Capítulo Primero

Revue Parisienne (París)

14 (2) de julio de 1877

Nuestro corresponsal, que lleva dos semanas en la zona del Danubio ocupada por el ejército ruso, informa de que en un ucase fechado ayer, 1 de julio (13 de julio según el calendario occidental), el zar Alejandro agradeció a sus tropas victoriosas el éxito conseguido al forzar el frente del río Danubio e irrumpir dentro de los límites del Estado otomano. El ucase imperial asegura que el enemigo ha sido completamente derrotado y que la cruz ortodoxa coronará con toda seguridad la catedral de Santa Sofía de Constantinopla en un plazo máximo de dos semanas. La ofensiva del ejército ruso no encuentra ninguna resistencia, a menos que se consideren así los leves ataques que asestan contra las comunicaciones rusas los volátiles destacamentos de los llamados bashibuzuki («cabezas locas»), famosos por su temperamento salvaje y su crueldad sanguinaria.

San Agustín decía que la mujer es una criatura débil e inestable. Y aquel santo misógino tenía razón, toda la razón del mundo; al menos en lo que se refiere a una señorita que responde al nombre de Varvara Suvorova.

Todo comenzó como una aventura divertida y terminó en lo que van a ver. Se lo mereció por tonta. Su madre auguraba que Varia se pasaría de la raya tarde o temprano y acabaría metida en un lío desagradable: y así ocurrió. Durante una de las tempestuosas conversaciones que solía mantener con ella, su padre, un hombre de gran sabiduría y bondadosa paciencia, dividió en tres etapas el desarrollo vital que su hija había recorrido hasta la fecha: la etapa del «diablillo con faldas»; la del «castigo divino» y, por último, la de la «nihilista chiflada». Y Varia tuvo siempre a gala esta definición paterna, e incluso insistía en que no se quedaría ahí; pero tanta presunción le jugó una mala pasada.

¿Por qué habría aceptado parar en aquella maldita fonda, o como se llamara en la región aquella especie de guarida infecta? El cochero, el infame ladrón de Mitko, había empezado a quejarse: «Hay que dar de beber a los caballos», «Hay que dar de beber a los caballos». Y vaya si les habían dado de beber… Dios mío, ¡qué podía hacer ahora!…

Varia tomó asiento tras una mesa de madera sin cepillar, en un rincón oscuro de aquel cobertizo lleno de salivazos, sintiendo un miedo que no le cabía en el cuerpo. Sólo había sentido aquel temor contrito y desesperado en una ocasión, a los dieciséis años, cuando hizo añicos la taza de té preferida de la abuela y no se le ocurrió otra cosa que esconderse detrás del sofá a aguardar el inevitable castigo.

Le entraron ganas de rezar, pero pensó que las mujeres progresistas no rezaban. Mientras tanto, la situación alcanzaba un punto en el que ya no parecía haber salida.

Pero comencemos por el principio. Había salvado con rapidez, incluso con comodidad, el tramo entre Petersburgo y Bucarest. El tren expreso (dos vagones de pasajeros y diez plataformas con armamento) había transportado velozmente a Varia hasta la capital del reino rumano en apenas tres días. Durante el trayecto, los oficiales y funcionarios militares que seguían el curso de las operaciones bélicas habían estado a punto de matarse entre sí por culpa de los ojos castaños de aquella señorita que fumaba papirosi, cigarrillos liados, y tenía como principio inquebrantable no dejarse besar la mano. En todas las estaciones regalaban a Varia ramos de flores y azafates de mimbre repletos de fresas. Los ramos, ¡menuda vulgaridad!, los tiraba inmediatamente por la ventanilla y, a su pesar, pronto tuvo que empezar a rechazar también las fresas, porque le sentaban mal. El viaje resultó agradable y divertido, pese a que desde el punto de vista ideológico e intelectual todos los que viajaban con ella eran unos auténticos parásitos sociales. La verdad es que uno de los cornetas leía a Lamartine, había oído hablar de Schopenhauer y le hizo la corte de una manera muy delicada, pero cuando Varia le informó amistosamente de que viajaba a Bucarest para encontrarse con su novio, se comportó como un caballero. Y eso que no estaba nada mal físicamente, incluso se daba cierto aire a Lermontov. Bueno, de todos modos no quería saber nada de él.

