Capítulo Noveno

El Noticiero Ruso (San Petersburgo)

31 de agosto (12 de septiembre) de 1877

… El valiente joven recordó las recomendaciones paternales de su queridísimo comandante y exclamó: «Moriré, Mijail Dimitrievich, pero entregaré su mensaje». El héroe, de diecinueve años, saltó a su caballo del río Don y salió a galope tendido, por una colina barrida por vientos plomizos, hacia donde, tras los emboscados bashibuzuki, estaba emplazado el grueso de nuestro ejército. Las balas silbaban sobre la cabeza del jinete, pero él seguía espoleando a su fogoso corcel, mientras murmuraba: «¡Más rápido, más rápido! ¡El resultado de la batalla depende de mí!».

Pero el destino fatal es más poderoso que el coraje. Los acechantes enemigos dispararon otra descarga y el valeroso asistente cayó al suelo. Bañado en sangre, se puso en pie de un salto y se lanzó contra un musulmán con el puñal en la mano. Pero sus crueles enemigos se abalanzaron sobre él como negras aves de rapiña; lo derribaron y luego, con sus sables, atravesaron varias veces el cuerpo ya sin vida.

Así murió Sirioya Bereshaguin, hermano del célebre pintor.

Así se marchitó ese talento tan prometedor, condenado por la fortuna a no florecer en todo su esplendor.

Así cayó el tercer correo que Soboliev envió al zar…

A las ocho de la tarde, Varia se encontró de nuevo en la misma bifurcación. En lugar del ronco capitán, daba ahora las indicaciones un teniente igualmente afónico, cuya tarea era peor que la de su predecesor, pues debía encauzar dos flujos de gente que marchaban en dirección contraria: los carros cargados de munición avanzaban con dificultad hacia la vanguardia, como antes, y además del campo de batalla regresaban otras carretas transportando heridos.

Varia se hundió tras el primer ataque y comprendió que no soportaría por segunda vez aquel espectáculo. Volvió a la retaguardia y por el camino se puso a llorar… Por suerte, ninguno de sus conocidos estaba cerca. Pero tampoco fue al campamento porque sintió una enorme vergüenza.

Era una floja, una remilgada, un «sexo débil», se insultaba mientras cabalgaba. Ya sabía que aquello era la guerra y no un paseo por los jardines Pavloskoe. Pero no quería darle la razón al consejero titular, que otra vez había vuelto a tenerla.

Así que decidió retroceder.

Llevaba el caballo al paso y el corazón se le paralizaba de angustia a medida que el fragor de la batalla la iba alcanzando de nuevo. En el sector central del frente, las descargas de fusilería habían enmudecido casi por completo y sólo rugían los cañones, pero por la ruta de Lovchinsky, donde el aislado destacamento de Soboliev continuaba batiéndose, se seguían oyendo descargas cerradas y el constante bramido de una multitud vociferante, amortiguados por la distancia. Resultaba obvio que al general Mijail le iban muy mal las cosas.

Varia recobró el ánimo al ver a McLoughlin. El periodista salió de unos arbustos a caballo y saltó al sendero con la ropa completamente sucia. Llevaba el sombrero torcido, tenía el rostro encendido, y la frente, empapada en sudor.

—¿Qué está ocurriendo? ¿Cómo va todo? —le preguntó Varia, cogiendo el caballo del irlandés por las riendas.

—Parece que muy bien —respondió él secándose las mejillas con el pañuelo—. ¡Uff!, me he metido entre esos matorrales y me ha costado mucho salir.

—¿Va bien? ¿Han tomado los reductos?

