Capítulo Undécimo

The Times (Londres)

16 (4) de diciembre de 1877

DERBY Y CARNARVON DIMITEN

Ayer, en la reunión del Consejo de Ministros, el conde Beaconsfield propuso solicitar al Parlamento un crédito extraordinario de seis millones de libras esterlinas para el equipamiento de un ejército expedicionario que se pudiese enviar pronto a los Balcanes para defender los intereses del imperio frente a las desmesuradas pretensiones del zar Alejandro. La propuesta fue aceptada pese a la oposición del ministro de Asuntos Exteriores, lord Derby, y el ministro para las Colonias, lord Carnarvon, que tomaron la palabra y se mostraron contrarios a una confrontación directa con Rusia. Al quedar en minoría, los dos ministros presentaron su dimisión ante su Majestad. La reacción de la reina se desconoce por el momento.

Varia se había ataviado con lo mejor de su vestuario para la parada militar, así que no corría riesgo de avergonzarse ante el zar por su vestimenta (pese a las condiciones de vida en el frente): eso fue lo primero que le vino a la cabeza. Llevaba un sombrerito color lila pálido con cinta de moaré y velo, un vestido de viaje violeta con bordados en el corsé y una cola discreta, y unas botas negras de fieltro con los botoncitos nacarados. Un conjunto modesto, sin afectaciones, pero decoroso: todo gracias a las tiendas de Bucarest.

—¿Nos van a condecorar? —le preguntó a Erast Petrovich por el camino.

También él se había vestido para la ocasión: pantalones de pinzas, botas pulidas hasta conseguir un brillo de espejo, y condecoración en la presilla de la planchada levita. Había que reconocer que el consejero titular estaba hecho un figurín. Lástima que fuera tan joven.

—No lo creo.

—¿Por qué? —se sorprendió Varia.

—Sería un honor excesivo —respondió Fandorin con aspecto reflexivo—. Tenga en cuenta que no todos los ge-generales han sido condecorados. Además tenemos el número dieciséis en el turno de audiencia.

—Pero si no hubiera sido por nosotros… Mejor dicho, si no hubiera sido por usted, ¡el pachá Osmán habría roto el cerco! ¿Se figura lo que hubiera ocurrido entonces?

—Claro que me lo fi-figuro. Pero una vez lograda la victoria nadie piensa en eso. No, aquí huele a política. Créame, tengo experiencia en estas cosas.

El Palacio de Campo sólo contaba con seis habitaciones, de ahí que el porche hiciera funciones de vestíbulo. Una decena de generales y oficiales veteranos aguardaban ya allí, a la espera de comparecer ante el soberano. Todos mostraban una expresión feliz y algo tonta: olía a condecoraciones y ascensos. Los que esperaban clavaron los ojos en Varia con una comprensible curiosidad, pero ella miró con arrogancia por encima de sus cabezas hacia el bajo sol invernal. Que se devanaran los sesos imaginando quién podría ser aquella joven dama con velo y por qué había sido convocada.

La espera se alargaba, pero nadie parecía aburrirse.

—¿Quién lleva tanto tiempo ahí dentro, general? —preguntó Varia con voz pomposa a un anciano corpulento que lucía un bigote de hirsutas guías.

—Soboliev —respondió el general con gesto significativo—. Ya hace media hora que ha entrado. —Dándose tono, acarició la recién estrenada condecoración que colgaba de su pecho con un lazo bicolor, negro y naranja—. Perdone que no me haya presentado, señorita. Ivan Stepanovich Ganetzky, comandante del Cuerpo de Granaderos. —Y aguardó a que la joven hiciera lo propio.

—Varvara Andreevna Suvorova —saludó Varia con la cabeza—. Me alegro de conocerle.

Entonces Fandorin, con una familiaridad que no era habitual en él en aquellas circunstancias, dio un paso hacia delante e interrumpió la conversación:

—Dígame, general, ¿estaba McLoughlin, el corresponsal del diario Daily Post, con usted cuando se desencadenó el ataque?

Ganetzky miró con desagrado a aquel consejero lechuguino, pero juzgando con razón que el zar no podía ofrecer audiencia a ningún mequetrefe, le respondió con cortesía:

—Claro que sí, estaba conmigo. Todo ocurrió por su culpa.

