Capítulo Quinto
Revue Parisienne (París)
18 (6) de julio de 1877 Charles D’Hevrais
LAS BOTAS VIEJAS. APUNTES DESDE EL FRENTE
Su piel se ha cuarteado y ahora está tan tierna como los labios de un caballo. No se puede aparecer en sociedad con botas como éstas. Pero yo no lo hago: las botas tienen otro uso.
Me las cosió hace diez años un viejo judío de Sofía. Las cobró caras, diez rublos, pero me dijo: «Señor, yo llevaré mucho tiempo en tierra, bajo las malvas, y usted seguirá calzando estas botas y recordando a Isaac con buenas palabras».
No había pasado un año cuando, durante las excavaciones de una ciudad asiría en Mesopotamia, se rompió el tacón de la bota izquierda. Tuve que regresar solo al campamento. Caminé cojeando por la arena abrasadora, maldiciendo al viejo estafador de Sofía con las palabras más groseras y jurando que quemaría las botas en una hoguera.
Mis colegas, unos arqueólogos británicos, no pudieron llegar al lugar de las excavaciones: fueron atacados por los jinetes del bey Rifat, al que los cristianos tienen por el mismo hijo de Satanás, y fueron degollados sin excepción. Yo no quemé las botas; puse un tacón nuevo y encargué unas pequeñas herraduras de plata.
En 1873, en el mes de mayo, camino de Jiva, mi guía Asaf decidió apoderarse de mi reloj, mi fusil y mi caballo negrop, Alfanje. Por la noche, cuando dormía en mi tienda de campaña, el guía introdujo en mi bota izquierda una víbora venenosa de mordedura letal. Pero la bota en ese momento pedía a gritos un remiendo y la víbora escapó por un agujero y volvió al desierto. Por la mañana, el mismo Asaf me confesó lo que había hecho porque veía en lo ocurrido la intervención de Alá.
Medio año más tarde, el barco Adrianópolis encalló en un bajío del golfo Termaico. Yo logré alcanzar a nado la orilla, que estaba a dos leguas y media de distancia. Las botas me arrastraban hacia el fondo del mar, pero no me las quité. Me dije que, si lo hacía, sería como una capitulación y no lograría llegar a tierra. Las botas me ayudaron a no rendirme. Fui el único en alcanzar la orilla. Los demás pasajeros se ahogaron.
Ahora estoy en el frente de batalla. La muerte nos acecha cada día. Pero estoy tranquilo. Me calzo mis botas, que en estos diez años han cambiado del color negro al pardo, y me siento bajo los disparos como si calzara unas zapatillas de baile encima de un parquet resplandeciente.
Nunca dejo que mi caballo pise las malvas del suelo: ¿y si hubieran crecido sobre la tumba de Isaac?
Era ya el tercer día que Varia trabajaba con Fandorin. Había que liberar a Petia y, según Erast Petrovich, sólo podía conseguirse de una manera: encontrando al verdadero culpable de lo ocurrido. Fue la misma Varia la que pidió al consejero titular que la tomara como ayudante.
La situación de Petia era muy difícil. Aunque a Varia no le permitían verle, Fandorin la tenía siempre al corriente de lo que sucedía: todas las pruebas jugaban en contra del especialista en cifrado. Tras recibir la orden del comandante en jefe de manos del mismo teniente coronel Kazanzaki, Yavlokov se puso a trabajar inmediatamente sobre el cifrado y después, obedeciendo las instrucciones que le habían dado, había llevado el despacho personalmente a la oficina de telégrafos. Varia admitía la posibilidad de que Petia, que era muy distraído, pudiera haber confundido los nombres de las dos ciudades, sobre todo teniendo en cuenta que la fortaleza de Nikopol era conocida por todos, mientras que muy pocas personas habían oído hablar de la pequeña ciudad de Plevna. Pero Kazanzaki rechazaba por completo la posibilidad de una distracción, y, por si fuera poco, el mismo Petia se obstinaba en asegurar que recordaba a la perfección haber cifrado Plevna, ese nombre tan ridículo. Y lo peor de todo era que, según Erast Petrovich, que había presenciado uno de los interrogatorios, se veía a las claras que Yavlokov ocultaba algo y lo disimulaba muy mal. Petia era incapaz de mentir y Varia lo sabía. El caso, pues, parecía encaminarse ineludiblemente a la celebración de juicio.
Los procedimientos de Fandorin para encontrar al verdadero culpable eran ciertamente extraños. Todas las mañanas, nada más levantarse, se enfundaba un absurdo conjunto a rayas de una sola pieza y hacía sus ejercicios de gimnasia inglesa durante un buen rato. Pasaba los días enteros tendido en su catre de campaña y era rara la vez que se asomaba al centro operativo del cuartel general para indagar sobre el caso, mientras que se pasaba las tardes sin falta en el club de los periodistas. Allí fumaba puros, leía sus libros, bebía vino sin llegar nunca a embriagarse e intervenía con desgana en las discusiones. No facilitaba a Varia instrucciones de ninguna clase. Sólo antes de darle las buenas noches le decía: «Nos vemos ma-mañana por la tarde en el club».
