Capítulo Tercero

Revue Parisienne (París)

15 (3) de julio de 1877

El escudo del imperio ruso, el águila de dos cabezas, ilustra a la perfección el sistema de gobierno de ese país, donde cualquier asunto importante, por pequeño que sea, se encarga no a uno, sino como mínimo a dos organismos administrativos distintos, cada uno de los cuales se estorba sin que ninguno asuma la responsabilidad. Eso mismo ocurre con su ejército de campaña. Formalmente, su comandante en jefe es el gran duque Nikolai Nikolaievich, que en la actualidad se encuentra acampado en la aldea de Tsarevitzi. Pero muy cerca de su Estado Mayor, en la ciudad de Bela, está acantonado el cuartel general del zar Alejandro II que tiene a sus órdenes directas al canciller, al ministro de la Guerra, al jefe de la Gendarmería y a un buen número de altos dignatarios. Si se tiene en cuenta además que el ejército aliado rumano sólo se supedita a las órdenes del comandante en jefe a través del príncipe Karl Hohenzollern-Zigmarengen, a nuestra cabeza no acude ya la imagen de la bicéfala emperatriz del reino de las aves, sino la ingeniosa fábula rusa del cisne, el cangrejo y el lucio, imprudentemente enganchados al tiro de un mismo carruaje…

—Entonces, ¿cómo debo dirigirme a usted, con el tratamiento de «señora» o de «señorita»? —preguntó el teniente coronel de gendarmes, negro como un escarabajo, haciendo una mueca desagradable con los labios—. No estamos en un baile de gala, sino en el cuartel general de un ejército en campaña, y no la estoy galanteando, sino interrogándola oficialmente, así que hágame el favor de responder.

El teniente coronel se llamaba Ivan Jaritonovich Kazanzaki y no deseaba en absoluto adentrarse en averiguaciones sobre el estado civil de Varia, así que la investigación parecía dirigirse resueltamente hacia la repatriación forzosa a Rusia.

El día anterior Fandorin y Varia habían llegado a Tsarevitzi ya de noche. Erast Petrovich se dirigió inmediatamente al cuartel general, y Varia, aunque agotada por el cansancio, se ocupó de muchas cosas. Las hermanas de la caridad del destacamento sanitario de la baronesa Vreiska le dieron ropa y le calentaron agua. Varia se aseó un poco y luego cayó rendida en una de las literas de campaña, ya que en las tiendas habilitadas como hospital casi no había heridos. El encuentro con Petia quedó aplazado hasta el día siguiente, pues ahora que se conocía la crucial información facilitada por Fandorin todo el campamento estaba en situación de alerta.

Pero no la dejaron dormir todo lo que hubiese querido. A primera hora de la mañana, dos policías con cascos y carabinas condujeron «a la señorita que se hace llamar Suvorova» a la Unidad de Inteligencia del Destacamento Occidental sin concederle siquiera tiempo para peinarse.

Y allí Varia intentó aclarar por enésima vez a una especie de verdugo recién afeitado y con las cejas espesas qué clase de relación mantenía con el especialista en cifrado Piotr Yavlokov.

—Por favor, llame a Piotr Afanasievich y él le confirmará todo lo que le digo —repetía Varia.

Pero el coronel siempre le respondía lo mismo:

—Todo se hará en su debido momento.

Al policía le interesaban especialmente los detalles de su encuentro con «el sujeto que se hace llamar consejero titular Fandorin». Kazanzaki tomó nota de lo relativo al pachá Yusuf de la ciudad de Vidin, de las tertulias en francés tomando café y de la liberación del cautiverio ganada al juego de los nardos. El coronel se animó cuando supo que el voluntario había conversado con los bashibuzuki en turco, e inmediatamente quiso saber cómo había hablado él en esa lengua, si tartamudeaba o no. Sólo en la aclaración de aquella estupidez del tartamudeo se fue, como mínimo, media hora.

Cuando Varia ya estaba al borde de la histeria, acongojada pero sin lágrimas, la puerta de la casa de adobe donde se había instalado la unidad especial de policía se abrió de par en par y en la estancia irrumpió corriendo un arrogante general, con un bigote de exuberantes guías y unos ojos autoritarios desmesuradamente abiertos.

—Soy el general edecán Mizinov —anunció con voz sonora desde el umbral, después de lanzar al coronel una mirada severa—. ¿Es usted Kazanzaki?

Cogido por sorpresa, el policía se puso firme y comenzó a balbucear algo con los labios temblorosos, mientras Varia miraba estupefacta al gran «verdugo de la libertad», como los jóvenes progresistas llamaban al jefe de la Tercera Sección y del Cuerpo de Gendarmes, Lavrentii Arkadevich Mizinov.