La segunda etapa del viaje también había transcurrido sin tropiezos. Entre Bucarest y Turnu Magurele había viajado en diligencia, dando tumbos y más tumbos y tragando bastante polvo, hasta que tuvo su objetivo al alcance de la mano: según decían, el cuartel general del ejército destacado en el Danubio se encontraba acampado al otro lado del río, en Tsarevitzi.

Pero aún le quedaba por ejecutar la última parte, la más decisiva, del Plan que había elaborado en Petersburgo (Varia lo llamaba así, el «Plan», con la inicial en mayúscula). La noche anterior, al amparo de la oscuridad, había cruzado el Danubio en barca, un poco más arriba de la aldea de Zimnicy. Dos semanas antes, la heroica División Decimocuarta del general Dragomirov se había apoderado de aquel obstáculo fluvial casi insalvable. A partir de allí empezaba el territorio controlado por los turcos y la zona de operaciones bélicas, de manera que al menor descuido podía ser capturada. Por los caminos cabalgaban constantemente partidas de cosacos que, si descubrían a la muchacha, la repatriarían a Bucarest en un abrir y cerrar de ojos. Pero Varia, una joven ingeniosa, ya había previsto esa posibilidad y había tomado las medidas necesarias para evitarla.

Muy oportunamente, descubrió una posada en una aldea búlgara situada en la orilla meridional del Danubio. Y allí todo fue sobre ruedas. El posadero, que entendía el ruso, prometió buscarle un vodachá, un guía fiable, por sólo cinco rublos. Varia se compró unos pantalones anchos muy parecidos a los bombachos orientales, una camisa, unas botas, un chaleco y una ridícula gorra de paño. Se mudó de ropa y, en un santiamén, dejó de ser una señorita europea para convertirse en un flaco adolescente búlgaro. Vestida así no levantaría las sospechas de las patrullas cosacas. Finalmente, pidió al guía que diera un gran rodeo para evitar las maniobras militares de las columnas y poder llegar a Tsarevitzi desde el sur y no desde el norte. Allí, en el cuartel general, esperaba encontrar a Petia Yavlokov, o mejor dicho, a Varin, como ella lo llamaba, con el que mantenía una relación no muy clara. ¿Era su novio?, ¿un amigo?, ¿su esposo?… En fin, digamos que se trataba de su antiguo marido y su futuro esposo, además de su amigo, por supuesto.

Habían salido antes del amanecer en un carro chirriante que se bamboleaba de un lado a otro. Al principio el taciturno Mitko, un guía con bigotes canosos que masticaba tabaco y escupía sin cesar saliva de color pardo (a Varia se le revolvía el estómago con sólo mirarle), se puso a canturrear unas exóticas tonadillas búlgaras, pero luego calló como si estuviese tramando lo que a esas alturas Varia ya tenía claro.

Un individuo así era capaz de matarla, incluso de algo peor, había pensado Varia. Y sin correr ningún riesgo: ¿quién iba a investigar lo sucedido? Les echarían la culpa a aquellos hombres, ¿cómo se llamaban?, a los bashibuzuki.

Aunque no se produjo ningún asesinato, todo resultó de lo más ruin. El traidor Mitko condujo a su pasajera a una posada muy similar a una guarida de ladrones, la sentó a una mesa, encargó queso y una jarra de vino y se encaminó de nuevo hacia la puerta indicándole que volvería pronto. Varia le siguió porque no quería quedarse sola en esa posada oscura, sucia y maloliente, pero Mitko le dijo en búlgaro que debía ausentarse un momento para hacer sus necesidades. Como Varia no le comprendió, el guía tuvo que aclarárselo con un gesto, y ella, turbada, regresó a la mesa.