La conciencia de su propia impotencia sacaba a Varia de sus casillas. Caminaba por las mañanas de un lado a otro del campamento con los ojos bien abiertos por si descubría algo que resultara sospechoso. Pero nada extraño saltaba a la vista, y Varia, fatigada, se iba a la tienda de Erast Petrovich para espabilarle y ponerle a trabajar.
En el cubil del consejero titular reinaba un caos absoluto: libros tirados por todas partes, mapas enormes, botellas de vino búlgaro en una canastilla trenzada, ropa y balas de cañón que, por lo visto, utilizaba como pesas de gimnasia. En cierta ocasión Varia se sentó inconscientemente sobre un plato de arroz que por algún motivo había sido dejado encima de la silla. Se enfadó mucho y no consiguió eliminar la mancha de grasa de su único traje presentable.
El 7 de julio por la tarde, el coronel Lukan organizó en el club de prensa (así, a la manera inglesa, habían comenzado a llamar a la tienda de los periodistas) una velada con motivo de su onomástica. Para tal ocasión se llevaron desde Bucarest tres cajas de champaña que el festejado afirmaba haber pagado a treinta francos la botella. Pero el dinero se gastó en vano: pronto se olvidó al protagonista de la fiesta porque el verdadero héroe del día fue D’Hevrais.
Por la mañana, pertrechado con los gemelos Zeig que había ganado al desgraciado McLoughlin (Fandorin, por cierto, recibió mil rublos por su miserable apuesta de cien: todo gracias a Varia), el francés había hecho una incursión temeraria: se había ido solo a Plevna y con la única protección de su brazalete de corresponsal había cruzado los puestos de vanguardia del enemigo y había conseguido entrevistar a un coronel turco.
—El señor Perepiolkin me confió amablemente la mejor ruta para llegar a la ciudad evitando las zonas de refriega —contaba D’Hevrais, al que ya rodeaban por completo sus entusiasmados oyentes—. Al final ha resultado más fácil de lo que suponía: los turcos todavía no han tenido tiempo de situar las patrullas como es debido. Encontré al primer soldado en las mismas puertas de la ciudad. Le grité «¿Qué miras? Preséntame cuanto antes a tu comandante de mayor grado». En Oriente, señores, lo fundamental es comportarse como un sultán. Si le gritas a alguien y le insultas, es que tienes derecho a hacerlo. Me condujo ante un coronel. Se llamaba el bey Alí; tenía una perilla negra y llevaba un fez rojo y una insignia de Saint-Cyre en el pecho. Estupendo, pensé, mi maravillosa Francia viene a sacarme de apuros. Y empecé a hablar y a hablar. Que era corresponsal de un periódico francés. Que por voluntad del destino había caído en el campamento ruso, donde reinaba un aburrimiento mortal y no había ningún exotismo, sólo borracheras. ¿Se dignaría el honorable bey Alí conceder una entrevista al público parisino? Pues se dignó. Tomamos asiento y nos sirvieron un sorbete de frutas. Entonces mi bey Alí me pregunta: «¿Existe aún aquel encantador café de la esquina del bulevar Raspail con la rue de Sévres?» Yo, a decir verdad, no tengo la menor idea de si existe todavía o no, porque hace tiempo que no voy a París, pero le respondí: «¡Cómo no! ¡Y ahora incluso es más popular que antes!» Hablamos de los bulevares, del cancán y de las cocottes. El coronel estaba profundamente conmovido, hasta la barba se le erizó (una barba magnífica, digna del mismísimo mariscal De Rais), y se puso melancólico: «En cuanto acabe esta maldita guerra, iré a París, a París…» «¿Y piensa usted que terminará pronto, efendi?», le pregunté. «Pronto —me respondió el bey Alí—. Muy pronto. En cuanto los rusos nos echen de Plevna a mí y a mis cuatro batallones. Ése será el punto final. El camino a Sofía quedará abierto». «¡Ay, ay! —me lamenté yo, poniendo cara de pena—. ¡Es usted un hombre valiente, bey Alí! ¡Cuatro batallones contra todo el ejército ruso! ¡Escribiré sobre usted sin falta en mi periódico! Y, entonces, ¿dónde se encuentra el famoso pachá Osmán Nuri con todo su ejército?» El coronel se quitó el fez y dio un manotazo al aire: «Me prometió que llegaría mañana, pero no creo que lo consiga: los caminos están en muy mal estado. Quizá pasado mañana por la tarde, eso como muy pronto». En fin, conversamos a nuestras anchas. Hablamos de Constantinopla, de Alejandría. Tuve que emplearme a fondo para librarme de él: ya había ordenado que mataran un carnero para comer. Por consejo de monsieur Perepiolkin he puesto esta entrevista en conocimiento del cuartel general del gran duque, y allí han considerado de gran interés mi conversación con el honorable bey Alí —concluyó su relato el corresponsal humildemente—. Me imagino que mañana mismo el coronel turco se encontrará con una pequeña sorpresa.
—¡Ah, D’Hevrais, qué cerebro tan audaz el suyo! —Soboliev se abalanzó sobre él, abriendo sus brazos de general—. ¡Un verdadero espíritu galo! ¡Déjeme que le bese!