—El mismo, su eminencia —respondió con voz ronca el torturador de Varia—. Coronel Kazanzaki, del Cuerpo de Gendarmes. Estuve destinado en la gendarmería de Kisinev hasta que fui nombrado jefe de esta unidad especial adscrita al Destacamento Occidental de nuestro ejército. Estaba procediendo al interrogatorio de una detenida.

—¿Quién es? —preguntó el general, levantando una ceja y mirando a Varia con desaprobación.

—Varvara Suvorova. Afirma que ha llegado al cuartel general por motivos personales, para encontrarse con su novio, Yavlokov, un especialista en cifrado de la Sección Operativa.

—¿Suvorova? —se interesó Mizinov—. ¿No es usted pariente mía? Mi bisabuelo por línea materna se llamaba Aleksander Vasilievich Suvorov-Rimniksky.

—Espero no serlo —contestó Varia con sequedad.

El general comprendió la indirecta, sonrió y perdió el interés por la detenida.

—Kazanzaki, no me maree la cabeza con la primera estupidez que se le ocurra. ¿Dónde está Fandorin? El informe dice que le tiene usted en su poder.

—Exacto, le he detenido —informó el coronel con gallardía y, bajando la voz, añadió—: Tenemos fundadas sospechas de que se trata del efendi Anwar, el huésped que esperábamos desde hace tanto tiempo. Todo encaja perfectamente, su excelencia. Lo que dice del pachá Osmán y Plevna es una maniobra de desinformación calculada. ¡De nada le han servido sus tretas!…

—¡Imbécil! —aulló Mizinov, y su tono era tan amenazador que el coronel encogió la cabeza entre los hombros—. ¡Tráigalo aquí ahora mismo! ¡Dese prisa!

Kazanzaki salió corriendo a cumplir la orden y Varia se apretó nerviosa contra el respaldo de la silla, pero el alterado general se había olvidado completamente de ella. Empezó a resoplar como un toro, tamborileando nerviosamente con los dedos en la mesa, hasta que el coronel regresó con Fandorin.

El voluntario tenía un aspecto demacrado y unas marcadas ojeras mostraban que no le habían dejado dormir en toda la noche.

—¡Bu-Buenos días, Lavrentii Arkadevich! —saludó Fandorin con voz débil, y dirigió también a Varia una ligera inclinación.

—¡Dios mío, Fandorin!, pero ¿es usted? —preguntó lastimosamente el sátrapa—. ¡Está usted irreconocible! ¡Parece haber envejecido diez años! Ande, siéntese, amigo mío, no sabe cuánto me alegro de verle.

Ayudó a Erast Petrovich a sentarse y luego se sentó él. Varia quedó a las espaldas del general, mientras Kazanzaki permanecía en el umbral, en posición de firmes, igual que una estatua.

—¿Cómo se encuentra? —inquirió Mizinov—. Desearía expresarle mi más profundo…

—No merece la pena, excelencia —le interrumpió amable pero resueltamente Fandorin—. Me encuentro a la perfección. Dígame, ¿le ha informado este se-eñor —indicó despreciativamente con la cabeza al coronel— sobre el asunto de Plevna? Cada minuto perdido es oro.

—Sí, sí. Aquí tengo la orden del comandante en jefe, pero antes quería asegurarme de que era precisamente usted. Oiga esto. —Sacó una hoja del bolsillo, se puso el monóculo y leyó—: «Al comandante del Destacamento Occidental, teniente general barón Kridener. Le ordeno ocupar inmediatamente Plevna y atrincherarse allí con una fuerza de al menos una división. Nikolai».

Fandorin asintió, satisfecho.

—Kazanzaki, ordene que cifren esta nota y se la transmitan inmediatamente a Kridener por telégrafo —ordenó Mizinov.

El coronel cogió respetuosamente la hoja y echó a correr para cumplir la orden entre un tintineo de espuelas.

—Entonces, ¿se ve en condiciones de volver al trabajo? —preguntó el general.

Erast Petrovich arrugó el entrecejo:

—Lavrentii Arkadevich, creo que ya he cumplido con mi de-deber informándole de la maniobra del flanco turco. Pero luchar contra esta pobre Turquía que parece desmoronarse sola, sin necesidad incluso de nuestros valerosos esfuerzos, discúlpeme, pero…

—¡Pues sepa que no estoy dispuesto a prescindir de sus servicios, señor mío, nada de eso! —se encolerizó Mizinov—. ¡Si el patriotismo es para usted una palabra vacía, me permito recordarle, señor consejero titular, que usted no está retirado sino disfrutando de un permiso indeterminado y que, aunque esté adscrito oficialmente al cuerpo diplomático, sigo teniéndole a mi servicio en la Tercera Sección!

A Varia se le escapó un gemido de decepción. ¿Así que aquel Fandorin, al que tenía por un hombre honrado, era en realidad un agente de la policía? ¡Y encima imitando a Pechorin, el héroe de la novela de Lermontov, con aquella atractiva palidez, su mirada lánguida y sus respetables canas! No se podía confiar en nadie después de aquello.

