Capítulo Cuarto

Daily Post (Londres)

15 (3) de julio de 1877

El destacamento de vanguardia del valeroso general Gurko, tras ocupar la ciudad de Tirno, antigua capital del reino búlgaro, se abre camino ahora a marchas forzadas hacia el paso montañoso de Shipkinsky, tras el cual se extienden las indefensas llanuras que llegan hasta la misma Constantinopla. El ministro de la Guerra, el pacha Redif, y el comandante en jefe, el pachá Abdul Kerim, han sido destituidos y puestos a disposición de la justicia. Ahora sólo un milagro puede salvar a Turquía.

Se detuvieron en el porche. Tenían que aclarar las cosas de algún modo. Fandorin tosió y dijo:

—Lamento muchísimo, Varvara Andreevna, que las cosas hayan salido así. Naturalmente, siéntase en total libertad, yo no voy a obligarla a colaborar de ningún modo.

—Se lo agradezco —replicó ella secamente—. Muy noble de su parte. Confieso que llegué a pensar que lo tenían todo organizado porque usted vio que yo seguía allí y podía imaginarse cómo iba a terminar la cosa. ¿Es verdad que le hace falta una secretaria?

Los ojos de Erast Petrovich relampaguearon de un modo que, en una persona normal, se habría podido considerar señal de alegría.

—Es usted muy intuitiva, pero injusta. Es cierto que he actuado así con un segundo fin, pero exclusivamente en su interés. Lavrentii Arkadevich le habría puesto los pies fuera de la zona o-operativa inmediatamente, y el señor Kazanzaki le habría asignado un policía de escolta. Al menos ahora puede quedarse aquí de manera completamente le-legal.

Varia no tenía nada que objetar, pero tampoco quería dar las gracias a aquel miserable espía.

—Veo que es usted muy valiente en su poco honorable profesión —observó venenosamente—. Se ha metido en el bote hasta a ese hombre, a ese jefe caníbal.

—¿El caníbal es Lavrentii Arkadevich? —se sorprendió Fandorin—. Pues no me lo parece. ¿Y juzga poco honorable defender los intereses del Estado?

¿Cómo se podía hablar con alguien así?

Varia le dio la espalda en un gesto significativo y se puso a contemplar el campamento: casitas con paredes blancas, tiendas en ordenadas hileras y postes telegráficos nuevos… Un soldado se acercaba corriendo por la calle, moviendo de modo familiar los largos y desmañados brazos.

—¡Varia, Varienka! —gritó el soldado desde lejos. Se quitó de la cabeza el quepis de larga visera y volvió a agitar los brazos—. ¡Al fin has llegado!

—¡Petia! —exclamó ella y, olvidándose repentinamente de Fandorin, se precipitó al encuentro de aquel por el que había superado un viaje de más de mil quinientos kilómetros.

Se abrazaron y se besaron con absoluta naturalidad, sin el embarazo de otras veces. Era una alegría volver a ver el rostro de Petia; aunque no fuera un rostro bello, era querido y ahora estaba radiante de felicidad. Estaba más delgado, bronceado, y se había encorvado todavía más. El uniforme de galones rojos le caía como un saco, pero su sonrisa era la de siempre, amplia, adorable.

—Entonces, ¿de acuerdo? —preguntó él.

—Sí —respondió sencillamente Varia, a pesar de que se había prometido no aceptar de inmediato, sino después de una larga y seria conversación, y de exigir algunas condiciones.

Petia lanzó una exclamación de contento e intentó abrazarla de nuevo, mas Varia ya se había repuesto.

—Pero tenemos que hablarlo todo con detalle. Primero…

—Lo hablaremos, claro que lo hablaremos. Pero no ahora, por la noche. Nos reuniremos en la tienda de los periodistas, ¿de acuerdo? Tienen una especie de club. Conoces al enviado francés, ¿verdad? A D’Hevrais. Es muy simpático. Ha sido él quien me ha dicho que habías llegado. Ahora estoy terriblemente ocupado, me he escapado sólo un momento. Si advierten que falto, las pasaré canutas. ¡Hasta la noche, hasta la noche!