Cuando el rostro de D’Hevrais quedó oculto por la frondosa barba del general, McLoughlin, que jugaba al ajedrez con Perepiolkin (el capitán se había quitado ya el sucio vendaje y miraba concentrado el tablero entornando los dos ojos), repuso con sequedad:
—El capitán no ha debido utilizarle como espía. No estoy convencido, querido Charles, de que su actitud sea del todo irreprochable desde el punto de vista de la ética periodística. El corresponsal de un estado neutral no tiene derecho a tomar partido por ninguna de las partes en conflicto y mucho menos a aceptar el papel de espía, porque…
Mas todos los presentes, incluida Varia, se dieron tanta prisa en reprocharle sus palabras, que el impertinente celta se vio obligado a guardar silencio.
—¡Ajá, así que están de fiesta! —Se oyó de pronto una voz sonora y segura de sí misma.
Varia se volvió y distinguió en la entrada a un guapo oficial de húsares, moreno, con unos vistosos y descuidados bigotes, los ojos algo saltones y una flamante cruz de San Jorge prendida en la esclavina. El recién llegado no se turbó lo más mínimo al sentirse observado por todos los presentes: por el contrario, interpretó aquella atención general como algo normal.
—Capitán de caballería del regimiento de húsares de Grodno, conde Ippolit Zurov —se presentó el oficial, saludando militarmente a Soboliev—. ¿No me recuerda usted, excelencia? Tomamos juntos Kokand. Entonces estaba destinado en el cuartel general de Konstantin Petrovich.
—Claro que le recuerdo —asintió el general—. Si no me equivoco, le juzgaron a usted por jugar a las cartas estando en campaña y retarse a duelo con un intendente.
—Gracias a Dios Misericordioso, logré salir con bien —replicó el húsar con frivolidad—. Me han dicho que aquí podría encontrar a mi viejo amigo Erasm Fandorin, espero que no me hayan mentido.
Varia se volvió rápidamente hacia Erast Petrovich, que seguía sentado en su apartado rincón. Erast se levantó, suspiró con dificultad y exclamó tristemente:
—¡Ippolit! ¡Qué alegría!
—¡Ahí está! ¡El que desapareció tragado por la tierra! —El húsar se abalanzó sobre Fandorin y comenzó a sacudirlo por los hombros con tal fuerza que la cabeza de Erast Petrovich se balanceó adelante y atrás—. ¡Me habían dicho que los turcos te habían empalado en Serbia! ¡Oh, amigo mío, estás muy desmejorado, nadie te reconocería! ¿Te tiñes las sienes por coquetería?
Verdaderamente, se dibujaba un curioso círculo de amistades en torno al consejero titular: el pachá de Vidin, el jefe de la Gendarmería y, ahora, aquel guapo y tosco oficial de aire pendenciero. Varia se aproximó con disimulo para no perderse una sola palabra de la conversación.
—¡Cuántas vicisitudes vivimos juntos, cuántas! —Zurov dejó de sacudir a su interlocutor y comenzó a palmearle la espalda—. Después te contaré mis aventurillas en privado, tête a tête, porque no son aptas para las señoras. —Miró a Varia con jovialidad—. Pero el desenlace sí que puede contarse: me he quedado sin blanca, solo como un perro y con el corazón despedazado. —Una nueva mirada hacia Varia.
—¡Quién podía pe-pensar eso de ti! —comentó Fandorin apartándose de él.
—¡Cómo!, ¿tartamudeas? ¿Has sufrido una conmoción cerebral? No te preocupes, se pasa. En la toma de Kokand, la onda expansiva de una explosión me despidió con tal fuerza contra la esquina de una mezquita, que estuve un mes recogiendo dientes y, lo creas o no, sin probar una gota de alcohol. Pero al final no fue nada y me quedé como nuevo.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Eso, hermano Erasm, es una larga historia. —El húsar paseó la mirada por los clientes del club, que a su vez le contemplaban con fervorosa curiosidad, y dijo—: No teman, señores, y acérquense si quieren escuchar la particular «sherezada» que voy a contarle a mi amigo Erasm.
—Querrás decir tu particular «odisea» —le corrigió Erast Petrovich en voz baja, apartándose y colocándose detrás del coronel Lukan.
—La Odisea ocurrió hace tiempo en Grecia, pero lo que yo protagonicé fue precisamente una «sherezada». —Zurov hizo una pausa efectista e inició su relato—. Pues bien, señores, a causa de una serie de circunstancias que sólo conocemos Fandorin y yo, acabé completamente encallado en la ciudad de Nápoles. Pedí prestados quinientos rublos al cónsul ruso, el muy avaro no quiso darme más, y me embarqué hacia Odessa. Pero durante la travesía se me ocurrió organizar una partida con el capitán y el contramaestre, y ahí el diablo me jugó una mala pasada. Los muy bribones me limpiaron hasta el último kopec. Yo, naturalmente, protesté, causé algunos desperfectos en la propiedad inmueble del barco y en Constantinopla me arrojaron por la borda…, mejor dicho, me depositaron en la orilla sin dinero, sin mis pertenencias personales e incluso sin mi sombrero. Y era invierno, señores. Un invierno turco, es cierto, pero hacía frío de todas formas. Como no podía hacer otra cosa, me dirigí hacia la embajada rusa. Logré superar todas las barreras hasta que me vi en presencia del embajador en persona, Nikolai Pavlovich Gnatiev. Un hombre sensible. «Dinero —me dijo— no voy a prestarle porque por principio soy enemigo de cualquier tipo de préstamo, pero si quisiera, conde, le podría contratar como edecán porque necesito oficiales valientes a mi servicio. De esa manera usted recibirá sus honorarios y demás emolumentos». Resumiendo, que me convertí en su edecán.