—No, los turcos han aguantado en el centro. Pero hemos visto pasar al conde Zurov a galope hace veinte minutos y nos ha dicho que iba bien. Tenía prisa por llegar al puesto de mando y no ha parado. Nos ha gritado desde lejos: «¡Victoria! ¡Estamos en Plevna! ¡No puedo parar! Llevo un mensaje urgente». Monsieur Kazanzaki ha corrido a seguirle. Como es tan ambicioso, seguro que quiere estar al lado del portador de una noticia así, por si cae algún premio. —McLoughlin movió la cabeza con reprobación—. Los periodistas también han salido en estampida, pues todos tenemos un hombre entre los telegrafistas cuando surgen situaciones así. Le aseguro que la noticia de la toma de Plevna está volando ya a las redacciones de los periódicos.

—¿Y usted por qué no ha ido?

El corresponsal respondió con orgullo:

—Yo nunca pierdo el control, mademoiselle Suvorova. Antes de dar una noticia aclaro los detalles, consultando todas las fuentes. En lugar de una información breve enviaré un artículo completo que aparecerá en la misma edición de mañana que recoja los lacónicos telegramas de mis compañeros.

—Entonces, ¿juzga más conveniente regresar al campamento? —preguntó Varia con alivio.

—Creo que sí. En el cuartel general conoceremos más detalles que en medio de esta sabana. Además, está a punto de anochecer.

* * *

Sin embargo, en el cuartel general nadie sabía nada a ciencia cierta, pues no había llegado ninguna noticia del puesto de mando sobre la toma de Plevna: por el contrario, se aseguraba que la ofensiva había fracasado en los puntos más decisivos y que las pérdidas humanas eran casi astronómicas, veinte mil hombres como mínimo. Los informadores decían que el zar estaba muy desanimado y, a las preguntas sobre el éxito de Soboliev, respondían con aspavientos: ¿cómo iba a poder Soboliev tomar Plevna con sólo dos brigadas, si los sesenta batallones del sector central y el flanco derecho no habían sido capaces siquiera de alcanzar la primera línea de fortificaciones?

Todo resultaba un desvarío. McLoughlin se mostraba exultante, satisfecho de su prudencia, y Varia estaba muy enfadada con Zurov: el muy fanfarrón y embustero había inventado aquella patraña y los había confundido a todos.

Anocheció y los generales volvieron taciturnos al cuartel general. Varia vio entrar al duque Nikolai Nikolaievich en persona, rodeado de edecanes, en la barraca donde se emplazaba la Unidad de Inteligencia. Su rostro caballuno, enmarcado por unas espesas patillas, sufría un tic.

Todos comentaban en voz baja las enormes pérdidas sufridas, al parecer, casi la cuarta parte del ejército había caído en combate; y en voz alta, el heroísmo mostrado por los soldados y los oficiales. Sí, habían mostrado mucho heroísmo, sobre todo los oficiales.

A la una de la madrugada, un contrariado Fandorin se presentó en busca de Varia:

—Venga conmigo, Varvara Andreevna. Nos llama el alto mando.

—¿A nosotros? —se extrañó ella.

—Sí. A toda la plana de la Unidad de Inteligencia y, entre ellos, también a nosotros.

Caminaron a paso rápido hasta llegar al barracón de adobe donde se emplazaba la unidad del teniente coronel Kazanzaki.

En aquella habitación que tan bien conocía Varia estaban congregados ya todos los oficiales y colaboradores de la Unidad de Inteligencia del Destacamento Occidental, pero entre ellos no estaba el jefe.

Sentado a la mesa, ceñudo y con aspecto amenazador, estaba en cambio el mismísimo Lavrentii Arkadevich Mizinov.

—Vaya, el señor consejero titular y la señorita secretaria se han dignado por fin venir —comentó con socarronería—. ¡Magnífico! Ahora sólo nos queda aguardar al nobilísimo señor teniente coronel y podremos comenzar la reunión. ¡¿Dónde está Kazanzaki?! —aulló el general.

—Nadie ha visto a Ivan Jaritonovich en toda la tarde —respondió tímidamente el más veterano de los oficiales.