Y echó a correr otra vez, levantando polvo con sus pesadas botas y volviéndose a mirarla continuamente.

Pero por la noche tampoco se celebró el encuentro. Un ordenanza trajo una nota del cuartel general: «Estoy de servicio toda la noche. Hasta mañana. Te amo. P.»

Qué se le iba a hacer, el servicio era el servicio. Así que Varia se dedicó a instalarse en su nuevo alojamiento. Las hermanitas de la caridad le habían ofrecido sitio. Eran mujeres valientes y serviciales pero ya mayores, de unos treinta y cinco años, y un poco aburridas. Se apresuraron a proporcionarle todo lo necesario para sustituir el equipaje que había confiado al emprendedor Mitko: ropa, calzado, un frasco de colonia (¡ah, en su maleta guardaba unos perfumes franceses maravillosos!), medias, ropa interior, pasadores para el pelo, horquillas, jabón aromático, polvos para la cara, crema para el sol, crema hidratante, leche suavizante para contrarrestar los efectos del viento, esencia de margaritas para lavarse el cabello y otras cosas útiles. Los vestidos, como es fácil imaginar, eran horribles, salvo uno de color celeste con un cuello de encaje blanco. Varia le quitó los puños, pasados de moda, y el resultado fue verdaderamente agradable.

Pero a la mañana siguiente comenzó a aburrirse. Las hermanas se habían marchado al hospital de campaña, pues habían llevado a dos soldados heridos cerca de Lovcha. Varia tomó el café sola y salió a enviar un telegrama a sus padres: primero, para que no se preocupasen, y segundo, para que le enviaran dinero (exclusivamente en préstamo, que no pensaran que volvía al redil). Dio un paseo por el campamento y se puso a contemplar un extraño tren sin raíles: un convoy de tracción mecánica llegaba de la otra orilla. Unas locomotoras de hierro que expelían vapor y tenían unas ruedas enormes arrastraban unos pesados cañones y unos furgones repletos de munición. Era un espectáculo impresionante, un verdadero triunfo del progreso.

Más tarde, para entretener el rato, fue en busca de Fandorin, al que habían asignado una tienda individual en una zona del cuartel general. Pero Erast Petrovich también mataba el tiempo: tumbado en la litera, leía un libro turco del que copiaba alguna palabra.

—¿Protegiendo los intereses del Estado, señor policía? —preguntó Varia, que había decidido que el mejor modo de dirigirse al agente era en un tono despreocupado y burlón.

Fandorin se levantó y se echó sobre los hombros una casaca militar sin galones (también él se había aprovisionado de vestuario en algún sitio). Bajo el cuello desabrochado de la camisa, Varia vio una cadena de plata. ¿Un crucifijo? No, seguramente un medallón. Sería interesante echar una ojeada a lo que llevaba al cuello. ¿De manera que el «soplón secreto» era inclinado al romanticismo?

El consejero titular se abrochó el cuello y respondió con seriedad:

—Si vives en un pa-país, o lo defiendes o lo abandonas: lo demás es parasitismo o chismorreo de lacayos.

—Hay una tercera posibilidad —rebatió Varia, ofendida por lo de «chismorreo de lacayos»—. Se puede destruir un Estado injusto para construir otro en su lugar.

—Por desgracia, Varvara Andreevna, un Estado no es una ca-casa, más bien se parece a un árbol. No viene construido, sino que crece por su cuenta de acuerdo con las leyes de la naturaleza, y es un proceso largo, de muchos años. No se necesita un albañil sino un ja-jardinero.

Olvidándose de los modales, Varia repuso, enfadada:

—¡Vivimos tiempos muy duros y difíciles! La gente honrada sufre, oprimida por la estupidez y la arbitrariedad, ¡y usted discursea como un viejo y habla de no sé qué jardinero!

Erast Petrovich se encogió de hombros.