—¿El edecán personal de Gnatiev? —Movió la cabeza Soboliev—. Ese zorro astuto debió de ver algo especial en usted.
Zurov abrió los brazos con modestia y continuó:
—Pues bien, ya en la primera jornada de mi nuevo trabajo provoqué un conflicto internacional y un intercambio diplomático de notas. Nikolai Pavlovich me envió con una interpelación a un santón turco antirruso, Hassan Jairulá, la principal autoridad religiosa, una especie de papa católico.
—Sheij-ul-Islam —precisó McLoughlin, que tomaba notas vertiginosamente en su cuadernillo—. Es más similar al procurador general de su Santo Sínodo de ustedes.
—Exacto, eso mismo —asintió Zurov—. Bien, como iba diciendo. Yo y ese Jairulá nos caímos mal desde un principio. Con la ayuda de un intérprete, como se hacen estas cosas, le dije de buenas maneras: «Su ilustrísima, una carta oficial y urgente del general edecán Gnatiev». Pero el muy perro me fulmina con los ojos y me responde en francés, a propósito para que el trujamán no pudiera suavizar la expresión: «Es la hora de la oración. Espera». Entonces se arrodilló, vuelto hacia La Meca, y comenzó a repetir una y otra vez: «¡Oh, gran y todopoderoso Alá, sé clemente con éste tu fiel esclavo y concédele la posibilidad de ver en vida cómo los viles cristianos, indignos de pisar tu tierra sagrada, arden en el infierno!». «Vamos bien —pensé para mis adentros—, ¿desde cuándo se reza a Alá en francés? Si es así, ahora mismo introduzco yo un nuevo canon en el cristianismo ortodoxo». Entonces Jairulá se giró hacia mí con la satisfacción pintada en la cara, con la expresión de haber puesto en su sitio al cerdo cristiano. «Dame la carta de tu general», me dice. «Pardonnez-moi, éminence —le respondo yo—, pero a esta hora los rusos hacemos nuestras preces. Aguarde un momento». ¡Paff!, me puse de rodillas y comencé a rezar en la lengua de Corneille y Rocambole: «Señor de todas las cosas, alegra a este esclavo pecador de tu rebaño, o mejor dicho, a tu chevalier Ippolit, y dale la posibilidad de contemplar cómo se queman en la sartén esos perros musulmanes». En suma, compliqué aún más las ya de por sí difíciles relaciones ruso-turcas. Jairulá no cogió la carta, sino que, por el contrario, comenzó a blasfemar en su lengua y nos puso a mí y al intérprete de patitas en la calle. Luego, Nikolai Pavlovich me regañó de cara a la galería, pero yo tengo para mis adentros que quedó bastante contento. Es un hombre que sabe perfectamente a quién elegir para visitar a quién y con qué encargo.
—Verdadera valentía. A lo turquestano —aprobó Soboliev.
—No me parecen maneras muy diplomáticas —apuntó el capitán Perepiolkin mirando con desaprobación al insolente húsar.
—Bueno, tampoco resistí mucho tiempo en el cuerpo diplomático —suspiró Zurov, y añadió pensativo—: Evidentemente, no era lo mío.
Erast Petrovich emitió un sonido de admiración.
—Bien, un buen día iba yo andando por el puente de Gálata, luciendo mi uniforme ruso y mirando a las hermosas muchachas que se cruzaban en mi camino. Aunque todas llevan velo, algunas eligen una tela muy transparente para resultar más seductoras. De pronto se aproxima un carruaje y vislumbro a un ser divino con unos ojos de terciopelo, que lucen como dos estrellas por debajo de su velo. A su lado iba un eunuco abisinio, enormemente gordo, y detrás otro carruaje con sus sirvientas. Me detuve y le hice una inclinación de cortesía, con gran dignidad, como corresponde a un diplomático. Entonces ella se desprende de un guante y con su blanca manita —Zurov frunció los labios como para soplar— me manda un beso por los aires.
—¿Se quitó el guante? —preguntó incrédulo D’Hevrais, con aires de experto—. Pues eso no son bgomas, señoges. El pgofeta considegaba que las manos son la pagte más seductoga del cuegpo femenino, y pgohibió tegminantemente que las musulmanas cgeyentes saliegan a la calle sin guantes paga evitag que indujegan a tentación los cogazones de los hombges. De manega que despgendegse de un guante… c’est un grand signe. Segía como si una mujeg eugopea se quitase… Bueno, me abstendgé de haceg pagalelismos —se interrumpió, tras un titubeo, mirando de reojo a Varia.
