CAPITULO XIII

 

Honey Dorian empujó con la cadera la puerta del frigorífico. El vaso de leche depositado sobre la bandeja derramó algo de líquido.

Honey hizo un mohín.

Con lento paso se encaminó hacia el salón dejando la bandeja encima de la mesa.

Conectó el televisor.

Se disponía a apagar la luz de la cocina, pero quedó inmóvil en el pasillo.

Ya estaba apagada.

Los labios de Honey se movieron imperceptibles. Profiriendo una palabra poco femenina.

Dado que ella no había accionado el interruptor dedujo que se había fundido la lámpara.

Prefirió cambiarla antes de sentarse a cenar.

En el mueble del living tenía un buen surtido de recambios. Con una lámpara en su diestra se dirigió a la cocina.

Tampoco ahora llegó a entrar.

De nuevo quedó inmóvil.

La luz estaba encendida.

Ni por un instante acusó una sensación de temor. Ya no era una chiquilla. A sus veintiocho años, y curtida por su trabajo de enfermera, no se dejaba impresionar con facilidad. Eran muchos los truenos nocturnos en el hospital amenizados por lastimeros gemidos y defunciones.

No.

Honey Dorian no se asustaba con facilidad.

Avanzó con paso decidido situándose frente a! interruptor. Lo pulsó una y otra vez. Apagando y encendiendo la luz de la cocina.

Terminó por encogerse de hombros.

Aquello funcionaba a la perfección.

Se disponía a retomar al salón cuando reparó en la abierta ventana. La que comunicaba con la escalera de incendios.

La cerró.

Al entrar en el salón percibió e! sonido.

Extraño.

Era... como un jadear.

Como si alguien respirar entrecortadamente.

Fijó su mirada en el televisor.

No.

El sonido no procedía del aparato. La pantalla no se había iluminado.

El televisor estaba desconectado.

Honey si sintió ahora un escalofrío.

Ella había puesto en funcionamiento el aparato.

Estaba segura.

Aunque no era aquello lo que más la inquietaba, sino el sonido. El jadear. Un jadear que parecía surgir desde todos los rincones del salón.

Honey avanzó hacia el televisor.

Cuando se disponía a pulsar la palanca de encendido vio su imagen reflejada en la apagada pantalla.

Y también la sombra que brotó súbitamente de detrás del sofá.

La mujer giró con rapidez. El grito iniciado en su garganta quedó cortado por una fría mano que taponó su boca. También sintió la afilada hoja del cuchillo posarse sobre su cuello.

—No lo intentes otra vez..., no vuelvas a gritar...

Honey contempló aterrorizada al individuo.

Un hombre de pálidas facciones y lentes de miope que ocultaban unos ojos de satánico brillo. Su rostro perlado de sudor. Su respirar jadeante.

Aquel sudor lo percibió Honey en la mano que taponaba su boca.

—Voy a soltarte..., si gritas te hundo el cuchillo en las entrañas...

Charles Williams retiró la mano.

También retrocedió levemente dejando de aprisionar el cuerpo de Honey contra el televisor.

—¿Esperas visita, Honey?

—Estoy... estoy sola...

—Eso ya lo sé —rió Williams—. Te he visto entrar hace una hora. Antes había telefoneado al apartamento y nadie respondió. Desde entonces he montado guardia.

—Tengo... tengo poco dinero...

—No me interesa tu dinero, Honey.

—¿Qué quiere de mí? ¿Cómo sabe mi nombre?

Williams contempló fijamente a la mujer.

Llevaba el pelo recogido tras la nuca. Aquello resaltaba su rostro de salientes pómulos. Facciones correctas, atractivas... Se cubría con una larga bata anudada a la cintura.

Honey interpretó mal aquella mirada.

Imaginó estar frente a uno de esos vulgares violadores que pululan por Los Angeles.

Forzó una sonrisa.

—Si lo que pretende es pasar un buen rato no es necesaria la violencia. Puedes guardar el...

—No tienes el pelo rubio.

Honey parpadeó.

—¿Cómo?

—Tu pelo no es rubio ni tienes los ojos azules como Honey Dorian.

—Yo soy Honey Dorian..., pero nunca he tenido los ojos azules ni el pelo rubio. Tal vez te has equivocado de chica.

Williams chasqueó la lengua.