—Querida Varvara Andreevna, estoy harto de oír quejas sobre «nuestros duros tiempos». En la época del zar Nikolai la vida era mucho más difícil que ahora, y su «gente honrada» obedecía sin rechistar y elogiaba continuamente su vida feliz. Si ahora, además, podemos quejarnos de la estupidez y el despotismo, querrá decir que los tiempos están mejorando.

—¡Usted es sólo… sólo… «un esclavo del trono»! —Varia masculló entre dientes la más horrible de las ofensas, pero como Fandorin no se alteró lo más mínimo, lo explicó con palabras más asequibles—: ¡Un siervo fiel, sin seso ni conciencia!

Lo dijo crudamente y hasta ella se asustó de su propia grosería, pero Erast Petrovich no se enfadó en absoluto. Suspiró y replicó:

—Punto uno. Usted no sabe cómo co-comportarse conmigo. Punto dos. No quiere darme las gracias y por eso se enfada. Punto tres. Mande al diablo su agradecimiento y nos entenderemos de maravilla.

Esta condescendencia enfureció todavía más a Varia, sobre todo porque comprendió que el policía, aquel pedazo de bruto, tenía razón.

—Ya he notado que es usted como un profesor de baile: un-dos-tres, un-dos-tres. ¿Quién le ha enseñado esa estúpida manera de hablar?

—He tenido mis maestros —respondió vagamente Fandorin y, sin más, volvió a la lectura de su libro turco.

La tienda donde se reunían los periodistas acreditados ante el cuartel general resultaba visible desde lejos. En la puerta, izadas en una larga cuerda, colgaban banderas de diversos países, insignias de periódicos y revistas y, por alguna razón desconocida, unos tirantes de pantalón rojos con estrellas blancas.

—Ayer debieron de celebrar la victoria conseguida en Lovcha —dedujo Petia—. Y alguno la ha celebrado tanto que ha perdido los tirantes.

Apartó la cortina de lona y Varia contempló el interior.

El club estaba sucio, pero a su manera resultaba acogedor: había varias mesas de madera, unas sillas de loneta y un mostrador con varias hileras de botellas. Olía a humo de tabaco, a cera de vela y a colonia masculina. Sobre una larga mesa apartada en un rincón se amontonaban pilas de periódicos rusos y extranjeros. Eran unos periódicos raros, compuestos por completo de recortes telegráficos pegados. Varia echó un vistazo al Daily Post de Londres y se quedó boquiabierta: era la edición matutina de aquel mismo día. Era evidente que los mandaban de las redacciones por telégrafo. ¡Qué maravilla!

Varia observó con especial satisfacción que en la tienda sólo había dos mujeres, que llevaban gafas y no eran nada jóvenes. Por el contrario, había muchos hombres, entre los que vio a algunos conocidos.

Antes que a nadie, vio a Fandorin, de nuevo con su libro. Era una estupidez, para leer podía haberse quedado en su tienda.

En la esquina opuesta algunos jugaban una partida de ajedrez. A un lado de la mesa, McLoughlin se paseaba fumando un puro con su expresión bonachona e indulgente; al otro lado, absortos en la partida, estaban sentados Soboliev, D’Hevrais y otros dos más.

—¡Oh, nuestro pequeño búlgaro! —exclamó el general Michel Soboliev levantándose con alivio del tablero—. ¡Hoy está usted irreconocible! Bien, Seamus, lo dejamos en empate.

D’Hevrais sonrió amistosamente a los recién llegados y (cosa agradable) mantuvo la vista fija en Varia, aunque siguió jugando. En cambio, un oficial moreno con un uniforme increíblemente brillante se acercó corriendo a Soboliev y, atusándose el bigote, engominado en exceso, exclamó en francés:

—¡General, se lo ruego, presénteme a su encantadora amiga! ¡Señores, apaguen las velas! ¡Ya no nos hacen falta, ha entrado el sol!

Las dos mujeres maduras observaron a Varia con reprobación, y hasta ella pareció confundida por aquel protagonismo.