—Y ¿qué ocurrió exactamente? —preguntó Erast Petrovich con una expresión beatífica en la cara.

—¡Cómo!, ¿no lo sabe? —Evidentemente no era la primera vez que el general contaba la misma historia—. Conozco a McLoughlin de San Petersburgo. Es un hombre serio y amigo de Rusia, a pesar de ser súbdito de la reina Victoria. Cuando me dijo que el pachá Osmán iba a presentarse enseguida para rendirse, envié inmediatamente a un mensajero a los puestos de vanguardia para evitar que dispararan contra él. Y yo, como un tonto, me retiré para vestirme de gala. —El general sonrió con timidez y a Varia comenzó a caerle extraordinariamente simpático—. Así fue como los turcos redujeron a mis patrullas de guardia sin pegar un solo tiro. Menos mal que mis bravos granaderos se portaron como valientes y resistieron hasta que Mijail Dimitrievich atacó la retaguardia de Osmán.

—¿Y qué fue de McLoughlin? —inquirió el consejero titular, mirando a Ganetzky a la cara con sus fríos ojos azules.

—No tengo ni idea. —El general se encogió de hombros—. No era el momento de estar pendiente de él. ¡Se formó un barullo extraordinario! ¡Dios me libre de otra situación como ésa! Los bashibuzuki entraron hasta en mi puesto de mando y escapé de ellos con dificultades, corriendo todo lo que pude con mi uniforme de gala.

En aquel instante la puerta se abrió de par en par y en el porche apareció Soboliev con la cara roja de satisfacción. Sus ojos brillaban con un fulgor muy especial.

—¿En qué podemos felicitarle, Mijail Dimitrievich? —le preguntó un general de aspecto caucásico que vestía un caftán con canutillos metálicos dorados.

Todos contuvieron la respiración, pero Soboliev no se dio prisa en responder. Por el contrario, hizo una pausa teatral, contempló a todos los reunidos y guiñó pícaramente el ojo a Varia.

Pero ella se quedó sin escuchar qué premio le había concedido el zar, porque a las espaldas de aquel ser celestial surgió la prosaica figura de Lavrentii Arkadevich Mizinov. El primer policía del imperio hizo señas con el dedo a Fandorin y a Varia de que se acercaran y el corazón se le aceleró.

Cuando pasó ante Soboliev, éste le susurró quedamente:

—Varvara Andreevna, la esperaré aquí sin falta.

Del vestíbulo pasaron directamente a la antecámara del edecán, donde estaban sentados el general de guardia y dos oficiales más. A la derecha quedaban las habitaciones particulares del soberano, y a la izquierda, su despacho de trabajo.

—Deben responder a las preguntas en voz alta y clara, y con todo detalle —les instruyó Mizinov sin detenerse—. Con todo detalle, pero sin divagar.

En el amplio despacho del zar, arreglado con mobiliario de campaña de abedul de Carelia, había dos hombres: uno estaba sentado en un sillón y el otro estaba de pie, de espaldas a la ventana. Como era natural, Varia se fijó primero en el sentado, pero no era Alejandro, sino un viejo enjuto que llevaba unos quevedos de oro, con el rostro pequeño e inteligente, los labios muy delgados y unos ojos glaciales e impenetrables. Era el canciller de Estado, el príncipe Korchakov en persona: igual que lo pintaban en los retratos oficiales, aunque quizá un poco más frágil. Un personaje en cierto modo legendario. Al parecer, había sido ministro de Asuntos Exteriores cuando Varia aún no había nacido. Pero, sobre todo, había sido compañero de liceo del Poeta, de Pushkin. Éste le había descrito en unos versos: «Alumno de las modas, amigo del gran mundo, brillante observador de las costumbres». Sin embargo, a sus ochenta años de edad, el «alumno de las modas» obligaba a recordar otra poesía del gran maestro, ésta bien distinta, incluida en el programa del gimnasio:

¿Quién de ustedes tendrá ya en su vejez

que celebrar el día del liceo en solitario?

¡Oh, amigo infeliz!, tú que entre las nuevas generaciones

recibido eres

como huésped importuno, y ajeno, y superfluo.