—Su excelencia —dijo tranquilamente Erast Petrovich, sin sospechar que había muerto de manera irrevocable a los ojos de Varia—, yo no estoy a su servicio sino al de Rusia. Y no deseo participar en una guerra que para Rusia no sólo es inútil sino hasta perniciosa.

—No es usted quien decide la guerra, ni tampoco yo. Decide nuestro zar soberano —repuso desabridamente Mizinov.

Se hizo un silencio embarazoso. Cuando el jefe de los gendarmes habló de nuevo, su voz sonó completamente distinta.

—Erast Petrovich, querido mío —comenzó vehementemente—. ¿No ve que cientos de miles de rusos están arriesgando sus vidas, que el país se siente aplastado por el peso de la guerra…? Tengo un horrible presentimiento… Las cosas están transcurriendo demasiado bien, pero me temo que terminarán mal.

Como no siguió respuesta alguna, el general se secó los ojos con un gesto de cansancio y reconoció:

—Tengo muchos problemas, Fandorin, muchos problemas. A mi alrededor todo es confusión, un caos completo. Necesito colaboradores, y sobre todo colaboradores capaces. No es un asunto rutinario el que quiero asignarle, es un trabajo muy difícil, hecho a su medida.

Erast Petrovich ladeó la cabeza con aire interrogante y el general continuó en un tono más zalamero:

—¿Se acuerda del efendi Anwar, el secretario personal del sultán Abdulhamid? Sí, su nombre surgió de pasada en el caso Azazel. —Erast Petrovich se estremeció levemente, pero continuó callado. Mizinov rezongó con tono irónico—: ¡Ese idiota de Kazanzaki, que Dios le proteja, le confundió con usted! Pues bien, tenemos noticias de que ese turco tan especial está dirigiendo personalmente una acción secreta contra nuestras tropas. Es un hombre osado y con cierta propensión a la aventura, y muy capaz de infiltrarse en nuestro propio campamento; de él se puede esperar cualquier cosa. ¿No le parece interesante?

—Le e-escucho, Lavrentii Arkadevich —respondió Fandorin, mirando de reojo a Varia.

—Eso está mejor —se alegró Mizinov, y gritó—: ¡Novgorodzev! ¡La carpeta!

Un comandante entrado en años y con charreteras de edecán entró sigilosamente en la habitación, le entregó un cartapacio de percalina al general y se retiró de inmediato. Varia entrevió por el hueco de la puerta al sudoroso coronel Kazanzaki esperando en la antesala y le dirigió una mueca burlona de desprecio, saboreando su derrota.

—Bien, aquí está todo lo que sabemos sobre ese Anwar —susurró el general—. ¿Quiere tomar notas?

—Tengo buena memoria —respondió Erast Petrovich.

—Disponemos de escasísimos datos sobre su infancia. Nació hace aproximadamente treinta y cinco años, según algunas fuentes, en Jevrais, una pequeña ciudad musulmana de Bosnia, de padres desconocidos. Se educó en algún lugar de Europa, en una de las instituciones de lady Esther, a la que usted naturalmente recordará por el caso Azazel.

Era la segunda vez que Varia escuchaba aquel extraño nombre y también la segunda vez que Fandorin reaccionaba de un modo raro: giró bruscamente la barbilla, como si de pronto le asfixiara el cuello de la camisa.

—Nuestro efendi Anwar apareció en escena por primera vez hará unos diez años, justo cuando en Europa comenzó a hablarse del pachá Midhat, el gran reformador turco. Nuestro Anwar, que entonces no era efendi ni mucho menos, le servía como secretario personal. Escuche qué currículum el de ese Midhat. —Mizinov sacó una hoja aparte y se aclaró la garganta—: En aquel tiempo era gobernador del bayato del Danubio. Con su apoyo, Anwar estableció en estos parajes el primer servicio regular de diligencias, trazó líneas de ferrocarril y creó también una red de islajjane, centros benéficos para la educación de niños huérfanos, de religión musulmana o cristiana, él no tenía prejuicios.

—¿De verdad hizo todo eso? —se interesó Fandorin.