—El coronel Lukan, delegado personal de nuestro valioso aliado, su alteza el príncipe Karl de Rumania. —Sonrió ligeramente Soboliev—. Deseo advertirle, Varvara Andreevna, que el coronel es un veneno mortal para los corazones femeninos.

Por su tono quedaba claro que no procedía dispensar una acogida demasiado buena al rumano, y Varia repuso con afectación, apoyándose ostensiblemente en el brazo de Petia:

—Encantada de conocerle. Mi novio, el soldado voluntario Piotr Yavlokov.

Lukan cogió galantemente la muñeca de Varia con dos dedos (momento en el que relampagueó un anillo con un grueso brillante), dispuesto a sellarla con un beso, pero la joven ofreció resistencia:

—En Petersburgo no se besa la mano a las mujeres «modernas».

En general, los allí reunidos eran personas interesantes y a Varia le gustó el ambiente del club de los corresponsales. Sólo le irritó que D’Hevrais continuara la estúpida partida de ajedrez. Pero ésta se acercaba a su fin: los adversarios de McLoughlin se habían rendido y también el francés estaba condenado. No obstante, no parecía apesadumbrado y miraba con frecuencia a Varia, sonriendo con indolencia mientras silbaba una chansonette de moda.

Soboliev se acercó a él, contempló el tablero y comenzó a acompañarle distraídamente en el estribillo:

Follichon, follichonnette… Dese por vencido, D’Hevrais, esto parece Waterloo.

—Un caballero de la Guardia muere, pero nunca se rinde. —El francés se tiró de la larga y afilada barbita y movió una pieza.

El irlandés frunció el entrecejo y comenzó a resoplar.

Varia salió al exterior a contemplar la puesta de sol y a gozar del aire fresco. Cuando regresó a la tienda, el tablero de ajedrez ya se había retirado de la mesa y la conversación giraba nada menos que sobre las relaciones entre Dios y los hombres.

—En esa cuestión no puede haber ningún respeto recíproco —decía McLoughlin con ardor, al parecer respondiendo a una réplica de D’Hevrais—. Las relaciones del hombre con el Altísimo se basan en un reconocimiento indiscutido de la desigualdad. ¡A los niños no se les ocurre pretender la igualdad con sus padres! El niño acepta sin reservas la superioridad del padre, su dependencia de él, le venera y por eso es obediente: todo por su propio bien.

—Me voy a permitir utilizar su metáfora —dijo con una sonrisa el francés, aspirando una bocanada de su pipa turca—. Lo que dice es cierto sólo para los niños pequeños. En cuanto el muchacho crece, cuestiona inevitablemente la autoridad del padre, y eso a pesar de que éste sigue siendo incomparablemente más sabio y poderoso. Es un proceso natural y sano, porque si no fuera así, el hombre sería siempre un niño de pecho. Y ése es el proceso que está viviendo ahora la humanidad, ya un poco crecida. Después, cuando la humanidad madure más, entre ella y Dios se crearán con seguridad unas nuevas relaciones, ahora sí basadas en la igualdad y el respeto mutuo. Y un día el hijo se convertirá del todo en adulto y no necesitará más del padre.

—¡Bravo, D’Hevrais!, su oratoria es tan fluida como su prosa —alabó Petia—. El hecho es que no existe ningún Dios, sino la materia y unos principios básicos de moralidad. Le aconsejo que desarrolle sus ideas y escriba un artículo para la Revue Parisienne: es un tema excelente.

—Para escribir un buen artículo no hace falta ningún tema —afirmó el francés—. Basta con escribir bien.

—Eso es un absurdo —se indignó McLoughlin—. Sin un tema, ni un equilibrista de la palabra como usted podría hacer algo bueno.

—Señáleme cualquier tema que se le ocurra, el más trivial, y yo escribiré un artículo que mi periódico estará encantado de publicar. —D’Hevrais alargó la mano—. ¿Se apuesta usted algo? Mi silla de montar española contra sus gemelos Zeig.

Estalló una excitación general.