Nos recordará en aquellos días de unión,

cuando él mismo con sus temblorosas manos sus ojos cierre…

La mano del canciller temblaba de verdad. Sacó del bolsillo un pañuelo de batista y se sonó la nariz, lo que no le impidió observar atentamente primero a Varia y luego a Erast Petrovich; y el legendario personaje se demoró mucho en éste.

Cautivada por la visión del ilustre alumno de los liceos de provincias, Varia se olvidó del todo de la personalidad más relevante de las allí presentes. Se volvió, confundida, hacia la ventana, dudó un momento y luego hizo una reverencia, como las que hacía en el gimnasio cuando la directora entraba en clase.

A diferencia de Korchakov, el soberano mostró por su persona mayor interés que por Fandorin. Los famosos ojos de los Romanov —atentos, hipnotizadores y visiblemente saltones— miraban con exigencia y severidad. Penetraban hasta el alma, como se decía, pensó Varia, y al momento se enojó consigo misma. Psicología de servidumbre y prejuicios de clase. En realidad lo único que hacía era imitar «la mirada de basilisco» de la que tanto se enorgullecía su imperial papá, que podía revolverse en el ataúd. Y entonces también ella se decidió a analizar con la mirada al hombre que regía con su voluntad una potencia de ochenta millones de personas.

Primera observación: ¡era un auténtico viejo! Tenía los párpados hinchados, las patillas y los retorcidos bigotes completamente canosos, y los dedos, nudosos y deformados por la gota. Claro, al año siguiente cumpliría sesenta. Casi de la edad de la abuela.

Segunda observación: no era tan bondadoso como lo dibujaban los periódicos. Más bien parecía indiferente y cansado. Como si ya lo hubiera visto todo en el mundo y no le quedara nada de qué sorprenderse ni de qué alegrarse.

Tercera observación, y la más interesante: a pesar de sus años y majestuosidad, no era insensible al sexo femenino. Si no, ¿por qué tenía su alteza que pasear la vista por sus senos y su talle? Seguramente era cierto lo que decían de él y la joven princesa Dolgorukova, a la que doblaba en edad. Y a partir de ese momento Varia dejó de temer al zar libertador.

—Su alteza, éste es el consejero titular Fandorin. Le acompaña su ayudante, la señorita Suvorova —así les presentó el jefe de la Gendarmería.

El zar no saludó ni dijo nada, ni asintió siquiera con la cabeza. Sin prisa terminó el reconocimiento visual de Varia, luego volvió la cabeza hacia Erast Petrovich y, como si representara un papel, dijo con voz baja y afectada:

—Sí, recuerdo, Azazel. Además Soboliev acaba de hablar de él.

Se sentó tras su escritorio y movió la cabeza en dirección a Mizinov:

—Comience. Yo y Mijail Aleksandrovich escucharemos.

Varia pensó con reprobación que por mucho zar que fuese podía ofrecer una silla a una dama, y se desengañó, de manera definitiva e irrevocable, de las ideas monárquicas.

—¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó el general respetuosamente—. Sé, señor, lo ocupado que está hoy. Además, los héroes de Plevna están esperando.

—De tanto tiempo como haga falta. La cuestión que vamos a abordar no sólo tiene contenido militar, sino también diplomático —sentenció el zar, y miró a Korchakov sonriendo afablemente—. Mijail Aleksandrovich ha venido especialmente desde Bucarest, traqueteando sus viejos huesos en un carruaje.

El príncipe tensó la boca en lo que debía de ser una especie de sonrisa, sin el menor asomo de alegría, y Varia recordó que el canciller había vivido una terrible tragedia el año anterior. Alguien de su familia había muerto: no recordaba si su hijo o su nieto.

—Discúlpeme, Lavrentii Arkadevich —dijo el canciller con voz triste—, pero tengo mis dudas sobre su versión. La historia resulta demasiado fantástica incluso para el señor Disraeli. Los héroes, que aguarden. La espera por una medalla es lo más agradable que puede ocurrirle a uno en una expedición militar. Exponga lo que tenga que exponer, que nosotros le escuchamos.

Mizinov enderezó los hombros con gallardía y se dirigió inesperadamente a Varia y no a Fandorin:

—Señorita Suvorova, cuéntenos con todo detalle los dos encuentros que tuvo con el corresponsal del diario Daily Post, Seamus McLoughlin. El primero durante el tercer asalto a Plevna, y el segundo, en la víspera del intento del pacha Osmán de abrir una brecha en nuestras filas.