—¡Qué bien! ¡Qué buenos agentes secretos tenemos! —Mizinov se puso en pie de un salto y comenzó a recorrer ruidosamente la estancia—. No me refiero al ejército, sino a nuestro grupo de sabuesos de la Unidad de Inteligencia. ¡Un grupo ambulante! Necesitas a alguien y te responden: «¡Ausente!» ¡Ha desaparecido! ¡Sin dejar huella!

—Su excelencia, ha-habla usted con mucho misterio. ¿Nos puede decir qué pasa? —preguntó Fandorin en voz baja.

—¡No lo sé, Erast Petrovich, no lo sé! —gritó Mizinov—. Esperaba que usted y el señor Kazanzaki me lo aclararan. —Luego calló un momento, hizo un esfuerzo por controlarse y prosiguió, ya más tranquilo—. ¡Bien! No aguardaremos a nadie más. Señores, vengo de ver al zar, y en su despacho he presenciado una escena curiosísima: he visto al general del séquito de su majestad imperial, Soboliev II, chillándoles a su majestad imperial y a su alteza imperial, y luego a nuestro zar y al comandante en jefe del ejército disculpándose ante él.

—¡Pero eso es imposible! —exclamó uno de los policías.

—¡Silencio! —bramó el general—. ¡A escuchar y callar! Resulta que hoy, entre las tres y las cuatro de la tarde, las fuerzas de Soboliev, después de tomar la fortificación de Krishinsky en un ataque frontal, han avanzado hasta la periferia meridional de Plevna y han sorprendido por la retaguardia al grueso del ejército turco. Pero han tenido que detenerse por falta de bayonetas y artillería. Soboliev ha mandado varios mensajeros pidiéndonos que le enviáramos refuerzos urgentemente, pero los bashibuzuki han logrado interceptarlos. Por fin, a las seis de la tarde, el edecán Zurov, escoltado por medio centenar de cosacos, ha conseguido abrirse paso y llegar a las posiciones del grueso de nuestro ejército. Los cosacos han regresado con las fuerzas de Soboliev porque en esos momentos todos los hombres son imprescindibles, y Zurov ha continuado cabalgando solo hasta nuestro puesto de mando. Esperaban que los refuerzos llegaran de un momento a otro, pero han esperado en vano. Y no es de extrañar, porque Zurov no ha llegado al puesto de mando y, por consiguiente, nadie se ha enterado del éxito del flanco izquierdo. Por la tarde, los turcos han desplazado sus efectivos y se han lanzado con todas sus fuerzas contra Soboliev. Así que poco antes de medianoche, y después de perder a la mayoría de sus soldados, nuestro general se ha visto obligado a retroceder al punto de partida. ¡Después de tener Plevna en el bolsillo! Y ahora yo pregunto a los presentes: ¿cómo es posible que el edecán Zurov haya desaparecido a plena luz del día y en el centro mismo de nuestras posiciones? ¿Alguno de ustedes puede responderme?

—El teniente coronel Kazanzaki, naturalmente —contestó Varia, y todos los reunidos se volvieron hacia ella.

Azorada, la muchacha repitió lo que le había dicho McLoughlin.

Tras un largo silencio, el jefe de la Gendarmería se giró hacia Fandorin:

—Y usted, Erast Petrovich, ¿qué conclusiones saca?

—La batalla se ha pe-perdido y ya es tarde para lamentarse: basta de emociones inútiles que sólo obstaculizan la investigación —respondió el consejero titular en tono desabrido—. En su lugar, hagamos lo siguiente. Pri-primero, dividir en cuadrículas la zona comprendida entre el observatorio de los periodistas y el puesto de mando. Segundo, peinar cada una de esas cuadrículas en cuanto se haga de día. Tercero, en caso de encontrar los ca-cadáveres de Zurov o de Kazanzaki, no tocar nada con las manos ni pisar la tierra que haya a su alrededor. Y cuarto: por si acaso, buscar a los dos entre los heridos graves de todas las enfermerías del campamento. Mientras, Lavrentii Arkadevich, es mejor no hacer nada más.