La urgencia fisiológica se prolongó más allá de todos los límites imaginables. Varia comió un poco de aquel queso salado e insípido, bebió un sorbo de vino agrio y luego, sin poder soportar por más tiempo la curiosidad que los siniestros clientes de la posada comenzaban a mostrar por ella, salió al patio.

Al salir se quedó petrificada.

No había ni rastro de la carreta, ni tampoco de la maleta donde guardaba sus cosas. Dentro llevaba un botiquín de viaje, y en el botiquín, escondido entre vendas y apósitos, su pasaporte y todo, absolutamente todo su dinero.

Su primera reacción fue echar a correr hasta el camino, pero en aquel instante salió el dueño de la posada, que vestía una camisa roja y tenía una nariz igualmente escarlata y mejillas sembradas de verrugas. Acompañándose de ademanes significativos, el dueño le gritó que debía pagar. Sobrecogida, Varia volvió a la posada, consciente de que no tenía dinero para hacerlo. Ahora estaba sentada en su rincón, en silencio, mientras intentaba tranquilizarse y pensar que todo lo ocurrido era sólo un simple contratiempo. Pero no lograba convencerse.

No había una sola mujer en la posada y aquellos campesinos eran sucios y vocingleros, y se comportaban de manera completamente distinta a la de los aldeanos rusos, que eran pacíficos y hablaban muy bajo hasta que se emborrachaban. Los búlgaros gritaban a pleno pulmón, bebían jarras enteras de vino tinto y se reían con unas carcajadas de ave de rapiña (o eso se le antojaba a Varia). Unos cuantos jugaban a los dados en el rincón de enfrente, en una mesa alargada, y armaban un alboroto terrible cuando los lanzaban. En determinado momento, los jugadores empezaron a insultarse en un tono más fuerte de lo habitual y unos cuantos cogieron a otro, un hombrecillo muy bajito y borracho como una cuba, y le estrellaron una de las jarras de arcilla en la cabeza. El individuo cayó redondo debajo de la mesa y se quedó allí, sin que ninguno de los presentes se interesara por él.

El posadero señaló entonces con la cabeza a Varia e hizo un comentario aparentemente procaz, pues los campesinos de las mesas vecinas se volvieron a mirarla y soltaron unas carcajadas malintencionadas. Varia se encogió y se encasquetó la gorra hasta los ojos. Nadie llevaba la gorra puesta en aquel tugurio, pero ella no podía quitársela porque el cabello se le esparciría por los hombros y, aunque no lo tenía muy largo —Varia, como todas las mujeres modernas, llevaba el pelo corto—, se hubiera descubierto que pertenecía al sexo débil. Un término vergonzoso el que habían inventado los hombres, «sexo débil», pero ¡ay!, por desgracia acertado.

Los aldeanos observaban descaradamente a Varia desde todos lados con unas miradas desagradables y atrevidas. Sólo los que jugaban a los dados seguían ignorándola, además de otro hombre que estaba sentado de espaldas más lejos, cerca del mostrador, y que inclinaba la cara sobre su jarra de vino con aire abatido. Sólo se distinguía su corto cabello negro y sus sienes canosas.

Varia sintió un miedo terrible. «No llores —se dijo para animarse—, eres una mujer adulta y fuerte, y no una señorita pacata. Proclama a los cuatro vientos que eres rusa y que vas a visitar a tu novio que está alistado en el ejército. Somos los libertadores de Bulgaria, aquí todos nos aprecian. Hablar búlgaro es muy fácil, basta con añadir la partícula “ta” al final de cada palabra. El “ejercitota” ruso; la “noviata” de un “heroeta”; la “noviata” de un “heroicota soldadota” ruso. O algo así».