—¡Apuesto doscientos rublos por D’Hevrais! —anunció Soboliev.

—¿Cualquier tema que se me ocurra? —repitió lentamente el irlandés—. Cualquiera, ¿no es eso?

—Sí, señor, cualquiera. Incluso sobre la mosca que acaba de posarse en el bigote del coronel Lukan.

El rumano se sacudió apresuradamente el bigote y anunció:

—Apuesto trescientos rublos por monsieur McLoughlin. ¿Qué tema señala?

—De acuerdo, pues escriba sobre sus botas viejas. —McLoughlin apuntó con el dedo las polvorientas botas de lona del francés—. Intente escribir un artículo que los lectores parisinos lean y que los haga entusiasmarse.

Soboliev levantó rápidamente las manos.

—Antes de que cierren la apuesta yo retiro la mía. ¡Unas botas viejas no, es demasiado!

Finalmente, las apuestas en favor del irlandés sumaron mil rublos, mientras que nadie quiso arriesgar su dinero por el francés. Varia sintió lástima del pobre D’Hevrais, pero no tenía dinero, y Petia tampoco. Acercándose a Fandorin, que seguía hojeando impertérrito aquellas páginas de garabatos turcos, le susurró, enojada:

—¡Por favor, apueste por él! ¡No le cuesta a usted nada! Seguro que su sátrapa le ha entregado ya unas cuantas monedas. Se las devolveré dentro de unos días.

Erast Petrovich arrugó levemente el entrecejo y declaró con voz alta y aburrida:

—¡Cien rublos por monsieur D’Hevrais!

Y volvió a ensimismarse inmediatamente en la lectura.

—Hagamos balance. ¡Diez contra uno! —resumió Lukan—. Señores, las ganancias son mínimas pero seguras.

En ese momento entró impetuosamente en la tienda alguien a quien Varia conocía, el capitán Perepiolkin. Resultaba difícil reconocerle: llevaba un uniforme nuevo y flamante, unas botas impecables, un imponente parche negro en el ojo (evidentemente, el moratón no había desaparecido) y la cabeza del todo vendada.

—¡Excelencia, señores, vengo de las posiciones del barón Kridener! —declaró con voz firme el capitán—. Tengo una importante noticia para la prensa. Pueden tomar nota: capitán de Estado Mayor Perepiolkin, del Departamento Operativo. Pe-re-piol-kin. ¡Nikopol ha sido tomada al asalto! ¡Hemos apresado a dos pachás y a seis mil soldados! Nuestras pérdidas han sido mínimas. ¡Victoria, señores!

—¡Maldición! ¡Otra vez me lo he perdido! —gimió Soboliev, y salió corriendo sin despedirse.

El capitán acompañó la salida del general con una mirada algo perpleja, pero al mensajero le asediaban ya por todos lados los periodistas. Perepiolkin respondía a todas las preguntas con manifiesta satisfacción, luciendo sus conocimientos de francés, inglés y alemán.

Varia se sorprendió de la actitud de Erast Petrovich.

El policía tiró el libro a la mesa, se abrió paso resueltamente entre los periodistas e inquirió en voz baja:

—Disculpe un mo-momento, capitán, ¿no se habrá equivocado usted? Kridener recibió la orden de tomar Plevna y Nikopol está justo en la dirección co-contraria.

En su tono había algo que puso en guardia al capitán, quien dejó de prestar atención a los periodistas.

—En absoluto, señor mío. He recibido personalmente el telegrama del alto mando, he presenciado cómo se ha descodificado y lo he llevado en persona al señor barón. Recuerdo el texto perfectamente: «Al jefe del Destacamento Occidental, teniente general Kridener. Le ordeno que tome Nikopol y consolide allí sus posiciones con una fuerza de al menos una división. Nikolai».

Fandorin empalideció.

—¿Nikopol? —preguntó otra vez con voz aún más baja—. ¿Y qué hay de Plevna?

El capitán se encogió de hombros.

—No tengo ni idea.