—¿Qué cree usted que ha ocurrido? ¿Qué debo decirle a nuestro zar? ¿Que es una traición?

Erast Petrovich suspiró.

—Un sabotaje, más bien. Pero eso ya lo averiguaremos por la mañana.

Pasaron la noche en vela. Había mucho trabajo que hacer: sobre el mapa, los agentes de la Unidad de Inteligencia dividieron la zona en cuadrículas de medio kilómetro de ancho y determinaron quiénes iban a integrar los equipos de búsqueda. Entre tanto, Varia recorrió los seis hospitales y enfermerías del campamento, identificando a todos los heridos que habían ingresado inconscientes. Trabajó tan duramente que al alba cayó en un extraño atolondramiento sin haber logrado encontrar ni a Zurov ni a Kazanzaki. En cambio, descubrió entre los heridos a otros conocidos, entre ellos a Perepiolkin. El capitán había salido también en busca de refuerzos y había recibido una herida transversal de cimitarra en la clavícula: definitivamente, no tenía suerte con los bashibuzuki. Estaba tumbado en la litera, profundamente pálido, con la desgracia pintada en la cara, y sus hundidos ojos marrones miraban con la misma tristeza que el día inolvidable en el que Varia le había visto por primera vez. Ella se acercó, pero él se volvió, dándole la espalda sin pronunciar palabra. ¿A qué se debería aquella hostilidad?

La primera luz de la nueva jornada encontró a Varia en un banco, junto al barracón de la Unidad de Inteligencia. Fandorin la había sentado allí casi a la fuerza, ordenándole descansar un poco. Notando el cuerpo pesado y entumecido, Varia se apoyó en la pared y se sumergió en una turbia y penosa somnolencia. Sentía náuseas y los huesos como rotos. Pero no era nada raro: los nervios y la noche en blanco.

Los grupos de búsqueda partieron hacia las zonas asignadas cuando todavía era de noche. A las ocho menos cuarto llegó a caballo un mensajero de la zona 14, entró corriendo en el barracón y, un minuto más tarde, Fandorin salió de él abotonándose la camisa.

—Varvara Andreevna, venga conmigo. Han encontrado a Zurov —dijo lacónicamente.

—¿Está muerto? —sollozó ella.

Erast Petrovich no respondió.

El húsar estaba en el suelo, boca abajo, con la cabeza torcida hacia un lado. Ya de lejos distinguió Varia la empuñadura de plata de la daga que le habían clavado firmemente en el omóplato izquierdo. Se acercó corriendo y estudió el perfil de su rostro: el ojo, desmesuradamente abierto, despedía un hermoso brillo cristalino, y su sien, destrozada y ennegrecida, estaba ribeteada por una mancha de pólvora quemada.

Varia sollozó de nuevo, con un llanto seco, sin lágrimas, y se dio la vuelta para no contemplar aquella imagen.

—No hemos tocado nada, señor Fandorin, como usted ordenó —dijo el policía que comandaba el grupo de búsqueda—. Apenas le faltaba un kilómetro para llegar al puesto de mando. El terreno hace aquí una depresión, por eso nadie vio nada. Y quién iba a reparar en un disparo aislado entre tanto cañoneo y descargas de fusilería… Es fácil imaginar la escena. Alguien se aproximó y le clavó el puñal de improviso, por sorpresa. Después lo remataron con un disparo en la sien izquierda: a quemarropa.

—¡Vaya, vaya! —replicó vagamente Erast Petrovich, y se inclinó sobre el cuerpo.

El oficial bajó la voz:

—Es el puñal de Ivan Jaritonovich, lo he reconocido inmediatamente. Nos lo enseñaba con frecuencia; decía que era un regalo de un príncipe georgiano…

—¡Pues qué bien! —repuso Erast Petrovich.

Varia se sintió peor y cerró los ojos, como si así espantara el malestar.

—¿Hay huellas de ca-cascos? —preguntó Fandorin poniéndose en cuclillas.