—Sí. Unas iniciativas dignas de elogio, ¿no? El pachá Midhat y Anwar hicieron tantas mejoras de ese tipo, que surgió una amenaza seria de que Bulgaria escapase de la órbita de influencia rusa. Nuestro embajador en Constantinopla, Nikolai Pavlovich Gnatiev, empleó toda la influencia que tenía sobre el sultán Abdulaziz y logró al fin que retiraran de aquí a un gobernador tan diligente. Luego, cuando Midhat fue nombrado presidente del Consejo de Estado, aprobó la ley de educación popular general, una ley admirable de la que, a propósito, Rusia aún sigue careciendo. ¿Adivina usted quién redactó esa ley? Ha acertado: el efendi Anwar. Todo esto sólo habría merecido una aprobación unánime, si nuestro oponente, aparte de sus esfuerzos cívicos, no hubiera participado también en las intrigas palaciegas, ya que a su protector no le faltaban enemigos. Éstos enviaron unos asesinos contra Midhat, le pusieron veneno en el café, incluso intentaron meterle en la cama a una concubina infectada de lepra… De modo que una de las principales obligaciones de Anwar fue la de proteger al gran reformador de todos los ingeniosos ataques que dirigían contra él. Una vez más, la facción prorrusa de palacio resultó ser más fuerte y, en mil ochocientos sesenta y nueve, logró apartar al pachá al lugar más recóndito del imperio, como gobernador de la pobre y salvaje Mesopotamia. Cuando Midhat intentó establecer allí sus características reformas, en Bagdad estalló una revuelta. ¿Sabe usted lo que hizo entonces? Convocó a los alcaldes de las ciudades y a las autoridades religiosas y pronunció ante ellos un corto discurso con el siguiente contenido. Se lo leo textualmente porque admiro el estilo y la energía que empleó: «Respetables alcaldes y mullahs, si los desórdenes no cesan en el plazo de dos horas, ordenaré personalmente que los cuelguen, a todos ustedes, y prenderé fuego por los cuatro costados a la gloriosa ciudad de Bagdad. Y luego que el gran padishah, al que Alá proteja, me cuelgue también a mí por tamaña fechoría». Como es natural, la calma se impuso en la ciudad en menos de dos horas. —A Mizinov se le escapó un suspiro de admiración y movió la cabeza—. Fue entonces cuando pudo aplicar su política de reformas. En los tres años escasos de gobierno de Midhat, el efendi Anwar, su fiel colaborador, tendió líneas de telégrafo por todo el país, las líneas del tranvía en Bagdad, hizo navegable el Éufrates, impulsó la publicación del primer periódico de Irak y consiguió los primeros estudiantes para su Escuela de Comercio. ¿Ha visto usted qué cosas? Y para qué hablar de una menudencia como la creación de la Compañía Marítima por Acciones Otomana, cuyos buques navegan por el Canal de Suez y llegan hasta el mismo Londres. Después, Anwar, con una inteligente intriga, logró derrocar al gran visir, Mahmut Nedim, tan excesivamente dependiente del embajador ruso que los turcos preferían llamarle con el mote de «Nedimov». Midhat presidió el gobierno del sultanato, pero apenas se pudo mantener en ese elevado puesto unas dos semanas y media: nuestro Gnatiev volvió a ganarle la partida. Para los demás pachás, el más importante e imperdonable defecto de Midhat era su incorruptibilidad. Puso en marcha una campaña contra la malversación del erario público y pronunció ante los diplomáticos europeos una frase que a la postre sería la que acabara con él: «Ya es hora de demostrar a Europa que no todos los turcos somos unas deplorables prostitutas». Y por culpa de las «prostitutas» lo expulsaron de Constantinopla, nombrándole gobernador de Salónica. La pequeña ciudad griega comenzó a florecer al mismo ritmo que el palacio del sultán se precipitaba de nuevo en el ensueño, la voluptuosidad y la dilapidación de los recursos estatales.

—Veo que está usted completamente enamorado de ese hombre —interrumpió Erast Petrovich al general.

—¿De Midhat? Del todo. —Se encogió de hombros Mizinov—. Y sería feliz si le viera presidir el gobierno ruso, pero no es ruso sino turco, y además turco anglófilo. Tenemos objetivos opuestos, por eso es nuestro enemigo, el más peligroso de nuestros enemigos. Europa no nos quiere, nos teme, mientras que a Midhat le miman, en especial desde que dio una constitución a Turquía. Y, ahora, Erast Petrovich, tenga paciencia. Le voy a leer la extensa carta que me envió Nikolai Pavlovich Gnatiev el año pasado. Eso le formará una idea exacta del enemigo con el que tendrá que verse las caras.

El jefe de los gendarmes sacó del cartapacio unas hojas escritas con la letra menuda y regular de un amanuense y comenzó a leer:

Querido Lavrentii, los acontecimientos en nuestra Constantinopla, protegida por Alá, se desarrollan tan impetuosamente que incluso a mí me cuesta seguirlos, y ya sabes que tu seguro servidor, sin falsas modestias, viene tomando el pulso a este «Enfermo de Europa» desde hace tiempo. Este pulso, no sin mi alícuota contribución, se ha debilitado progresivamente e incluso prometía detenerse del todo en poco tiempo, pero desde el mes de mayo…

—Se refiere al año pasado, mil ochocientos setenta y seis —consideró oportuno aclarar Mizinov.

… pero desde el mes de mayo el enfermo ha enfebrecido tan de repente que hasta parece posible que el Bósforo se desborde y los muros de Constantinopla se derrumben, y a ti no te quede lugar donde colgar el tablón de anuncios.