Dirigió la vista a la ventana: ¿y si Mitko regresaba?, ¿y si había llevado los caballos a beber y regresaba? Pero en la polvorienta calle no había rastro de Mitko ni de la carreta. En cambio, Varia advirtió entonces algo que le había pasado desapercibido: un minarete descascarillado y no muy alto sobresalía por encima de las casas. ¿Se encontraría acaso en una aldea turca? Pero los búlgaros eran cristianos ortodoxos. Y los campesinos de la posada bebían vino, cuando el Corán se lo prohibía a los musulmanes… Si la aldea era cristiana, ¿qué pintaba allí un minarete? Y si era musulmana, ¿de qué lado estaría aquella gente, del suyo o del de los turcos? Dudaba que estuvieran de su lado y pensó que sería mejor reservarse lo del «ejercitota» para otra ocasión. ¡Dios mío!, ¿qué podía hacer?

Cuando Varia Suvorova tenía catorce años, le asaltó un día en clase de religión un pensamiento que le pareció irrefutable y absolutamente evidente: ¡era raro que no se le hubiera ocurrido a nadie hasta entonces! Que Dios hubiese creado primero a Adán y después a Eva no demostraba que el hombre fuese más importante que la mujer sino todo lo contrario, que la mujer era un ser más perfecto que el hombre. Mientras el varón vendría a ser como un boceto, un prototipo del ser humano, la mujer sería una versión definitivamente corregida, completada y validada. ¡Estaba clarísimo! Sin embargo, era evidente que lo mejor, lo más estimulante de la vida, pertenecía exclusivamente a los hombres, y que las mujeres sólo podían parir y bordar, bordar y parir. ¿Y cuál era la razón de tamaña injusticia? Sólo una, que los hombres eran más fuertes. En conclusión, había que ser fuerte.

Así que Varia decidió vivir de un modo distinto. En los Estados Unidos de América existía ya una doctora, Mary Jacoby, y también la primera mujer sacerdote, Antoinette Blackbell, mientras que en Rusia sólo había rutina y patriarcado. Que le dieran tiempo y ya verían.

Al terminar el gimnasio, Varia, siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos de América, inició una victoriosa campaña por la independencia (pues su padre, el abogado Suvorov, resultó ser bastante blando) y se matriculó en unos cursos de comadrona. Así fue como saltó de la fase de «castigo divino» a la de «nihilista chiflada».

Los cursos no le fueron bien. Varia superó la parte teórica sin dificultad, pero, aunque gran parte del proceso de creación del ser humano le parecía asombrosa e increíble, cuando tuvo que presenciar un parto de verdad lo pasó muy mal. No pudo soportar los desgarradores gritos de la parturienta ni la terrible visión de la corona ovalada del recién nacido surgiendo de aquel cuerpo dolorido y ensangrentado, y se desmayó vergonzosamente. Tras aquella lamentable escena no le quedó más remedio que abandonar los cursos y matricularse en unas clases de telegrafía. Al principio, el hecho de convertirse en una de las primeras telegrafistas de Rusia le resultó bastante halagador, pues hasta el Boletín de San Petersburgo llegó a mencionar el nombre de Varia (en el artículo «¡Ya era hora!», publicado en el número del 28 de noviembre de 1875), pero juzgó el trabajo aburrido y con pocas perspectivas de futuro.

Entonces Varia, para alivio de sus padres, decidió instalarse en una finca que la familia poseía en la región de Tambov no para darse la buena vida, sino para enseñar y educar a los hijos de los campesinos. Fue allí, en aquella escuela recién construida que todavía olía a serrín de madera de pino, donde conoció a Petia Yavlokov, un estudiante de Petersburgo. Petia enseñaba aritmética, geografía y nociones básicas de ciencias naturales a los niños, y Varia las demás disciplinas. Pero los campesinos llegaron muy pronto a la conclusión de que la asistencia de sus hijos a la escuela no iba a reportarles ni dinero ni beneficio alguno, y se los llevaron de nuevo a casa («¡Nada de holgazanear, a trabajar!»). Para entonces Varia y Petia ya habían madurado el proyecto de una vida en común, libre, moderna y basada en el respeto mutuo y en una división razonable del trabajo.