—Nada que nos facilite una pista. Ya lo ve usted. En el arroyo sólo hay guijarros y arriba todo está pisoteado: por aquí debieron de pasar ayer varios escuadrones de caballería.

El consejero titular se irguió y permaneció de pie un minuto junto a aquel cadáver tendido sobre la tierra. Su rostro inmóvil tenía un tono gris, el mismo de sus sienes canosas. «Quién lo diría, veinte años», pensó Varia, y notó un escalofrío.

—De acuerdo, teniente. Lle-lleve el cadáver al campamento. Vámonos de aquí, Varvara Andreevna.

Mientras andaban por el camino, Varia inquirió:

—Entonces, ¿Kazanzaki trabajaba para los turcos? ¡Es increíble! Es verdad que era un ser despreciable, pero…

—Pero no hasta ese límite, ¿no? —ironizó Fandorin con tristeza.

Poco antes del mediodía localizaron también al teniente coronel. Erast Petrovich había ordenado que registraran otra vez con más detenimiento el bosquecillo y los matorrales próximos al lugar donde habían matado a Ippolit.

Por lo que dijeron (Varia había preferido no ir), encontraron a Kazanzaki detrás de un espeso matorral, medio tumbado, medio sentado, con la espalda apoyada en una piedra. Tenía un revólver en la mano derecha y un agujero en la frente.

Mizinov en persona presidió la reunión que se convocó para extraer conclusiones de la investigación.

—En primer lugar, debo confesar que estoy tremendamente descontento de la labor del consejero titular Fandorin —comenzó el general con una voz que no anunciaba nada bueno—. Reconocerá usted, Erast Petrovich, que un peligroso enemigo ha operado a sus anchas ante sus propias narices sin que usted lo descubriera. Un enemigo tan hábil que no sólo nos ha causado un daño terrible, sino que incluso ha arriesgado el éxito de toda nuestra campaña militar. Cierto que la tarea no era fácil, pero tampoco es usted un novato. ¿Qué responsabilidad se le puede exigir a un agente raso de la Unidad de Inteligencia? Todos provienen de las delegaciones regionales y su trabajo allí era de simple investigación rutinaria. Pero usted, con sus cualidades… ¡Es imperdonable!

Apretándose las sienes, doloridas, Varia miró de reojo a Fandorin. La expresión de su rostro permanecía imperturbable, pero sus pómulos se habían ruborizado levemente (quizá nadie pudiera advertirlo, a excepción de ella): estaba claro que las palabras del jefe le herían en lo más profundo.

—Y bien señores, ¿qué es lo que tenemos? Pues lo que tenemos es un escándalo sin precedentes en la historia mundial. Resulta que la Unidad de Inteligencia del Destacamento Occidental, la mayor y más importante unidad de nuestro ejército del Danubio, estaba dirigida por un traidor.

—¿Está confirmada esa circunstancia, su excelencia? —preguntó tímidamente el más veterano de los oficiales de policía.

—Juzgue usted mismo, mayor. El hecho de que Kazanzaki fuera griego y los turcos, como se sabe, recluten a muchos de sus agentes entre esa minoría, no es en sí mismo una prueba irrefutable, en efecto. Pero recuerde que en los apuntes de Lukan aparecía una misteriosa «J». Y ahora parece evidente lo que esa letra significaba: «Gendarme».

—Pero gendarme se escribe con «g»: gendarme, en francés —seguía sin darse por satisfecho el oficial de bigotes canosos.

—Dice bien, gendarme en francés, pero en rumano se escribe jandarm —le aclaró con indulgencia el jefe—. Kazanzaki era el hombre que movía los hilos del coronel rumano. Aún hay más. ¿Quién se lanzó al galope para alcanzar a Zurov cuando éste pasó con el mensaje del que dependía la suerte de la batalla y, quizá, de toda la guerra? Kazanzaki. Y eso no es todo. ¿De quién era el puñal que ha matado a Zurov? De su superior. Sigamos. ¿Y qué ocurrió después? Pues que al no poder extraer el cuchillo, incrustado en el omóplato del muerto, el asesino comprendió que todas las sospechas recaerían sobre él y se pegó un tiro. Por cierto, un detalle más: en el tambor de su revólver faltan justo dos balas.