El pasado mayo regresó triunfalmente a esta capital del gran e incomparable sultán Abdulaziz, sombra del Altísimo y guardián de la Fe, el pachá Midhat de su destierro, trayendo consigo a su mano derecha, el hábil efendi Anwar.

Esta vez Anwar, que parecía haber aprendido la lección, siguió una estrategia mixta: en parte europea, en parte oriental. Empezó a la europea: sus agentes comenzaron a frecuentar los astilleros, los arsenales y la Casa de la Moneda y, al poco tiempo, los trabajadores de esos centros, que llevaban meses sin recibir sus salarios, salieron en masa a protestar a la calle. Luego continuó con una artimaña puramente oriental. El 25 de mayo, el pachá Midhat proclamó públicamente a los musulmanes que el Profeta se le había aparecido en sueños (como si se pudiese comprobar) y le había encargado a su humilde esclavo que salvara a la moribunda Turquía.

Mientras, mi bondadoso amigo Abdulaziz, como siempre, estaba tumbado en su harén disfrutando de la compañía de su esposa preferida, la encantadora Mijri Janum, que estaba a punto de dar a luz, tenía muchos caprichos y exigía a su soberano que permaneciera a su lado a todas horas. Esa circasiana de cabello dorado y ojos azules era célebre, además de por su belleza sobrenatural, por su capacidad para agotar completamente el tesoro del sultán. Tan sólo en el último año había gastado más de diez millones de rublos en las tiendas francesas del Pireo, de manera que resultaba comprensible que los ciudadanos de Constantinopla, tan propensos al understatement, como dirían los ingleses, sintieran hacia ella una profunda antipatía.

Créeme, Lavrentii, es verdad que no pude hacer nada para cambiar la situación. Conjuré, amenacé e intrigué como un eunuco en un harén, pero Abdulaziz estaba sordo y ciego del todo. El 29 de mayo una vociferante multitud de miles de personas rodeó por completo el palacio Dolma Bajché (un feísimo edificio de estilo europeo-oriental), pero el padishah ni siquiera se molestó en salir para tranquilizar a sus súbditos: al contrario, se encerró en los aposentos femeninos de su residencia, donde tengo prohibido el acceso, y se dedicó a escuchar los valses vieneses que su Mijri Janum interpretaba al pianoforte.

Entre tanto, Anwar mantenía una desesperada entrevista con el ministro de la Guerra en la residencia de éste, intentando ganarse el apoyo de un ciudadano tan cauteloso y precavido como él para un cambio de orientación política. Según los datos proporcionados por uno de mis agentes, cocinero en la casa del pachá (de ahí el particular estilo de su informe), las trascendentales negociaciones transcurrieron de la siguiente manera: Anwar llegó a la residencia del ministro a las doce en punto del mediodía y el ministro ordenó que sirvieran café con churiekami. Un cuarto de hora más tarde, en el despacho del ministro se escuchó el indignado bramido de su excelencia y, a los pocos segundos, sus edecanes conducían a Anwar al Cuerpo de Guardia. Media hora estuvo el ministro paseando nervioso de un lado a otro en su despacho, el tiempo justo para engullir dos platos de turrón, al que era muy aficionado. Cuando acabó con ellos, expresó su deseo de interrogar personalmente al traidor y se encaminó hacia el Cuerpo de Guardia. A las dos y media de la tarde ordenaron servir fruta y dulces, y a las cuatro menos cuarto, coñac y champaña. A las cinco, después de tomar café, el ministro y su invitado salieron a entrevistarse con Midhat. Según ciertos rumores, al ministro se le prometió, por participar en la conjura, el puesto de gran visir y un millón de libras esterlinas pagado por el gobierno inglés.

Al atardecer los dos principales conspiradores habían llegado a un entendimiento completo y esa misma noche se produjo el golpe de Estado. La flota bloqueó por mar el palacio del sultán, el jefe de la guarnición de la ciudad cambió la guardia con gente de su confianza, y el sultán, junto con su madre y la embarazada Mijri Janum, fue trasladado en barca al palacio de Feriyye.

Cuatro días más tarde, el sultán quiso cortarse la barba con unas tijeras de manicura, pero lo hizo con tan mala fortuna que se cortó las venas de ambas manos y murió al instante. Los médicos de las embajadas europeas, que fueron invitados a examinar el cadáver, reconocieron unánimemente que se trataba de un suicidio al no descubrir ninguna huella de violencia en el cuerpo del finado. En una palabra, fue una jugada sencilla y elegante, de esas que sólo se ven en una buena partida de ajedrez: tan sencilla y elegante como el propio estilo personal del efendi Anwar.

Pero eso fue sólo la apertura. Luego vino el medio juego.

