Capítulo Sexto
Wiener Zeitung (Viena)
30 (18 de julio) de 1877
Nuestro corresponsal informa desde Sumen, donde se encuentra el cuartel general del ejército turco de los Balcanes.
Tras la desconcertante derrota sufrida en las proximidades de Plevna, los rusos se hallan ahora en una situación desesperada. Sus columnas están dispersas de norte a sur a lo largo de decenas e incluso cientos de kilómetros; sus vías de comunicación están indefensas, y su retaguardia, al descubierto. La genial maniobra lateral del pachá Osmán ha permitido a los turcos ganar tiempo para reagruparse, y esa pequeña ciudad búlgara se ha convertido para el oso ruso en una inmensa espina clavada en su peludo costado. En los círculos próximos al palacio de Constantinopla reina un moderado optimismo.
Por un lado, las cosas estaban muy mal, incluso se podía decir que peor imposible. El pobre Petia seguía penando bajo siete candados y, aunque tras el baño de sangre de Plevna el malvado Kazanzaki había perdido interés por el cifrador, la amenaza de un consejo de guerra seguía pendiendo sobre su cabeza. Y también la fortuna en la guerra se mostraba mudable: el pececillo de oro se había transformado en un punzante erizo y se había escondido en su madriguera tras ensangrentar las manos del pescador.
Pero, por otra parte (Varia se avergonzaba de reconocerlo), la muchacha nunca había vivido tan… intensamente como entonces. Intensamente: sí, era la palabra exacta.
Y la causa de esa intensidad, para ser sinceros, era indecentemente sencilla. Era la primera vez en su vida que Varia era cortejada por tantos admiradores a la vez. ¡Y qué admiradores! No tenían nada que ver con los recientes compañeros de viaje en tren, ni con los infantiles estudiantes de San Petersburgo. Por mucho que intentaba sofocarla, la fatua naturaleza femenina se extendía en aquel tonto y vanidoso corazón suyo como una mala hierba. Un pecado.
En fin, en la mañana del 18 de julio, un día importante y digno de señalar por lo que se explicará después, Varia se despertó con una sonrisa. Bueno, a decir verdad no se había despertado todavía, sino que percibía levemente la luz del sol por entre los párpados entornados y se desperezaba con suavidad, cuando la invadió un sentimiento de felicidad y alegría. Sólo más tarde, cuando tras el cuerpo se le desentumeció la cabeza, Petia y la guerra volvieron a su mente. Con un esfuerzo de la voluntad, Varia se obligó a fruncir el entrecejo y a pensar en algo triste, pero en la duermevela se introducían en su desobediente cabeza pensamientos de muy distinto tipo, bastante frívolos: ¡ay!, si a la devoción de Petia se le añadiera la fama de Soboliev, el desparpajo de Zurov, el talento de Charles y aquella velada mirada de Fandorin… Pero no, Erast Petrovich no pintaba nada en eso, porque ni a la fuerza se le podría llamar su admirador.
Su relación con el consejero titular no estaba clara. Como antes, Varia le servía de ayudante sólo nominalmente. Fandorin no le confiaba sus secretos a pesar de que parecía que llevaba entre manos algo importante. Tan pronto desaparecía un tiempo como después permanecía todo el día sentado en su tienda, donde le visitaban unos hombres búlgaros tocados con gorros que olían a cordero. Varia suponía que debían de ser de Plevna, pero no se atrevía a preguntárselo por orgullo. Además, no era nada misterioso; la gente de Plevna iba a menudo por el campamento ruso, y también McLoughlin tenía en la ciudad un confidente que le informaba de cualquier dato relevante relacionado con la guarnición turca. Aunque el irlandés no ponía esas noticias en conocimiento de los jefes militares rusos, escudándose en la «ética periodística», sus lectores del Daily News estaban perfectamente informados, tanto de las actividades diarias del mismo pachá Osmán como de los poderosos reductos defensivos que crecían por momentos en torno a la ciudad sitiada.