Y, naturalmente, Varia los contó.

Para su sorpresa, resultó que tanto el zar como el canciller sabían escuchar muy bien. Korchakov la interrumpió sólo en dos ocasiones. La primera vez preguntó:

—¿Quién es ese conde Zurov? ¿El hijo de Aleksander Platonovich, acaso?

Y la segunda vez inquirió:

—Entonces, si se refirió a él por su nombre y patronímico, ¿hemos de entender que McLoughlin conocía bien a Ganetzky?

El soberano se enfadó y pegó un puñetazo en la mesa cuando Varia reveló que muchos de los corresponsales tenían sus propios informadores en Plevna.

—¡Mizinov, todavía no me ha aclarado cómo pudo el pachá Osmán poner todo su ejército en movimiento sin que sus espías nos lo comunicaran!

El jefe de la Gendarmería se removió en su asiento y se disponía ya a justificarse, cuando el zar Alejandro movió la mano en el aire:

—Después. Continúa, Suvorova.

¿Cómo, «continúa»? ¿Qué maneras eran ésas? Hasta en el primer curso de la escuela llamaban a los alumnos de «usted». Varia hizo una pausa significativa, pero siguió su relato hasta el final.

—Por lo que a mí respecta, el asunto está claro —dijo el zar tras mirar a Korchakov—. Que Shuvalov redacte una nota de protesta.

—Pues yo sigo sin convencerme —repuso el canciller—. Escuchemos antes las conclusiones que saca nuestro respetabilísimo Lavrentii Arkadevich.

Varia intentaba en vano comprender a qué se debían aquellas divergencias de parecer entre el emperador y su principal consejero diplomático. Mizinov lo explicó todo. Extrajo de la bocamanga unas cuantas hojas y, tras aclararse la voz, comenzó a hablar como el empollón de la clase.

—Si me lo permiten, iré de lo particular a lo general. Bien. Antes de nada, tengo que reconocer mi culpa. Mientras nuestro ejército sitiaba Plevna, un agente enemigo hábil y cruel ha estado actuando contra nosotros sin que mi Unidad de Inteligencia pudiera desenmascararlo en su debido momento. Por las intrigas de este cuidadoso agente clandestino hemos perdido mucho tiempo y muchos hombres, y el treinta de noviembre estuvimos incluso a punto de perder el fruto de meses y meses de esfuerzo.

Al escuchar esta última frase, el zar se santiguó:

—Dios ha salvado a Rusia.

—Después del tercer asalto, nosotros, mejor dicho, yo, pues las conclusiones fueron mías, cometimos un error muy grave. Tomamos al teniente coronel de gendarmes Kazanzaki por el cabecilla de los agentes turcos, dejando al auténtico culpable plena libertad de acción. Ahora sí que no tenemos ninguna duda de que el hombre que nos perjudicó desde el principio fue el ciudadano británico McLoughlin. Sin duda, estamos ante un agente de primera clase, un actor excepcional, que se ha preparado para esta operación durante mucho tiempo y a conciencia.

—¿Y cómo se permitió el acceso de un sujeto así a nuestro ejército en campaña? —preguntó descontento el soberano—. ¿O es que ustedes acreditaban a los corresponsales sin investigarlos previamente?

—Los investigamos, y de manera muy concienzuda. —El jefe de la Gendarmería abrió los brazos—. Pedimos a las redacciones de todos los periodistas extranjeros una relación de los artículos que habían publicado y coordinamos las pesquisas con nuestras embajadas. Todos los corresponsales eran profesionales famosos, de renombre, y en ninguno se había advertido hostilidad hacia Rusia. Y especialmente en el caso de McLoughlin. Ya les digo que es un individuo muy hábil. Hasta el punto de que había entablado amistad con muchos generales y oficiales rusos ya durante la campaña en Asia Central. Además, los reportajes que escribió el año pasado sobre las atrocidades turcas en Bulgaria le catalogaron como colaborador de los pueblos eslavos y partidario sincero de la causa rusa. Sin embargo, es evidente que durante todo ese tiempo estuvo actuando de acuerdo con las instrucciones secretas de su gobierno que, como sabemos, muestra una abierta hostilidad hacia nuestra política en Oriente.

