Ositos de gominola en polvo
Cuando Dulce abrió los ojos, tardó unos segundos en recordar dónde estaba. Se sentía relajada y notaba un agradable calor en la espalda. Íñigo dormía profundamente, abrazándola por detrás y exhalando su cálido aliento en su nuca. Íñigo… Los recuerdos de la noche anterior acudieron a su cerebro en tromba. ¡Se había acostado con Íñigo y había pasado la noche en su casa! No era la primera vez que se despertaba en una cama ajena, pero rara vez se permitía quedarse tanto tiempo. No sabía qué hora debía de ser, pero estaba claro que hacía rato que había amanecido. Tenía que salir de allí cuanto antes.
Sabía perfectamente lo que pasaría a continuación. Empezaría a pensar en las consecuencias de sus actos y la invadiría una combinación de tristeza y vergüenza. Era perfectamente consciente de que no había hecho nada de lo que avergonzarse, pero una cosa es lo que una sabe y otra bien distinta lo que siente. Se había criado en un país con dos milenios de cultura cristiana a las espaldas y eso pesaba más de lo que quería admitir. Incluso su madre, que no era en absoluto una persona devota, no veía con buenos ojos que una mujer se entregase de aquel modo a un hombre con el que no tenía la menor intención de iniciar una relación estable. Y menos aún su padre, que, pese a saber más de lo que deseaba, no podía dejar de verla como la niña virginal con la que jugaba en los columpios del parque.
Dulce apartó aquellos pensamientos de su cabeza. Su problema no iban a ser sus padres. Su problema dormía tan a gusto a su espalda, ajeno a sus preocupaciones, totalmente satisfecho tras haber logrado su objetivo de llevarse una nueva conquista a la cama. No le afectaba mucho la idea de ser el trofeo de un tío. Ella también se lo había pasado bien. Muy bien… Pero en esta ocasión había una complicación añadida. A este tío tenía que verlo cada día en la oficina. ¿Por qué demonios no había pensado en eso antes?
«Si ya lo dice el refrán —se reprendió—. Donde tengas la olla…»
Ahora tendría que soportar sus miraditas de autocomplacencia cada vez que se cruzaran, y las risas con los compañeros de despacho cuando creyeran que ella no miraba. Pero daba igual. Lo hecho hecho estaba y no tenía sentido preocuparse por lo inevitable. Se quedaría con lo bueno y ya resolvería los problemas futuros conforme fueran presentándose.
Porque había mucho de bueno con lo que quedarse. Íñigo la había sorprendido en numerosos aspectos. Había logrado que Dulce se relajara por completo y se sintiera el centro del universo. En ningún momento, ni siquiera después de haber acabado, había dejado de besarla y de acariciarla, y se había fijado en que, siempre que sus miradas se cruzaban, él se detenía a mirarla fijamente con una chispa de pasión en los ojos. Porque había sido apasionado, sí, pero también muy dulce y cariñoso. Aquello no era habitual en los polvos de una noche a los que Dulce estaba acostumbrada. Aun así, no dejaba de ser un polvo de una noche, y por tanto debía salir de aquella cama cuanto antes.
Miró a su alrededor buscando su ropa y se encontró con la mirada angelical de una chica rubia que la observaba desde la pared. Era un póster de El señor de los anillos, pero no se trataba de Arwen o Galadriel, las bellas elfas que tanto gustaban a la mayoría de los tíos, sino de Éowyn, la noble guerrera de Rohan que se enamora de Aragorn pese a saber que su corazón pertenece a la princesa de los elfos. En la misma pared había una estantería con figuras de La guerra de las galaxias, Star Trek y Doctor Who. Al menos tenía buen gusto.
Dulce localizó al fin su ropa y salió de la cama con mucho cuidado para no despertar a Íñigo. Había demasiada luz y no le apetecía que la viera desnuda. Quizá no tenía mucho sentido después de lo que había pasado, pero no le gustaba. La hacía sentir demasiado vulnerable. Apenas había acabado de vestirse cuando lo oyó revolverse en la cama.
—Buenos días, preciosa —murmuró aún con los ojos cerrados.
—Sigue durmiendo, que aún es muy temprano —susurró Dulce mientras se ponía el último zapato lo más sigilosamente posible—. Nos vemos luego en la oficina.
