Un día atroz… con leche (desnatada)

 

 

 

El primer día en un nuevo trabajo es, por lo general, algo aterrador. Si además sabes que allí vas a encontrarte al amor de tu vida, el nivel de estrés resulta insoportable. Dulce no había pegado ojo en toda la noche y se sentía muy cansada. Había hecho todo lo posible para disimular las ojeras, pero no había tenido demasiado éxito. Se sentía muy insegura y había cambiado cuatro veces de opinión sobre qué ponerse. Cuando ideó el plan tenía en mente un aspecto de ejecutiva agresiva de lo más rompedor, pero lo único que se había roto al mirarse al espejo había sido la poca confianza que le quedaba. Su expresión era la de un cordero a punto de ser llevado al matadero, y si algo había aprendido sobre moda es que el hábito no hace al monje. No basta con ponerse un vestido sexy para estar sexy. La ropa hay que defenderla con la actitud con que se lleva. Dulce necesitaba todas sus energías para mantenerse en pie, así que al final había optado por llevar algo menos atractivo pero que la hiciera sentirse cómoda.

«No pretendas ganar todas las batallas el primer día —se dijo mientras se echaba un último vistazo en el espejo antes de salir de casa—. El objetivo de hoy es reconocer el terreno y sobrevivir. Ya habrá tiempo para pasar al ataque cuando estés situada.»

Dulce llegó a las puertas de su nuevo lugar de trabajo con casi una hora de antelación. Quería tener un buen rato para relajarse y armarse de valor. Pensó que la ayudaría echar un vistazo a alguna revista mientras hacía tiempo tomando un café, descafeinado, con leche, así que antes de entrar en la cafetería se acercó al quiosco que había enfrente. El quiosquero parecía estar colocando la prensa del día. Empujaba ligeramente un montón de diarios y luego desplazaba otro hacia un lado para volver a mover el primero.

—Esto está mal. Muy mal —murmuraba para sí antes de volver a mover todos los montones.

Dulce lo observó unos segundos sin entender muy bien qué estaba ocurriendo, pero enseguida pensó que tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Miró las portadas de las revistas de moda. Cada vez que veía a aquellas modelos, con sus cuerpos espectaculares, sentía una ligera punzada de envidia, pero también admiración. Transmitían tal seguridad en sí mismas… Y sin duda eso no era algo exclusivo del aspecto. Había conocido a chicas muy bellas y la mayoría tenían también sus inseguridades, pero las chicas de portada parecían inmunes a ese mal. Tal vez en su casa, con su familia, expresarían dudas sobre cómo les quedaban unos pantalones o se pasarían horas ante el espejo buscando cualquier rastro de un incipiente grano que pudiera desbaratar una importante sesión de fotos. Pero cuando sentían el calor de los focos sobre su piel se olvidaban de todo y le decían al mundo: «Aquí estoy yo, ponme lo que quieras y yo haré que todos suspiren al verlo».

No. Definitivamente aquél no era día para revistas de moda. Soltó la que tenía en la mano y se dirigió a la zona donde estaban las del corazón. Al desplazarse se encontró con la mirada desorbitada del quiosquero. No la miraba a ella, sino a la revista que acababa de soltar. Tenía todos los músculos en tensión y parecía a punto de saltar sobre ella.

—¿He hecho algo mal? —preguntó Dulce un poco asustada.

—No, por Dios —respondió alarmado el quiosquero—. Puede mirar todo lo que quiera, pero si prefiere que la ayude, yo le doy lo que necesite. Para eso estoy. Para ayudar. Usted me pide lo que quiera y yo se lo doy. Que cambia de opinión, vuelvo a ponerlo en su sitio y le doy otra cosa. Yo la ayudo. ¿Quiere que la ayude?

A Dulce la inquietaba bastante aquel sujeto, aunque no parecía peligroso. Más bien preocupado. Mientras se decidía, vio que el quiosquero se acercaba a la revista de moda que había tocado y la desplazaba ligeramente para alinearla con el resto. A continuación alineó el montón entero con el de al lado y empezó a repetir que aquello no estaba bien muy rápido y muy bajito.

