Epílogo

Boletín de la provincia de Moscú

19 de febrero (3 de marzo) de 1878

¡SE HA FIRMADO LA PAZ!

Hoy, en el radiante aniversario de la Suprema Caridad, proclamada por la Cristiandad hace 17 años, se ha escrito una nueva y brillante página en los anales del reinado del zar libertador. Los plenipotenciarios rusos y turcos han firmado en San Stefano la paz que pone fin a la gloriosa guerra por la liberación de los pueblos cristianos de la dominación turca. De acuerdo con las condiciones del tratado, Rumania y Serbia consiguen la independencia total, se constituye el vasto Principado de Bulgaria y Rusia recibe 1410 millones de rublos como compensación por sus gastos de guerra, gran parte de los cuales serán satisfechos con concesiones territoriales, entre las que figuran Besarabia y Drobrudja, así como Ardagán, Kars, Batumi, Bayazet…

—Ahí tiene, la paz ya está firmada y ha resultado muy ventajosa. Y usted auguraba lo peor, señor pesimista —dijo Varia.

Otra vez se veía hablando de todo, menos del asunto del que realmente quería hablar.

El consejero titular ya se había despedido de Petia. Piotr Yavlokov, antes acusado y ahora enfermo, subió al tren para localizar el compartimiento y colocar el equipaje. Coincidiendo con el final victorioso de la guerra, a Petia le habían concedido el indulto total e incluso una medalla por su celo en el servicio.

Podían haberse ido hacía ya dos semanas, de hecho el mismo Petia deseaba emprender el viaje cuanto antes, pero Varia lo había ido demorando sin saber a qué esperaba.

Era una pena que la despedida de Soboliev hubiera acabado mal: el general se había ofendido con ella. En fin, ¡qué se le iba a hacer! Un héroe como él pronto encontraría a una mujer dispuesta a consolarle.

Y llegó el día de la despedida de Erast Petrovich. Varia se despertó con los nervios a flor de piel, se irritó con el pobre Petia por un broche que se había extraviado y acabó estallando en lágrimas.

Fandorin se quedaba en San Stefano: las diligencias diplomáticas no se daban ni mucho menos por acabadas con la firma de la paz. Llegó a la estación directamente desde una recepción oficial: llevaba frac, sombrero de copa y una corbata de seda blanca. Le regaló a Varia un ramo de violetas parmesanas, suspiraba, cambiaba de pie constantemente y no brillaba precisamente por su don de palabra.

—La paz ha sido de-demasiado beneficiosa para nosotros —explicó a Varia—. Europa no va a reconocerla. Anwar ju-jugó a la perfección su gambito y yo perdí la partida. Me han concedido una condecoración, pero en realidad debían haberme entregado a la justicia.

—¡Es usted muy injusto consigo mismo! ¡Terriblemente injusto! —repuso Varia con vehemencia y temiendo que le aparecieran lágrimas en los ojos—. ¿Por qué se culpa tanto siempre? Si no hubiera sido por usted, Dios sabe lo que habría ocurrido…

—Eso me dijo, más o menos, Lavrentii Arkadevich —sonrió Fandorin—. Y me prometió cu-cualquier recompensa que pudiera ofrecerme.

Varia se alegró:

—¿De verdad? ¡Gracias a Dios! ¿Qué le ha pedido usted?

—Que me destinen a algún lugar del fin del mundo, lo más lejos posible de todo esto. —Y agitó la mano en el aire con expresión indeterminada.

—¡Qué tontería! ¿Qué respondió Mizinov?

—Se enfadó, pero me había dado su palabra… En cu-cuanto terminen las negociaciones, saldré de Constantinopla hacia Port Said y desde allí, en barco, hasta Japón. Me han nombrado segundo secretario de nuestra embajada en Tokio. No había nada más lejos.

—A Japón… —Las lágrimas terminaron por aparecer, aunque Varia las eliminó furiosamente con su guante.

La campanita del tren repicó y la locomotora silbó. Petia asomó la cabeza por una ventanilla del vagón:

—Varia, ya es la hora. El tren va a salir.

Erast Petrovich vaciló y bajó los ojos.

—A-Adiós, Varvara Andreevna. Me alegro mucho de…

No terminó la frase.

Varia le cogió la mano con fuerza y parpadeó nerviosamente, con los ojos llenos de lágrimas.

—Erast… —dijo de repente, pero las palabras se le atascaron en la garganta y no llegaron a brotar.

Fandorin apretó las mandíbulas y no añadió nada.

Las ruedas rechinaron y el vagón se balanceó.

—¡Varia! ¡Que se va el tren! —gritó Petia desesperado—. ¡Date prisa!

Ella miró atrás, esperó un segundo más y por fin saltó a la escalerilla, que ya se movía sobre el andén.

* * *

—… Lo primero que haré será darme un baño caliente. Después iré a la tienda Filippovsky a por las pastas de albaricoque que tanto te gustan. Luego echaré un vistazo a las novedades de librerías y, de allí, a la universidad. ¿Te imaginas cuántas preguntas van a hacernos, cuántas…?

De pie junto a la ventanilla del tren, Varia iba asintiendo al ritmo del feliz balbuceo de Petia. Quería seguir contemplando la negra silueta que se había quedado en el andén, pero la figura hizo algo extraño: se difuminó en un borrón como de tinta. ¿O les pasaba algo a sus ojos?

The Times (Londres)

10 de marzo (26 de febrero) de 1878

EL GOBIERNO DE SU MAJESTAD DICE «NO»

Lord Derby ha declarado hoy que el gobierno británico, apoyado por la mayoría de los gobiernos de los países europeos, se niega categóricamente a reconocer las expoliadoras condiciones de paz impuestas a Turquía por los desmesurados apetitos del zar Alejandro. El tratado de San Stefano contradice los intereses de la seguridad europea y deberá ser revisado en un congreso especial en el que tomarán parte todas las grandes potencias.