»Hasta un cierto momento, McLoughlin se limitó a realizar tareas de simple espionaje. Naturalmente, enviaba a Plevna información sobre nuestro ejército, aprovechando la libertad de movimientos que, con bastante imprudencia, concedimos a los periodistas extranjeros. Sí, muchos tenían sus propios contactos, que nosotros no controlábamos, en la ciudad asediada. Pero eso no despertó en nuestro contraespionaje ninguna sospecha. A partir de ahora, deberemos sacar conclusiones, en esto también soy culpable… Mientras pudo, McLoughlin actuó a través de sus agentes. Su alteza recordará al coronel rumano Lukan, en cuyo cuaderno de notas aparecía una misteriosa «J». Yo deduje a la ligera que esa inicial se refería al «gendarme» Kazanzaki, pero ¡ay!, me equivoqué. En realidad, la «J», significaba journaliste es decir, aludía a nuestro británico.

»Pero en el curso del tercer asalto, el destino de Plevna y de toda la guerra pendía de un hilo, y McLoughlin pasó al sabotaje directo. Estoy convencido de que no actuó así por su cuenta, sino siguiendo instrucciones concretas de sus jefes. Lamento ahora no haber ordenado desde el principio un seguimiento secreto del coronel Wellesley, el observador diplomático inglés. Ya informé a su alteza de las maniobras antirrusas de este señor, más proclive a los intereses turcos que a los nuestros.

»Ahora reconstruyamos los sucesos del treinta de agosto. El general Soboliev, actuando por propia iniciativa, rompió las líneas defensivas turcas y llegó por el sur hasta las mismas afueras de Plevna. Lo cual se comprende, porque el pachá Osmán, siguiendo las advertencias de su agente respecto a nuestro plan de ataque, había emplazado todas sus fuerzas en el centro. La maniobra de Soboliev le cogió por sorpresa. Pero ni nuestro mando conoció a tiempo el éxito conseguido, ni Soboliev disponía de los efectivos suficientes para seguir avanzando. McLoughlin y los demás periodistas y observadores extranjeros, entre los cuales, dicho sea de paso, también se hallaba el coronel Wellesley, se encontraron sin querer en el punto crucial de nuestro frente, entre el centro y el flanco izquierdo. A la seis de la tarde el conde Zurov, edecán de Soboliev, logró por fin atravesar las líneas turcas. Al pasar por delante de los periodistas, que eran conocidos suyos, les informó a gritos del éxito logrado por su destacamento. ¿Y que ocurrió entonces? Todos los corresponsales corrieron hacia nuestra retaguardia para telegrafiar cuanto antes la victoria rusa. Todos menos McLoughlin. Suvorova se tropieza con él media hora más tarde: va solo, y sale de los matorrales manchado de barro. Sin duda, el periodista tuvo la ocasión y el tiempo suficientes para alcanzar al mensajero y asesinarlo y, de paso, también al teniente coronel Kazanzaki, que había tenido la mala ocurrencia de seguir a Zurov. Los dos conocían a McLoughlin y no podían esperar de él una felonía así. Tampoco le resultó difícil simular el suicidio del teniente coronel: sólo tuvo que arrastrar el cadáver hasta los matorrales y disparar dos veces al aire con el revólver del policía. Lo bastante para que yo picara el anzuelo.

Mizinov agachó la cabeza, confuso, pero inmediatamente continuó su exposición, sin dar tiempo a que el zar le lanzara reproches:

—Por lo que se refiere al reciente intento de romper el cerco, McLoughlin actuó aquí en connivencia con el mando militar turco. Era el as que Osmán guardaba en la manga. Sus cálculos fueron sencillos y exactos: Ganetzky es un general benemérito, pero también, y pido excusas por mi franqueza, considerablemente limitado. Como sabemos, en ningún momento dudó de la información que le transmitió el periodista. Gracias a la decisión del teniente general Soboliev…

—¡Es a Erast Petrovich a quien hay que agradecérselo! —exclamó Varia sin poder contenerse, molesta por la actitud que mostraban hacia Fandorin.