Íñigo volvió a quedarse dormido con una amplia sonrisa. Dulce estuvo tentada de acercarse a la cama y besarlo antes de marcharse, pero lo pensó mejor. Aquello estaba fuera de lugar en un polvo de una noche. Aunque por un momento se hubiera olvidado de que era un polvo de una noche.
Logró salir de casa de Íñigo sin que éste volviera a despertarse y se dirigió a toda prisa hacia la suya. Necesitaba darse una buena ducha y desayunar con calma. No quería pensar mucho en lo que había pasado, pero debía estar preparada para lo que pudiera encontrarse en la oficina. ¿Recibirían el Melenas y Gutiérrez a Íñigo con vítores y aplausos por su hazaña? ¿O quizá estarían enfadados? Tal vez habían apostado sobre si sería capaz de… No. Debía apartar esas ideas de su cabeza. El Melenas y Gutiérrez eran buenos tíos, estaba convencida de ello. En cambio, Íñigo… ¿Por qué diablos se había acostado con el único de los tres del que no se fiaba? Debía terminar de una vez por todas con su plan, a ver si por fin se centraba y dejaba de hacer estupideces.
Tras una larga y reconfortante ducha, Dulce se preparó un desayuno de campeona: tostadas con mantequilla y mermelada, un yogur con cereales y el zumo de dos naranjas recién exprimidas. Se lo había ganado. Pese a las dudas que aún tenía sobre lo que iba a encontrarse en la oficina, se sentía relajada y llena de energía. Había estado muy tensa las semanas anteriores y su cuerpo le agradecía que hubiera liberado toda aquella tensión. Además, ahora que Íñigo había conseguido lo que quería de ella, la dejaría en paz. Puede que incluso estuviera dispuesto a ayudarla en su plan. Necesitaba que le explicaran cómo funcionaba el sistema para enviar vídeos a otros ordenadores y estaría preparada. Quedaba muy poco para la fiesta de aniversario de la empresa y sabía que no podía dejar pasar esa oportunidad. Ese día, Javier sería suyo o desaparecería de su vida para siempre. Por primera vez en mucho tiempo, la idea de que dijera que sí no le parecía tan absurda.
Salió de casa con ganas de comerse el mundo. Al colgarse el bolso notó un leve dolor en el hombro, justo donde se había golpeado contra el marco de la puerta en casa de Íñigo. Le había salido un buen moratón.
«Menudo patoso —pensó con una sonrisa—. Deberían hacer puertas más anchas para frikis con arranques de pasión…, aunque sólo las compraran los más optimistas.» Dulce recordó una conversación que había tenido con Julia, tras una malísima experiencia, sobre la necesidad de inventar preservativos que no caducaran hasta al menos veinte años después de haberlos metido en la cartera. No había tenido tiempo de fijarse en la fecha de caducidad de los de Íñigo, pero habían aguantado sin contratiempos. En cualquier caso, ella siempre llevaba un par en el bolso, por lo que pudiera pasar.
Aún sonreía cuando llegó muy temprano a la oficina. Se sentó ante el ordenador y lo encendió esperando su canción. En esta ocasión, como había visto la lista de reproducción de Gutiérrez, sabía perfectamente lo que oiría, aunque no conocía la pieza. Un vídeo se abrió ocupando toda la pantalla y empezó a sonar Sì dolce è‘l tormento,[9] de Monteverdi. Cuando acabó la pieza, quiso escucharla otra vez, pero había desaparecido de su pantalla. Sólo entonces se dio cuenta de que Íñigo la observaba sonriente desde la puerta.
—Buenos días —dijo sin dejar de sonreír—. Disculpa por no haberme levantado contigo esta mañana. Quería prepararte el desayuno, pero estaba tan dormido que apenas recuerdo lo que ha pasado.
—Pues si tu amnesia incluyese todo lo que pasó anoche, me harías un favor —respondió Dulce sintiendo que se ponía colorada.
—Creo que no voy a poder ayudarte en eso. Hay cosas que no se olvidan.
—Entonces tendré que conformarme con que no hablemos de ello. Ya sabes: trabajamos juntos y preferiría que lo privado y lo laboral no se mezclaran.
—Pues si se han de mezclar como anoche, te aseguro que vendré mucho más feliz a la oficina.
—A eso me refería —lo cortó Dulce resoplando—. Aquí vengo a trabajar y no quiero bromitas ni indirectas. Mi vida privada es sólo mía, y no tengo ningún interés en que nadie sepa que nos hemos acostado.
