia» como para ir a Cuentas, eso había quedado claro, aunque ahora que lo pensaba había visto un montón de tíos calvos y gordos en el departamento y a nadie parecía molestarle. Pero, además, Javier acababa de decir que le habían ofrecido un puesto mejor que el suyo a un inútil hiperhidrótico. Y eso sin mencionar a su esperpéntico jefe.
—Y hablando de gente que entró el mismo día que yo… ¿Conoces a mi jefe, Roberto Merino?
—¿Róber? Sí, claro. Lo conocí ayer en la sala de directivos. Un tipo muy simpático.
—Y ¿por qué crees que lo han puesto al frente del Departamento de Soporte Técnico? No tiene pinta de saber nada sobre lo que hacemos allí…
—Ni puñetera falta que le hace. Lo único que se necesita para lidiar con los insoportables es un látigo y loción antiparásitos. No lo digo por ti, por supuesto. Yo ya cuento con que tú estarás fuera de ese cuchitril en breve. Pero ¿has visto a tus compañeros? Son unos impresentables. Y el peor de todos es ese tal Íñigo. El muy imbécil lleva años esperando que lo asciendan a director de departamento cuando no tiene ninguna posibilidad.
—La verdad es que me cae muy mal, pero ¿por qué no tiene posibilidades?
—Porque crea problemas. Y a nadie le gustan los problemas. Hace años le ofrecieron pasar a Atención al Cliente, como vas a hacer tú. Si hubiera aceptado, probablemente ya sería director del departamento, pero prefirió quedarse con sus dos amiguitos. Se comporta como si fuera el amo de Soporte porque los otros hacen todo lo que dice, pero la tontería le va a durar poco tiempo. Ha cometido muchos errores y ha cabreado a demasiada gente. Está a una metedura de pata de la lista del paro. Te recomiendo que te mantengas lo más alejada que puedas de él.
—Lo haré, no te quepa duda —murmuró Dulce, intentando apartar de su cabeza su «acercamiento» de la noche anterior—. Y…, sólo por curiosidad, ¿sabes por qué no me ofrecieron a mí el puesto de directora de departamento? Tengo un perfil técnico y experiencia en dirección de equipos. ¿No crees que podría hacerlo mejor que el Róber ese?
—Seguro que sí, pero ésa no es la cuestión —contestó Javier con la mayor naturalidad, como si Dulce supiera perfectamente de qué estaba hablando.
—Y… ¿cuál es la cuestión?
—Mira, Dulce…, tú eres genial en tu trabajo y puedes lograr todo lo que te propongas, pero eso no es suficiente en el mundo corporativo. Sobre todo cuando nos movemos a determinados niveles. Al final, lo que más se valora en una empresa, y muy especialmente para optar a un cargo directivo, es la confianza. Yo soy un mando intermedio y aspiro desde hace tiempo a dirigir el Departamento de Grandes Cuentas. He estado muy cerca en dos ocasiones, pero siempre se me ha escapado. ¿Por qué? Porque quien tomaba la decisión final confiaba más en otra persona. Por eso he dedicado los últimos meses a estrechar lazos con las personas de las que depende mi ascenso; a ganarme su confianza. Róber no tiene tu formación ni tu capacidad, pero ha logrado que el director de Recursos Humanos confíe en él lo suficiente como para ponerlo al frente de un departamento, aunque sea uno tan insignificante como Soporte.
—¡Pero si es medio tonto! ¿Cómo puede transmitir ese hombre más confianza que yo?
—Dulce… —Javier se mostraba renuente a decir lo que tenía en mente—. No te enfades conmigo por lo que voy a decir, ya que no es lo que yo pienso. Pero el mundo funciona así. Nadie en esta empresa va a dar un cargo directivo a una mujer a la que no conozca desde hace mucho. Los directivos pasamos largo tiempo reunidos, tomando decisiones. Se bebe mucho whisky y se dicen muchísimas barbaridades en esas reuniones, y nadie quiere enfrentarse a una demanda por acoso sexual por el hecho de que alguien se tome a mal un chiste de mal gusto destinado a relajar el ambiente. No estoy diciendo que ése sea el motivo por el que ni siquiera te han considerado para el puesto. Sólo digo que es algo que está ahí, en el subconsciente de los que toman esas decisiones, porque es algo que ha pasado en alguna ocasión y hay que ir con cuidado. Y luego está lo de la edad. Muchos directivos no ven con buenos ojos ofrecerle un puesto de responsabilidad a alguien que en cualquier momento te deja colgado por una baja maternal. Yo no estoy de acuerdo con eso, ya me conoces, pero es lo que hay.
Dulce se había quedado de piedra. Lo peor de todo era que no había oído nada nuevo. Toda aquella sarta de estupideces la venía escuchando desde que se había incorporado al mercado laboral, pero oírlo de los labios de Javier, de su Javier, le partía el alma. Y se había metido en aquella cueva de trogloditas por él… Quería cambiar de tema, pero Javier se le adelantó. Por desgracia, el nuevo tema tampoco era muy agradable.
—Aunque no vayas a pensar que en OutsourcingTech no se promociona a las mujeres —dijo con fingido entusiasmo—. Ahí tienes a Verónica, la chica con la que estabas ayer cuando nos encontramos. Lleva sólo un día en la empresa y todo el mundo está convencido de que va a llegar muy alto. Si me ascienden, es muy probable que ella ocupe mi puesto actual, con eso te lo digo todo.
—¿Ella no se asusta con los chistes de mal gusto?
—Ella cuenta los chistes más guarros que he oído en mi vida. Anoche la invité a tomar una copa en el reservado para directivos del pub en el que solemos quedar tras el trabajo y el director financiero por poco se ahoga de un ataque de risa.
—¿La invitaste al reservado de los directivos? —preguntó Dulce sintiendo que regresaban las náuseas—. ¿Sueles llevar a los nuevos al reservado?
—No, por supuesto que no —respondió Javier poniéndose colorado—. Pero es que Verónica… Bueno, ya la has visto. Desde el momento en que entró en el despacho me recordó muchísimo a Vanesa, mi novia del instituto, y no pude resistirme. Le enseñé las instalaciones y le propuse quedar después del trabajo para tomar una copa y conocernos mejor.
—Me lo puedo imaginar. Suerte que no es de las que van por ahí poniendo denuncias por acoso sexual…
—¡Ay, Dulce! ¡Qué cosas tienes! En fin. De momento, la cosa marcha viento en popa, así que… ¿quién sabe? ¡Crucemos los dedos!
—¡Síiiiii! Crucemos los dedos.
Dulce había batido un récord. Se sentía resacosa, mareada, avergonzada y gilipollas. Se había metido en un berenjenal por aquel tío y a él no se le ocurría otra cosa más que liarse con un clon de su novia del instituto. Encima de apaleada, cornuda.