—Más a mi favor —continuó el húsar, listo para retomar el hilo del relato—. ¿Cómo podía yo después de eso ofender a la dama con una descortesía? Cogí las riendas del primer caballo, lo detuve y quise presentarme. Entonces el eunuco, aquel animal untado de brea, me dio un latigazo en la mejilla. ¿Cómo debía conducirme? Saqué mi sable, atravesé a aquel ignorante de lado a lado, limpié la hoja con su caftán de seda y regresé a casa la mar de triste. Ya no estaba de humor para más galanterías con la dama. Intuí desde el primer momento que aquello no terminaría bien y no me equivocaba: resultó aún peor de lo que suponía.
—¿Qué ocurrió? —se interesó Lukan—. ¿Era la esposa de algún pachá?
—Peor aún —suspiró Zurov—. La esposa de su alteza musulmana, del sultán Abdulhamid II. Y el eunuco, naturalmente, también pertenecía al sultán. Nikolai Pavlovich me justificó como pudo. El embajador ruso le dijo al padishah: «Si mi edecán se dejara azotar por un esclavo, yo mismo le arrancaría los galones de oficial ruso por dejar una infamia así sin castigo». Pero ¿ustedes creen que gente así puede comprender lo que significa un uniforme militar? Me expulsaron del país en veinticuatro horas, en un paquebote rumbo a Odessa. Menos mal que la guerra no tardó en comenzar. Nikolai Pavlovich me despidió con estas palabras: «Zurov, dé gracias a Dios de que no era su primera esposa, sino “una joven señora” del harén, kuchum kadiné».
—Kuchum no, kuchuk —le corrigió Fandorin, y se ruborizó, detalle que sorprendió a Varia.
Zurov dio un silbido.
—¡Vaya! ¿Cómo lo sabes?
Erast Petrovich no respondió. Su rostro, además, mostraba un auténtico disgusto.
—El señor Fandorin fue huésped de un pachá turco —aclaró Varia con voz insinuante.
—¿Te cuidaba todo el harén? —se animó el conde—. Anda, cuenta, no seas tonto.
—El ha-harén entero no, sólo la kuchuk janum —farfulló el consejero titular, dando muestras evidentes de que no quería entrar en detalles—. Una mu-muchacha muy bondadosa y compasiva. Y también muy moderna. Hablaba francés e inglés y apreciaba a lord Byron. Le gustaba la medicina.
El policía mostraba ahora una faceta nueva e inesperada que no agradó lo más mínimo a Varia.
—Una mujer moderna no vive en un harén en calidad de decimoquinta esposa —le atajó—. Resulta humillante y absolutamente cruel.
—Pegdone la intgusión, mademoiselle, pego ésa no es una obsegvación del todo cogecta —intervino otra vez D’Hevrais en ruso con su particular gracejo, pasando de inmediato al francés—. Verá, durante estos años de peregrinación por Oriente he estudiado bien las costumbres musulmanas.
—Sí, sí, Charles, cuéntenos usted —le pidió McLoughlin—. Recuerdo su serie de reportajes sobre la vida en los harenes. Eran excelentes —alabó el irlandés a su colega, mostrando su nobleza.
—Cualquier institución social, la poligamia entre ellas, debe estudiarse en su contexto histórico —comenzó D’Hevrais con voz profesoral, pero la mueca de Zurov hizo que el francés se apresurara a adoptar un tono más normal—. En realidad, para las mujeres, teniendo en cuenta las condiciones de vida en Oriente, el harén es la única posibilidad de supervivencia. Juzgue usted misma: los musulmanes fueron desde el principio un pueblo de guerreros y profetas. Los hombres vivían de la guerra y la destrucción, de manera que muchísimas mujeres se quedaban viudas o no podían encontrar esposo. ¿Quién las alimentaría a ellas y a sus hijos? Mahoma tenía quince esposas, pero no por una voluptuosidad desmesurada sino por razones puramente humanitarias. Se hacía cargo de las viudas de sus compañeros de armas, pero desde un punto de vista occidental esas mujeres no podrían llamarse de ningún modo sus esposas. ¿Porque qué es en realidad un harén, señores? Ustedes se imaginan el murmullo de una fuente, odaliscas semidesnudas que comen dátiles indolentemente, el tintineo de los collares, el penetrante aroma de los perfumes y todo envuelto en una especie de bruma de saciedad y depravación.
—Sí, y en medio al soberano de ese gallinero vestido cómodamente con un batín de seda, con su narguile y una sonrisa beatífica en los labios —intercaló soñadoramente el húsar.
—Lamento decepcionarle, monsieur capitán. Pero además de las esposas de los parientes pobres también forman parte del harén un montón de chiquillos, incluidos los ajenos, numerosas sirvientas, viejas esclavas que terminan allí sus días y Dios sabe quién más. Toda esa horda debe alimentarla y mantenerla el sostén de la familia, el hombre. Cuanto más rico y poderoso sea, tantas más personas tendrá a su cargo y tanto mayor será la responsabilidad que soporte. El sistema del harén es no sólo humanitario, sino también el único posible en las circunstancias de Oriente: de otro modo muchas mujeres morirían, sencillamente, de hambre.