—Pues entonces deberías borrarte esa cara de satisfacción que llevas, nena —dijo desde la puerta una de las Hurtado, a las que no había visto llegar—. Y no veas la falta que te hacía, hija, que con ese rictus de malfollá que tenías, daba penita verte.
—¿Que os habéis acostado? —preguntó el Melenas, apareciendo por detrás de las recepcionistas junto a Gutiérrez—. Pues ya iba siendo hora, que tanta tensión sexual no resuelta en la oficina era inaguantable y tal.
Dulce notó que se le ponían rojas hasta las uñas de los pies. Ni en sus peores pesadillas había imaginado nada semejante. Intentando recuperar el control, se dirigió a la primera de las Hurtado:
—Está bien, ya han tenido su sesión de avergonzar a Dulce de la semana. ¿Pueden decirme a qué debemos el honor de esta visita?
—¡Menudos humos! No te creas que, porque al fin te han quitado las telarañas de ahí abajo, puedes hablarme de esa manera. Venía a darte una tarjeta de felicitación que han dejado para ti en recepción. Se ve que las noticias vuelan…
Dulce no entendía nada. ¿Una tarjeta de felicitación? Un enorme oso de cartón con un cartel que rezaba «Por fin llegó el gran día» y sin firma reposaba sobre su mesa. Miró a Íñigo espantada pero éste levantó los brazos tan aturdido como ella.
—A mí no me mires… Ni se me ha pasado por la cabeza mandarte nada… ¿Debía?
—¡No, por Dios! Suficiente has hecho ya. No tengo ni idea de quién puede haberlo mandado ni a qué se refiere. No puede ser por…, vamos, que yo no se lo he contado a nadie, por supuesto.
Aquel «por supuesto» no gustó a Íñigo, pero no dijo nada. Seguía dándole vueltas a quién podía haber mandado esa extraña felicitación y por qué. Las recepcionistas se marcharon cuchicheando entre sí y cada cual se sentó ante su ordenador. La tensión se palpaba en el ambiente, pero nadie se atrevía a abrir la boca.
—Un estudio noruego concluyó que el sexo con un compañero de trabajo aumenta la productividad —dijo al fin Gutiérrez sin levantar la vista del ordenador—. Lo digo por si ayuda.
—¡No ayuda! —estalló Dulce muerta de vergüenza—. ¿Podemos dejar el tema?
—No es algo de lo que haya que avergonzarse —terció el Melenas—. De hecho, se calcula que al menos el cincuenta por ciento de los trabajadores han tenido algún lío en la oficina. En este despacho la teoría se confirma a la perfección. Y casi el ochenta y cinco por ciento de los trabajadores afirman haber fantaseado con la idea de acostarse con algún compañero y tal.
—Estupendo, muchas gracias por la información. Ya me siento mucho mejor —dijo Dulce exasperada—. Vamos a quedarnos con lo positivo de esto y dejémoslo de una vez. El tema es que Íñigo y yo hemos aclarado los malentendidos del primer día, y creo que a partir de ahora nos vamos a llevar mucho mejor. Si queréis seguir enviándome canciones, podéis hacerlo abiertamente. Pero, ya que hablamos del tema, me encantaría saber cómo lo hacéis porque el sistema que habéis utilizado me parece una pasada.
—Mola, ¿eh? —respondió de inmediato el Melenas con los ojos brillantes—. Sigo pensando que no hacía falta añadir vídeo al reproductor, pero lo he hecho para que veas que funciona perfectamente y tal.
—Y ¿cómo has conseguido que lo reproduzca sin usar las librerías del sistema operativo? Eso me tiene intrigada…
—El reproductor no está en tu ordenador —respondió el Melenas ufano—. Está todo en un servidor. Lo único que hay en tu máquina es un programita que abre una conexión de red y va a buscar lo que necesita a una ubicación predeterminada.
—¿Programita? —intervino Gutiérrez levantando una ceja—. Si a un sistema que analiza la BIOS, detecta la configuración de red, genera un nuevo firmware…
—Sí, sí —lo interrumpió Íñigo—. Ya sabemos que eres un genio, pero no creo que Dulce quiera que la aburras con verborrea técnica. Me parece que simplemente estaba intentando ser amable.
—En absoluto —respondió ella indignada—. Me interesa muchísimo cómo funciona.
—De hecho —continuó Gutiérrez burlón—, Dulce tiene un par de másters que acreditan que entiende mi «verborrea técnica» bastante mejor que tú. Así que deja de marcar territorio y permíteme que por una vez disfrute de la posibilidad de intercambiar información con alguien que habla mi idioma.