El ministro de la Guerra había hecho bien su trabajo, mas empezó a convertirse en un estorbo, porque si su predisposición a las reformas y a la constitución era prácticamente nula, su interés en el cobro del millón prometido por Anwar parecía máximo. Por si fuera poco, se comportaba como si fuera la más alta autoridad del gobierno, proclamando sin descanso que él y no Midhat había derrocado a Abdulaziz.

El efendi Anwar convenció de estas razones a un valiente oficial que había servido como edecán del sultán muerto. El oficial, el bey Hassan, era hermano de la hermosa Mijri Janum y gozaba de una enorme popularidad entre las damas de palacio porque era guapo, valiente y cantaba las arias italianas como los ángeles. Todos llamaban al bey Hassan «el Circasiano».

A los pocos días de que Abdulaziz se cortara la barba de aquella manera tan torpe, la inconsolable Mijri Janum parió con dificultades un bebé muerto y poco después falleció ella también entre terribles sufrimientos. Fue entonces precisamente cuando Anwar y el bey Hassan se hicieron íntimos amigos. En cierta ocasión este último llegó a la residencia del pachá Midhat para visitar a su amigo, pero no encontró a Anwar en sus dependencias personales, a pesar de que en aquel momento el pachá estaba celebrando un consejo de ministros en otro salón del edificio. En la casa todos se habían acostumbrado al Circasiano y le tenían como uno más de la familia, así que tomó café con los edecanes, fumó y conversó de manera intrascendente con ellos. Más tarde se paseó por el pasillo haciendo tiempo, cuando de pronto irrumpió en la sala donde se celebraba el consejo. El bey Hassan no agredió ni a Midhat ni al resto de los dignatarios, pero disparó dos balas de su revólver al pecho del ministro de la Guerra y luego le remató con su enorme cuchillo. Los ministros más juiciosos huyeron en estampida, pero dos de ellos decidieron hacerse los héroes. Una decisión de lo más inútil, porque al furibundo joven le bastó un solo mandoble para matar a uno de ellos; al otro lo dejó gravemente herido. Entonces el pachá Midhat regresó al salón con dos de sus edecanes. El bey Hassan disparó contra ambos, pero tampoco esta vez le hizo a Midhat ningún daño. Al final lograron reducirle, pero para entonces ya había matado a otro oficial de policía y herido a siete soldados. En el momento en que ocurría este incidente nuestro Anwar rezaba piadosamente en una mezquita, de lo que pueden dar fe multitud de testigos.

El bey Hassan pasó la noche encerrado en el calabozo del Cuerpo de Guardia, cantando a pleno pulmón el aria de Lucía de Lammermoor, interpretación que, según dicen, dejó al efendi Anwar completamente embelesado. Anwar intercedió para conseguir el perdón del intrépido criminal, pero los enfurecidos ministros no cedieron, y al amanecer el asesino fue colgado de un árbol. Las damas del harén, que con tanta pasión amaban al Circasiano, presenciaron su ejecución llorando amargamente y lanzándole besos.

A partir de entonces nadie más puso obstáculos a Midhat, salvo el destino, que lo golpeó rudamente desde el lado más inesperado. El autor de aquella mala pasada contra el insigne político no fue otro que su marioneta, el nuevo sultán Murad.

La mañana del 31 de mayo, justo después del golpe de Estado, el pachá Midhat visitó al sobrino del sultán derrocado, el príncipe Murad, a quien dio un susto de muerte. Es preciso en este punto hacer una pequeña digresión para explicar cuán desgraciado es el papel del heredero en el imperio otomano.

El asunto se remonta a la antigüedad. El profeta Mahoma tuvo quince esposas pero ni un solo hijo, así que no dejó ninguna instrucción concreta sobre la cuestión sucesoria. Por esta razón, durante siglos, todas y cada una de las innumerables esposas del sultán han soñado siempre con elevar al trono a su hijo, intentando anular por todos los medios a los hijos de sus rivales. Hasta tal punto que en palacio existe un cementerio especial para los príncipes inocentemente asesinados. Así que nosotros, los rusos, con nuestros Boris y Glev, además del zarevich Dimitrii, provocamos la risa si nos comparamos con los turcos a este respecto.

El trono del imperio otomano no se sucedía de padre a hijo, sino del hermano mayor al más joven, y cuando no existían más hermanos, los derechos sucesorios pasaban a la generación siguiente. Ése es el motivo de que los sultanes sintieran verdadero pavor hacia su hermano menor o hacia el mayor de sus sobrinos, y de que, en consecuencia, las posibilidades de vida de un heredero hasta su coronación fuesen extremadamente escasas. El príncipe heredero se sometía a un aislamiento total, le prohibían cualquier visita e incluso le escogían mujeres estériles como concubinas. Desde tiempos inmemoriales los esclavos al servicio del futuro padishah tenían la lengua seccionada y los tímpanos perforados. Imagínate cuál puede ser la salud mental de un soberano con una educación de ese tipo. Un ejemplo es el de Suleimán II, quien estuvo recluido treinta y nueve años copiando e ilustrando el Corán, y cuando por fin se convirtió en sultán, se echó atrás y renunció al trono al poco tiempo. Le comprendo perfectamente: colorear dibujos es una tarea mucho más agradable que gobernar.