Los dos pusieron fin a la humillante dependencia de las limosnas paternas. Arrendaron un pequeño piso en la calle Viborgskaya, con ratones pero también con tres habitaciones. Vivirían como Vera Pavlovna y Lopujov: cada uno dispondría de su propio espacio, y en la tercera estancia celebrarían sus tertulias y recibirían a las visitas. Los vecinos los tenían por marido y mujer, pero su convivencia era exclusivamente amistosa: por las tardes leían, tomaban el té y conversaban en la sala común, y luego se daban las buenas noches y se marchaban a sus respectivas habitaciones. Vivieron así durante casi un año, en perfecta armonía, sin estridencias ni obscenidades. Petia asistía a la universidad e impartía clases particulares. Varia aprendió taquigrafía y se puso a trabajar, ganando hasta doscientos rublos al mes. Llevaba los protocolos de los juzgados, copiaba las memorias de un viejo general que había participado en la toma de Varsovia y, luego, gracias a las recomendaciones de unos amigos, entró a trabajar como taquígrafa del Gran Escritor (cuyo nombre no citaremos porque la relación terminó de muy mala manera). La muchacha sentía auténtica veneración por el Gran Escritor y se negó a cobrar por su trabajo, puesto que estar allí era ya un privilegio. Pero aquel monarca del pensamiento entendió su actitud de otra manera. Era muy viejo —atravesaba la sexta década de su vida—, estaba cargado de familia y era considerablemente feo, pero lo cierto era que hablaba con persuasión y elocuencia. Afirmaba que la virginidad era un prejuicio ridículo; la moral burguesa, algo abominable, y que no había nada en la naturaleza humana de qué avergonzarse. Varia le escuchaba y luego pedía consejo a Petia durante horas enteras sobre cómo actuar. Petia, por su parte, estaba de acuerdo en que la castidad y el pudor eran grilletes creados arteramente por la sociedad para reducir y manipular a las mujeres, pero le desaconsejaba terminantemente entablar relaciones sexuales con el Gran Escritor. Se enfadaba, alzaba la voz e intentaba demostrarle que el sujeto no era tan Grande como se suponía: a pesar de sus antiguos méritos, muchos críticos progresistas le censuraban y le consideraban un reaccionario. Y todo terminó, como ya se ha dicho, de mala manera. Cierto día, el Gran Escritor, interrumpiendo el dictado de un pasaje de increíble fuerza literaria (Varia tomaba notas con lágrimas en los ojos), se puso a resoplar y a respirar ruidosamente por la nariz y, abrazando por los hombros con torpeza a su taquígrafa de cabello castaño claro, la arrastró hasta el diván. Ella soportó durante unos minutos aquellos susurros ininteligibles y las maniobras de sus temblorosos dedos —que se estaban haciendo un lío con los botones y los corchetes—, pero después comprendió —o, mejor, sintió—, clara y repentinamente, que aquello no estaba bien y que, por tanto, no podía consentirlo. Apartó de un empujón al Gran Escritor y salió de la casa para no volver a ella nunca más.