—Pero lo normal es que un espía enemigo intente huir antes de suicidarse —planteó temerosamente, pese a todo, el mayor.

—¿Adónde? ¡Contésteme! No podía atravesar el frente y en nuestra retaguardia se dictaría inmediatamente la orden de su busca y captura. Ni podía ocultarse entre los búlgaros ni llegar a las posiciones turcas. Pensaría que mejor una bala que la horca, y pensó bien. Además, tenga en cuenta que Kazanzaki no era un espía, sino un traidor. ¡Novgorodzev! —Se volvió el general hacia su edecán—. ¿Dónde está la carta?

El aludido sacó de su carpeta un papel blanco doblado en dos.

—Lo encontramos en el bolsillo del suicida —aclaró Mizinov—. Novgorodzev, léala en voz alta.

El edecán miró a Varia con un asomo de reparo.

—Lea, lea —le apremió el general—. Esto no es un internado para señoritas de la nobleza. Además, la ciudadana Suvorova pertenece a nuestra unidad de investigación.

Novgorodzev tosió y, ruborizándose, comenzó a leer:

—«Querido Vanchik-Jaritonchik, corazón mío…» Perdonen, señores, pero nunca había visto una ortografía así —apuntó el edecán—. Lo leo como está escrito. ¡Dios, qué garabatos tan siniestros! ¡Ejem! «… corazón mío. Sin ti la vida se me antoja tan dura que zuicidarme resulta mejor que una vida como ésta. Nos bezábamos y nos acariciábamos tiernamente, tú a mí y yo a ti, pero el maldito zino nos miraba envidiozo y guardaba el puñal tras la ezpalda. Zin ti, zólo zoy polvo, lodo de la tierra. Te ruego que regrezes pronto, pronto. Y zi en eza tiñoza Kishinov encuentras a otro en lugar de tu Biezo, te juro que iré y te zacaré las tripas. Tuyo mil años, tu niño juguetón».

—Querrá decir «tuya mil años», ¿no? —preguntó el mayor.

—No, nada de «tuya», sino «tuyo» —sonrió torvamente Mizinov—. El meollo del asunto es ése. Antes de llegar a la Dirección de la Gendarmería en Kisinev, Kazanzaki sirvió en Tiflis. Hemos enviado inmediatamente un telegrama y ya tenemos la respuesta. Lea el telegrama, Novgorodzev.

Se veía que Novgorodzev leía el nuevo documento con mucha más soltura que la carta de amor.

—«Para su excelencia el general edecán L. A. Mizinov, en respuesta a su requerimiento del treinta y uno de agosto, recibido a la una y cincuenta y dos minutos de la tarde. Suma urgencia. Alto secreto.

»Le informo que, durante su tiempo de servicio en la Dirección de la Gendarmería de Tiflis, entre enero de mil ochocientos setenta y dos y septiembre de mil ochocientos setenta y seis, el teniente coronel Ivan Kazanzaki se mostró como un agente solícito y enérgico, y no fue sancionado oficialmente en ninguna ocasión. Todo lo contrario, fue condecorado con la orden de San Estanislao de Tercer Grado y recibió dos felicitaciones personales de S. E., su excelencia el gobernador general del Cáucaso. No obstante, según los datos recogidos por nuestra red de agentes en el verano de mil ochocientos setenta y seis, el susodicho sentía pasiones libidinosas y, al parecer, llegó incluso a mantener relaciones antinaturales con el famoso pederasta de Tiflis, el príncipe Vissarion Shalikov, conocido con el apodo de Shalún Bieso. Yo no hubiese dado mayor importancia a estas murmuraciones, mucho menos sin pruebas que las confirmaran. Pero al final resolví realizar una investigación interna y secreta por que encontré extraño que un hombre maduro como el teniente coronel Kazanzaki siguiera soltero y no se le conocieran relaciones con mujeres. Entonces se demostró que, efectivamente, Kazanzaki conocía a Shalún, pero no se pudo confirmar que mantuviera relaciones con él. A pesar de todo, consideré oportuno forzar el traslado de Kazanzaki a otra Dirección Regional, sin que ello tuviera incidencia alguna en su hoja de servicios.