—Me llevaré el Cuore —dijo Dulce por fin—. Hoy necesito ver algo de celulitis para subirme el ánimo.

—Entonces llévese el Especial Aarg —respondió el quiosquero acercándole una revista algo más gruesa—. Trae una selección de las pilladas más escandalosas del año, incluyendo operaciones de estética fallidas, michelines rebeldes y, mis favoritas, famosas sin maquillar.

—¡Traiga! —reaccionó Dulce de forma instintiva arrancándole la revista de las manos—. Es exactamente lo que necesito.

El quiosquero mostró una amplia sonrisa, le cobró e inmediatamente volvió a empezar su ritual de ir moviendo ligeramente los montones de revistas. Al percatarse de que Dulce lo observaba, se dirigió a ella con la mirada baja.

—Disculpe si la he molestado con mis manías, pero es que está todo mal. A mí me gusta que las cosas estén ordenadas, pero es imposible. Cada revista tiene un formato diferente. Las hay más anchas, las hay más largas. Y ahora nos traen las versiones mini. Es imposible poner las cosas bien, y a mí me gusta que las cosas estén bien puestas. Pero si las alineas por arriba se desalinean por abajo. Y si lo haces por abajo, por arriba quedan huecos. Y no soporto los huecos.

—¿Ha probado a doblarlas?

El quiosquero se la quedó mirando con una sonrisa.

—Gracias. Llevo tres meses aquí y es la primera persona que me aporta una idea positiva en vez de limitarse a decir que me deje de tonterías, que vaya al médico o que cambie de trabajo.

—De nada. Me alegro de haber sido de utilidad. Entonces ¿las doblará?

—Por desgracia, tampoco soporto los dobleces, pero gracias igualmente. Espero que nos sigamos viendo por aquí.

Dulce se despidió con un gesto de la cabeza y se dirigió a la cafetería. Le pareció que si alguien con TOC podía trabajar en un quiosco, ella podría sobrevivir a su primer día en esa empresa. La cosa se torció en cuanto pidió el descafeinado con leche.

—¿Con leche desnatada y sacarina?

—Si lo quisiera con leche desnatada y sacarina, te lo habría pedido —respondió irritada, para añadir después en voz baja—: Pero, ya que lo dices, sí, mejor con leche desnatada.

Mientras el odioso camarero se retiraba con una insoportable sonrisa de suficiencia, Dulce se alegró de llevar siempre encima su botecito con comprimidos de estevia. La había descubierto gracias a «Breaking Bad», una de sus series favoritas, pero en la mayoría de los sitios no tenían. Así que optó por llevarla siempre encima y ahorrarse el engorro de ir pidiendo sacarina. No le gustaba pedirla, pero menos aún que se la ofrecieran sin haberla pedido. En realidad, no le gustaba pedir nada. Sabía que era absurdo, pero la habían educado para ser una persona autosuficiente y le molestaba tener que pedir las cosas. Aunque también le molestaba que no le llevaran las cosas a su gusto, las hubiera pedido o no. Dulce se sintió muy identificada con el quiosquero. «Todos tenemos nuestras manías, pero sólo nos molestan las de los demás», pensaba mientras distribuía sobre la mesa la revista, el móvil y las gafas de leer, dejando a su derecha espacio para la taza de café.

—Tu desgraciado —la sobresaltó el camarero dejando el café con leche en el espacio que Dulce había reservado—. Café descafeinado, con leche desnatada y sacarina. Que lo disfrutes.

«Tú sí que eres un desgraciado», se dijo Dulce mientras apartaba de forma ostensible el sobre de sacarina. A continuación, cuando se cercioró de que el camarero no miraba, introdujo las dos manos en su bolso y sacó una pastillita de estevia que dejó caer en la taza disimuladamente. Había llegado el momento de olvidarse de todo y relajarse hojeando su revista. El día iba a ser duro y no había hecho más que comenzar.

Dulce condena
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