CAPITULO VI
El inspector Milland asintió con un movimiento de cabeza.
—Has oído perfectamente, Roger. Un taladro eléctrico. Diana Palmer fue llevada hasta allí con engaños. Hizo el amor con el asesino. Sin violencia. Esta llegó después. En forma monstruosa. Demoniaca... Ya que no has cenado, puedes echar un vistazo al informe del forense.
—Tengo una idea de la autopsia, señor. El doctor me anticipó algo.
Sidney Milland entornó los ojos.
—Sí... Olvidaba que siempre eres el primero en meter las narices.
—Los de dactiloscopia no han conseguido gran cosa, ¿verdad?
—No. Ninguna huella dactilar. Sólo las de la víctima. El asesino borró cuidadosamente las suyas. Dado que los bungalows vecinos estaban también deshabitados, nadie vio nada. El propietario de la urbanización nos envió al agente de ventas designado en la zona. En las últimas semanas ha mostrado el bungalow a tres matrimonios, dos parejas y un actor de Hollywood que desea abandonar minuciosamente la cerradura. No fue forzada. Se utilizó una ganzúa. Resultó fácil para el asesino. Nada complicado. Los bungalows, según versión del propietario, disponen de una cerradura standard; dado que los futuros inquilinos instalan las medidas de seguridad a su gusto y circunstancias.
—¿Qué hay de la calavera?
Las facciones del inspector se endurecieron.
Esbozó una mueca.
Fue como si un viejo lobo enseñara los dientes.
—Es nuestra única pista. Un buen dibujo, según los expertos. Realizado a pincel. Un pincel fino. De profesional del dibujo. Se venden sueltos o en cajas de diferente grosor.
—¿Y la... pintura?
—Las sospechas de Salkow resultaron ciertas. E! muy bastardo se sirvió de la sangre de su víctima.
—La Prensa sensacionalista sacará tajada.
—Los vespertinos ya han empezado —masculló Milland, malhumorado—. Y eso que no conocen los detalles más truculentos.
—Tarde o temprano serán del dominio público,
—Sí, maldita sea..., y algunos de los productores de Hollywood encontrarán un buen tema para una película. Parecemos ratas.
—¿Me necesita para algo?
—Lárgate a dormir. Ya es muy tarde y mañana te quiero a primera hora en el departamento. Te tendré preparada una lista de escuelas de dibujo, galerías, editoriales, artistas...
—Ahí tiene mi informe de la visita a The Tower y The Glass Slipper.
—No has debido molestarte. Por la autopsia ya sabemos que Diana Palmer no cenó en The Power ni en ningún otro sitio.
—Trabajo de rutina, señor. Buenas noches.
—Adiós, Roger. Procura dormir
—Lo intentaré.
Feldman abandonó el despacho del inspector.
Intercambió breves palabras con varios compañeros en servicio. Pese a lo avanzado de la noche reinaba gran actividad en el Departamento de Homicidios. Llamadas, interrogatorios, ir y venir...
No hay tregua.
El crimen no la concede.
Roger Feldman se detuvo unos instantes en la calzada respirando con fuerza. La noche restaba contaminación a la populosa ciudad de Los Angeles.
Encendió un cigarrillo.
Al llegar junto al Pontiac sonó la voz a su espalda.
—Sargento...
Feldman giró.
Parpadeó perplejo.
—Pamela..., ¿qué haces aquí?
La joven se esforzó en esbozar una sonrisa.
No lo consiguió.
—No he sido capaz de encerrarme en el apartamento... no he podido después de... identificar a Diana.
—Tú eras la única que...
—Sí, lo sé. He estado deambulando por la ciudad. Sin rumbo. Siento que la cabeza me va a estallar.
—Te llevaré a casa.
—¡No!... No quiero ir allí... La vacía habitación de Diana, aquella soledad... cierro los ojos y veo su ensangrentado cuerpo que...
Pamela rompió en sollozos.
El sargento se encontró con Pamela entre sus brazos.
—Bueno, cálmate... Hace ya más de ocho horas que has salido del... depósito. Tienes que estar cansada de dar vueltas por ahí. ¿Por qué no te tomas un tranquilizante y...?
—Llévame a tu apartamento, Roger.
La mueca de estupor en Feldman fue ahora completa.
—¿Cómo?
—¿Estás casado? Puedes explicarle a tu mujer mi caso y ella de seguro comprenderá mi angustia.
—No estoy casado, pero...
—Por favor, Roger.
Feldman terminó por sonreír.
Una belleza como Pamela suplicando ir a su apartamento y él haciéndose de rogar.
Abrió la portezuela del Pontiac.
—Okay.
—Gracias, Roger... estoy... estoy escalofriada. No consigo sobreponerme. No podía imaginar... ¿por qué, Roger? ¿Por qué se han ensañado tan diabólicamente con Diana?
El auto salió del estacionamiento.
Roger Feldman, con la zurda en el volante, extrajo la cajetilla de tabaco.
—Es imposible calibrar la maldad humana, Pamela. No hay límite.
—El asesino tiene que pagar su crimen.
—De eso puedes estar segura —Feldman le tendió la cajetilla—. Enciende un cigarrillo. Tengo un pequeño apartamento en Amy Street. Llegaremos pronto.
En efecto.
Quince minutos más tarde el Pontiac se detenía frente al 771 de Amy Street. La planta baja ocupada por una farmacia con vivienda. Una escalera de seis peldaños conducía a la entrada del edificio.
—No hagas mucho ruido con los tacones —sonrió Feldman—, La señora Harrison no me permite visitas femeninas.
Tercera planta.
Sin ascensor.
El sargento abrió la puerta del apartamento.
Living-salón, dos habitaciones, cuarto de baño y cocina.
—Esta será tu habitación, Pamela. El sofá se transforma en cama. Creo que en el armario encontrarás ropa. ¿Quieres uno de mis pijamas?
Pamela asintió.
Con leve sonrisa.
—Con la chaqueta será suficiente.
Feldman retornó a los pocos minutos.
Con un gran vaso de leche.
—Bébela toda y a dormir, ¿de acuerdo?
—Roger..., gracias. Afortunadamente la maldad no anida en todos los hombres.
Roger Feldman chasqueó la lengua.
—Pero sí los malos pensamientos. Y tú eres demasiado bonita. No olvides pasar el cerrojo.
Pamela, contra todo pronóstico, quedó pronto dormida.
Fue Feldman quien demoró el conciliar el sueño.
Y la causa era la propia Pamela.