Dulce no se esperaba aquel comentario tan elogioso de Gutiérrez, pero enseguida pensó que tenía toda la razón. Con la cabeza ligeramente alzada y su sonrisa más angelical, miró a Íñigo y disfrutó viendo cómo se turbaba.
—Sabes que no me refería a eso —masculló más avergonzado que enfadado—. Y yo también te entiendo cuando hablas, casi siempre…
—Dulce, acabo de pasarte las especificaciones y el código fuente de la aplicación por correo electrónico —continuó Gutiérrez, ignorando deliberadamente a su amigo—. Lo escribí para que lo entendiera hasta Íñigo, así que igual te resulta un poco aburrido.
—Tranquilo —respondió ella al vuelo, muerta de risa—. Recientemente he tenido la oportunidad de poner en práctica mi paciencia para relacionarme de forma íntima con seres mentalmente inferiores y lo llevo bastante bien.
Íñigo no sabía dónde meterse. Nunca había visto a Dulce tan relajada, al menos en la oficina, y aunque no le hacía mucha gracia ser el blanco de sus burlas, le gustaba verla así.
—Vaya, Íñigo —intervino el Melenas—, parece que hay un nuevo gallo en el gallinero y tal.
—No por mucho tiempo, calvorota. —Javier se había materializado en la puerta, y en un segundo destrozó el ambiente de camaradería que se había formado en el grupo—. Buenos días, Dulce. Veo que has recibido mi tarjeta.
—¿Lo sabe? —preguntó Íñigo poniéndose en pie.
—¿Cómo que si lo sé? —se envaró Javier—. Claro que lo sé. ¿Lo sabe él?
—¡Haya paz! —terció Dulce muy incómoda—. Estáis hablando de cosas distintas. Nadie sabe nada que no tenga que saber.
—¿Qué tripa se te ha roto para aparecer por aquí? —preguntó tenso Íñigo—. Y ¿a qué te refieres con eso de «no por mucho tiempo». ¿Hay algo que debamos saber?
—Tú te crees que lo sabes todo y en realidad no te enteras de nada —contestó Javier escupiendo las palabras—. Aún no es oficial, pero me hace ilusión darte personalmente esta noticia. Van a aceptar el traslado de Dulce a otro departamento y por fin va a librarse de vosotros.
—¿Has pedido el traslado? —le preguntó Íñigo a Dulce, visiblemente molesto—. ¿Por qué? ¿Cuándo?
—Yo no… —Dulce no sabía qué decir.
—No tiene por qué darte ninguna explicación —la interrumpió Javier sin apartar la vista de Íñigo—. Pero no sé de qué te sorprendes. Ni que fuera la primera vez que alguien sale huyendo de aquí para no verte más.
—Sal ahora mismo de este despacho, hijo de puta. —La voz de Íñigo era gélida—. Y, si vuelvo a verte por aquí, no te lo diré con palabras.
—Mira cómo tiemblo —respondió Javier, aunque con la voz menos firme de lo que habría deseado—. Me voy porque algunos sí tenemos cosas importantes que hacer. Y, si no vuelvo, será porque este cuchitril me deprime. Me mata pensar que la pobre Dulce tenga que aguantaros aún un par de días más.
Antes de dirigirse hacia la puerta, Javier se detuvo junto a ella y le habló en susurros para evitar que los demás lo oyeran.
—Tú aguanta un poco, que lo tuyo está hecho. Mi nombramiento aún se retrasará porque quieren hacerlo oficial en la fiesta del aniversario. Pero a partir de ese día todo va a ser distinto. Confía en mí.
Y, sin más, se fue, dejando un silencio cortante en el ambiente. Dulce miró a sus compañeros sin saber qué decir. Cada uno aporreaba su teclado sin apartar la vista del monitor. Quería decirles que ella no había pedido el traslado, como tampoco había pedido que la asignaran a ese departamento. Que ella tenía un plan que no incluía en ningún caso trabar amistad con unos compañeros de trabajo en los que, egoístamente, no había pensado mientras lo maquinaba. Que en el poco tiempo que habían pasado juntos les había tomado muchísimo cariño y que se sentía muy miserable por haberlos herido, aunque fuera sin querer. Quería decirles muchas cosas, pero no lo hizo. Agachó la cabeza y, con los ojos llorosos, empezó a revisar el código que Gutiérrez le había enviado.