Esa historia influyó negativamente en Petia. Corría el mes de marzo, la primavera se había adelantado y el Neva olía a inmensidad y a hielo desgajándose sobre el agua. Fue entonces cuando Petia pronunció su ultimátum: lo suyo no podía continuar así, porque estaban creados el uno para el otro y su relación ya se había visto probada con el tiempo. Al fin y al cabo, eran seres humanos y no tenía sentido que engañasen a las leyes de la naturaleza. Él podía conformarse con el amor corporal, por supuesto, estaba claro, pero lo más adecuado sería casarse según las normas para librarse de muchas complicaciones. El replanteamiento de la situación fue aceptado con tanta naturalidad que a partir de entonces sólo quedó un punto de disensión: qué modalidad de matrimonio escoger, el civil o el canónico. Las discusiones se prolongaron hasta el mes de abril, pero entonces estalló la tan largamente ansiada guerra de liberación de los pueblos eslavos hermanos, y Petia Yavlokov, como hombre de bien que era, se alistó voluntario. En la despedida, Varia le prometió dos cosas: que pronto le daría una respuesta definitiva y que harían la guerra juntos; ella se las ingeniaría para reunirse con él.

Y se las ingenió; no inmediatamente, pero se las ingenió. No logró que la aceptaran como enfermera en ningún hospital de guerra o enfermería de campaña, pues no tuvieron en cuenta sus inconclusos cursos de comadrona, y el ejército movilizado tampoco aceptaba a mujeres para los puestos de telegrafía. Varia estaba ya a punto de caer en la más completa desesperación, cuando recibió una carta desde Rumania: Petia se quejaba de que no le habían aceptado en la infantería por culpa de sus pies planos, y contaba que como el voluntario Yavlokov era matemático y el ejército ruso necesitaba desesperadamente especialistas en cifrado, al final le habían destinado al Estado Mayor del comandante en jefe de la ofensiva, el gran duque Nikolai Nikolaievich.

Varia pensó que quizá resultaría más fácil emplearse en algún servicio adscrito al cuartel general, o por lo menos llegar hasta allí aprovechando el tumulto de la retaguardia. Inmediatamente elaboró un Plan, el que hemos descrito, que en sus dos primeras etapas fue como la seda, pero en la tercera parecía que iba a terminar en catástrofe.

Ahora, aquella embarazosa situación estaba a punto de alcanzar el desenlace. El posadero de las narices bermejas farfulló algo en tono amenazador y, secándose las manos con una toalla gris, se dirigió con su camisa roja hacia Varia, contoneándose como un verdugo camino del cadalso. A Varia se le secó la boca y sintió náuseas. ¿Y si fingiera ser sordomuda o, mejor dicho, sordomudo?

Entonces el melancólico individuo que estaba situado de espaldas, un poco más allá, se levantó tranquilamente de su sitio, se acercó a la mesa de Varia y se sentó en silencio frente a ella. La muchacha contempló durante un momento su rostro pálido, casi infantil pese a las sienes canosas, sus fríos ojos azules, su delgado bigote, y la boca, sellada con un mohín de tristeza. El de aquel hombre era un rostro extraño, muy diferente al de los demás campesinos que se encontraban allí, a pesar de que iba vestido de la misma manera, puede que con una chaqueta más nueva y una camisa más limpia.

El hombre de los ojos azules ni siquiera miró al posadero que se acercaba. Le bastó agitar desdeñosamente la mano y el torvo mesonero se retiró tras el mostrador. Pero Varia no se tranquilizó con esto sino que, por el contrario, pensó que lo peor estaba por llegar.

Arrugó el entrecejo, dispuesta a escuchar una parrafada en un idioma extranjero. Juzgó que lo más sensato sería no responder y limitarse a asentir y negar con la cabeza, sin olvidar algo capital: que los búlgaros entendían esos gestos al contrario y cuando movían la cabeza arriba y abajo indicaban «no», y cuando lo hacían de lado a lado señalaban «sí».

Pero el hombre de los ojos azules no le hizo ninguna pregunta. Suspiró como consternado y dijo en un ruso perfecto, aunque tartamudeando ligeramente:

—¡Ay, se-señorita!, habría sido mejor esperar a su no-novio en casa. Esto no es una novela de Thomas Mayne Reid. Po-podría haber terminado muy mal.