Pero volvamos a Murad. Un joven hermoso, inteligente e incluso erudito, pero demasiado aficionado a las libaciones copiosas y poseído por una manía persecutoria más que justificada. Al principio confió a gusto las riendas del poder al prudente Midhat, de manera que para los intrigantes todo iba según sus planes. Pero al pobre Murad el brusco ascenso de su tío, y luego su asombrosa muerte, le causó una impresión tan honda que comenzó a hablar demasiado y a entregarse a una vida escandalosa. Los psiquiatras europeos que en secreto asistían al padishah diagnosticaron que su mal no tenía remedio y que en el futuro no haría más que empeorar.

Repara ahora en la increíble perspicacia del efendi Anwar. Desde el primer día del reinado de Murad, cuando todo les sonreía aún, our mutual friend pidió por sorpresa que le nombraran secretario del príncipe Abdulhamid, hermano y heredero del sultán. Cuando conocí la noticia, comprendí con toda claridad que el pachá Midhat no confiaba en Murad V. Anwar estudió cuidadosamente al nuevo heredero y llegó a la conclusión de que era una persona aceptable. Entonces Midhat impuso sus condiciones a Abdulhamid: si prometía dar una constitución al país, él le haría padishah. El príncipe aceptó, naturalmente.

Lo que siguió después, ya lo sabes. El 31 de agosto, Abdulhamid II sustituyó en el trono al enajenado Murad V. Midhat fue nombrado gran visir y Anwar siguió al lado del nuevo sultán, manipulándole a su antojo entre bastidores, y además se hizo con la jefatura de la policía secreta. Es decir, irónicamente, Lavrentii, se convirtió en tu colega.

Resulta bastante significativo que nadie conozca al efendi Anwar en Turquía. Nunca se expone, ni le gusta aparecer en público. Yo sólo lo he visto en una ocasión, cuando presenté mis credenciales al nuevo padishah. Anwar estaba sentado al lado del trono, en la sombra, con una enorme barba negra (creo que postiza) y gafas oscuras, circunstancias estas que suponen una inaudita infracción de la etiqueta de palacio. Durante la audiencia Abdulhamid le miró varias veces, como si buscara ayuda o consejo.

Ése es el individuo con el que tendrás que verte las caras a partir de ahora. Si la intuición no me falla, colijo que en el futuro Midhat y Anwar seguirán manejando al sultán a su antojo, y dentro de unos cuantos años…

—Bueno, lo que sigue no tiene ningún interés. —Mizinov interrumpió su prolongada lectura y se secó el sudor de la frente con un pañuelo—. Sobre todo si tenemos en cuenta que la intuición le gastó una mala pasada a nuestro inteligentísimo Nikolai Pavlovich. El pachá Midhat no pudo mantenerse en el poder y fue enviado al destierro.

Erast Petrovich, que durante todo ese tiempo había escuchado con suma atención y no había cambiado de postura (al contrario que Varia, que no dejó de moverse en su rígida silla), preguntó sucintamente:

—La a-apertura la tengo clara, también el medio juego. ¿Pero qué sabemos del juego final?

El general asintió con un gesto de aprobación:

—Ahí está la clave del asunto. El juego final resultó tan alambicado que cogió de improviso incluso a un hombre tan experimentado como nuestro Gnatiev. El siete de febrero de este año llamaron al pachá Midhat a presencia del sultán, lo arrestaron y después lo pusieron a bordo de un barco que condujo al primer ministro caído en desgracia al otro extremo de Europa. Nuestro pachá Anwar, tras traicionar a su antiguo protector, se convirtió en la mano derecha no ya del jefe de gobierno, sino del propio sultán. Hizo todo lo posible por torpedear las relaciones entre la Sublime Puerta y Rusia. Recientemente, cuando Turquía comenzó a pender de un hilo en la guerra, el efendi Anwar, según los informes de nuestros agentes, partió hacia el mismo campo de batalla con la intención de torcer el rumbo de los acontecimientos con unos planes secretos, cuyo contenido por ahora sólo podemos aventurar.

Entonces Fandorin se puso a hablar de un modo extraño:

—No aceptaré ninguna obligación impuesta. Punto uno. Tendré plena libertad de movimientos. Punto dos. Sólo le rendiré cuentas a usted. Punto tres.

Varia no comprendió el significado de esas palabras, pero el jefe de los gendarmes se puso muy contento y replicó al instante:

—¡Eso es! Ahora sí que reconozco al Fandorin que recordaba. Usted, querido, llevaba bloqueado bastante tiempo. Sea indulgente consigo mismo, no se lo digo como su superior, sino como un padre, como un anciano que sabe mucho de estas cosas… Nadie debe cavarse una tumba en vida. Deje las fosas para los muertos. Pero ¡cómo es posible, con sus años! Porque usted, como dice el aria, tiene toute la vie devant soi.