—Parece que describe usted una especie de falansterio, y al marido turco como un doble de Charles Fourier —no aguantó más Varia—. ¿No sería mejor darle a la mujer la posibilidad de ganarse la vida por sí misma, antes que mantenerla en esa condición de esclava?
—La sociedad oriental es lenta y nada proclive a los cambios, mademoiselle Varvara —respondió respetuosamente el francés, pronunciando su nombre de forma tan melosa que resultaba del todo imposible enfadarse con él—. Hay pocos puestos de trabajo y hay que pelear mucho para conseguirlos, y las mujeres no compiten con los hombres en ese aspecto. Además, una esposa no es una esclava. Si el marido no es de su agrado, siempre tiene la posibilidad de recobrar su libertad. Basta con hacerle al esposo la vida tan insoportable que le obligue a exclamar delante de testigos, en un acceso de furor: «¡Ya no eres mi esposa!» Convendrá conmigo en que llevar a un marido a esa situación no es tarea muy difícil. Si una mujer oye esa frase, tiene derecho a recoger sus cosas y marcharse de allí. El divorcio en Oriente es cosa sencilla, nada que ver con lo que ocurre en Occidente. Además, tenga en cuenta que el marido es un individuo solo, mientras que las mujeres representan todo un colectivo. ¿Sorprende, entonces, que el auténtico poder pertenezca al harén y no al propietario? Las grandes figuras del imperio otomano no son el sultán y el gran visir, sino la madre y la esposa preferida del padishah. Además, claro está, del kizliar-agasi: es decir, del gran eunuco del harén.
—¿Cuántas esposas se le permite tener a un sultán? —preguntó Perepiolkin, mirando con aire culpable a Soboliev—. Se lo pregunto por curiosidad.
—Cuatro, como a todo creyente. Pero además de las esposas legales, el padishah tiene también a sus ikbal, sus favoritas podríamos decir, y sus jovencísimas gedikli, «doncellas agradables a la vista», aspirantes al papel de favorita.
—Eso suena mejor —asintió Lukan, satisfecho.
Pero empezó a rizarse el bigote, nervioso, cuando Varia lo repasó de pies a cabeza con una mirada despectiva.
Soboliev (éste también era algo tunante) preguntó libidinosamente:
—Entonces, ¿además de las esposas y las concubinas hay asimismo esclavas?
—Todas las mujeres del sultán son esclavas suyas, pero sólo hasta que den a luz un hijo. Cuando eso ocurre, la madre recibe instantáneamente el título de princesa y comienza a disfrutar de los privilegios inherentes a su nuevo estado. Por ejemplo, la todopoderosa sultana Biesma, madre del difunto Abdulaziz, había sido en su juventud una simple sirvienta de un baño turco, pero enjabonó tan bien a Mejmed II, que éste la tomó primero como concubina y luego hizo de ella su esposa preferida. En Turquía, las posibilidades femeninas de hacer carrera son verdaderamente ilimitadas.
—Debe de ser muy duro llevar a la espalda una carga tan pesada —sugirió uno de los periodistas en tono reflexivo—. Quizá demasiado.
—Algunos sultanes han llegado a la misma conclusión —sonrió D’Hevrais—. Por ejemplo, a Ibrahim I le agobiaban mortalmente todas sus mujeres. En cambio, Iván el Terrible y Enrique VIII, en su misma situación, lo tuvieron mucho mejor: les bastó enviar a su antigua mujer al cadalso o a un monasterio para poder tomar una nueva. ¿Pero qué solución hay si lo que se tiene es un harén entero?
—Sí, eso, ¿qué se puede hacer? —Asintieron los oyentes, interesados.
—Los turcos, señores, no ceden ante las dificultades. El padishah ordenó meter a todas las mujeres en unos sacos y tirarlas al Bósforo. Al día siguiente, su majestad era de nuevo soltero y pudo crear un nuevo harén.
Los hombres estallaron en carcajadas, pero Varia exclamó:
—¡¿Es que no les da vergüenza, señores?! ¡Reírse de semejante brutalidad!
—De eso hace casi cien años, mademoiselle Varia, las costumbres del palacio del sultán se han suavizado bastante —la tranquilizó D’Hevrais—. En especial gracias a una mujer extraordinaria, por cierto, compatriota mía.
—Cuéntenos —le pidió Varia.