Pero el flanco occidental del ejército ruso se preparaba también concienzudamente para la batalla. El asalto se había fijado para aquel día y todos aseguraban que iba a corregirse el «error de Plevna». El día anterior, Erast Petrovich había dibujado a Varia en la tierra, con una varita, la situación de todas las fortificaciones turcas, y le había explicado que, según los fiabilísimos informes que poseían, el pachá Osmán disponía de 20 000 soldados y 58 piezas de artillería, contra los 30 000 soldados y los 176 cañones que el teniente general Kridener había emplazado alrededor de la ciudad, sin contar las fuerzas rumanas que aún estaban por llegar. El plan de asalto se había elaborado con mucha perspicacia y en total secreto, y consistía en una maniobra envolvente encubierta y un ataque de distracción. Fandorin se explicaba tan bien que Varia creyó inmediatamente en la victoria de las tropas rusas, aunque apenas le escuchaba pues tenía toda la atención puesta en el consejero titular y en adivinar qué relación tendría con aquella mujer rubia del medallón. Kazanzaki había hecho una extraña alusión a una boda. ¿Sería su esposa? Era demasiado joven para serlo, parecía casi una niña.
La cosa había sucedido así. Tres días antes, Varia había acudido a la tienda de Erast Petrovich después del desayuno y le había encontrado tumbado en la cama completamente vestido, con las botas sucias y durmiendo profundamente. La jornada anterior había estado fuera y debía de haber regresado al amanecer. Se disponía ya a abandonar la tienda sin hacer ruido, cuando por el cuello desabotonado de la camisa vio sobre el pecho del durmiente un medallón de plata. La tentación era demasiado grande. Varia se acercó de puntillas a la cama sin apartar la vista del rostro de Fandorin. El consejero titular respiraba con la boca entreabierta y de una manera tan regular, que parecía un chiquillo con las mejillas encarnadas que acabase de cometer una travesura.
Varia cogió el medallón cuidadosamente, abrió la pequeña tapa y vio dentro el retrato minúsculo de una muchacha. Era como una muñequita tirolesa: los rizos, dorados; los ojos, la boquita y las mejillas, sonrientes y diminutos. Nada especial. Varia lanzó una mirada de reproche al durmiente, pero al momento se ruborizó: bajo las largas pestañas, unos ojos severos, de un azul muy vivo y con unas pupilas negrísimas, la estaban observando.
Era estúpido dar explicaciones, así que Varia escapó corriendo, decisión que tampoco era muy inteligente, pero que al menos evitó una desagradable escena. Lo extraño fue que después Fandorin se condujo con ella como si aquel episodio no hubiese ocurrido.
Era un hombre frío y antipático que apenas intervenía en las conversaciones, y si lo hacía era siempre para irritar a Varia. Tomemos como ejemplo la polémica sobre el Parlamento y la soberanía popular que se entabló durante el pícnic (muchos de los asiduos del club de prensa decidieron hacer una excursión por una colina y arrastraron consigo a Fandorin, pese a que éste intentó escabullirse en su madriguera).
D’Hevrais había empezado a hablar de la constitución que el gran visir pachá Midhat había aprobado el año anterior en Turquía. Resultaba curioso. Era un tema interesante. Pensándolo un poco: un país asiático salvaje tenía ahora un parlamento, igual que Rusia.
Después surgió la polémica sobre qué sistema parlamentario era el mejor. McLoughlin era partidario del británico. D’Hevrais, a pesar de ser francés, se inclinaba por el norteamericano, mientras que Soboliev, por su parte, se decantaba por el parlamento mixto de nobleza y campesinado, algo tradicional, perfecto para Rusia.
Cuando Varia reivindicó el derecho de voto para las mujeres, sus contertulios la ridiculizaron. Aquel inculto de Soboliev inició la broma:
—¡Ay, Varvara Andreevna, si les concedemos el voto a ustedes, las mujeres, sólo saldrán para el parlamento los hombres guapos y apuestos, los petimetres! Pregúntele, por ejemplo, a su hermana a quién votaría si tuviera que elegir entre Fedor Mijailovich Dostoievski y nuestro capitán de húsares Zurov, ¿eh? ¿Lo comprende ahora?
—Señores, ¿acaso se puede elegir a alguien para el parlamento contra su voluntad? —Se inquietó el húsar.
Todos se echaron a reír.
En vano razonó Varia que la igualdad de derechos ya existía en el territorio norteamericano de Wyoming, donde se permitía votar a las mujeres, sin que allí hubiera sucedido nada terrible. Nadie tomaba en serio sus palabras.
—Y usted, ¿por qué se queda callado? —increpó Varia a Fandorin.
Y entonces el consejero no tuvo más remedio que intervenir, aunque habría sido mejor que hubiera guardado silencio:
—Es que yo, Varvara Andreevna, por lo general, estoy en contra de la de-democracia. —Aquí se ruborizó—. Originalmente ningún hombre es igual a otro, y ése es un hecho que no se puede modificar. El principio democrático perjudica los derechos de los más sabios, los más ta-talentosos y los que tienen más capacidad de trabajo, porque les hace depender de la obtusa voluntad de los más tontos, ineptos y perezosos, que son mayoría en cualquier sociedad. Si nosotros y nuestros compatriotas dejáramos de portarnos como animales y mereciésemos el calificativo de ci-ciudadanos, podríamos pensar en el parlamento.