—¡Lavrentii Arkadevich! —Las pálidas mejillas del voluntario-diplomático-espía se tiñeron repentinamente de color púrpura y la voz rechinó con un timbre metálico—. Creo que no le he pedido consejo íntimo de ningún tipo…

La observación le pareció a Varia grosera e inadmisible y encogió la cabeza entre los hombros. ¡Ahora vería cómo Mizinov, ofendido en sus más profundos sentimientos, estallaba en cólera y se ponía a gritar!

Pero el sátrapa se limitó a suspirar y añadió en tono seco:

—Bien, acepto sus condiciones. Plena libertad de acción, ésa era precisamente mi intención inicial. Usted limítese a observar, a escuchar, y si advierte algo raro… Bueno, no soy nadie para darle lecciones.

—¡Achísss! —Estornudó Varia, y se encogió nuevamente con temor.

Pero el general se asustó más que ella. Se volvió temblando y se quedó mirando con asombro a aquella involuntaria testigo de la confidencial entrevista.

—¡Señorita, qué hace usted aquí! ¿No ha salido de la habitación con el coronel? ¡Cómo ha podido tomarse esa libertad!

—¡Podría usted haberlo notado antes! —repuso Varia con orgullo—. No soy tan insignificante como para que me haya ignorado de esa manera. Estoy arrestada y hasta ahora nadie me ha autorizado a marchar.

Por un momento creyó que a Fandorin le temblaban los labios, pero eran imaginaciones suyas, un hombre así no sabía reír.

—¡Qué le vamos a hacer! —En la voz de Mizinov resonó un retintín de amenaza—. Usted, señorita, con la que no guardo ningún tipo de parentesco como ya hemos visto, está ahora al tanto de algo que nunca debió conocer ni le atañe lo más mínimo. Por motivos de seguridad nacional, queda temporalmente bajo arresto administrativo. Será enviada bajo escolta al centro de aislamiento de Kisinev y permanecerá retenida allí hasta que termine la presente campaña. ¡La culpa ha sido completamente suya!

Varia empalideció:

—Pero si todavía no he visto a mi novio…

—Y a le verá cuando acabe la guerra —la cortó en seco aquel hombre que empezaba a parecerse a Maliuta Skuratov, el gran tirano; luego se volvió hacia la puerta para llamar a sus escoltas, pero entonces intervino Erast Petrovich.

—Lavrentii Arkadevich, creo que sería su-suficiente con que la señorita Suvorovnos diera su palabra de honor…

—¡Le doy mi palabra de honor! —gritó Varia inmediatamente, animada por aquella inesperada intercesión.

—Perdóneme, amigo, pero en esta operación no podemos correr ningún riesgo —cortó el general sin mirarla siquiera—. Además, está ese novio suyo. ¿Acaso se puede confiar en una niña? Usted misma conoce el dicho: «La trenza es larga, pero el seso es corto».

—¡Yo no llevo trenzas! ¡Y lo que dice de mi inteligencia se me antoja una bajeza! —La voz de Varia comenzó a temblar—. ¡Qué me importan a mí sus Anwares y su Midhates!

—Déjelo bajo mi responsabilidad, su e-excelencia. Yo respondo por Varvara Andreevna.

Mizinov arrugó el entrecejo cariacontecido y guardó silencio, y Varia pensó que no todos los policías eran obligadamente gente sin escrúpulos. Al fin y al cabo, aquél se había marchado voluntario a Serbia.

—Eso es una tontería —farfulló el general. Luego se giró hacia Varia y le preguntó con una voz desagradable—. ¿Qué sabe hacer usted? ¿Tiene buena caligrafía?

—¡Acabé un curso de taquigrafía! ¡Y he trabajado de telegrafista! ¡Y también de matrona! —mintió Varia al final, sin saber por qué.

—¿Taquígrafa y telegrafista? —se sorprendió Mizinov—. Está bien. Erast Petrovich, le hago responsable de esta señorita con una sola condición: que sea su secretaria. Usted de todas formas va a necesitar a alguien que le sirva de correo o de enlace y que no levante sospechas. Pero recuérdelo: es usted responsable de ella.

—¡De ningún modo! —gritaron al unísono Varia y Fandorin.

Y siguieron con su coro particular, aunque ahora interpretando canciones diferentes.

Erast Petrovich aseguró:

—Yo no necesito ninguna secretaria.

Y Varia:

—¿Trabajar yo con la policía secreta? ¡Jamás!

—Como quieran. —El general se encogió de hombros y se levantó—: ¡Novgorodzev, llame a la escolta!

—¡Acepto! —gritó Varia.

Fandorin permaneció en silencio.