»El jefe de la Dirección de la Gendarmería de Tiflis, coronel Panchulidzev».

—¿Qué opinan? —resumió Mizinov con acritud—. Se quita de encima a un agente sospechoso para cargárselo a otro y además oculta a la superioridad el verdadero motivo de su decisión. Ya ven, las consecuencias las paga un ejército entero. ¡Por la traición de Kazanzaki llevamos ya dos meses atascados en esta maldita Plevna y no sabemos todavía cuánto tiempo más lo estaremos! ¡La celebración de la onomástica de su majestad se ha estropeado! El zar incluso ha hablado de una retirada, ¿¡se dan cuenta!? —El general tragó saliva convulsivamente—. ¡Tres asaltos a la ciudad y los tres fallidos, señores! ¡Tres! ¿No recuerda usted, Erast Petrovich, que fue precisamente Kazanzaki quien llevó la primera orden de ocupar Plevna a la Sección de Cifrado? No entiendo cómo pudo cambiar Plevna por Nikopol, ¡pero estoy convencido de que ahí estuvo la mano de ese judas!

Con un sobresalto, Varia pensó que se abría un rayo de luz en el destino de Petia. Pero el general apretó los labios y cambió de tema:

—Tengan por cierto que voy a proceder judicialmente contra el coronel Panchulidzev y que lograré su completa degradación, para escarmiento de quienes piensen en silenciar las cosas. Pese a todo, hay que admitir que su telegrama ha sido muy útil para deducir lo que ha ocurrido. Ahora todo queda perfectamente claro. Con toda seguridad, los agentes turcos, tan activos en el Cáucaso, estaban al tanto del vicio secreto de Ivan Kazanzaki y le reclutaron chantajeándole. Una historia tan antigua como el universo. ¡«Querido Vanchik-Jaritonchik»! ¡Qué asco! ¡Hubiera sido más digno hacerlo por dinero!

Varia estaba a punto de abrir la boca para salir en defensa de los practicantes del amor homosexual, pues ellos, al fin y al cabo, no tenían ninguna culpa de que la naturaleza los hubiera creado de manera distinta a los demás, cuando se levantó Fandorin.

—Permítame echarle un vistazo a esa carta —pidió. La tomó, le dio la vuelta al papel y luego pasó un dedo por el doblez—. ¿Dónde está el sobre? —preguntó.

—Me sorprende usted, Erast Petrovich. —El general abrió los brazos—. ¿Qué sobre va a haber? No creerá usted que los mensajes de este tipo se envían por correo…

—E-entonces, ¿llevaba la carta así, sin sobre, en uno de los bolsillos interiores? ¡Vaya, vaya! —Y Fandorin entregó la misiva y se sentó.

Lavrentii Arkadevich se encogió de hombros.

—Erast Petrovich, más valdría que se ocupase usted de este otro asunto. No excluyo la posibilidad de que el traidor haya tenido tiempo de reclutar a alguien más, aparte de al coronel Lukan. Ahora su misión consiste en averiguar si hay más traidores en el cuartel general o en su entorno. Mayor —dijo, dirigiéndose al oficial más veterano. Éste se puso en pie enérgicamente y se cuadró cuanto pudo—, le nombro temporalmente jefe de la Unidad de Inteligencia. Tendrá la misma misión, y le prestará al consejero titular toda la ayuda que necesite.

—¡A sus órdenes!

En ese instante llamaron a la puerta.