Aquella inaudita declaración de principios dejó a Varia perpleja, pero en su ayuda acudió D’Hevrais.
—Pero si en un país se ha introducido ya el derecho electoral —repuso suavemente (la conversación, claro, se desarrollaba en francés)—, es injusto no compartirlo con la otra mitad de la humanidad, con la intención de que mejore.
Al recordar esas magníficas palabras, Varia sonrió, miró a otro lado y comenzó a pensar en D’Hevrais.
Gracias a Dios, Kazanzaki había decidido finalmente dejar en paz a aquel hombre. ¡Haber diseñado una estrategia militar apoyándose tan sólo en una entrevista periodística no era más que culpa del propio general Kridener! Desde aquel suceso, el pobre D’Hevrais vivía justificándose y dando explicaciones al primero que se cruzaba en su camino. Viéndolo así, culpable y desgraciado, a Varia le gustaba aún más. Si antes le parecía un poco narcisista y demasiado acostumbrado a la admiración general, y por eso se había mantenido distante, ahora esa necesidad había desaparecido y Varia comenzaba a conducirse con el francés de un modo más sencillo y cordial. Era un hombre espontáneo y alegre, todo lo contrario de Erast Petrovich, y sabía muchísimas cosas: de Turquía, del Antiguo Oriente, de la historia francesa. ¡Adónde no le habría llevado su sed de aventuras! Y con qué donaire narraba sus récits drôles: con ingenio, con viveza, sin la menor afectación. Varia casi le adoraba cuando le hacía alguna pregunta y el francés, tras una de sus pausas tan especiales, le dedicaba una sonrisa cómplice y con aquel tono enigmático suyo le respondía: Oh, c’est toute une histoire, mademoiselle. Y, a diferencia del reservado Fandorin, le contaba la historia.
Las historias solían ser divertidas, aunque algunas también poseían un toque de horror. Varia recordaba en especial una de ésas:
—Mademoiselle Varia, usted echa pestes de los asiáticos por el desprecio que muestran hacia la vida humana y tiene razón. —Hablaban de las bestialidades cometidas por los bashibuzuki—. Pero nos estamos refiriendo a animales, bárbaros, gente cuyo estado evolutivo no se ha desarrollado mucho más que el de los tigres o los cocodrilos. Le voy a contar una anécdota que tuve la oportunidad de presenciar en uno de los países más civilizados del mundo, en Inglaterra. Es toda una historia… No sé si sabrá que los británicos valoran tanto la vida humana que consideran el suicidio uno de los peores pecados que se pueden cometer, y castigan el intento de atentar contra la propia existencia con la pena de muerte. En Oriente todavía no han llegado a tanto. Pues bien, hace unos años, estando yo en Londres, me enteré de que se había condenado a morir en la horca a un preso de una cárcel de la ciudad. Había cometido un delito espantoso: tras hacerse con una navaja de afeitar, intentó rebanarse la garganta. Estuvo a punto de lograrlo, pero le salvó a tiempo el médico de la prisión. La lógica del juez al dictar sentencia me afectó enormemente y decidí que debía ver el ahorcamiento con mis propios ojos. Utilicé mis relaciones, conseguí el pase oficial para la ejecución y la verdad es que no salí decepcionado.
»En su agresión, el reo se había lesionado las cuerdas vocales y sólo podía emitir una especie de ronquidos guturales, así que pasaron por alto el trámite de las últimas palabras. Hubo una discusión muy larga con el médico, que no era partidario de colgar al reo, pues afirmaba que la herida se abriría y el condenado podría respirar directamente por la tráquea. El fiscal y el director de la prisión deliberaron entre sí y al final ordenaron al verdugo que procediera a la ejecución. Pero el médico estaba en lo cierto: la presión del nudo hizo que la herida se abriera inmediatamente, y el reo, balanceándose en la soga, comenzó a tomar aire por la tráquea, produciendo un silbido espantoso cuando respiraba. Estuvo colgado allí cinco, diez, quince minutos sin morirse, con el rostro cada vez más amoratado.