—No trates de engañarme. Últimamente ya no aparecías con Rip Kirby. Has desaparecido de su vida, pero sigues siendo su chica, ¿verdad? Pronto te llamará a su lado o enviará a su fiel criado Desmond. ¿Recuerdas a Cecil Desmond?

—No... no sé de qué me habla...

El miedo se acentuó en Honey.

No estaba frente a un vulgar violador.

Aquel individuo estaba loco.

—¿Es posible que te hayas olvidado de todo, Honey? ¡Rip Kirby! El detective aventurero y galante con las mujeres. El ex capitán de marines. Es miope como yo, ¿sabes? Tiene gracia. ¡Un héroe del cómic miope! Hay que reconocer que Alex Raymond hizo una gran creación. ¡El gran Raymond! Murió en el 1965. Conduciendo el coche deportivo de su amigo Drake, ya sabes... el dibujante de Julieta Jones. Cada vez que recuerdo la burla de la Aldrich Publishing Co. sobre las maravillosas hermanas Jones...

Toda aquella parrafada llenó de estupor a Honey.

No entendía absolutamente nada.

—Oye...

—Charles. Mi nombre es Charles Williams. Soy dibujante. El mejor, aunque tengo que someterme a las reglas del juego. Los editores ya no quieren heroínas como tú, como Dale Arden, Narda, Aleta... Hay que acabar con ellos y reemplazarlas por otras, lo comprendes, ¿verdad?

Honey movió instintivamente la cabeza.

Como un autómata.

Sin dejar de mirar el descomunal cuchillo en manos de Williams. Lo reconoció. Era uno de los cuchillos de la cocina. El más grande.

—Lo celebro, Honey. Eres una buena chica. Estoy terminando mi historia. Contigo alcanzaré las treinta y dos hojas habituales en un comic-book. Lo presentaré a los más importantes sindicatos del cómic. Todos se disputarán los derechos de edición. Te necesito para completar la historia, Honey... Empieza por quitarte la bata.

La mujer se esforzó de nuevo en sonreír.

Tal vez, si lograba no contrariarle, saldría con bien de aquella pesadilla.

Se despojó de la bata dejándola caer a sus pies. Quedó con el sujetador y el slip.

Williams rió divertido.

—Has engordado, Honey. Estás más llenita.

Ciertamente los senos de Honey eran opulentos. Difícilmente controlados por el sujetador. El vientre formaba una suave curva. Las caderas amplias. Los muslos largos y esbeltos.

Charles Williams se inclinó recogiendo el lazo de la bata.

—Manos a la espalda, Honey.

—¿Por qué?... No necesitas atarme... no haré nada que...

—¡Obedece, maldita sea!... ¡Obedece!...

Honey llevó sus manos a la espalda. Temblorosa. Alarmada por la demoníaca expresión reflejada súbitamente en Williams.

El lazo sujetó con fuerza las muñecas de la mujer.

—Aquí mismo, Honey..., sobre la alfombra... Déjate caer.

Honey obedeció mansamente.

A los pocos minutos contempló el blanquecino cuerpo de

Charles Williams volcarse sobre ella. Unas ávidas manos le arrancaron el sujetador.

La balanceante boca de Williams se apoderó salvajemente de los labios femeninos.

—Relájate, Honey..., no temas.... colabora o será peor para ti... Pasar un buen rato. Esas fueron tus palabras, ¿recuerdas?

Honey, dominando su terror y repugnancia, entreabrió los labios.

Correspondiendo al beso.

Soportando las caricias cada vez más audaces, lujuriosas, aberrantes... El jadear entremezclado con obscenas palabras.

Fue despojada del slip.

Honey, como dominada su voluntad por una legión de espíritus malignos, fue cediendo su cuerpo a la lascivia a que era sometido.

Unió su jadear al de Williams.

El sudor hacía chasquear sus cuerpos en grotesco sonido,

Honey sacudió la cabeza con los ojos en blanco.

De ahí que no se percatara de la acción de Williams.

De como su diestra alcanzara el cuchillo y lo hundía brutalmente en el vientre femenino.

Honey inmovilizó bruscamente las caderas. Sus ojos expresaron el más alucinante y atroz de los cambios.

Le llegó la voz de Williams.