Lo tenían allí de pie, en silencio y sin darle ocasión de defenderse. ¿Lo habían convocado para hacer bulto? ¡Había sido Fandorin el que había cabalgado hasta las posiciones de Soboliev y le había convencido de que atacara!

El zar miró estupefacto a aquella insolente violadora del protocolo, mientras el anciano Korchakov movía la cabeza con reprobación. Incluso Fandorin pareció turbarse: al menos, cambió el peso del cuerpo de un pie a otro. En suma, Varia dejó descontentos a todos.

—Mizinov, continúe —indicó con la cabeza el emperador.

—Alteza, si me lo permite. —El canciller levantó un dedo torcido—. Si McLoughlin había ideado un acto de sabotaje tan importante, ¿por qué le confesó sus planes a esta muchacha? —El dedo se volvió en dirección a Varia—. ¡Muy sencillo! —Mizinov se secó la sudorosa frente—. Pensó que Suvorova difundiría inmediatamente por todo el campamento una noticia así. Y que llegaría con rapidez hasta el cuartel general. La consecuencia sería júbilo y caos. Y en un ambiente así, el cañoneo lejano se interpretaría como un saludo militar a los parlamentarios turcos. Incluso era posible que en ese clima de alegría general, no se tomara en serio el primer mensaje que enviara el amenazado Ganetzky y se perdiera tiempo comprobándolo. Es algo que confirma la capacidad de improvisación de ese hábil intrigante.

—Quizá —convino el príncipe.

—¿Y dónde se ha metido ese McLoughlin? —preguntó el zar—. Hay que interrogarle y organizar un careo con Wellesley. ¡Ah, si pudiéramos presionar al coronel!

Korchakov suspiró con aire soñador:

—Sí, como dirían los moscovitas, con un comprometage de esa envergadura podríamos neutralizar por completo la diplomacia británica.

—McLoughlin no estaba ni entre los prisioneros ni entre los muertos —suspiró también Mizinov, aunque con otro tono—. Al parecer, encontró la manera de escapar, aunque no sé cómo. Es muy listo, y tan escurridizo como una serpiente. Tampoco hemos localizado entre los prisioneros al consejero de Osmán, el famoso bey Alí. Ese barbudo que hizo fracasar nuestro primer ataque contra la ciudad y que suponemos que es el alter ego del efendi Anwar. Respecto a este último, ya presenté a su majestad un informe de servicio.

El soberano asintió.

—¿Qué dice usted ahora, Mijail Aleksandrovich?

El canciller frunció el entrecejo.

—Pues que podría resultar una combinación muy interesante, alteza. Si todo eso es verdad, esta vez los ingleses han ido demasiado lejos, se han excedido. Con un buen trabajo, todavía podríamos ganar la partida.

—¿En qué piensa concretamente? —preguntó el zar Alejandro con curiosidad.

—Alteza, con la toma de Plevna la guerra ha entrado en su última fase. La victoria final sobre los turcos es sólo cuestión de semanas. Y subrayo: sobre los turcos. Pero podría sucedemos lo que en el cincuenta y tres, cuando comenzamos a luchar contra los turcos y acabamos batallando con toda Europa. Nuestras finanzas no soportarían otro enfrentamiento de esa envergadura. Usted sabe muy bien cuánto nos ha costado ya esta campaña.

El zar arrugó la frente, como si tuviera dolor de muelas, y Mizinov movió la cabeza de lado a lado con aire contrito.

—El arrojo y la crueldad de las maquinaciones de ese McLoughlin me alarman mucho —continuó Korchakov—. Son una demostración de que Gran Bretaña, en su deseo de impedirnos el control de los estrechos, está dispuesta a tomar las medidas que hagan falta, incluso las más extremas. No olvidemos que su escuadra de guerra está anclada en el Bósforo. Mientras tanto, nuestra retaguardia está en el punto de mira de la apreciada Austria, que no dudó ya una vez en apuñalar por la espalda a su queridísimo padre. Si les soy franco, mientras ustedes peleaban aquí contra el pachá Osmán, yo no hacía más que pensar en otra guerra, la diplomática. En que quizá estemos derramando nuestra sangre y derrochando dinero y recursos enormes, para no conseguir nada al final. Esa maldita Plevna no sólo nos ha hecho malgastar un tiempo precioso, sino que también ha manchado la reputación de nuestro ejército. Alteza, perdone que un pobre anciano como yo, en este glorioso día, sólo lance malos augurios…

—¡Vamos, Mijail Aleksandrovich —suspiró el emperador—, ahora no estamos realizando una parada militar! ¿Cree usted que no soy consciente de la situación?