»Decidieron llamar entonces al juez que había dictado sentencia. Como la ejecución tenía lugar al amanecer, tardaron bastante tiempo en despertarlo. Cuando compareció (al cabo de una hora), tomó una decisión salomónica: ordenó que bajaran al acusado de la horca y lo colgaran de nuevo, sólo que ahora no debían hacer el nudo por encima de donde tenía la herida, sino por debajo. Así lo hicieron. Y esa vez todo transcurrió perfectamente. Ahí tiene, vea usted los logros de la civilización».
Más tarde, el condenado de la garganta rebanada se le aparecería en sueños a Varia. «La muerte no existe —le dijo la garganta, de la que manaba sangre, con la voz de D’Hevrais—. Sólo existe el retorno al punto de partida».
Pero sobre esa cuestión quien tenía mucho que opinar era Soboliev.
—¡Ay, Varvara Andreevna, toda mi vida ha sido una carrera de obstáculos! —le dijo una vez el general, sacudiendo amargamente su cabeza rapada casi al cero—. Una carrera en la que el juez siempre me sanciona anulándome la distancia recorrida y haciéndome volver al punto de partida. Si no, compruébelo usted misma. Como caballero de la Guardia me distinguí en la guerra contra los polacos, pero mantuve unas tontas relaciones sentimentales con una señorita de ese país y me degradaron al punto de partida. Terminé los estudios en la Academia Militar y me dieron destino en Turquestán, donde me vi envuelto en un duelo idiota que terminó con la muerte de mi contrincante, y de nuevo tuve que empezar por el punto de partida. Luego me casé con una princesa y pensé: ¡por fin seré feliz!, pero nada de eso… Acabé otra vez solo y en el punto de partida. Obtuve de nuevo el permiso para dirigirme al desierto, y allí no tuve piedad ni conmigo ni con los demás, y fue un milagro que saliera vivo. Pero una vez más volví al punto de partida. Y aquí estoy: vegeto como un parásito y espero desde el punto de partida otra orden de salida. ¿Llegará algún día?
Soboliev, al contrario que D’Hevrais, no le inspiraba pena. En primer lugar, porque con aquello del «punto de partida» Michel sólo simulaba modestia para coquetear, pues, al fin y al cabo, con sólo treinta y tres años ya era general del séquito del zar, tenía dos medallas de San Jorge y una espada de oro. Y, en segundo lugar, porque buscaba la compasión con demasiada claridad. Seguramente, cuando era oficial sus camaradas le habrían enseñado que la victoria en el amor se consigue de dos maneras: o con un ataque de caballería o cavando trampas en el corazón femenino, tan proclive a la misericordia.
Pero aunque Soboliev cavaba esas trampas con muy poca maña, sus galanteos halagaban a Varia, pues no dejaba de ser un auténtico héroe, incluso con aquella estúpida pelambrera en la cara. A sus discretos consejos para que cambiara la forma de su barba, el general respondía con regateos de comerciante: sí, estaba dispuesto a realizar ese sacrificio, pero sólo a cambio de ciertas garantías. Y Varia no tenía la menor intención de ofrecer avales.
Cinco días atrás, Soboliev se había presentado en el club con expresión de felicidad: el mando le había concedido al fin un destacamento propio —dos regimientos de cosacos— y dado la orden de intervenir en el asalto de Plevna, cubriendo el flanco sur del ejército. Varia le deseó un buen «punto de partida». Michel escogió a Perepiolkin como comandante del cuartel general, justificando la elección del insulso capitán de esta manera:
—Estaba siempre detrás de mí y me miraba continuamente, de manera que le he tomado a mi servicio. ¿Sabe una cosa, Varvara Andreevna? Perepiolkin será un pesado, pero sabe lo que hace. Y al fin y al cabo es un oficial del Estado Mayor. En el centro operativo todos le conocen y le tienen al corriente de cualquier información. Además, veo que me guarda fidelidad, pues no olvida que le salvé de los bashibuzuki. Y yo valoro de un modo extraordinario la devoción de mis subalternos.
A pesar de que ahora Soboliev tenía mucho trabajo, tres días antes su asistente, Sergei Bereshaguin, le había llevado a la joven un magnífico ramo de rosas rojas de parte de su excelencia. Las flores se mantenían tan erguidas como los paladines de Borodino y no parecían dispuestas a deshojarse. Toda la tienda se impregnó de un aroma denso y penetrante.
Al hueco creado por la retirada del general acudió prestamente Zurov, convencido partidario del ataque frontal de la caballería. Varia sonrió al recordar el arrojo empleado por el capitán de húsares en su primer reconocimiento del terreno.