—Ocurrió así. En cierta ocasión, navegaba por el Mediterráneo un barco francés que llevaba entre sus pasajeros a una muchacha de diecisiete años. Era de una belleza extraordinaria. Se llamaba Aimée Dubuc de Rivera y había nacido en la mágica isla de Martinica, un lugar que ha regalado al mundo no pocas bellezas legendarias, entre ellas, madame de Maintenon y Josephine de Beauharnais. Nuestra joven Aimée conocía bastante bien a esta última, de la cual era incluso amiga cuando se llamaba simplemente Josephine de Tacherie. La Historia no cuenta el motivo de que esta maravillosa criolla se embarcara en una travesía por mares infestados de piratas. Sí dice que, cerca de la costa de Cerdeña, los corsarios se apoderaron del barco y la francesa acabó en un mercado de esclavos de Argel, donde la compró el bey en persona, el mismo que, según monsieur Poprístchine, tenía un lobanillo bajo la nariz. El bey era viejo y la belleza femenina ya no le interesaba, pero sí mantener unas buenas relaciones con la Sublime Puerta, y la pobre Aimée embarcó rumbo a Constantinopla como regalo de carne y hueso para el sultán Abdulhamid I, bisabuelo del actual Abdulhamid II. El padishah trató a la prisionera con cuidado, como a un inestimable tesoro, y no le impuso ninguna obligación, ni siquiera la de convertirse al islam. El sabio soberano fue paciente con ella y Aimée le recompensó con el amor. En Turquía la conocen con el nombre de sultana Nashedil. Engendró al príncipe Mejmed, que luego subiría al trono y pasaría a la Historia como un gran reformador. Su madre le había enseñado francés y le había aficionado a la literatura y al librepensamiento franceses. Con él, Turquía comenzó a Volver su rostro hacia Occidente.
—D’Hevrais, es usted un narrador de primera —sentenció McLoughlin con malevolencia—. Otra vez ha retocado usted la Historia y le ha añadido detalles de su cosecha.
El francés le miró con ojos pícaros y guardó silencio, pero Zurov, que desde hacía unos minutos mostraba signos evidentes de impaciencia, dijo de pronto con entusiasmo:
—A propósito, señores, ¿qué les parecería organizar una partida de cartas? No hacemos más que hablar y hablar. Palabra que no me parece muy humano.
Varia oyó que a Fandorin se le escapaba un gemido sordo.
—Erasm, a ti no te invito —se apresuró a añadir el conde—. Tienes una suerte infernal; te protege el diablo.
—¡Excelencia! —se indignó Perepiolkin—. Espero que no permita usted juegos de azar en su presencia.
Pero Soboliev hizo un gesto con la mano, como si apartara una mosca fastidiosa:
—Olvídelo, capitán, no sea pesado. Usted tiene suerte porque en su Departamento Operativo siempre se ocupa de algo, pero yo me estoy oxidando con tanta inactividad. Conde, yo no jugaré, pues tengo un carácter demasiado impetuoso, pero sí que miraré.
Varia vio que Perepiolkin observaba al general Adonis con ojos de perro apaleado.
—Además, apostaremos bajo, ¿verdad? —propuso Lukan con voz insegura—. Lo suficiente para reforzar nuestra camaradería militar.
—Pues claro que sí, sólo apuestas bajas, para reforzar la camaradería —asintió Zurov con la cabeza, sacando varias barajas precintadas de su zurrón de húsar—. La apuesta inicial es de cien rublos. ¿Quién se apunta, señores?
La banca se montó en un santiamén y pronto empezaron a oírse en la tienda frases fantásticas:
—Ahí va la cola de seda.
—¡Ya le daremos con la sultanita, señores!
—L’as de carreau.
—¡Ja, ja, lo mato!
Durante el juego, Varia se acercó a Erast Petrovich.
—¿Por qué le llama Erasm?
—Por una vi-vieja costumbre —eludió la respuesta el reservado Fandorin.
—¡Ah, ah!… —suspiró ruidosamente Soboliev—. Kridener estará acercándose a Plevna mientras yo sigo aquí sentado, como los naipes de morralla de un descarte.
Perepiolkin estaba pegado a su ídolo, simulando interesarse por el juego.
McLoughlin, solo y enojado, de pie con el tablero de ajedrez bajo el brazo, farfulló algo en inglés para sí y luego lo tradujo al ruso:
—Era un club de prensa y se ha convertido en una taberna.
—¡Eh, garçon!, ¿tienes coñac? ¡Pues tráelo! —gritó el húsar, volviéndose al sirviente—. Divirtámonos a lo grande.
En efecto, la noche parecía presentarse divertida.
Pero al día siguiente el club de prensa estaba irreconocible: los rusos permanecían sentados, lúgubres y abatidos, mientras los corresponsales, por el contrario, andaban excitados, cuchicheaban y de vez en cuando, al conocerse nuevos detalles, salían disparados hacia el puesto de telégrafos. Se había producido un acontecimiento excepcional.
A la hora del almuerzo habían corrido ya rumores funestos por el campamento, pero cuando Varia y Fandorin regresaban del campo de tiro sobre las seis (el consejero titular estaba enseñando a su ayudante a tirar con una pistola tipo Colt), se toparon con un Soboliev hosco y con los nervios deshechos.
—¡Menudo asunto! —dijo restregándose nerviosamente las manos—. ¿Han escuchado ustedes las noticias?
—¿Plevna? —preguntó o, mejor, predijo Fandorin.