—Antes de escuchar las explicaciones de Lavrentii Arkadevich, mis expectativas eran bastante pesimistas. Si hace una hora me hubiera preguntado: «Dime, viejo zorro, ¿qué podemos conseguir después de la victoria?», habría respondido con honestidad: «La autonomía para Bulgaria y un pequeño pedazo del Cáucaso: ésa es la máxima ganancia que podemos obtener; un miserable botín para tantos miles de muertos y millones invertidos».

—Y, ahora, ¿cuál sería su respuesta? —El zar Alejandro echó el cuerpo hacia delante.

El canciller miró significativamente a Varia y Fandorin. Mizinov intervino, comprendiendo su mirada:

—Su alteza, creo entender lo que intenta sugerirnos Mijail Aleksandrovich. También yo había pensado lo mismo. Por eso he traído conmigo al consejero titular Fandorin. En cuanto a la señorita Suvorova, creo que podríamos dejarla marchar.

Varia se ruborizó. Era evidente que no confiaban en ella. ¡Qué humillación: ponerla en la puerta en el momento más interesante!

—Pi-pido disculpas por mi insolencia —despegó los labios Fandorin, por primera vez durante toda la audiencia—, pero no me parece razonable.

—¿Qué en concreto? —inquirió el zar frunciendo sus cejas pelirrojas.

—Alteza, no es bueno confiar a medias en los colaboradores. No sólo provoca ofensas innecesarias, sino que puede causar gran daño al trabajo que se lleva a cabo. Además, Varvara Andreevna conoce tan bien esta cuestión que no le costaría ningún esfuerzo adivinar el resto.

—Está usted en lo cierto —reconoció el zar—. Continúe, príncipe.

—Tenemos que utilizar esta historia para deshonrar a Gran Bretaña ante el mundo. Sabotaje, asesinatos, complot con uno de los bandos en guerra, vulneración de la neutralidad: son hechos verdaderamente inauditos. Para serles sincero, me sorprende la imprudencia del conde Beaconsfield. ¿Qué pasaría si lográramos atrapar a McLoughlin y confesara? ¡Qué escándalo! ¡Qué pesadilla! Para Inglaterra, naturalmente. Se vería obligada a retirar su escuadra, a justificarse ante toda Europa y a lamerse las heridas durante mucho tiempo. En cualquier caso, el despacho de Saint James tendría que abstenerse voluntariamente del conflicto de Oriente. Y sin Londres, nuestros amigos austrohúngaros se tranquilizarían de inmediato. Entonces sí que podríamos recolectar los frutos de nuestra victoria y…

—Meras ilusiones —el zar Alejandro interrumpió al anciano príncipe con excesiva brusquedad—, porque no tenemos a McLoughlin. Y la pregunta es: ¿qué podemos hacer?

—Apresarlo —respondió, imperturbable, Korchakov.

—¿Cómo, príncipe?

—Alteza, eso no lo sé, no soy el jefe de la Tercera Sección. —Y el canciller guardó silencio y cruzó los brazos beatíficamente sobre su menudo vientre.

—Aunque estemos convencidos de la culpabilidad del inglés, sólo disponemos de pruebas indirectas contra él, y ninguna de ellas terminante —recogió el guante Mizinov—. Lo que significa que hay que conseguir esas pruebas… o fabricarlas. ¡Hum!…

—Acláreme eso —le instó el zar—. Y no masculle, Mizinov, hable claro. No estamos jugando a las prendas.

—Como ordene, alteza. McLoughlin puede estar ahora en Constantinopla o, lo más probable, viajando hacia Inglaterra, ya que su misión ha concluido. En Constantinopla tenemos una red completa de agentes secretos, así que secuestrar a ese canalla no resultaría muy complicado. Por el contrario, en Inglaterra sería más difícil hacerlo. Pero si organizamos concienzudamente…

—¡No quiero escuchar eso! —exclamó el zar Alejandro—. ¡Qué mezquindades propone!…

—Usted mismo me ha ordenado hablar sin ambages. —El general abrió los brazos justificándose.