—¡Auquelle belle vue, mademoiselle! ¡La naturaleza! —exclamó siguiendo a Varia, que había salido de la tienda a contemplar la puesta de sol, dejando el ambiente lleno de humo del club de prensa. Y sin perder el ritmo, cambió de tema—. ¡Qué hombre tan admirable es Erasm!, ¿no le parece? Tiene el alma más limpia que una patena. Y es un camarada excelente, aunque, sí, quizá un poco arrogante.
El húsar hizo una pausa y miró con expectación a la muchacha con sus bellos e insolentes ojos. Varia aguardaba lo que seguiría.
—Atractivo, negros cabellos… Si le hubiera visto con su uniforme de húsares cuando apenas era un muchacho —continuó jugando Zurov con decisión—. Ahora va por la vida como una gallina, ¡pero si hubiera visto usted al Erasm de entonces! ¡Puro fuego! ¡Un huracán de Arabia!
Varia observó al cuentista con desconfianza, porque imaginarse al consejero titular como un «huracán de Arabia» resultaba tarea más que imposible.
—¿Y cuál fue la causa de un cambio tan drástico? —preguntó con la esperanza de averiguar algo del misterioso pasado de Erast Petrovich.
Mas Zurov se limitó a encogerse de hombros:
—Sólo el diablo lo sabe. Hacía un año que no le veía. Un amor desdichado, sin duda. Usted nos toma a nosotros, los hombres, por unos badulaques sin sentimientos, pero en realidad el alma masculina es muy vulnerable, muy fácil de herir. —Y bajó la cabeza con amargura—. Con el corazón destrozado, se puede uno sentir viejo a los veinte años.
Varia soltó un bufido:
—Así que veinte años… Quitarse edad no le sienta bien.
—No hablo de mí, sino de Fandorin —aclaró el húsar—. Sólo tiene veintiún años.
—¿Quién?, ¿Erast Petrovich? —se sorprendió Varía—. No diga tonterías, si yo ya tengo veintidós…
—A eso iba, precisamente —se animó Zurov—. Usted necesita a alguien más hecho, de unos treinta años, por ejemplo.
Pero la muchacha ya no le escuchaba, aturdida por aquella información. ¿Fandorin sólo veintiún años? ¿¡Veintiuno!? ¡Increíble! Por eso le había llamado Kazanzaki «niño prodigio». La verdad era que el rostro del consejero titular resultaba un tanto aniñado, ¡pero sus modales, la mirada, sus sienes plateadas! ¿Qué le habría ocurrido para que se le helara la sangre de aquella forma?
Interpretando la perplejidad de la muchacha a su manera, el húsar hinchó el pecho y apuntó:
—Lo que quiero decirle es que si el bribón de Erasm se me ha adelantado, me retiraré al instante. Mademoiselle, digan lo que digan mis detractores, Zurov es un hombre de principios. Nunca robo lo que ya posee otro.
—¿Se refiere usted a mí? —inquirió Varia, atendiendo por fin—. ¿Dice usted que si ya «pertenezco» a Fandorin, usted no me pretenderá, y que si aún no «le pertenezco», sí que iniciará el asedio? ¿Le he comprendido bien?
Zurov jugueteó diplomáticamente con sus cejas, pero no se turbó lo más mínimo.
—Yo pertenezco y siempre me perteneceré a mí misma, y resulta además que tengo novio —apostrofó Varia con acritud ante aquel cínico.
—Sí, he oído hablar de él. Pero ese arrestado monsieur no se cuenta entre mis amigos —respondió el capitán alegremente, dando por concluida su maniobra de reconocimiento.
Entonces siguió el ataque propiamente dicho.
—¿Quiere hacer usted una apuesta, mademoiselle? Si acierto quién será el primero en salir de la tienda, usted me da un beso. Y si no acierto, me rasuro la cabeza como un bashibuzuk. ¡Qué!, ¿se anima? Se arriesga usted muy poco: en la tienda hay veinte personas como mínimo.
Los labios de Varia se entreabrieron en una sonrisa involuntaria.
—Bien, dígame, ¿quién será el primero en salir?
Zurov fingió dudar y movió la cabeza con simulada desesperación de un lado a otro.
—¡Ay! ¡Adiós a mis queridos rizos!… El coronel Sablin, no; McLoughlin, no, él tampoco… ¡Ya sé, el camarero Semien!
Zurov tosió con todas sus fuerzas y, un segundo después, Semien salió del club secándose las manos con una punta de su delantal de seda. El camarero miró el cielo azul con aire diligente y farfulló: «¡Ay, sería estupendo que lloviera!» Y entró de nuevo sin mirar a Zurov.