—Un completo desastre. El general Shilder-Shuldner avanzó hacia Plevna en línea recta, sin patrullas de reconocimiento, porque quería llegar antes que el pachá Osmán. Los nuestros eran siete mil y los turcos muchos más. Las columnas atacaron de frente y cayeron en un fuego cruzado. Rosenboim, el comandante del regimiento de Arjangelsk, ha muerto; el comandante del regimiento de Kostroma, Kleinhouse, está mortalmente herido, y al general mayor Knorring le han traído en camilla. Han caído un tercio de los nuestros. Ha sido una verdadera carnicería. ¡Y decían que sólo tenían tres batallones! Los turcos tampoco eran los de siempre; han luchado como diablos.
—¿Y qué hay de D’Hevrais? —preguntó rápidamente Erast Petrovich.
—Nada. Deambula por ahí, pálido como un muerto, justificándose con balbuceos. Kazanzaki se lo ha llevado para interrogarle… Bueno, ahora todo empieza otra vez. Quizá por fin me den un destino. Perepiolkin me ha comentado que existe una posibilidad de… —Y el general se alejó con paso elástico hacia el cuartel general sin acabar la frase.
Varia permaneció en el hospital hasta el anochecer, ayudando a esterilizar los instrumentos quirúrgicos. Llegaban tantos heridos que hubo que levantar otras dos tiendas provisionales. Las hermanas de la caridad se derrumbaban de cansancio. Olía a sangre y a sufrimiento, y los heridos gritaban y rezaban.
Sólo al atardecer pudo Varia acercarse a la tienda de los corresponsales, donde, como ya se ha dicho, el ambiente era muy diferente del de la noche anterior. Únicamente había vida alrededor de la mesa de juego, donde la partida llevaba ya dos días ininterrumpidos. Zurov, pálido y exhalando humo de su puro, repartía las cartas con rapidez. No había probado bocado, pero aunque no paraba de beber no se le veía en absoluto borracho. Sobre la mesa, junto a sus codos, había crecido una montaña entera de billetes, monedas de oro y recibos de deuda. Frente a él estaba sentado Lukan, con el pelo erizado y el rostro descompuesto. A su lado dormía otro oficial, con la cabellera castaña extendida sobre los brazos cruzados sobre la mesa. Alrededor, el mozo de la cantina, revoloteando como una mariposa, cazaba al vuelo las peticiones del afortunado húsar.
Fandorin no estaba en el club, D’Hevrais tampoco, McLoughlin jugaba al ajedrez y Soboliev, rodeado de oficiales, estaba tan ensimismado observando un enorme mapa que ni siquiera levantó la cabeza para mirar a Varia.
La muchacha comprendió al instante que no debía haber acudido a la tienda e increpó a los jugadores:
—Conde, ¿no le da vergüenza? Seguir jugando cuando han muerto tantas personas…
—Pero nosotros seguimos vivos, mademoiselle —le respondió Zurov distraído, golpeando suavemente la baraja—. ¿Por qué se va a enterrar uno antes de la cuenta? ¡Ay, Luka, sé que te estás tirando un farol! Subo a dos.
Lukan se quitó del dedo la sortija del brillante.
—Las veo —dijo, y acercó su mano temblorosa lenta, muy lentamente, a las cartas de Zurov, que estaban descuidadamente tiradas boca abajo sobre la mesa.
En aquel momento Varia vio al coronel Kazanzaki introducirse sigilosamente en la tienda, como un cuervo negro que hubiera detectado el hedor dulzón de un cadáver. Recordó cómo había acabado la anterior aparición del policía y se estremeció.
—Señor Kazanzaki, ¿dónde está D’Hevrais? —preguntó McLoughlin volviéndose hacia el recién llegado.
El coronel permaneció significativamente en silencio, esperando a que en la tienda callaran las voces. Entonces respondió con laconismo:
—Está conmigo. Redactando su declaración. —Tosió y añadió maliciosamente—: Después se tomará una decisión.
El pesado silencio que se abatió sobre la sala fue roto por la voz impertinente y aguardentosa de Zurov:
—¿Así que éste es el famoso policía Kazanzaki? Mis respetos, señor hocico partido. —Y con los ojos brillantes y desafiadores miró expectante al coronel, que se sonrojó.
—Yo también he oído hablar de usted, señor pendenciero —replicó pausadamente Kazanzaki, mirando al húsar también a los ojos—. Un individuo famoso donde los haya. Pero tenga la bondad de morderse la lengua porque si no llamaré a la guardia y le meteré en el calabozo por jugar a las cartas en el campamento. Y se requisará la banca.
—¡Sí, señor, un hombre serio! —sonrió el conde—. Entendido. A partir de ahora, mudo como una tumba.
Lukan levantó por fin las cartas de Zurov, soltó un lúgubre gemido y se llevó las manos a la cabeza. El conde contempló con escepticismo la sortija ganada.
—Pero ¿de qué tonterías de traición habla, mayor, de qué tonterías? —Varia oyó la voz iracunda de Soboliev—. Tiene razón Perepiolkin, que conoce muy bien la estrategia: lo único que ha pasado es que Osmán ha forzado la marcha, y los nuestros, sencillamente, no se esperaban esa rapidez en los turcos. Ya se han acabado las tonterías. Tenemos delante a un enemigo temible y hemos de empezar una guerra en serio.