—Bueno, traer a McLoughlin en un saco no estaría nada mal —razonó el canciller en tono reflexivo—, pero eso supondría un esfuerzo excesivo y tampoco aseguraría el éxito de la operación. Nos arriesgaríamos nosotros al escándalo. En Constantinopla podría aceptarse, pero no recomendaría esa operación en Londres de ningún modo.

—¡De acuerdo! —asintió Mizinov con vehemencia—. Si McLoughlin está en Londres, no le tocaremos. Pero sí podemos organizar un buen revuelo en la prensa británica por la fea actitud del corresponsal. Al público inglés no le gustarán las argucias de McLoughlin, porque no encajan en su famoso fair play.

Korchakov aprobó la idea:

—Eso resulta sensato. Un buen revuelo en los periódicos bastará para atar las manos de Beaconsfield y de Derby.

Mientras discutían la estrategia que deberían seguir, Varia se fue acercando disimuladamente a Erast Petrovich, hasta que acabó al lado del consejero titular.

—¿Quién es ese Derby? —le preguntó en un susurro.

—El ministro de Asuntos Exteriores —musitó Fandorin casi sin entreabrir los labios.

Mizinov lanzó una mirada reprobadora a los murmuradores y movió amenazadoramente las cejas.

—Por lo que se ve, su McLoughlin es un perro viejo, desprovisto de prejuicios y sentimentalismos —continuó el canciller—. Si le localizáramos en Londres, podríamos mantener con él una conversación confidencial antes de montar un escándalo. Podemos presentarle las pruebas de que disponemos y amenazarle con su divulgación… Si el escándalo se destapa, será un hombre acabado. Conozco las costumbres británicas: nadie le estrecharía la mano en público ni aunque se cubriera de medallas. Hablamos de dos asesinatos, eso no son bromas. Hasta se hablaría de juicio. Y él es un hombre inteligente. Ofreciéndole algo de dinero y una bella casa al otro lado del Volga… quizá nos proporcionase la información que necesitamos, y Shuvalov la utilizaría para presionar a lord Derby. Si amenazamos con revelarlo todo, el gobierno británico adoptaría una actitud más favorable, se pondría suave como la seda… ¿Qué opina, general, encajaría McLoughlin en la combinación de amenaza y soborno?

—No tendría otra salida —confirmó el general, muy seguro de sí—. También yo había contemplado esa posibilidad y para eso había traído conmigo a Erast Petrovich. No me atrevía a asignar a nadie una operación tan delicada sin la aprobación previa de su alteza. Nos jugamos demasiado a esa carta. Fandorin es un hombre inteligente y audaz, con una lógica muy peculiar y, lo que es más importante, ya estuvo en otra ocasión en Londres con una misión secreta y extremadamente difícil, que supo resolver con toda brillantez. Habla inglés y conoce personalmente a McLoughlin. Si hiciese falta lo secuestraría, y si no pudiese secuestrarle, negociaría con él. En caso de no llegar a ningún acuerdo, ayudaría a Shuvalov a preparar el escándalo. Hasta puede declarar personalmente contra McLoughlin en un juicio, puesto que al fin y al cabo fue testigo directo de lo ocurrido. Su don de persuasión es algo fuera de lo común.

—¿Quién es Shuvalov? —susurró Varia.

—Nuestro embajador —le respondió distraídamente el consejero titular, que ya pensaba en sus cosas sin, al parecer, prestar mucha atención al general.

—Fandorin, ¿lo haría usted? —inquirió el zar—. ¿Está dispuesto a ir a Londres?

—Dispuesto, a-alteza —contestó Erast Petrovich—. Por ir…

El zar le miró escrutadoramente y comprendió que callaba algo, pero Fandorin no añadió nada más.

—Bien, Mizinov, actúe en esas dos direcciones —ordenó el zar Alejandro dispuesto a resumir—. Busque en Constantinopla y en Londres. Sin perder un segundo porque disponemos de poco tiempo.

Cuando salieron a la sala del edecán, Varia le preguntó al general:

—¿Y si no se logra localizar a McLoughlin?

—Confíe en mi olfato, querida —suspiró el general—. Le aseguro que veremos a ese caballero otra vez.