—¡Milagro! ¡Una señal del Altísimo! —exclamó el conde y, atusándose los bigotes, se inclinó hacia Varia, que se desternillaba de risa.
Creyó que el húsar la besaría en la mejilla, como hacía Petia, pero Zurov apuntó directamente a los labios y el beso fue largo y extraordinario, incluso le produjo algo de vértigo.
Al fin, sintiendo que le faltaba aire, Varia apartó al caballero y se llevó la mano al corazón.
—¡Verá qué bofetada le doy ahora! —amenazó con voz débil—. Gente de fiar me había advertido ya que usted nunca juega limpio.
—Si me abofetea, la retaré a duelo, y sin duda moriré —maulló el conde con voz cantarina, abriendo desmesuradamente los ojos.
Resultaba imposible enfadarse con él…
De pronto, en la tienda de Varia irrumpió la redonda Lushka, la inquieta y palurda sirvienta y cocinera de las hermanas de la caridad, que también hacía de enfermera cuando había gran afluencia de heridos.
—Señorita, la espera a usted un militar —la informó Lushka de sopetón—. Es moreno, con bigotes y lleva un ramo de flores en la mano. ¿Qué le digo?
«Caramba, aquí tenemos a nuestro héroe», pensó Varia volviendo a sonreír. Los métodos de asedio de Zurov la divertían enormemente.
—¡Que espere! Ahora salgo —respondió, echándose una manta por encima.
Pero no era el húsar quien rondaba las tiendas que servían de enfermería, ya dispuestas para recibir a más heridos, sino el coronel Lukan, todo él bañado en perfumes. Un pretendiente más.
Varia suspiró con fastidio, pero ya era tarde para retroceder.
—¡Ravissante comme l’Aurore! —comenzó Lukan, y amagó con arrojarse hacia la mano de Varia cuando recordó cómo eran las mujeres progresistas y saltó hacia atrás.
La joven movió la cabeza rechazando el ramo que le tendía, echó una mirada a los rutilantes cordoncillos dorados del uniforme del aliado y le preguntó con aspereza:
—¿Qué hace usted vestido de gala a estas horas de la mañana?
—Me marcho a Bucarest con su alteza para asistir a un consejo militar —le comunicó el coronel dándose importancia—. Quería despedirme de usted y, de paso, invitarla a desayunar.
Dio una palmada y un elegante carruaje surgió por detrás de la tienda. Un ordenanza, con un uniforme ajado pero con unos guantes blanquísimos, iba al pescante.
—¡Suba, por favor! —Lukan se inclinó respetuosamente y Varia, intrigada a su pesar, se sentó en el mullido asiento.
—¿Adónde me lleva? —preguntó ella—. ¿A la cantina de oficiales?
El rumano se limitó a sonreír enigmáticamente, como si en verdad pretendiera transportar a su acompañante al fin del mundo.
Había pasado otra noche jugando ininterrumpidamente a las cartas, pero si los días siguientes a su aciago encuentro con Zurov había tenido un aspecto desesperado, ahora había recuperado el aplomo y, aunque seguía perdiendo mucho dinero, no parecía desanimado.
—¿Cómo le fue la partida de ayer? —le preguntó Varia, mirando fijamente los círculos marrones que se dibujaban bajo los ojos de Lukan.
—Por fin tengo la fortuna de cara —respondió él, radiante—. La suerte de su Zurov está echada. ¿Conoce usted la ley de los grandes números? Si apuestas cantidades altas durante bastantes días, al final terminas recuperándote.
Por lo que Varia recordaba, Petia le había explicado aquella teoría de un modo bastante diferente, pero no quiso polemizar.
—El conde tiene a su lado la suerte ciega, pero yo tengo del mío el análisis matemático y una gran fortuna. Mire esto. —Y extendió el dedo meñique—. He logrado recuperar el anillo de mi familia; un diamante indio de once quilates. Lo trajo un antepasado mío que estuvo en las cruzadas.
—¿Los rumanos participaron en las cruzadas? —se sorprendió Varia de manera poco considerada, y la pregunta le valió una conferencia sobre la genealogía del coronel, que resultaba remontarse nada menos que al legado romano de Lucano Mauricio Tulio.