En la puerta se oyeron unos pasos y ruidos de armas. La lona de la tienda se abrió de golpe y apareció el teniente coronel Kazanzaki, ¡ojalá no se le viera nunca! A la espalda del teniente coronel brillaban las bayonetas de la escolta. El policía sostuvo un momento la mirada de Fandorin, pasó la vista por encima de Varia y sonrió alegremente a Petia.

—¡Ah, aquí está el muchachito! Como me imaginaba. ¡Soldado voluntario Yavlokov, queda usted arrestado! ¡Prendedlo! —ordenó volviéndose a los escoltas.

Dos guardias con uniformes azules entraron rápidamente en la tienda y cogieron por los codos a Petia, que se había quedado paralizado por el espanto.

—¡Pero usted está loco! —gritó Varia—. ¡Déjele inmediatamente!

Kazanzaki ni se dignó responderle. Chasqueó los dedos y el detenido fue conducido rápidamente al exterior. El teniente coronel se entretuvo un poco, contemplando a todos con una vaga sonrisa.

—¡Erast Petrovich!, ¿qué significa esto? —Se dirigió Varia a Fandorin en voz alta—. ¡Dígale algo!

—¿Con qué razones? —preguntó hoscamente Fandorin, clavando los ojos en el cuello del uniforme del teniente coronel.

—En el mensaje cifrado compuesto por Yavlokov se cambió una palabra. En lugar de «Plevna» puso nada menos que «Nikopol». Mientras tanto, hace tres horas que la vanguardia del pachá Osmán ha tomado Plevna, desierta, y amenaza ahora nuestro flanco. Eso es todo, señor observador.

—Vea, McLoughlin, ahí tiene el milaggo que podía salvag a Tugquía. —Varia oyó la voz de D’Hevrais.

Hablaba un ruso bastante bueno, aunque pronunciaba las erres con un gracejo encantador.

—No es un milagro, monsieur corresponsal, sino una traición de lo más vulgar —sonrió el teniente coronel mirando a Fandorin—. La verdad, señor voluntario, es que soy incapaz de imaginar qué explicaciones va a facilitarle a su excelencia.

—Tiene usted la lengua demasiado larga, teniente coronel. —Erast Petrovich bajó más la mirada, fijándola ahora sobre el botón superior del uniforme del policía—. La ambición no de-debe perjudicar nuestra causa.

—¿¡Cómo dice!? —El rostro violáceo de Kazanzaki se contrajo con un tic—. ¿Va a darme usted lecciones de moral? ¿Usted a mí? ¡Caramba! Para su conocimiento, señor niño prodigio, le diré que he tenido tiempo de hacer ciertas averiguaciones sobre usted. Por razones de servicio. Y no resulta un retrato muy moral que digamos. Es usted un tipo espabilado, ¿verdad? Al parecer hizo una boda ventajosa… Y la ventaja fue doble: consiguió una suculenta dote y casi al momento se quedó libre… ¡Un buen trabajo! Le felici…

No llegó a terminar la frase, porque Erast Petrovich, con un movimiento tan ágil como el de la zarpa de un gato, le estampó la mano sobre los carnosos labios. Varia lanzó una exclamación mientras uno de los oficiales sujetaba la mano a Fandorin y se la soltaba enseguida al ver que el agresor no mostraba señales de furia.

—Duelo a pistola —le espetó con sencillez Erast Petrovich mirando directamente al teniente coronel a los ojos—. Ahora, ya mismo, antes de que intervenga el mando.

Kazanzaki se puso de color púrpura. Sus ojos, negros como ciruelas, se inyectaron en sangre. Hizo una pausa, tragó saliva y replicó:

—Por orden de su alteza el zar los duelos en tiempo de guerra están terminantemente prohibidos. Y usted, Fandorin, lo sabe de sobra.

El teniente coronel salió de la tienda, pero la cortina a rayas siguió balanceándose bruscamente después de su marcha. Varia preguntó:

—Y, ahora, ¿qué hacemos, Erast Petrovich?