—Dímelo, Honey... ¿cómo es?... ¿que sientes? Has sido un gran salto, ¿verdad? De los brazos del amor a los de la muerte..., del clímax del placer a los umbrales del Más Allá... Háblame, Honey...

La mujer boqueó.

Su desencajado rostro reflejaba un estupor superior al lacerante dolor.

Charles Williams se ladeó para quitar el cuchillo.

—Aunque... no, Honey..., no es necesario que me digas nada. Puedo leerlo en tus ojos... en la deformada mueca de tu rostro... la muerte se aproxima...

Williams besó los entreabiertos labios de la mujer.

Y sin interrumpir el beso seccionó la yugular de Honey.

El asesino recibió el ahogado estertor que brotó de Honey. Pudo percibirlo con toda su macabra nitidez. Incluso le llegó la bocanada de sangre.

Rió como un poseso.

—Tus ojos... tus ojos, Honey... Puedo verla... Ya está ahí... ¡Es la Muerte! La plasmaré en mis dibujos... Seré él...

Un súbito estruendo hizo enmudecer a Williams.

Alguien estaba golpeando la puerta de entrada al apartamento.

Sonó una potente voz.

—¡Policía!... ¡Abran la puerta!...

 

* * *

 

Roger Feldman, dado que sus empujes no lograban derribar la puerta, hizo uso del revólver.

Disparó sobre la cerradura para acto seguido propinar un patadón a la hoja de madera.

Penetró en el apartamento.

Interiormente deseaba estar cometiendo un error. De que la Honey Dorian allí domiciliada estuviera sana y salva. De que no era necesaria aquella violenta aparición en escena.

La iluminación del salón le llevó hasta allí.

No.

No había cometido un error.

Aquél era el lugar.

Allí había actuado Charles Williams.

Sobre la alfombra se desangraba ya sin vida, el cuerpo de Honey Dorian. Con el vientre desgarrado. La yugular seccionada...

La espeluznante visión no paralizó a Feldman.

Todo lo contrario.

Reaccionó con ira.

En el suelo una chaqueta masculina, una corbata. Más allá, en el corredor un zapato.

Roger Feldman corrió a la cocina descubriendo de inmediato la forma de huida empleada por el asesino.

Se precipitó al ventanal pasando a la escalera de incendios.

Feldman alzó la mirada. A tiempo de ver como una sombra alcanzaba el tramo más alto de la escalera.

Saltó en su persecución.

Llegó a la terraza.

Fue entonces cuando se escuchó el desgarrador alarido.

Roger Feldman recorrió la azotea hasta alcanzar la baranda.

Allí, desde lo alto del edificio, pudo ver el cuerpo de Charles Williams destrozado contra el asfalto de Scott Street.

La pesadilla había terminado.

Feldman encendió un cigarrillo.

Lentamente descendió por la escalera de incendios.

Llegó a la calzada cuando el inspector Milland y dos hombres más se disponían a entrar en el edificio.

—¡Roger!...

—Hemos llegado tarde, señor.

—¿Honey Dorian?

—Sí.

Las facciones del inspector se ensombrecieron. Hizo una seña a los dos hombres para que le siguieran.

Roger Feldman continuó por Scott Street.

La policía estaba acordonando la zona apartando a los curiosos.

El cadáver de Williams estaba ya protegido por una sábana.

—¡Fuera de aquí, mocoso! —un agente uniformado empujaba a un chiquillo de unos catorce años de edad—. ¡Lárgate con tus embustes!

—¡Es verdad!... Le oí gritar esa palabra.

—¡Lárgate!

El muchacho, empujado de nuevo, fue a tropezar con Feldman.

Le detuvo.

—¿A quién oíste gritar, pequeño?

—No le haga caso, sargento —aconsejó el agente—. Conozco a este granuja. Tiene la cabeza llena de pájaros.

—¡Es verdad! Le oí perfectamente —afirmó el muchacho señalando el cadáver—. Yo estaba en la casa de enfrente. Le vi correr por la terraza, subir a la baranda y saltar al tejado contiguo. No lo alcanzó. Fue entonces cuando gritó la palabra.

—¿Qué palabra? —inquirió Feldman.

El muchacho tragó saliva.

—Bueno... sé que resulta ridículo, pero es la verdad. Le oí perfectamente gritar... ¡Shazam!