Mientras tanto el carruaje, que ya había dejado atrás los límites del campamento, se detuvo por fin en un bosquecillo umbrío. Bajo un viejo roble había dispuesta una mesa cubierta con un mantel blanco almidonado, y sobre ella tantas y tan apetitosas viandas, que Varia sintió hambre de repente. Había quesos franceses y fruta, y salmón ahumado, y jamón sonrosado, y cangrejos de color púrpura, y, cómodamente instalada en un cubo plateado, una botella de vino tinto.
¡Vaya!, también había que reconocer los méritos de Lukan.
Pero cuando levantaban la primera copa se oyó un sordo fragor y a Varia se le encogió el corazón. ¡Cómo había podido distraerse de aquella manera! El asedio había comenzado. Los muertos caían a tierra, los heridos gemían, y ella allí…
Varia se sintió culpable; apartó una fuente llena de uvas tempranas y exclamó:
—¡Dios mío, que todo salga bien!
El coronel apuró su copa y volvió a llenarla inmediatamente. Luego, sin dejar de masticar, observó:
—No hay duda de que es un buen plan de ataque. Como representante personal de su alteza, el príncipe de Rumania, me han puesto al corriente y, de algún modo, hasta he participado en su elaboración. La maniobra envolvente por detrás de las colinas es especialmente ingeniosa. Las columnas de Shajovsky y Veliaminov se encontrarán en Plevna llegadas desde el este. Mientras, desde el sur, el pequeño destacamento de Soboliev distrae al pachá Osmán. Resulta precioso sobre el papel —Lukan apuró otra vez el contenido de la copa—, pero la guerra, mademoiselle Varvara, no se gana sobre el papel. Sus compatriotas no van a conseguir nada.
—¿Por qué? —preguntó Varia con voz lastimera.
El coronel sonrió y se tocó la frente con un dedo.
—Soy un estratega, mademoiselle, y veo más lejos que sus oficiales del Estado Mayor. Aquí —señaló con la cabeza su carpeta— tengo una copia del informe que envié ayer al príncipe Karl. En él pronostico un completo fiasco ruso y estoy convencido de que su alteza valorará mi clarividencia como se merece. Los jefes militares rusos son demasiado arrogantes y confían demasiado en la victoria: valoran más de la cuenta a sus soldados y subestiman a los turcos. Y también a nosotros, a sus aliados rumanos. Estoy seguro de que después de la lección de hoy el zar nos pedirá ayuda. Ya lo verá.
El coronel partió un gran trozo de roquefort, pero Varia había perdido el buen humor.
Los sombríos augurios de Lukan resultaron ciertos.
Al anochecer, Varia y Fandorin, de pie en el camino de Plevna, veían pasar ante ellos una hilera interminable de carretas con heridos. El recuento de pérdidas no era definitivo, pero en el hospital se dijo que al menos se había dado de baja a siete mil personas. Se aseguraba que Soboliev se había distinguido en el combate atrayendo sobre él todo el contraataque turco: de no ser por sus cosacos, el desastre habría sido cien veces peor. La actuación de los artilleros turcos había sorprendido, pues habían demostrado una precisión diabólica, batiendo con sus disparos las columnas rusas que todavía realizaban maniobras de aproximación, impidiendo así que desplegaran sus posiciones de ataque.
Varia comentaba a Erast Petrovich estos rumores mientras él permanecía callado, como si ya los conociera o no comprendiera nada por la conmoción.
La fila de carretas se atascó porque a una de ellas se le había salido una rueda. Varia, que procuraba no mirar aquellos cuerpos mutilados, se fijó ahora en el vehículo bloqueado. Entonces se le escapó un gemido: el rostro de un oficial herido, una mancha blanca en el crepúsculo, le resultaba familiar. Sí, era el coronel Sablin, uno de los contertulios del club. Estaba tendido inconsciente, cubierto con un capote ensangrentado, y su cuerpo aparecía extrañamente diminuto.
—¿Le conoce usted? —le preguntó el enfermero que acompañaba al coronel—. Un proyectil le ha arrancado las piernas de cuajo. Ha tenido mala suerte.
Varia retrocedió hacia Fandorin y se echó a llorar. Sollozó mucho rato; luego las lágrimas se le secaron y empezó a refrescar, mientras seguían pasando carretas y carretas de heridos.
—¡Vaya! Lukan, a quien tenían por tonto en el club, ha resultado más perspicaz que Kridener —dijo Varia sin aguantar ya el silencio.
Fandorin la contempló con aspecto interrogativo.