—¿Da su permiso, excelencia?

Por el umbral asomó una cabeza con unas gafas azules oscuras.

Varia reconoció al secretario personal de Mizinov, un funcionarucho con un apellido difícil de recordar, al que todos odiaban y temían.

—¿Qué pasa ahora? —El jefe de la Gendarmería se alarmó.

—Un suceso grave en el puesto de guardia. El comandante ha venido a informarnos de que un preso se ha colgado de una soga.

—¡Pero qué dice, Pshebishevsky, está usted loco! ¡Estoy en una reunión importante y me molesta con esas tonterías!

Varia se llevó la mano al corazón y un segundo después el secretario pronunció las palabras que había temido escuchar:

—Es que el ahorcado es el codificador Yavlokov, ya sabe. Ha dejado una nota que tiene relación directa con… Por eso me he tomado la libertad… Pero si no es el momento adecuado, le pido excusas y me retiro…

El funcionario, ofendido, aspiró ruidosamente por la nariz e hizo amago de desaparecer tras la puerta.

—¡Traiga esa nota! —rugió el general—. ¡Y tráigame también al comandante de guardia!

El mundo comenzó a girar ante los ojos de Varia. Se esforzó por levantarse, pero no pudo, paralizada por un inexplicable estupor. Vio a Fandorin inclinarse hacia ella y quiso decirle algo, pero sólo fue capaz de mover lastimosamente los labios.

—¡Ahora entiendo cómo Kazanzaki retocó el mensaje! —exclamó Mizinov tras leer la nota—. Escuchen: «Otra vez miles de muertos, y todo por mi negligencia. Sí, soy merecedor de la muerte y ya no puedo negarlo más tiempo. Cometí un error irreparable: dejé sobre la mesa el texto cifrado de la orden de ocupar Plevna y salí de la habitación por un asunto privado. En mi ausencia alguien cambió una palabra del mensaje, ¡y yo entregué el texto cifrado sin comprobarlo! Es para reír: el verdadero salvador de Turquía no habrá sido el pachá Osmán, sino yo, Piotr Yavlokov. No se molesten en juzgarme, señores jueces, porque ya he decidido condenarme yo mismo». ¡Ah, qué sencillo resulta todo! Mientras el chico corría por ahí con sus asuntos, Kazanzaki se apresuró a modificar el mensaje. ¡Fue coser y cantar!

El general estrujó la nota y la tiró al suelo con toda su energía; el papel cayó justo entre las piernas del comandante de guardia, que permanecía de pie, delante de él, en posición de firme.

—Er… Erast Pe… trovich, ¿qué signi… fica todo esto? —balbució Varia a duras penas—. ¡Petia!

—Capitán, ¿qué le ha pasado a Yavlokov? ¿Ha muerto? —preguntó Fandorin, girándose hacia el comandante.

—¡Qué va a estar muerto! ¡Hoy día ya no se sabe ni hacer un buen nudo! —Gruñó él—. ¡Le han descolgado y le están practicando la respiración artificial!

Varia apartó a Fandorin y se lanzó hacia la puerta. Se golpeó con el marco, salió a trompicones y el sol del exterior la cegó. No le quedó más remedio que pararse, y entonces Fandorin se acercó a ella.

—Tranquilícese, Varvara Andreevna, ya ha pasado todo. La acompañaré al puesto de guardia. Pero primero recobre el aliento, tiene usted el rostro descompuesto.

Él la cogió cuidadosamente de un codo, pero por alguna razón aquel delicado contacto provocó en Varia una repulsión incontenible. Se le dobló el cuerpo y vomitó encima de las botas de Erast Petrovich. Después, Varia se sentó en el escalón del barracón, intentando comprender por qué, si el suelo estaba inclinado, nadie rodaba por él.

Sobre la frente notó algo agradable, helado, y se estremeció de placer.

—¡Vaya por Dios! —dijo la voz de Fandorin—. ¡Es tifus!