—Esta mañana —explicó ella—, antes de que empezara el combate, predijo que el asalto resultaría un fracaso. Me comentó que el plan de ataque era bueno, pero que los jefes militares eran muy malos y los soldados tampoco…
—¿Eso ha dicho? —preguntó Erast Petrovich cuando Varia terminó su narración—. ¡Caramba! Eso cambia…
Pero no terminó la frase y frunció el entrecejo.
—¿Qué cambia?
Silencio.
—¿Qué es lo que cambia?, dígame —insistió Varia comenzando a enfadarse—. ¡Qué manía tan tonta! ¡Empieza usted y no sigue! ¿De qué se trata?
Sintió unos terribles deseos de sacudir al consejero titular. ¡Mocoso maleducado y presumido! ¡Dándose aires de héroe enigmático!
—Traición, Varvara Andreevna, de eso se trata. —Erast Petrovich despegó inesperadamente los labios.
—¿Traición? ¿De qué traición me habla?
—Eso es lo que debemos averiguar. Veamos. —Fandorin se secó la frente—. Primero. El coronel Lukan, un hombre de tan poco seso, es el único que pronostica la derrota del ejército ruso. Segundo. Dice que le pusieron al corriente del plan de ataque, incluso le dieron una copia. Tercero. El éxito del plan dependía de la maniobra envolvente, cubierta con la protección de las colinas. Cuarto. La artillería turca ha disparado contra nuestras columnas por las coordenadas, sin verlas. ¿Conclusión?
—Que los turcos sabían de antemano cuándo y dónde tenían que disparar —susurró Varia.
—Exacto. Y que Lukan sabía de antemano que el ataque resultaría un fracaso. A propósito, y quinto: nuestro hombre ha dispuesto estos últimos días de mucho dinero, que de algún sitio le ha tenido que llegar.
—Es rico. Me habló de una fortuna familiar, de propiedades. Me lo contó, pero no le presté mucha atención.
—Varvara Andreevna, el coronel me pidió prestados no hace mucho trescientos rublos y después, en pocos días, si creemos a Zurov, perdió casi quince mil. Naturalmente, puede que Ippolit mienta…
—¡Claro que puede! —convino Varia—, pero es cierto que Lukan ha perdido mucho dinero. Me lo ha dicho esta mañana, antes de salir para Bucarest.
—¿Se ha ido a Bucarest?
Erast Petrovich le dio la espalda y se quedó pensativo, moviendo la cabeza de vez en cuando. Varia se puso a su lado para verle la cara, pero no observó nada especial: Fandorin observaba el planeta Marte frunciendo las cejas.
—Pues bien, que-querida Varvara Andreevna —aunque pronunció lentamente su nombre, a Varia se le aceleró el corazón; primero porque la había llamado «querida»; y segundo porque volvía a tartamudear—, a pesar de lo que le dije, tengo que pedirle su a-ayuda.
—¡Estoy dispuesta a lo que sea! —aceptó ella rápidamente, y añadió—: con tal de salvar a Petia.
—Excelente. —Fandorin la miró a los ojos con aire escrutador—. Pero su mi-misión va a resultar difícil y nada agradable. Quiero que vaya usted también a Bucarest y busque a Lukan y le so-sonsaque lo que pueda. Por ejemplo, averigüe si de verdad es tan rico como dice. Halague su vanidad, su fanfarronería, su e-estupidez. Al fin y al cabo, con usted ya se ha ido de la lengua en una ocasión. Seguro que desplegará sus plumas más hermosas de-delante de usted —Erast Petrovich titubeó—, porque es usted joven y una mujer a-atractiva…
Tosió y se interrumpió, desconcertado por el silbido de sorpresa de Varia. Al final, el convidado de piedra se decidía a piropearla. Había sido un cumplido muy sencillo, «mujer joven y atractiva», pero vaya, vaya…
Sin embargo, Fandorin lo echó a perder todo al instante:
—Por supuesto, no hace falta que viaje sola porque, a-además, resultaría sospechoso. Sé que D’Hevrais está a punto de salir para Bucarest y no creo que se niegue a llevarla consigo.
No, aquello no era un hombre sino un pedazo de hielo, pensó Varia. ¡Intenten derretir un témpano semejante! ¿Es que no veía que el francés la rondaba? Claro que lo veía, pero es que era de esos, como decía Lushka, a quienes nada importaba.
Erast Petrovich, al parecer, interpretó de otra manera el gesto de insatisfacción de la muchacha.
—No se preocupe por el dinero. Tiene usted un su-sueldo asignado y también dietas y todo lo demás. Se lo daré yo. Cómprese algo allí, diviértase.
—Con Charles es imposible aburrirse —repuso Varia vengativamente.